sábado, 31 de diciembre de 2011

Extraña Navidad (II)

Si el año pasado mi Navidad había sido poco convencional (como ya refelejé en el blog), este año no iba a ser diferente. El día de Nochebuena hacía preveer una repetición de mi humilde y triste cena en solitario 12 meses antes. Afortunadamente, una sucesión de hechos inesperados lo impidieron.
Se acercaba el Día-D y había conseguido cubrir unos cuantos días con actividades. El viernes 23 tenía la cena india con los compañeros de empresa. El 24 por la mañana tenía una cita con una chica en Reading, el día 25, una comida con españoles a la que también fui el año pasado y en Nochevieja iré a cenar a un restaurante español en Windsor con otros amigos. Pero no había conseguido cerrar nada para la noche del 24, lo cual me preocupaba bastante.
Tras la opípara cena con mis compañeros la noche anterior, había quedado en Reading con una nueva amiga que había conocido en internet. Se trataba de una inglesa (parece una obviedad estando en Inglaterra, pero no en esta zona) que, casualmente había estado casada con un leonés. Parece ser que no le había dejado muy buen recuerdo y allí estaba yo para arreglar el desaguisado que había perpetrado mi paisano. Fuimos a un un pub muy "cosy" como dicen por aquí (agradable o acogedor) donde yo me pedí una deliciosa hamburguesa de jabalí. Mi nueva amiga Mel resultó ser una compañía muy agradable, con mucho sentido del humor. Al rato, unos amigos de Mel (un matrimonio con su hija) llegaron al pub y se unieron a nuestra mesa. Jugada que fue repetida unos minutos después por otro matrimonio. De repente me vi metido en una reunión de amigos locales tomando el vermut. El ambiente típicamente inglés contrastaba con mi inmersión india la noche anterior. En cualquier caso, disfruté ambos.
Una vez disuelta la reunión. mi amiga me coementó que tenía muchas cosas que hacer pero...(siempre hay un pero) no le importaba que la acompañara. Dado que quería postponer al máximo el momento de enfrentarme a mi solitaria habitación, acepté. Como nadie es perfecto, Mel tiene perro. Y no sólo uno, sino dos y enormes. Y le tocaba pasearlos. Así que fuimos en coche a su casa, los metió en él y nos dirigimos a un parque a la orilla del Támesis. El trayecto fue bastante tenso,ya que detrás de mi, sin nada que nos separara, tenía dos perracos en estado de agitación que no dudaron en ladrarme a la oreja a la menor ocasión o intentar ocupar los asientos delanteros. Mel me intentaba tranquilizar con las típicas frases:"Sólo quieren jugar" o "No te van a hacer nada". Aparte de acabar medio sordo de mi oído izquierdo, con las pulsaciones y la tensión por las nubes y llevarme un susto de muerte cuando uno de los canes saltó hacia delante y casi se come el parabrisas, no me "hicieron nada". Afortunadamente el paseo a orillas del Támesis les calmó bastante. Y a mí también. El entorno era muy agradable y hacía un día estupendo.
De allí nos fuimos a un supermercado "Waitrose" donde Mel iba a comprar las viandas para las comidas de Navidad y Boxing Day. La visión de un paquete de turrón español despertó ni nostalgia y me volvió a recordad qué día era y dónde estaba. Pero no hubo mucho tiempo de pensar en ello. Seguidamente fuimos a casa de Mel donde tenía que envolver unos regalos que iba a ofrecer a unos amigos. Le ayudé en la tarea y como premio me ofreció un DVD de los que había envuelto. No esperaba tener regalos ese día, por lo que fue un detalle emocionante. En ese momento,la hija de Mel, que había pasado el día con su padre, fue devuelta a manos de su madre.Permanecí oculto en el momento del "traspaso de poderes", lo cual agradecí. Nunca se sabe cómo puede reaccionar la gente en este tipo de situaciones. La niña resultó ser un auténtico angelito, que contrastaba con la rudeza de los perros que compartían morada con ella. Parecía que ya no pintaba nada allí, pero Mel me comentó que iba a ir a la iglesia con unos amigos y me preguntó si me apetecía acudir. Hace años que no voy a misa por voluntad propia, pero me pareció interesante hacerlo el día de Nochebuena. Así que accedí. Se trataba de una iglesia católica situada a las afueras. En este caso el viaje fue más plácido, ya que los poderosos dogos habían dejado paso a la angelical niña, que además de su aspecto candoroso tenía una conversación de lo más interesante. Desde luego que mucho más profunda que la que puedo tener con mucha gente adulta. Como decía el Dúo Sacapuntas, la iglesia estaba "abarrotá". La atmósfera prenavideña daba un encanto especial a la ceremonia. En el templo me presentaron a una pareja que nos invitó a tomar algo en su casa después de la misa. Nos empezaron a sacar cosas para picar, hasta que nos dijeron que iban a preparar pasta y nos preguntaron si nos apetecía. Este fue el momento clave del día que marcó un punto de inflexión respecto al año pasado. Cuando nos sentamos a la mesa frente a un suculento plato de spaguettis me di cuenta de que no iba a canar sólo en Nochebuena. Lo curioso es que lo estaba haciendo con gente que unas horas antes ni siquiera conocía. La pareja resultó ser de lo más agradable. El hombre había sido futbolista en segunda división y la mujer era italiana. Pero me enteré porque me lo dijo ella tras un buen rato de conversación, ya que su acento era prácticamente perfecto. Tras la cena ya si que tocaba volver a casa. Como Mel había bebido, no se atrevió a llevarme a la estación, así que me dejó en su casa y llamó a un taxi para que me llevara. Evidentemente eso atenta contra mis principios, pero insistió y no me quiso decir cómo llegar a la estación andando. Además me pagó el taxi. Como para quejarse. Nos despedimos y el taxi me llevó a la estación. El taxista me comentó que quizá pudiera tener problemas, ya que en Nochebuena se cierra el servicio de trenes a una determinada hora. En efecto, la estación estaba cerrada, así que llamé a Mel e intentando que se apiadara de mí le comenté la jugada y le pregunté si había posibilidad de dormir en su casa. No coló, pero habló con el taxista y se ofreció a llevarme a casa a precio cerrado. No tenía otra opción, así que acepté. Tuvimos una interesante conversación en el camino. El taxista se trataba de un ingeniero informático que se había quedado en paro hacía unos meses y había cambiado radicalmente su "modus vivendi". Había nacido en Inglaterra pero se le intuía un origen de la zona de Oriente Medio, extremo que se confirmó cuando empezó a criticar los lobbies judíos y la capacidad que tienen para manejar la economía. No parecía ser muy consecuente con sus palabras cuando a la hora de cobrar "se olvidó" de que ya le había pagado 10 libras por la carrera hasta la estación de Reading.Menos mal que mi lado "ni un clavel" detectó la operación a tiempo.
Eran ya las 11 de la noche. Había restos del banquete polaco pero la casa estaba ya tranquila. Había sido un día curioso. Lo que iba a ser una cita de una o dos horas se convirtió en todo un día lleno de sorpresas. Una vez más, había pasado una "extraña Navidad", pero esta había sido de las que se recuerdan con cariño.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Si no puedes con el enemigo, únete a él.


Cuando uno vive en un país extranjero, se supone que va a aprender el idioma del país de acogida muy rápidamente. Ciertamente las posibilidades son mucho mayores. Pero el entorno condiciona mucho. Y Slough no es el mejor sitio del mundo para aprender inglés. Mis compañeros polacos utilizan su lengua materna la mayor parte del tiempo y la mayoría de canales de nuestra televisión se escuchan en el idioma de Jaruzelski. En mi fábrica, el panorama no mejora demasiado.Aparte de una gran cantidad de polacos, la colonia asiática es muy numerosa con representantes de Pakistán, Sri Lanka e India. Suelen hablar en sus lenguas de origen entre ellos, con lo cual no me entero de nada. La situación no mejora mucho cuando se pasan al inglés, compitiendo con el acento de Glasgow en la lucha por ser más ininteligible. A falta de una fiesta organizada por la empresa,parte de esta gente, que pertenece al departamento de producción (mayormente operarios y algún supervisor) se monta una fiesta por su cuenta en fechas navideñas. Mi mánager me comentó la jugada y me animó a apuntarme. En realidad no tengo mucha relación con la gente que iba a ir, pero viendo que me esperaba una Navidad tan triste o más que la pasada, le pregunté all organizador si me podía apuntar. Aceptó de muy buen grado e incluso me puso en contacto con un par de operarios que viven en mi zona para que me llevaran.
Así, esa tarde me recogieron en coche y fuimos a Slough a buscar a otro compañero. Mientras esperábamos por él, uno de ellos nos hizo pasar a su casa donde esperamos en el salón. Con esta persona apenas había hablado y ahora me franqueaba la puerta de su casa y me invitaba a sentarme en su salón rodeado de su familia. Bonito detalle. Al rato nos montamos en el coche y fuimos rumbo a Southall al son de una atronadora música india. Southall es una zona del Oeste de Londres copada por gente del subcontinente indio. No en vano algunos la conocen como "Little India" e incluso el rótulo de la estación de tren es bilingüe.
El lugar elegido para el fiestorro era un local que parecía sacado de una película de "Bollywood". Me senté a la mesa junto a un compañero pakistaní que tiene familia en Barcelona y chapurrea el español, lo cual facilitó bastante la comunicación. Al rato empezaron a aparecer camareros con bandejas de comida. Dejaban unas fuentes en la mesa y casa uno se servía lo que quería. Evidentemente quise probarlas todas y la verdad es que estaban deliciosas. Las bebidas alcohólicas no iban incluidas en el menú, pero los mánagers que habían montado el tinglado insistieron en invitarme a todo el alcohol que quisiera beber. Fueron sólo dos pintas de cerveza, más por lo lleno que estaba que por no abusar del ofrecimiento. Una vez acabada la comida,un voluntarioso Dj emepzó a pinchar los últimos éxitos que más pegan en las pistas de baile de Bombay o Calcuta. La pista se empezó a llenar y una vez asentada la comilona, también me animé a mover el esqueleto para sorpresa de algunos compañeros ante los que, hasta entonces, había sido todo seriedad. La mayoría de mujeres presentes en la fiesta iban ataviadas con los trajes típicos indios, que a todas mis compañeras les sentaba infinitamente mejor que la bata y el gorro preceptivo en la fábrica. Aunque generalmente las indias son muy dispares en cuanto a belleza, las muy guapas son auténticos monumentos. No me faltaron las ganas de intentar algún frotamiento, pero, a pesar de encontrarnos en el corazón de Inglaterra, el ambiente no era precisamente muy anglosajón, así que me contuve. Un par de horas después se empezó a formar una cola bastante larga en el centro del restaurante. Se trataba de la recena o resopón versión india. Había que pasar con un plato delante de unas fuentes donde los camareros servían arroz, pollo al curry, pan de pita, garbanzos y ensalada. Aquí también piqué de todo, además de un postre bastante bueno, aunque ya al final era casi por vicio. No me cabía ni un átomo de hidrógeno en el estómago. Un rato después la pista de baile fue tomada por un grupo de bailarines profesionales ejecutando llamativos números musicales. Nos dejaron paso a los amateurs al acabar su coreografía, pero no me dio tiempo a hacer mucho ya que los compañeros que me habían traido se retiraban y me tenía que volver con ellos. Me despedí de la gente y volvimos a casa. La experiencia había valido la pena. No sólo por lo bien que me lo pasé, y la comilona que me pegué. Después de haber compartido esta fiesta con mis compañeros los veo de otra manera. Y para ellos soy ya algo más que el "QC".

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Éramos jovenes e inconscientes


Una de mis tradiciones estivales favoritas es ir a ver el Tour de Francia en vivo a los Pirineos. Suelen ser viajes largos e incómodos. El clima puede ir desde el calor extremo al frío y la lluvia, que se soportan durmiendo poco y mal en una tienda de campaña. A pesar de ello, el ambiente es excepcional y es algo que merece la pena. Eso a pesar de algunos fracasos en mis pinitos como reportero gráfico. Un año se nos veló el carrete y no salió nada. Y en el Tour 91, en Val Louron, allá donde Miguel Indurain empezó a escribir su leyenda, el panorama que ofrecían mis instantáneas una vez reveladas no podía ser más desolador. Cuando la foto no estaba borrosa, apenas aparecía un brazo o un cuarto de cabeza del ciclista. Sólo una foto me salió centrada y nítida. Se trataba de un ciclista francés que apuraba sus últimos años como profesional. En esa maratoniana y durísima etapa, fuera de los focos que apuntaban a Chiapucci e Indurain, el aguerrido corredor galo se marcó una etapa soberbia, yendo de menos a más y acabando pletórico en el último puerto. Y esa expresión en su cara, dejando claro que está dando el 100 %, aunque ya no pueda ganar es lo que más me gusta y hace que guarde esa foto como un tesoro (tan guardada que no he podido acceder a ella para escanearla e ilustrar la entrada como hubiera sido mi deseo).
Este verano, atrapado en la isla, no pude ir a Francia. Para matar el gusanillo me compré un pack oficial del Tour que incluía una revista con el recorrido y entrevistas, un DVD resumen del Tour 2010, un mapa de carreteras de Francia con el recorrido (el objeto más preciado para mí de los que se pueden conseguir de la caravana publicitaria) y un pequeño libro que incluía tres relatos de ciclismo. Uno de ellos estaba extraido del libro "Éramos jóvenes e inconscientes", biografía del ex-ciclista francés Laurent Fignon. En él contaba cómo perdió el Tour '89 ante Greg Lemond por sólo 8 segundos. Este relato era "canela fina". Por eso, cuando unos meses después vi el libro en una tienda con un brutal descuento (de 13 a 3 libras), tiempo me faltó para comprármelo. Y para leérmelo, porque me enganchó totalmente.
El bueno de Fignon empieza por lo más doloroso. Cómo vivió el Tour 89 y cómo lo perdió en la última contrarreloj. En los siguientes capítulos cuenta su vida desde de que era un tierno infante en una pequeña ciudad del extrarradio de París, hasta sus pinitos como organizador de carreras ciclistas tras su retirada. Entre estos dos hitos, Laurent Fignon aparte de contar su vida, intenta darnos su visión del mundo. Y fiel al estilo que marcó su trayectoria no lo hace de forma nada complaciente. Fignon nunca se caracterizó por decir lo que la gente esperaba oír ni actuar de cara a la galería. Por eso fue una figura muy criticada. Sin ir más lejos, cuando estaba en activo, nunca fue santo de mi devoción. Claro que mis criterios entonces para valorar a un deportista, era, por este orden, la nacionalidad y la simpatía personal. Como buen francés y antipático, el ciclista parisino tenía todos los papeles para generar mi rechazo. Por eso me alegré enormente cuando el simpático Greg Lemond le birló el Tour por 8 segundos. Y tampoco lo echaba de menos cuando las lesiones y percances le impedían ser el ciclista dominador que fue en sus comienzos.
Sin embargo, pasados los años, he aprendido a valorar su figura en la medida que merece. Porque Laurent Fignon era un ciclista rebelde y valiente, que daba la cara de principio a fin de la temporada. Y fuera de las carreteras siempre fue una persona íntegra y poco manejable.
Por eso me hubiera gustado que hubiera ganado el Tour 89, ya que hizo muchos más méritos (aparte de manillares de triatlon y molestos forúnculos) que Greg Lemond, siempre a remolque y exponiendo lo justo.
Y también me hubiera gustado que las lesiones y la mala suerte le hubieran dado algo de tregua. Nunca me lo había planteado qué pasa por la cabeza de una persona que, habiendo ganado dos tours (el segundo de calle) en sus primeros años, deja de repente de estar en primera linea. La respuesta es un sufrimiento enorme, que se transmite muy bien en el libro, y nos permite ver al Fignon persona, más allá del personaje.
Además de esto, se cuentan sus relaciones no siempre fáciles con su mentor Guimard, su maestro al que pronto superó, Bernard Hinault, su visión nada idílica de España a principios de los 80, sus coqueteos con el doping o los amaños de Torriani que le impidieron ganar su primer Giro de Italia. En definitiva, un documento imprescindible para todo amante del ciclismo en general, y de los 80 en particular.
Laurent Fignon murió el año pasado con sólo 50 años aquejado de un cáncer de páncreas. Se le echa de menos fuera de las carreteras tanto o más que en ellas.
Hace poco leí un comentario en un foro de internet que resume mis sentimientos hacia el corredor parisino. "Un ciclista al que amé tanto como odié. Y lo odié mucho."
Descanse en paz.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Me tocó el gordo


Todo lo bueno llega a su fin. Lo malo también, claro. En este caso hubo mucho de lo primero y casi nada de lo segundo. Concluían mis vacaciones y tocaba coger el vuelo de vuelta. Siguiendo mi política de austeridad, había elegido el trayecto más barato dentro de lo razonable, es decir, sin escalas ni llegadas de madrugada. Ello implicaba volver desde otro aeropuerto distinto al de mi ida, que había sido Newark. En este caso, tenía que coger el vuelo en el JFK. En principio esto es una desventaja, ya que en la ida te puedes hacer una composición de lugar que te sirve a la vuelta para no perderte. Tras haberme pateado los 5 distritos neoyorquinos no me asustaba nada, así que este cambio no fue ningún problema. Tampoco era muy complicado. Una línea de metro me llevaba directo a una estación de tren que enlazaba con el aeropuerto JFK. Aproveché las vistas del tren para conocer un poco más de Queens, la zona menos pateada en este viaje y para contemplar un bonito amanecer, espectáculo que no había podido (ni querido) presenciar los días anteriores.
En la cola de seguridad pude ser sometido por primera vez a un escáner de cuerpo entero. Algo debieron ver, porque me separaron de la fila, y vino un "Shaquille O´Neal" en segurata a cachearme. Di gracias al cielo por no haber sido drogadicto ni traficante, porque no me hubiera gustado nada tener que rendirle cuentas a semejante "morlaco". Tras ver que era inofensivo, me dejó marchar sin más. No entiendo tanta minuciosidad en el registro para salir de Estados Unidos. Al fin y al cabo, si llevo armas, las saco del país, con lo que se convierte en un lugar más seguro.
El vuelo transcurrió sin novedad, con la única pega de la ubicación: el centro de la fila central. Es decir, ni podía ver el paisaje ni estirar una pierna hacia el pasillo. Por lo menos las películas que ofrecía el avión y las tertulias políticas de mi mp3 hicieron más llevaderas las 7 horas hasta llegar a Heathrow. Por supuesto, volví andando a casa como mandan mis cánones.
Al día siguiente me tocaba volver a mi oscuro, fabril y monótono trabajo. Pero al fin y al cabo, el dinero que gano a cambio es lo que me permite hacer viajes como éste.

martes, 29 de noviembre de 2011

¡Jo, qué día!

La película "After Hours", dirigida por Martin Scorsese, es una de mis favoritas. Cuenta la historia de un oficinista que sale una noche a pototear por el Soho neoyorquino y al que le pasa de todo. En España, el título se tradujo como "¡Jo, qué noche!", que suena un poco ridículo (y lo es). Pero he de reconocer que refleja bien los agobios del protagonista. Salvando las distancias, y en versión diurna y vespertina, mi último día en Nueva York también fue bastante movido.
Por la mañana había quedado con Theresa la psicóloga para correr en Central Park. Este parque es uno de los templos para todo corredor popular que se precie, y correr en él era, por tanto, uno de los pilares de mi viaje. Ya puestos, ¡qué mejor que hacerlo en buena compañía!
Mientras mi amigo se recuperaba de los esfuerzos pre-halloweenianos, me vestí de "romano" y bajé corriendo hasta Central Park. Eran sólo 15 o 20 minutos, que me servían de calentamiento. También, ¿como no?, para ahorrarme el billete de metro. Aún quedaba algo de nieve y mucho del frío del día anterior. En la esquina del parque estaba ya Teresa esperándome perfectamente ataviada para la ocasión. Como la temperatura, por mucho que en Farenheit parezca más, era bastante baja, empezamos a correr sin muchos preámbulos. A todo esto, tenía "in mente" que Colleen, mi amiga que me había ido a visitar, me había invitado a comer a su casa (con su familia, no seáis tan bien pensados) por la tarde. Estaba pendiente de que me dijera a qué hora para cuadrar todo. Eso sí, en mis cálculos no confiaba mucho en las capacidades atléticas de Teresa, y preveía que en media hora ya estaría agitando la bandera blanca. No contaba con que fuera de España correr es algo mucho más igualitario. Así que, a la vez que manteníamos una muy interesante conversación, los minutos pasaban sin que mi acompañante diera muestras de fatiga.
Todo mito tiene algo de mentira. Central Park, no es, para mí, uno de los mejores lugares para correr. Eso no quita para que reconozca su belleza, tamaño y variedad. La verdad es que era un auténtico espectáculo en algunos momentos, con el añadido de la nieve que aún quedaba en bastantes zonas. Pero hay dos factores que hacen que no sea perfecto. La mayoría de caminos son de asfalto, auténtico enemigo de las articulaciones. Además, está muy masificado. No sólo de corredores, que no sería mayor problema, sino de turistas, que tienen todo el derecho del mundo a estar allí, pero a los que hay que sortear continuamente.
Nada menos que 1h 40' estuvimos corriendo. ¡Chapeau por Teresa! Como aún le sobraba algo de tiempo, me enseñó los lugares más interesantes del parque. En esas me llegó un mensaje de Colleen diciéndome la hora en la que teníamos que quedar para la comida. Como no me había contestado en toda la mañana, la había dado por "desaparecida". Eran sobre las dos de la tarde y debía coger un tren en Manhattan Sur a las 3 y media. Tenía una hora y media para volver a casa, ducharme, cambiarme, comer algo (apenas había desayunado) y bajar en metro hasta Penn Station. Como Murphy andaba juguetón, el sms me llegó cuando estábamos casi en la zona del parque más alejada del apartamento. Así que me despedí apresuradamente de Teresa y eché a correr hacia el norte. 80 ó 90 calles de nada que se me hicieron muy cuesta arriba. Las piernas acusaban la paliza que les había dado. Apenas paré 15 minutos en el apartamento y salí pitando al metro. Al ir a comprar el billete en la máquina, un letrero inoportuno me decía que no aceptaba billetes. Lo mismo me pasó en la siguiente boca de metro, y a la tercera fue la vencida. Pude llegar justo a tiempo para ver cómo se iba el metro. Mi escaso margen iba menguando por momentos. Afortunadamente el siguiente metro era exprés, así que pude llegar a Penn Station con 5 minutos de margen. Gracias a que acompañé a Colleen el día anterior fui corriendo directo a la máquina que vendía el billete para esta línea (la estación es enorme). Me costó un poco encontrar el andén, pero aún así pude llegar al tren un minuto antes de que saliera. El trayecto hasta Trenton me permitió tomar algo de resuello y contemplar unas bonitas vistas de paisajes nevados. En Trenton me esperaba mi amiga Colleen, que me llevó en coche a su casa, cerca de Filadelfia. Típica casa americana de suburbios de dos plantas, con gran cantidad de espacio vital per cápita. La acogida fue muy cálida y enseguida me sentí como en casa. La cena (empezó a las 6 pero era cena) no fue todo lo plácida que hubiéramos deseado. A un hermano de Colleen no le sentó muy bien el pollo "Tikka Masala" con espinacas y se retiró en los primeros compases. En cambio a mi, después de una semana a dieta de pizzas de 1 dólar me supo a gloria. Al padre le llamaron un par de veces para que fuera a reparar coches averiados en la carretera y se tuvo que ausentar. Por lo visto, le pueden llamar a cualquier hora del día, los 7 días a la semana y tiene que acudir. Ahí me gustaría ver a los sindicatos, pero ni están ni se les espera.
La conversación pasó pronto de lo humano a lo divino. No en vano se trata de una familia profundamente religiosa.
Mi intención era estar de vuelta en Nueva York a eso de las 10. Mi anfitriona me dijo que con irnos 20 minutos antes de que saliera el tren, llegábamos de sobra. En la ida me había dado la impresión de que el trayecto era un poco más largo. Le insistí para salir antes, y me dijo que llegábamos sin problema, pero que me concedía 5 minutos más. Hubieran tenido que ser 7, porque perdí el tren por 2 minutos. La pachorra caribeña con la que iniciamos el desplazamiento y los "tranquilo que llegamos", se conviertieron en conducción casi suicida y maneras bruscas al volante conforme nos acercábamos a la estación de Trenton. Sólo el haber estado en un ambiente tan cristiano me libró de soltar alguna blasfemia cuando bajé al andén y vi que mi tren había partido. Por suerte, aún tenía otro una hora más tarde y mi amiga tuvo el detalle de acompañarme durante ese rato. Esta vez sí, tuvimos una despedida en condiciones y cogí el tren camino de mi última noche en Nueva York, donde llegué pasadas las 11 y media. Me junté con mi amigo cerca de la estación e hicimos un rastreo por la zona en busca de algún garito donde pototear. En uno de ellos, había una fiesta privada, pero el portero, casi parecía que haciéndonos un favor nos ofrecía una mesa por la que había que pagar 200 dólares. Hay gente que paga eso y mucho más por sentarse en una mesa privada en una discoteca y que le traigan un par de botellas de champagne. Como a nosotros nos va más la cerveza, declinamos la invitación y nos metimos en un bar cercano, dónde sólo había que cotizar los 4 dólares del guardarropa. El garito estaba bastante animado, con bastante gente disfrazada. Lamentablemente no llevábamos con nosotros las máscara que tan buen resultado nos habían dado el día anterior. La música, una mezcla de latina y árabe, no es que nos entusiamara. Y yo tampoco estaba para muchos trotes después un día tan movido. Así que nos retiramos a una hora prudencial. Aún así, entre preparar la maleta y el madrugón apenas pude acostarme una hora. Pero eso no es mayor problema en "la ciudad que nunca duerme".

domingo, 27 de noviembre de 2011

Doctor Frankenstein, supongo



Esta vez los pronósticos meteorológicos no fallaron. Esa noche había caído (y seguía cayendo) una nevada de aúpa. La ventana del apartamento daba a un angosto patio que no permitía hacerse una idea de cómo estaba la ciudad. Así que había que salir de inspección. Esta vez tocaba Bronx. La idea era ir andando y ver un poco la parte sureste. Nos pusimos unas cuantas capas de ropa y salimos a la calle. El cambio respecto a la noche era total. Las aceras y gran parte de la calzada estaban nevadas. Aparte del cambio estético, se notaba el climático. Hacía un frío que pelaba. A pesar de que llevábamos nuestra ropa más abrigada, pronto empezamos a acusar las bajas temperaturas. Cual Aquiles, habíamos dejado un punto débil al descubierto: nuestras manos. Rápidamente solventamos el problema en una tienda de gangas. Unas manoplas de leopardo nos permitieron salir del paso por 2 humildes dólares. Aún así, el frío, la nieve y la ventisca, hacían que nuestro paseo no fuera precisamente plácido. Conseguimos llegar a una zona de calles comerciales llamada "The Hub", pomposamente conocido como "El Broadway del Bronx". No es lo mismo, pero por lo menos lo intenta. No pudimos apreciar mucho el "glamour" de la zona. Mis ideas y otras partes más tangibles estaban empezando a congelarse, así que nos rendimos y decidimos volver (para más INRI en metro). Pero había que complicarse un poco la vida y bajamos hasta las calle 125 donde presuntamente había unas chupas de cuero a 5 dólares. Al llegar a la tienda, dichas prendas brillaban por su ausencia, y el resto del género no nos llamó la atención. Ahora tocaba subir 25 calles mientras la nevada continuaba. Tuvimos que parar dos veces a reponer calorías en forma de hamburguesas y pasteles estilo sureño, pero logramos llegar al apartamento. Era sábado y la ciudad ofrecía bastantes fiestas pre-Halloween (que se celebraba el martes siguiente). Así que nos apuntamos a una que ofrecía Meetup, una red social que facilita las quedadas para hacer diversas actividades. En este caso se trataba de una fiesta en un local de Manhattan Sur que no tenía mala pinta. Nos presentamos ataviados con dos humildes máscaras, la mía de Frankestein y la de mi amigo, una calavera que daba más risa que miedo. Teníamos un "plan B". Si la fiesta no cubicaba mucho, iríamos a la discoteca "Amnesia", a la que fuimos el día anterior. Pero esta vez antes de las 12 para evitar el serruchazo de 30 dólares. El ambiente no estaba mal, pero no se veía mucha gente y el bar no era muy grande. Nos extrañó, ya que en la web decía que se habían inscrito más de 200 personas. A eso de las 11.20 nos acercábamos al punto de no-retorno. Decidí que había que darle una oportunidad al garito. Al fin y al cabo, era algo más entrañable que una impersonal discoteca. Pronto nos dimos cuenta de nuestro acierto. En mi primera visita al baño pude ver unas escaleras. Bajando por ellas, se accedía a otra planta del bar, donde había una pista de baile, y lo que es mejor, mucha gente, casi toda disfrazada. El ambiente me recordaba a los mejores carnavales que he vivido en Huesca (ya sé que no es Río ni Cádiz, pero no está mal). Nuestras caretas de 2 dólares hacían furor, aunque sólo fuera por lo cutres que eran.Entre la gente que conocimos destacó una conejita playboy coreana o una chica de Búfalo vestida de tiburón. Por supuesto se veían los ya clásicos frotamientos que ganaban mucho con el aditamiento de los disfraces. A eso de las 3 y media se empezaron a encender las luces. Ya no quedaba mucha gente y la fiesta llegaba a su fin. Apuramos incluso la recogida de abrigos y la "salida de los toros" para seguir pototeando, pero ya no se pudo hacer mucho más.Por mí la fiesta podría haber seguido 2 ó 3 horas más. Es, sin duda, una señal de que me lo había pasado en grande.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Sí hay marcha en Nueva York.¡Pero a qué precio!



Hace unos años, en una página web de intercambio de idiomas conocí a una chica muy maja de Filadelfia. Como suele ser habitual cuando conoces a alguien de tan lejos, pensé que nunca la vería en persona. El año pasado fui a Kansas a ver un amigo y mi vuelo hacía escala en Filadelfia. Nada menos que 7 horas, que fueron aprovechados para visitar la capital de Pensilvania y, como no, conocer a mi amiga Colleen.(Para más información de esta visita ver anteriores entradas de mi blog)
Dado que Filadelfia no dista mucho de Nueva York, hemos repetido la jugada, pero esta vez en la Gran Manzana.Quedamos en una estación en Manhattan Sur. Como tenía tiempo de sobra, dejé a mi amigo durmiendo la pateada del día anterior, y bajé andando. Aproveché para hacer mi primera visita al mítico Central Park. Muy bonito, pero al ver la gente corriendo me entró el mono. Al final acabé corriendo, pero no en el parque, sino por las calles de Manhattan, ya que llegaba tarde a Penn Station, donde se produjo el reencuentro con mi amiga. Fuimos a dar un voltio por la zona hasta que se hizo la hora de comer. Yo tengo el estómago a prueba de bombas. No era el caso de Colleen, por lo que nos pusimos a andar hacia el norte en busca de algún carito que le cubicara. Volvimos a Harlem (de donde había salido esta mañana) y visitamos la prestigiosa Universidad Columbia y el Barnard College. Por fin vimos un restaurante que cumplía sus expectativas (no económicas como suele ser habitual sino dietéticas). Se trataba de una franquicia japonesa bastante popular por la zona. La comida fue más que correcta, destacando dos detalles para mí muy importantes: casi no me pude acabar el plato y sin pedirlos, nos sirvieron dos vasos de agua a coste cero. Tras la comida, otra vez hacia el sur. Habíamos quedado con mi amigo en el MOMA (Museo de Arte Moderno). Los viernes por la tarde es gratis, por lo que estaba realmente animado. A diferencia de la Tate Gallery de Londres, donde no vi el arte por ningún sitio, el MOMA vale la pena. Soy un poco clásico en este sentido, y no sé ver la belleza en la mayoría de las expresiones artísticas contemporáneas. En el MOMA el arte es moderno, pero no tanto como para dejar de ser arte. Destacan algunos cuadros de Picasso, como "Las Señoritas de Avignon" o "Los Tres Músicos". Tras ponernos al día en las últimas tendencias cubistas de los años 20, Colleen se tenía que volver a casa. Pero contábamos con un recambio: Theresa la psicóloga, que se había traido una amiga de refuerzo. Este refuerzo le duró poco. Una cerveza y se fue a cuidar a sus perros. Teresa nos llevó a un garito donde iban a celebrar un cumpleaños con unas amigas. No se veía mucho pototeo y teníamos "in mente" acudir a un discotecón de los buenos, mientras que Teresa se quedaba con sus amigas. En el garito del cumpleaños perdimos poco tiempo, pero el suficiente para que al llegar a la discoteca "Amnesia", hubieran pasado las 12. Si a Cenicienta eso le supuso que sus lujosos vestidos volvieran a ser humildes, en nuestro caso nos obligó a pagar 30 dólares por entrar. 10 minutos antes nos hubiera salido gratis. Y aún tuvimos que añadir 4 dólares más por dejar el abrigo en el guardarropa. Claro que intentamos colarnos con él, pero el segurata-armario no estaba muy por la labor.
Nos "vengamos" no pidiendo nada en la discoteca (seguro que el negocio lo ha acusado). Se empezaban a ver disfraces de Halloween, que ya se acercaba. Y también, como no, los clásicos frotamientos marca de la casa. Las pateadas que me había pegado me empezaron a pasar factura. Así que a eso de las 3 y media nos retiramos. Al día siguiente, los pronósticos auguraban nieve. Como el canal del tiempo fallaba más que una escopeta de feria y la noche no era tan fría no nos lo creimos y nos fuimos a dormir tan contentos.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Punto de inflexión



Tras el pototeo improvisado y aventurero del día anterior, esta vez íbamos a ir a tiro hecho. Mi amigo había quedado con una neoyorquina que había conocido unos días antes en plena calle. Se trataba de una psicóloga que trabajaba en un centro social en Brooklyn. A mí eso de ir a comer con una psicóloga neoyorquina me sonaba de lo más interesante. Y la verdad es que estuvo bastante bien, a pesar de que Teresa apenas tenía un descanso de 30 minutos para comer y como decía mi amigo, "se ansiaba".Como está estudiando español, la idea era hablar un poco en los dos idiomas. Pero comer rápido apurando el reloj y hablar en español era demasiado para ella, así que casi todo el rato la conversación transcurrió en inglés. Terminado el piscolabis, dejamos a Teresa en su trabajo y estudiamos el plan a seguir. Propuse ir a Queens, ya que era el único distrito que nos faltaba por visitar. Podríamos haber cogido el metro y llegar en media hora. Pero aún era pronto y nuestro espíritu indomable nos empujó a patear. No es fácil orientarse en una ciudad tan grande y menos con nuestros modernos pero poco eficaces métodos. Hacíamos fotos de los planos de metro y los veíamos en la pantalla de la cámara.Además, mi amigo podía consultar un plano de la ciudad en el móvil, y gracias al cual, casi siempre nos columpiábamos y teníamos que volver o recalcular la ruta.
Apenas comenzar el paseo, hubo un detalle que me dio muchísima vida. En las farolas de una calle colgaban unas pancartas que decían "Marathon route". Estábamos pasando por las mismas calles en las que se iba a celebrar la mítica Maratón de Nueva York. Sólo lo poco adecuado de mi vestimenta y el respeto a mi amigo me impidieron ponerme a correr allí mismo y no parar hasta Central Park.
Patea que te patea, con algún que otro rodeo involuntario recorrimos el corazón de Brooklyn, con algunas calles un tanto "escojonadas", pero con cierto encanto. Al rato, nuestra aventura se hizo un punto más épica al comenzar a llover. Un par de horas después, al incipiente cansancio se unía el aterimiento por el frío. Una visita a un "Taco Bell" nos permitió recuperar energías, entrar en calor, y un detalle nada menor en Nueva York...ir al baño. Parece una tontería, pero los baños públicos brillan por su ausencia y viendo lo que me pasó en Kansas por mear en un arcén, ha habido días en los que el nivel de orina embalsada superaba con creces el 90%. Con la moral renovada seguimos pateando hasta llegar al puente Pulaski, que separa Brooklyn de Queens. Las vistas que ofrecían los edificios de Manhattan desde allí entre la neblina eran notables, aunque lejos de lo que aún me esperaba ese día. Apenas entrar en Queens nos encontramos con una auténtica mole: el edifico Citicorp, que por lo que pude leer es el edificio más alto de Nueva York fuera de Manhattan. Poco más ofrecía esa zona, cruzada por vías de tren y con una cuantas industrias abandonadas. La pateada que nos habíamos metido era de enjundia, no paraba de llover y ya era de noche. Si a eso le sumamos que el entorno no acompañaba, decidimos rendirnos e ir a coger el metro. Una vez en la estación vimos que para llegar a casa había que hacer unos cuantos transbordos. En cambio, con una pateada de nada (una media hora), podíamos llegar a Manhattan y coger metro más directo. No dije que no, más que nada porque me apetecía cruzar el puente Queensboro, que pasa sobre la isla Roosvelt, situada entre Queens y Manhattan. Nos pusimos en marcha y al avanzar en el puente y perder la protección que nos proporcionaban los edificios, el viento y la lluvia hicieron nuestra ruta aún más penosa. Cuando nuestro animo más flaqueaba, una imagen nos devolvió a la vida. Los edificios iluminados de Manhattan vistos desde el puente formaban un paisaje absolutamente maravilloso. Entre ellos pude reconocer a mi favorito (el elegante edificio Chrysler). En ese momento me di cuenta de que echaría de menos girar la vista y tomar como referencia los rascacielos de Manhattan. Nueva York había pasado a ser una de las ciudades que ha dejado huella en mi vida.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Peripecias neoyorquinas



Esta vez no me quería perder el museo de la emigración.No todos los días le dedican a uno un museo. Así que, tras coger esta vez sí, la línea correcta conseguimos llegar al sur de Manhattan a una hora más o menos decente. La idea era coger un barco que te lleva primero a la Estatua de la Libertad y luego a la isla de Elis, antes de devolverte a Manhattan (que al fin y al cabo es otra isla). Un poco antes de llegar al muelle vimos partir un barco. Pensé:5 minutos antes y lo pillamos. Nada más lejos de la realidad. Al sacar nuestro pasaje, la vendedora nos dijo que nuestro barco saldría en una hora y media. Entendí a qué se refería cuando vi la kilométrica cola de gente que había tenido la misma feliz idea que nosotros. Así que tocó esperar exactamente la hora y media prometida. Antes de subir al barco tuvimos que pasar un exhaustivo control policial, escáner incluido. Cada día nos ponen más difícil esto de atentar.
Las vistas sobre Manhattan eran aún mejores desde este barco que desde el que va a Staten Island (por algo las habíamos pagado). Y no digamos sobre la Estatua de la Libertad. La hora y media de cola nos obligaba a elegir estatua o museo, ya que no daba tiempo a visitar ambas cosas. Puesto que sólo nos dejaban subir al pedestal de la estatua y que desde el barco se veían unas colas de impresión, nos decantamos por el museo. El trayecto estuvo amenizado, no sólo por las vistas, sino por un grupo de tinajeras francesas muy simpáticas. Estaban lideradas por una de ellas que las abroncaba (cariñosamente, eso sí) cada vez que le hacían una foto y no estaba acorde al divismo que la acompañaba. Ya en la isla de Ellis empezó lo serio. El museo de la emigración está en el edificio que fue aduana de Nueva York. Aquí desembarcaban los emigrantes a la espera de que las autoridades les concedieran el permiso para entrar en el país e iniciar una nueva vida. Pasamos unas tres horas recorriendo el museo, repleto de objetos, fotografías, testimonios e información muy interesantes. Para muchos de ellos, provenientes de zonas rurales, llegar a una ciudad como Nueva York debió ser una experiencia fascinante.
Una vez debidamente culturizados volvimos a tierra firme y nos dedicamos a buscar la "hora feliz" en la que muchos garitos ofertan cervezas a buen precio a la caza del ejecutivo que sale de trabajar. Como nos suele pasar, pateamos y escaneamos mucho, pero no nos decidimos por ningún garito en especial. Ya pasada la hora feliz, entramos en un pequeño bar que no tenía mala pinta. Mi amigo abogaba por el "in&out", pero en ese momento un grupo iba a empezar una actuación. Música en vivo. Algo que en más de un año en Inglaterra sólo he podido saborear una vez (un imitador de Elvis). Así que nos quedamos y presenciamos el concierto. Se trataba de una cantante melódica llamada Aimee Bayles, acompañada de un piano, una batería y un contrabajo. En condiciones normales, tampoco me hubiera llamado la atención. Pero estábamos en Nueva York, y aquí todo es más importante. Fueron apenas 25 minutos de una música plácida que se agradecía en una semana ciertamente ajetreada. Acabada la actuación, volvimos a las calles neoyorquinas en busca de otro garito donde seguir la noche. Mi amigo no paraba de preguntar por la calle en busca del dorado en forma de bar. "Curiosamente", las personas interpeladas solían ser mujeres, generalmente de muy buen ver. Una francesa nos recomendó un garito y nos dirigió hacia una zona en la que volvimos a preguntar a otra chica, esta vez estadounidense. Mientras nos aconsejaba el local donde ya habíamos estado viendo el concierto, por el otro lado de la calle volvía a aparecer la francesa que habíamos visto media hora antes, y que nos volvió a recordar el nombre del garito que nos había recomendado anteriormente. Es decir, se nos empezaban a repetir las caras y los lugares. Definitivamente nos estábamos haciendo con la noche neoyorquina. Seguimos pateando un rato más, pero yo ya no quería llegar a ningún sitio concreto. Dar vueltas sin rumbo fijo por Nueva York con una amigo tan pototeador es de lo más divertido.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Una historia del Bronx



No se me habían pasado mis ansias marineras, así que habíamos planeado una excursión a Ellis Island, la isla que servía como aduana de la ciudad, recibiendo a todos los emigrantes que venían en busca del sueño americano. En este caso, nuestro sueño de visitar la isla se truncó debido a que nos confundimos de linea de metro (estas cosas no pasan en Huesca). Así que hubo que rediseñar el plan para el día y dejar el paseo en barco para mejor ocasión. El metro nos conducía a Brooklyn, así que decidimos visitar otra vez el populoso distrito, aunque esta vez nos dejamos caer por el "Downtown", o centro financiero. No faltaban los rascacielos, que en cualquier ciudad serían impresionantes, pero teniendo Manhattan al lado, no destacaban demasiado. Tras unas dos horas de rastreo por la zona, viendo que no había mucho destacable, nos planteamos cambiar de lugar, no sin antes degustar el plato típico de Nueva York (los trozos de pizza de 1 dólar). Ya iba siendo hora de visitar el Bronx. Como buen consumidor de telefilmes policiacos estadounidenses en mi infancia, el Bronx era para mí poco menos que el lugar con más criminales por metro cuadrado de la Tierra. Desde luego que hace unos años no era un lugar precisamente plácido, aunque siempre se mitifican estas cosas.
Nos bajamos en una estación de metro en mitad del distrito con la idea de ir andando hasta casa. La primera impresión que recibí fue de que el Bronx no es un barrio elegante. Pero tampoco es "zona de guerra". Por lo visto en los 70 y 80 era una especie de ciudad sin ley. Pero desde entonces la seguridad, no sólo aquí, sino en toda la ciudad, ha mejorado espectacularmente. Abundan los colmenones, pero con el aire neoyorquino que les dan las escaleras de incendios en el exterior. Es muy destacable la presencia hispana, con muchos comercios e incluso anuncios publicitarios escritos en español. Tras un rato de caminar a la deriva, vimos una calle por la que transcurría una línea elevada de metro. Suele haber mucho comercio en estas calles, así que seguimos nuestra ruta por allí. Durante un rato la calle estaba copada por el gremio de los mecánicos de coches, con algunos talleres con nombres tan peculiares como "The Pascual´s Universe"(El Universo de Pascual). Luego ya empezaron a aparecer restaurantes y tiendas. En una de ellas me compré una careta de Frankestein que me daría mucho juego unos días después. Seguimos yendo hacia el sur hasta que llegamos al Yankee Stadium, donde juega el famoso equipo de Béisbol de los New York Yankees. No somos mucho de béisbol, así que no le hicimos mucho caso y cruzamos un puente sobre el río Harlem para volver a la isla de Manhattan. Segumos la pateada sin novedad y llegamos a casa sanos y salvos. No es cualquier cosa tras haber atravesado de noche el Bronx y Harlem...

viernes, 11 de noviembre de 2011

Cuota de activación

A pesar de que se pueden encontrar algunos chollos (como las porciones de pizza a un dólar), Nueva York es una ciudad bastante cara. La vivienda es prohibitiva. Y el alcohol es casi un artículo de lujo. Los serruchazos están a la orden del día en otras muchas cosas. Por si esto fuera poco, nos hemos encontrado con más de una sorpresa a la hora de pagar. En muchos casos, el precio que se anuncia o con el que están etiquetados los productos, no refleja las tasas. En los bares se suele dejar propina (1 dólar mínimo) cuando te sirven la bebida. En muchas ocasiones nuestra filosofía "ni un clavel" se veía desbaratada por esta letra pequeña que acompañaba nuestros desembolsos. Sin ir más lejos, el banquete con el que finalizaba mi anterior entrada se ofertaba por 20 dólares, pero el camarero nos avisó de que había que pagar 5 dólares más por "el servicio en mesa". En este caso ya nos ocupamos de rentabilizarlos con creces.
De todas estas "sorpresas", la que más me dejó con cara de tonto (más aún que la habitual) fue la que me clavaron cuando compré una tarjeta SIM estadounidense. Me las prometía muy felices, ya que el año pasado en Kansas me cobraron 16 dólares por un teléfono Nokia con SIM incluida. Ya me dijo mi amigo que Nueva York era otra cosa. Y vaya si lo era. A él le salió la broma por 30 dólares (una tarjeta prepago con 10 dólares de saldo). Fuimos a una tienda T-Mobile, y con actitud de pobretón le comenté a dependienta mi situación. Iba a estar sólo 10 días en el país y quería una opción económica. Me comentó que tenían tarjetas prepago de 10 ó 20 dólares. Sonaba bien. Por supuesto le pedí la de 10. Me hizo unas cuantas preguntas, y estuvo trasteando con el ordenador un rato metiendo datos para sacarme una factura y decirme que tenía que pagar 22 dólares. Le pregunté cómo podía haberse encarecido tanto la tarjeta en 5 minutos y me desglosó el importe: 10 dólares de saldo, 2 dólares de tasas y 10 dólares de...cuota de activación. Si alguien sabe lo que significa eso y por qué se debe cobrar que me lo explique. A partir de ese día, mi amigo y yo, aparte de partirnos el culo (más él, claro) recordándolo, llamamos "cuota de activación" a todo suplemento inesperado en el precio que pagamos por los servicios y productos que nos ofrece esta bendita ciudad.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Hasta las trancas



Desde que vivo en Inglaterra, cuando asoma el sol no puedo quedarme en casa. Así que aprovechando que hacía un día bastante bueno, planeamos un viaje en barquito. Se trata de un ferry que une el sur de Manhattan con Staten Island, que es uno de los cinco distritos de Nueva York. En principio Staten Island no me decía nada en concreto. Pero me había propuesto visitar los 5 barrios neoyorquinos y además el trayecto nos ofrecía una vista privilegiada sobre la Estatua de la Libertad y el "skyline" de Manhattan y Nueva Jersey. Y todo ello al módico precio de 0 dólares. ¿Quién da más por menos?
Nada más llegar preguntamos a una lugareña cuáles eran los hitos más interesantes del lugar. Con abrumadira sinceridad nos dijo: "Si queréis ver cosas interesantes, id a Manhattan." Realmente no era un lugar muy turístico. Eso sí, se respiraba una tranquilidad que hacía difícil creer que siguiéramos estando en Nueva York. Nos llamaron la atención algunas mansiones un tanto descuidadas en las que perfectamente se podría haber rodado una película de terror. Ya de vuelta tiramos al norte y nos topamos con el campamento de indignados versión neoyorquina. En este caso algo más materialista, ya que muchos de los acampados aprovechaban para sacar tajada económica del asunto. Seguimos subiendo hasta llegar a un parquecillo repleto de ancianos con ojos rasgados jugando a juegos de mesa. Habíamos entrado en Chinatown. En el barrio abundaban comercios de ultramarinos surtidos con los más extraños manjares. Casi mejor no entender el chino porque si algunos de ellos no eran gusanos poco les faltaba. Otra cosa fue cuando llegamos a Little Italy, lleno de restaurantes con mejor aspecto. No pude evitar imaginarme el barrio a principios del siglo XX, lleno de emigrantes italianos y me vinieron a la cabeza las imágenes de "El Padrino II".
Este paseo por tan diversos lugares nos había abierto el apetito. Pero yo resistí la tentación y no probé bocado hasta por la noche. El motivo es que habíamos planeado una cena en un buffet libre de comida y bebida. Se trataba de un restaurante australiano que prometía "all you can eat and drink" por 20 dólares. Y allí que fuimos. Nos recibió un camarero australiano que había vivido en Sevilla, lo cual facilitó la comunicación. Nos explicó las reglas. Teníamos dos horas para comer lo que quisiéramos dentro del menú, pero sólo podíamos pedir un plato a la vez. También podíamos pedir las pintas que quisiéramos. Decidimos pedir platos distintos y compartirlos para probar todo. Los entrantes eran: dos tipos de ensalada, muslitos de pollo en salsa picante y calamares fritos (buenísimos). Los platos eran servidos por el camarero y venían muy bien presentados. No era lo de coger el plato y llenárselo una y otra vez. Astutamente, tardaban un rato cada vez que pedías un plato nuevo. Aún así no nos quedamos precisamente con hambre.
Devorados los entrantes pasamos al plato principal, que, basicamente eran hamburguesas de varios tipos: vegetal, de pollo, normal, de gambas, un sandwich de ternera y una hamburguesa típica de Australia que llevaba huevo,lechuga, remolacha, tomate..y no sé cuántas cosas más para formar una auténtica torre. Todas las hamburguesas venían con sus correspondientes patatas fritas. Nos pedimos dos cada uno y poco nos faltó para reventar. Y ese poco lo pusieron los postres, que ya no apetecían (ni cabían), pero había que probarlos. Uno consitía en unos pastelillos con nata y el otro una mezcla de kiwi con nata. Para pasar todo eso a mi estómago tuve que ayudarme de 3 pintas de sidra. Evidentemente salimos de allí con dos agujeros menos en el cinturón. Para que luego digan que no se come bien en EEUU. Asi no podíamos volver a casa, así que dimos un voltio por la zona hasta acabar en un bareto con una clientela un tanto peculiar. Más de la mitad iban tatuados. No era el ambiente más propicio para el pototeo, así que decidimos volver tras bebernos una cerveza, que deduzco que se debió alojar en el esófago de momento. En la estación de metro me dediqué a intentar fotografiar una rata que circulaba por el andén. Eso nos dio pie a entablar conversación con directora de cine californiana de origen brasileño. El pototeo neoyorquino puede surgir en cualquier momento. Aunque a veces no dura mucho. En este caso hasta que llegamos a su estación de metro.

domingo, 6 de noviembre de 2011

¡Vamos a la playa!



Lo que uno nunca espera hacer cuando visita Nueva York es ir a la playa. Pero viendo que teníamos una a tiro de metro y con el buen día que hacía, decidimos visitar Coney Island. Por lo menos esa era nuestra intención, y lo logramos, pero dando más vueltas que un pirulo.
Como llegar directamente era demasiado fácil, nos bajamos unas 15 paradas de metro antes de nuestro destino para visitar el Puente de Verrazano y sus inmediaciones. ¿Motivo? En esa zona vivía Tony Manero en "Fiebre del Sábado Noche"(una de mis películas favoritas), y el Puente de Verrazano es el primero que cruzan en la mítica Maratón de Nueva York. Esa parte de Brooklyn era una zona residencial sin más, y el Puente de Verrazano era espectacular, pero para subirnos a él había que dar una vuelta inmensa que no compensaba. Intentamos seguir la línea de la costa bajo en puente, pero se trataba de una zona militar que tuvimos que rodear. La monotonía de las zonas residenciales se veía animada de vez en cuando por algunas casas ricamente decoradas con motivo del Halloween, ya próximo. La cosa se animó cuando llegamos a una calle por la que transcurría una línea elevada de metro, flanquedada por comercios a ambos lados. En una de ellos compramos una cerveza de raíces que, en un alarde de bohemiedad, bebimos sentados en un sofá abandonado en plena calle. Hubiéramos llegado enseguida a Coney Island siguiendo la linea de metro. Pero nos desorientamos (es lo que tiene salir de Huesca) y alargamos la excursión un rato en el que pudimos visitar la Pequeña Odessa, una zona plagada de rusos y ucranianos, no precisamente pobres. Por fin llegamos al mar. Una perfecta playa de arena, nada que ver con lo que se estila por Inglaterra. Llamaba la atención el entorno, plagado de colmenones residenciales. Se me había metido en la cabeza ver un parque de atracciones del que sabía que estaba en Coney Island. Pero, como no, tomamos el camino equivocado, en sentido contrario. Tras la pateada de rigor, acabamos en Brighton Beach, otra playa bastante bonita, pero sin atracciones. Así que continuamos, hasta que un guardia de seguridad nos cortó el paso. No se trataba de una zona militar, sino de una universidad privada. Así que tuvimos que volver, escogiendo otra ruta que nos condujo a un canal absolutamente delicioso, con barquitos y terrazas. Allí preguntamos a un viandante ruso cómo ir a "la playa con atracciones". Nos dijo que era Coney Island, pero qué teníamos que coger un taxi. Buenos chicos nosotros, pateadores de enjundia y "ni un clavel". Así que patea que te patea, acabamos llegando a Coney Island tras pasar una zona con gran presencia judía. Pudimos visitar el deseado parque de atracciones, que me pareció un tanto decadente, lo cual para mí, le daba cierto encanto. Ya se había hecho de noche y no estábamos para experimentos, así que fuimos a la primera parada que encontramos y volvimos en metro a casa. Eso sí, antes pasamos por un establecimiento de comida rápida en el que se anunciaba el concurso anual de comer perritos calientes. El récord lo ostentaba un auténtico carpanta que engulló 54 "hot dogs" en 10 minutos.
Hay dos formas de hacer turismo. Planearlo todo y ceñirse al guión o tirar de talento natural. Siempre me ha gustado más la segunda. Se pierde mucho tiempo,y a veces no se llega a ninguna parte. Pero no hay nada comparable a encontrar una joya oculta e inesperada. Y en este periplo encontramos unas cuantas.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Primeros mordiscos a la Gran Manzana



La diferencia horaria con Estados Unidos (5 horas menos) invitaba a tomarme con calma la primera noche. Pero era viernes y no había ido a Nueva York a descansar. Así que, nada más tomar plaza en casa de mi amigo salimos a dar un voltio. Fuimos a una zona de garitos acabando en uno donde conocimos a un interesante grupo de 4 auténticas pívots. Como suele ser habitual por estos lares, se mostraron bastante receptivas, lo cual no quiere decir que ligar sea más fácil. Como bien dice la sabiduría popular. "Cuando la española besa, es que besa de verdad". Lo que aplicado a mi teoría, si una española no te manda a paseo a las primeras de cambio, tienes mucho terreno ganado, cosa que no sucede en los Estados Unidos. Nos cerraron el garito y las pívots se fueron a su casa sin despedirse. Como toma de contacto no había estado mal, pero el jet lag pasaba factura y había mucho por hacer, así que nos fuimos a dormir.
El día siguiente tenía como plato fuerte una Oktoberfest en el barrio de Harlem. Mi amigo había visto un anuncio en un garito del barrio y allá que fuimos. A plena luz del día, en una terraza bastante grande se servían jarras de cerveza en una escena que me recordaba al querido chupinazo de las fiestas de San Lorenzo de Huesca. En este caso, la cerveza alemana o americana hacía las veces de calimocho y la charanga era sustituida por un grupo de jazz. Conseguimos agenciarnos un par de sombreros que nos integraron totalmente en el ambiente festivo. Pototeamos lo que pudimos hasta que a las 6 de la tarde se empezó a desmontar el invento.
Las ganas de ver los míticos rascacielos se me apoderaban, así que bajamos en metro hasta Columbus Circle y me encontré con un panorama impresionante. Por muchas películas que se hayan visto y muchas ciudades que se hayan visitado, lo de los rascacielos neoyorquinos es impactante. Caminar por estas calles y mirar hacia arriba es una experiencia indescriptible. Bajamos por Broadway y llegamos a la plaza de Times Square, una especie de Picadilly Circus pero a lo bestia, donde se agolpaban cientos de turistas. Me empezaba a agobiar con tanta gente, así que decidimos volver a casa, pero sólo para tomar aire y dirigirnos a una discoteca de Harlem. Allí pude comprobar que Estados Unidos es la cuna del frotamiento. En Inglaterra o Irlanda lo había visto alguna vez, pero lo de Estados Unidos es todo un show. Se frota con contundencia, y algunas chicas se acaban poniendo a 4 patas en medio de la discoteca. Con este curioso espectáculo en mi retina, me fui dormir sabiendo que al día siguiente, la ciudad me iba a seguir sorprendiendo.

lunes, 24 de octubre de 2011

Llegada a Nueva York


Tras un verano en el que, por diversos motivos, no pude cogerme vacaciones, el mes de octubre se presentaba como la ocasión perfecta para salir de la rutina en la que se había convertido mi vida y cargar mis baterías, que estaban ya en la reserva. Nada mejor para ello que pasar unos días en Huesca. Allí pude dormir, comer decentemente y olvidarme por un tiempo de revisar detectores de metales y pesar panecillos. Pero la vida no es sólo trabajo y descanso. Así que, para la segunda parte de mis vacaciones, había reservado un destino más dinámico que una ciudad últimamente en decadencia como Huesca. Aprovechando que tengo un amigo residiendo allí por un tiempo, he venido a la mítica ciudad de Nueva York.
El viernes pasado me dirigí al aeropuerto de Heathrow al que, a diferencia de mi anterior viaje a Zagreb, pude llegar andando desde casa(un sueño hecho realidad). El largo viaje se amenizó gracias a un buen surtido de películas y música disponibles desde el asiento y una amable tripulación que no paraba de ofrecer comidas y refrescos. Siendo habitual de las líneas de bajo coste, se me hacía extraño tal despliegue de ofrecimientos.
El temido control de inmigración fue un mero trámite que se resolvió en un par de minutos. Un tren me condujo a Manhattan donde cogí un metro que me dejó en Harlem, barrio donde mi amigo tiene su apartamento. Hasta ahora todo había transcurrido de forma impecable, pero había que ponerle algo de emoción al asunto. El timbre del apartamento no funcionaba, y había olvidado anotar el teléfono de mi amigo. Eran ya casi las 11 de la noche, y estaba con un maletón, casi 500 dólares en el bolsillo y en el "temido" Harlem, por donde pululaban innumerables grupos de negros con capucha. Afortunadamente, a pesar de la idea que he tenido durante muchos años, Nueva York es una ciudad muy segura, y estos negros con capucha son absolútamente pacíficos.
No quería pulsar otros timbres del edificio, ya que era muy tarde. Así que probé el plan "B". Grité el nombre de mi amigo unas cuantas veces. Pero su casa da a un patio interior, así que no me oyó y fui a por el plan "C".Buscar un cíber para mandarle un correo y buscar su teléfono. No se veía ninguno por la redolada, así que pregunté en una tienda. Me dijo que no había ninguno en la zona, pero sí en el Bronx, a donde podía llegar en autobús. Demasiado complicado. Así que volví al portal, esperando que sonara la flauta y mi amigo bajara a recibirme. No sonó esa flauta sino otra. Un vecino salió del portal y fue a pedir un taxi. Volví a timbrar sin resultado, pero el vecino, al verme merodear por su portal me preguntó si podía ayudarme. Le expliqué la situación y me abrió amablemente la puerta. Por fin pude subir y encontrarme con mi amigo. Nueva York, la Gran Manzana, la ciudad de los rascacielos, me esperaba...

martes, 6 de septiembre de 2011

I Media Maratón de Maidenhead

Llevaba casi un año sin correr una media maratón. Lo que para la mayoría de los mortales es algo absolutamente normal y deseable, para mí era algo imperdonable. Así que el domingo pasado, se me presentaba la oportunidad en Maidenhead, una ciudad muy cercana a Slough. Una vez descubiertas las enormes posibilidades atléticas de esta zona, esto tiene que ser un "no parar", en busca del tiempo perdido.
El domingo por la mañana amaneció nublado. Aquí, la verdad, eso tampoco dice mucho. Es habitual que el tiempo cambie varias veces en el mismo día. Lo malo es que esta vez fue a peor. Cogí el tren en la estación de Langley y en unos 15 minutos ya estaba respirando el mágico ambiente pre-competición. En un aparcamiento cercano al ayuntamiento de Maidenhead estaba instalada el área de salida con algunos puestos donde vendían comida o ropa deportiva, urinarios portátiles y la zona de inscripción. Nada menos que 24 libras me soplaron por apuntarme. La inscripción anticipada eran 20, que tampoco es ninguna ganga. Los más de 1500 participantes otorgaron una gran ambiente a la prueba, aunque, debido a un grave error de organización, provocaron el primer problema. El trazado contaba con un bucle de apenas medio kilómetro que volvía a pasar por la linea de salida. Eso hizo que los primeros atletas se encontraran con los que todavía estaban saliendo, y que muchos de éstos se confundieran y no hicieran el bucle. Además, las primeras calles no eran muy anchas, por lo que el primer kilómetro lo hice bastante despacio, hasta que se aclaró un poco el panorama. La primera parte de la prueba resultó un poco decepcionante. Se trataba de una carretera en la que los corredores ocupábamos un carril y los coches el otro. Por suerte, al rato nos desviamos por una senda que se internaba en un bosque, por lo que el panorama cambiaba totalmente. Me encontraba bastante bien, aunque temía que se me hiciera un poco larga la prueba, debido a mi falta de entrenamiento. La prueba atravesó dos o tres pueblos de la zona, donde los pocos aficionados animaban con muchas ganas. A partir de la milla 7 empecé a notar mis piernas cargadas. El asfalto estaba empezando a pasar factura. Pero mis males no terminaron allí, ya que una o dos millas después empezó a llover. De forma tímida al principio, pero con bastante fuerza después, haciendo mis últimos kilómetros más épicos si cabe. La esperanza de llegar a meta y recibir una montaña de obsequios me dieron las fuerzas para sobreponerme al aguacero y al dolor de piernas. Pero mi decepción fue mayúscula al llegar a linea de meta y recibir un humilde plátano, un más humilde vaso de agua y una bonita aunque poco práctica medalla. Ni camiseta, ni cinta para el pelo ni nada que se le pareciera. No sé en qué se emplearon mis 24 libras de inscripción. Por lo que presumía la organización, una parte iba destinada a caridad. Pero hay que tener una piedra en vez de corazón para no darle ni un mísero refresco a un atleta que ha completado una media maratón.Mi marca fue bastante correcta:1 h 40' 25''. Alejada de mi plusmarca personal, pero bastante buena si se tiene en cuenta mi falta de preparación, el caos en la salida y el viento y la lluvia de los últimos kilómetros.
Tenía que trabajar por la tarde, así que no tenía mucho tiempo para disfrutar de ambiente post-competición. Pero al ir a recoger mi mochila, me encontré con un auténtico caos. Las habían metido en un par de furgonetas en los que se había intentado poner un orden de acuerdo al dorsal. Pero al haber tantas, las tuvieron que colocar sin orden ni concierto. Así que 3 voluntarios hacían lo que podían dentro de la furgoneta, pasando un mal rato, aunque no tanto como los atletas que esperábamos pacientemente bajo la lluvia a que nuestra bolsa apareciera entre el revoltijo formado .Hubo gente que tuvo que esperar más de media hora. Apenas conseguí mi mochila, me cambié (no había duchas, otro fallo más de la organización) y salí pitando a la estación. Mi cuerpo me pedía quedarme en casa, comer tranquilo, echarme una siesta y ver el España-Lituania del Eurobasket. Pero no le pude satisfacer, ya que a las 2 de la tarde me tocaba trabajar, lo cual se me hizo tanto o más duro que la media maratón.
En resumen, una prueba con un recorrido, en general, muy agradable, pero lastrada por sus fallos organizativos. Algunos comprensibles dado que es la primera edición. Pero lo que no les perdono es que me cobren 24 libras y no me den ni una triste camiseta de algodón. Algo de masocas tenemos los corredores. Porque a pesar del timo, y aún con las piernas doloridas, ya estoy pensando en la próxima...

lunes, 22 de agosto de 2011

Orgullo de corredor

 Llevo casi un año por estas tierras y todavía no había participado en ninguna carrera. Me había quedado con la copla de que es casi imposible conseguir plaza en la Maratón de Londres, y un par de medias maratones a las que tenía intención de apuntarme estaban copadas hace tiempo.
 Pero hay vida más allá de las maratones y medias maratones londinenses. Hace poco encontré una página web en la que pueden consultar todas las carreras que se hacen por la zona. Y son muchas. Casi cada fin de semana hay alguna.
 No pudiendo aguantar por más tiempo, decidí ir a por la primera que hubiera. Se trataba de una prueba de 10 km que se iba a celebrar un sábado por la mañana en el Este de Londres. Ya a punto de apuntarme me di cuenta de una cosa. La carrera se llamaba "Pride Race"(Carrera del Orgullo) y trasteando en la página de los organizadores me di cuenta de que se trataba de un club "de ambiente".  En este caso, lo habitual es dejar claro que uno es muy hombre, aunque intentando que no se le acuse de homófobo, afirmando que "tengo muchos amigos homosexuales". En mi caso, simplemente soy del género masculino, sin necesitar reforzar esa condición, y no tengo ningún amigo homosexual, aunque tampoco rechazaría a ninguno por ese motivo.
  A los dos días me dije que me daba igual quién organizara la carrera. Casi un año sin correr una prueba es demasiado. Así que el sábado me presenté en el "Victoria Park", en una mañana en la que lucía un sol que parecía de importación.
 Aparte de un arco de meta hecho con globos de colorines, el ambiente previo no distaba mucho de una carrera "heterosexual". Tenía tantas ganas de correr, que no importó mucho que me soplaran 19 libras por la inscripción. La carrera consistía en dar tres vueltas a un circuito dentro del parque que transcurría íntegramente sobre asfalto, lo cual hace la prueba más rápida, aunque las articulaciones lo acusen.
 Debía haber unas 800 personas participando, lo que hizo la salida un poco lenta. Una vez despejada la ruta, me puse un ritmo en torno a 4'30, con el objetivo de hacer una marca por debajo de los 45 minutos.
 No tenía ni idea de cuál iba a ser mi ritmo. No he entrenado mucho últimamente (pateadas aparte) y no tenía ninguna referencia. Mantuve bien el ritmo durante las dos primeras vueltas. En la última empecé a acusar la falta de fondo, pero una prueba de 10 km no es muy exigente con las reservas, así que sufriendo un poco más, y motivado porque iba superando a bastante gente pude, incluso acelerar un poco más y acabar a tope. El resultado, unos 43'04'' más que satisfactorios. Las abundantes pateadas y mi afilada figura han compensado mi falta de rodaje.
  Nada más llegar se nos obsequió con una medalla, un bollo llamado "bagel" y la clásica bolsa del corredor que contenía agua, un botellín de ciclista, una barra energética y una toalla. Después de un rato saboreando el mágico ambiente post-carrera, me planteé que hacer el resto del día (era alrededor de la 1 de la tarde). Un compañero de trabajo me comentó que un barrio cercano a donde se celebraba la carrera era uno de los más desfavorecidos de Londres. Un adalid del turismo alternativo no necesitó más acicate para recorrerlo de cabo a rabo. Efectivamente, Hackney contaba con muchas colmenas o "estates", y no me imagino a la familia real británica frecuentando estos parajes. También me vinieron unos cuantos a pedir dinero, cosa poco frecuente en el resto de Londres. Pero la zona contaba con joyas como el impresionante edificio del ayuntamiento, con varios siglos a sus espaldas, el museo de Hackney, donde se explicaba la historia de la ciudad-barrio y una calle a la que llegué de casualidad donde, aparte de un ambiente extraordinario, había montado un mercadillo de alimentos tan tentadores como tortellinis de jabalí.
 La carrera sobre duro asfalto, sumada a un rato de furiosa lluvia y la pateada de enjundia por Hackney me habían dejado destrozado. Pero había valido la pena. Aparte del turismo alternativo, la "Pride Race" me había devuelto el orgullo de corredor.

lunes, 15 de agosto de 2011

Elvis está vivo



El viernes pasado había anunciada una actuación de un imitador de Elvis Presley en un pub cerca de mi casa. Cansado de largos desplazamientos a Windsor, Londres o Birmingham para encontrar algo de vidilla, no podía desaprovechar la oportunidad que se me brindaba. No es que sea un fanático de Elvis, pero podía ser divertido.Además, a un amigo le gustó la idea y se sumó a última hora. Así que nos presentamos en el pub "The Queen´s Arms" a las 9 de la noche. Ciertamente el ambiente no era muy tentador. Un puñado de parroquianos con edades comprendidas entre los 10 y los 60 y muchos años, la mayoría más interesados en pedirse el trago que en seguir las evoluciones del sosias del cantante americano. En el humilde escenario, un hombre de mediana o más edad, vestido de negro interpretaba los más célebres temas de Elvis Presley. No se conformaba con ello, sino que también imitaba sus más caraterísticos movimientos. Nunca he visto a Elvis en vivo y en directo, pero me daba la impresión de que la imitación estaba bastante lograda. Poco a poco el público se iba soltando. En primer lugar saltaron a la pista dos presuntas solteronas (a pesar de llevar unos cuantos meses en el pueblo, no estoy puesto en la crónica rosa del lugar) que se marcaron un baile que motivó al resto de la audiencia. Cuando la cosa se había empezado a animar, el cantante se tomó un descanso, que fue aprovechado por el personal para repostar. Ya le pueden poner impuestos al alcohol, que aquí no se perdona. La gente no va al pub a contar chistes precisamente. Al cabo de un rato, el Elvis vestido de negro dio paso al más festivo de traje blanco de solapas con collar hawaiano. Para entonces la parroquia se había desatado, destacando dos personajes que lo dieron todo en busca del pototeo: un hombre trajeado cuyos rasgos y vestuario parecían sacados de una comedia británica de los 70 y un indio con turbante, barba y gafas estilo "Eugenio". No faltaron los espontáneos que se atrevieron con el micrófono para hacer duetos con el falso Elvis e incluso alguna "gruppie" madurita. Como se puede comprobar, hubo tanto o más espectáculo delante del escenario que en él. Lo cual no desmerece el mérito del cantante. No sólo por sus buenas y atinadas interpretaciones. Sino por mantener el interés y la profesionalidad en un lugar tan humilde. Porque para darlo todo en Wembley ante 50.000 personas no hace falta mucha motivación. Pero sí para hacerlo en un modesto pub de Cornlbrook ante una audiencia tan limitada como variopinta. Y hablando de pintas, cayeron unas cuantas, pero al lado de la población nativa (auténticas esponjas), no soy más que un aprendiz.
En resumen una noche de lo más divertida e interesante. Desde entonces no puedo evitar emocionarme cuando escucho "Suspicious Minds"...

martes, 9 de agosto de 2011

Nostalgia Laurentina (espero que "y 2")

Hace exactamente dos años publiqué esta entrada http://blogheterodoso.blogspot.com/2009/08/nostalgia-laurentina.html en mi blog. También me perdí el primer día de las fiestas de Huesca. Aunque he progresado desde entonces. He pasado de ser KP a QC, ya no visto un delantal sino una bata y no empuño un estropajo sino un portafolios y un bolígrafo rojo. Pero da igual, la emoción es la misma. Estar en una fábrica sin ver la luz del día entre gente que no sabe quién es San Lorenzo ni dónde está Huesca, y no ha bebido calimocho en su vida se hace muy cuesta arriba la mañana del 9 de agosto.

sábado, 30 de julio de 2011

Portsmouth



Tras 13 días confinado en una ruidosa y ajetreada factoría, necesitaba una escapada a toda costa. Nada mejor que un destino marítimo para tal menester, así que el sábado por la mañana cogí un autobús rumbo a Portsmouth, ciudad portuaria del sur de Inglaterra. Como suele ser habitual, estas excursiones las hago en solitario. Tiene sus ventajas, pero la verdad es que hago de la necesidad una virtud, más que otra cosa. En este caso, no iba a ser así. A mitad de camino me llegó una grata sorpresa en forma de mensaje. Un amigo de Slough se apuntaba a la expedición.
Nada más llegar a mi destino, la brisa marina y el fantástico paisaje con la Isla de Wight al fondo me hicieron revivir. Pero el mar no sólo es sinónimo de vacaciones, solaz y diversión. También ha sido escenario de momentos dramáticos. Uno de ellos el el Desembarco de Normandía. Una de las bases empleadas para la operación Overlord fue Portsmouth, de ahí que hayan creado el museo del "Día-D" para conmemorarlo. Evidentemente no pude resistir la tentación y allí me dirigí en primer lugar. El museo contaba con un audiovisual sobre el desembarco y sus preparativos, amén de numerosos objetos, fotografías y explicaciones. Nada muy destacable, excepto una barcaza de desembarco que sobrevivió al Día-D a la que me pude subir y sentirme cual aliado antes de ser masacrado en la playa de Omaha. A la salida me estaba esperando mi amigo, con el que recorrimos la ciudad. Aparte de la zona paralela a la costa, con zonas muy pintorescas, el resto de la ciudad cuenta con rincones interesantes.
Entre ellos, la casa natal de Charles Dickens, convertida en museo. Ciertamente está muy bien conservada, pero no me llamó mucho la atención como museo. Creo que el mayor interés radica en ver cómo era una casa de principios del siglo XIX, excepto para los muy fans del escritor.Yo me quedo en fan a secas.
Luego nos dirigimos al museo de la ciudad. Ya sé que hay más de uno, pero se llamaba "City Museum". En el trayecto llegamos a una plaza, que parecía ser el centro de la ciudad. Además de una estatua erigida en honor de la Reina Victoria y algún edificio monumental, en el centro de la plaza había dispuestas unas decenas de sillas mirando a una pantalla gigante en la que se estaba proyectando la película "Carros de Fuego". Hay que ser optimista para planificar una sesión de cine al aire libre en Inglaterra. Pero en este caso les salió bien la jugada, ya que ese día no llovió.
El museo de la ciudad resultó ser bastante interesante. Contaba con una sección dedicada a Sherlock Holmes. Se ve que su creador Conan Doyle vivió unos años en la ciudad. Como se puede comprobar, estos ingleses necesitan pocas excusas para montar un museo. No podían faltar las alusiones al "Blitz" o bombardeo alemán sobre Inglaterra y la tenaz resistencia que cada ciudad demostró.
Tras visitar 3 museos nos preocupamos de cosas más primarias y buscamos un lugar para echar un bocado. El destino elegido fue el muelle recreativo, que se puede decir que no ha envejecido muy bien, habida cuenta de los colores de algunos de sus edificios, auténticamente desfasados. Lo que sí parecía bastante fresco era el bacalao que nos echamos al cuerpo, en la, poco adecuada para dietas de adelgazamiento, forma de fish&chips.
En el último momento me enteré de que la playa que más cubicaba estaba en la zona de Southsea, en la zona este de la ciudad. Sólo nos dio tiempo a llegar a un muelle un poco menos desfasado que el anterior, desde donde empezaba una larga y apetecible playa. Quedó pendiente para futuras visitas, ya que contaba con el tiempo justo para volver a coger mi autobús de vuelta. Mi amigo se volvió en tren(siempre ha habido clases), así que en el muelle nos despedimos con la intención de vivir nuevas y fascinantes aventuras en el futuro.

jueves, 14 de julio de 2011

Southend-on-Sea



El sábado pasado me las prometía muy felices ante la perspectiva de visitar el "Thorpe Park", parque de atracciones conocido (por lo menos por mí) porque en él se desarrolló un capítulo de la archiconocida (también por mí) serie "The Inbetweeners". Los organizadores de tal evento desistieron a última hora con lo que tuve que improvisar a riesgo de tener que pasar mi único día libre confinado en una casa, en la que actualmente moran 3 bebés y un perro. Así que cogí un mapa, y busqué la costa. Me fijé en dos destinos más o menos cercanos (Hastings y Southend-on-Sea) y consulté horarios y precios. La ventaja de vivir cerca de Londres es que desde allí hay enlaces a todas partes. Y en muchos casos a precios más que razonables. En este caso, por apenas 10 libras me saqué el billete a la luz y la inmensidad del mar que baña Southend-on Sea. Se trata de una localidad al este de Londres, a orillas del final de la ría que forma el Támesis en su desembocadura.
El trayecto en tren se animó cuando nos acercamos a la costa. La marea baja dejó una gran cantidad de barcos varados en la arena.
El tren me dejó junto a la calle principal,que, para variar, contaba con una gran actividad comercial y estaba repleta de las mismas franquicias que podemos encontrar en todo el país. Pero esto contrastaba con unos tenderetes a lo largo de la calle en los que se vendían productos artesanales y alimentos de las granjas y fincas de los alrededores. Así, en la misma calle convivían dos formas de ver el comercio, y si se me apura, hasta de la vida.
La calle conducía hacia el mar. No había ido allí de compras, así que no perdí mucho tiempo y me dirigí a la playa. Allí me esperaba un pequeño parque de atracciones que, desgraciadamente, me pilló un poco mayor. Más interesante me pareció el muelle, una pasarela que se internaba más de 2 kilómetros en la costa, y que era descrito como "el muelle recreativo más largo del Mundo". El argumento me convenció para desembolsar 3 libras y patearlo hasta el final. Allí no había gran cosa:una tienda, un bareto y un destacamento de salvamento marítimo. Pero las vistas valían la pena. Para los más vaguetes, un pequeño tren hacía el recorrido de ida y vuelta.
De vuelta a tierra firme, seguí caminando por el paseo marítimo. La playa era casi en su totalidad de piedras. Además había bastantes murallas y baluartes defensivos que se construyeron en prevención de un ataque alemán en la II Guerra Mundial.Por si eso fuera poco, el paisaje que ofrecía el otro lado de la ría era más bien industrial.A pesar de tan poco paradisiaco escenario, la playa contaba con cientos de casetas, que a modo de apartamento minúsculo, contaban con cocina y espacio para un par de camas. Una manera económica de estar en primerísima línea de playa, aunque no sea la de Tahití.
Había que reponer las calorías empleadas en patear. Nada mejor allí que un "fish&chips", una de las estrellas de la gastronomía británica. El bacalao rebozado con patatas fue tan contundente, que hasta un estómago a prueba de bombas como el mío, estuvo resintiéndose un par de horas.
Tras una breve visita por las tiendas,llegué al museo de la ciudad, al que accedí 20 minutos antes de su cierre. Tampoco daba para mucho más. Se trataba de una breve historia de la ciudad en la que no podía faltar la heróica resitencia de sus ciudadanos durante la II Guerra Mundial. Habiendo cubierto ya el cupo cultural, gastronómico y recreativo tocaba volver a casa. La marea había subido, y los barcos que por la mañana estaban inmóviles en la arena, contaban ahora con calado suficiente para hacer de las suyas. Es sorprendente cómo puede cambiar un paisaje en sólo unas horas.
Al llegar a Londres, aproveché que el tren me dejó cerca de Whitechapel para hacer una ruta descrita en un libro que nos lleva por los lugares donde "Jack el Destripador" hizo de las suyas. El hecho de que aún fuera de día, que la zona está muy remodelada, y que la mayoría de la gente de la zona proviene de Bangladesh (nada en contra de ellos, pero no ayudan en nada a recrear el ambiente victoriano) hizo que dejara esta morbosa visita para mejor ocasión.
Tenía curiosidad por ver cómo era una ciudad costera y turística de Inglaterra. La verdad es que Southend-on-Sea no carece de atractivo. Unas vistas menos fabriles, una playa de arena y un clima español, harían que pudiese competir con Benidorm. Pero seguramente para alivio de los turistas y residentes en la zona, todavía no puede.

sábado, 25 de junio de 2011

El Puente

En un ataque de nostalgia patria, eché mano de mi videoteca y decidí ver la película "El Puente", protagonizada por Alfredo Landa. Nada más español. Aunque la primera escena no podía ser más prototípica (un grupo de mecánicos echando requiebros a una escutural señorita), pronto me di cuenta que no iba a ser una españolada al uso. Y es que la mano de Bardem se deja notar.
El género de "Road Movies" o películas de carretera es bastante inusual en nuestra cinematografía. Sin embargo, lo poco que se ha hecho, ha tenido, en general, bastante calidad. Me vienen a la memoria la muy interesante aunque algo irregular "Cara de Acelga", o la más sólida "Carreteras Secundarias". En este caso, se mantiene el nivel, ya que, para mí, "El Puente" es una excelente película.
Las carreteras de la España de los 70 son el decorado que atraviesa Alfredo Landa a lomos de su motocicleta. Ciertamente han mejorado mucho desde entonces. Pero lo que se ha ganado en comodidad, se ha perdido en encanto y aventura. No me imagino una "road movie" en la España actual.
Por esas viejas y entrañables rutas, Landa va encontrando lugares y personajes que le harán ir cambiando poco a poco de forma de pensar. Estando Bardem detrás, no es difícil imaginar hacia dónde se dirigirá el cambio. Pero hay tres razones para ser indulgente con el maniqueísmo que derrocha la película. Está muy bien hecha, Landa está, como siempre, soberbio, y en la época en la que se rodó, las cosas eran diferentes. Los sindicalistas se reunían en las parroquias, luchaban por los trabajadores y no le bailaban el agua al gobierno (que se lo digan a Marcelino Camacho). Los señoritos sólo eran de derechas y en el 76 todavía había presos políticos en nuestras cárceles. Lo malo es que hay mucha gente que aún no se ha enterado o no se quiere enterar que estamos en otra época muy distinta. Pero eso es otra historia.
Por cierto, como dato curioso, el DVD de "El Puente" lo conseguí con La Razón. Con lo cual me pregunto si el hecho de ofrecer una película anticonservadora obedece a que pensaron que era la típica españolada insustancial, o se dejaron guíar por criterios liberales. En cualquier caso, a "Público" no le hubiera pasado...
Película absolutamente recomendable, aunque sólo sea por ver a Alfredo Landa en todo su esplendor. Y también como testimonio de esas carreteras en las que cada viaje suponía una aventura.