sábado, 31 de diciembre de 2011

Extraña Navidad (II)

Si el año pasado mi Navidad había sido poco convencional (como ya refelejé en el blog), este año no iba a ser diferente. El día de Nochebuena hacía preveer una repetición de mi humilde y triste cena en solitario 12 meses antes. Afortunadamente, una sucesión de hechos inesperados lo impidieron.
Se acercaba el Día-D y había conseguido cubrir unos cuantos días con actividades. El viernes 23 tenía la cena india con los compañeros de empresa. El 24 por la mañana tenía una cita con una chica en Reading, el día 25, una comida con españoles a la que también fui el año pasado y en Nochevieja iré a cenar a un restaurante español en Windsor con otros amigos. Pero no había conseguido cerrar nada para la noche del 24, lo cual me preocupaba bastante.
Tras la opípara cena con mis compañeros la noche anterior, había quedado en Reading con una nueva amiga que había conocido en internet. Se trataba de una inglesa (parece una obviedad estando en Inglaterra, pero no en esta zona) que, casualmente había estado casada con un leonés. Parece ser que no le había dejado muy buen recuerdo y allí estaba yo para arreglar el desaguisado que había perpetrado mi paisano. Fuimos a un un pub muy "cosy" como dicen por aquí (agradable o acogedor) donde yo me pedí una deliciosa hamburguesa de jabalí. Mi nueva amiga Mel resultó ser una compañía muy agradable, con mucho sentido del humor. Al rato, unos amigos de Mel (un matrimonio con su hija) llegaron al pub y se unieron a nuestra mesa. Jugada que fue repetida unos minutos después por otro matrimonio. De repente me vi metido en una reunión de amigos locales tomando el vermut. El ambiente típicamente inglés contrastaba con mi inmersión india la noche anterior. En cualquier caso, disfruté ambos.
Una vez disuelta la reunión. mi amiga me coementó que tenía muchas cosas que hacer pero...(siempre hay un pero) no le importaba que la acompañara. Dado que quería postponer al máximo el momento de enfrentarme a mi solitaria habitación, acepté. Como nadie es perfecto, Mel tiene perro. Y no sólo uno, sino dos y enormes. Y le tocaba pasearlos. Así que fuimos en coche a su casa, los metió en él y nos dirigimos a un parque a la orilla del Támesis. El trayecto fue bastante tenso,ya que detrás de mi, sin nada que nos separara, tenía dos perracos en estado de agitación que no dudaron en ladrarme a la oreja a la menor ocasión o intentar ocupar los asientos delanteros. Mel me intentaba tranquilizar con las típicas frases:"Sólo quieren jugar" o "No te van a hacer nada". Aparte de acabar medio sordo de mi oído izquierdo, con las pulsaciones y la tensión por las nubes y llevarme un susto de muerte cuando uno de los canes saltó hacia delante y casi se come el parabrisas, no me "hicieron nada". Afortunadamente el paseo a orillas del Támesis les calmó bastante. Y a mí también. El entorno era muy agradable y hacía un día estupendo.
De allí nos fuimos a un supermercado "Waitrose" donde Mel iba a comprar las viandas para las comidas de Navidad y Boxing Day. La visión de un paquete de turrón español despertó ni nostalgia y me volvió a recordad qué día era y dónde estaba. Pero no hubo mucho tiempo de pensar en ello. Seguidamente fuimos a casa de Mel donde tenía que envolver unos regalos que iba a ofrecer a unos amigos. Le ayudé en la tarea y como premio me ofreció un DVD de los que había envuelto. No esperaba tener regalos ese día, por lo que fue un detalle emocionante. En ese momento,la hija de Mel, que había pasado el día con su padre, fue devuelta a manos de su madre.Permanecí oculto en el momento del "traspaso de poderes", lo cual agradecí. Nunca se sabe cómo puede reaccionar la gente en este tipo de situaciones. La niña resultó ser un auténtico angelito, que contrastaba con la rudeza de los perros que compartían morada con ella. Parecía que ya no pintaba nada allí, pero Mel me comentó que iba a ir a la iglesia con unos amigos y me preguntó si me apetecía acudir. Hace años que no voy a misa por voluntad propia, pero me pareció interesante hacerlo el día de Nochebuena. Así que accedí. Se trataba de una iglesia católica situada a las afueras. En este caso el viaje fue más plácido, ya que los poderosos dogos habían dejado paso a la angelical niña, que además de su aspecto candoroso tenía una conversación de lo más interesante. Desde luego que mucho más profunda que la que puedo tener con mucha gente adulta. Como decía el Dúo Sacapuntas, la iglesia estaba "abarrotá". La atmósfera prenavideña daba un encanto especial a la ceremonia. En el templo me presentaron a una pareja que nos invitó a tomar algo en su casa después de la misa. Nos empezaron a sacar cosas para picar, hasta que nos dijeron que iban a preparar pasta y nos preguntaron si nos apetecía. Este fue el momento clave del día que marcó un punto de inflexión respecto al año pasado. Cuando nos sentamos a la mesa frente a un suculento plato de spaguettis me di cuenta de que no iba a canar sólo en Nochebuena. Lo curioso es que lo estaba haciendo con gente que unas horas antes ni siquiera conocía. La pareja resultó ser de lo más agradable. El hombre había sido futbolista en segunda división y la mujer era italiana. Pero me enteré porque me lo dijo ella tras un buen rato de conversación, ya que su acento era prácticamente perfecto. Tras la cena ya si que tocaba volver a casa. Como Mel había bebido, no se atrevió a llevarme a la estación, así que me dejó en su casa y llamó a un taxi para que me llevara. Evidentemente eso atenta contra mis principios, pero insistió y no me quiso decir cómo llegar a la estación andando. Además me pagó el taxi. Como para quejarse. Nos despedimos y el taxi me llevó a la estación. El taxista me comentó que quizá pudiera tener problemas, ya que en Nochebuena se cierra el servicio de trenes a una determinada hora. En efecto, la estación estaba cerrada, así que llamé a Mel e intentando que se apiadara de mí le comenté la jugada y le pregunté si había posibilidad de dormir en su casa. No coló, pero habló con el taxista y se ofreció a llevarme a casa a precio cerrado. No tenía otra opción, así que acepté. Tuvimos una interesante conversación en el camino. El taxista se trataba de un ingeniero informático que se había quedado en paro hacía unos meses y había cambiado radicalmente su "modus vivendi". Había nacido en Inglaterra pero se le intuía un origen de la zona de Oriente Medio, extremo que se confirmó cuando empezó a criticar los lobbies judíos y la capacidad que tienen para manejar la economía. No parecía ser muy consecuente con sus palabras cuando a la hora de cobrar "se olvidó" de que ya le había pagado 10 libras por la carrera hasta la estación de Reading.Menos mal que mi lado "ni un clavel" detectó la operación a tiempo.
Eran ya las 11 de la noche. Había restos del banquete polaco pero la casa estaba ya tranquila. Había sido un día curioso. Lo que iba a ser una cita de una o dos horas se convirtió en todo un día lleno de sorpresas. Una vez más, había pasado una "extraña Navidad", pero esta había sido de las que se recuerdan con cariño.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Si no puedes con el enemigo, únete a él.


Cuando uno vive en un país extranjero, se supone que va a aprender el idioma del país de acogida muy rápidamente. Ciertamente las posibilidades son mucho mayores. Pero el entorno condiciona mucho. Y Slough no es el mejor sitio del mundo para aprender inglés. Mis compañeros polacos utilizan su lengua materna la mayor parte del tiempo y la mayoría de canales de nuestra televisión se escuchan en el idioma de Jaruzelski. En mi fábrica, el panorama no mejora demasiado.Aparte de una gran cantidad de polacos, la colonia asiática es muy numerosa con representantes de Pakistán, Sri Lanka e India. Suelen hablar en sus lenguas de origen entre ellos, con lo cual no me entero de nada. La situación no mejora mucho cuando se pasan al inglés, compitiendo con el acento de Glasgow en la lucha por ser más ininteligible. A falta de una fiesta organizada por la empresa,parte de esta gente, que pertenece al departamento de producción (mayormente operarios y algún supervisor) se monta una fiesta por su cuenta en fechas navideñas. Mi mánager me comentó la jugada y me animó a apuntarme. En realidad no tengo mucha relación con la gente que iba a ir, pero viendo que me esperaba una Navidad tan triste o más que la pasada, le pregunté all organizador si me podía apuntar. Aceptó de muy buen grado e incluso me puso en contacto con un par de operarios que viven en mi zona para que me llevaran.
Así, esa tarde me recogieron en coche y fuimos a Slough a buscar a otro compañero. Mientras esperábamos por él, uno de ellos nos hizo pasar a su casa donde esperamos en el salón. Con esta persona apenas había hablado y ahora me franqueaba la puerta de su casa y me invitaba a sentarme en su salón rodeado de su familia. Bonito detalle. Al rato nos montamos en el coche y fuimos rumbo a Southall al son de una atronadora música india. Southall es una zona del Oeste de Londres copada por gente del subcontinente indio. No en vano algunos la conocen como "Little India" e incluso el rótulo de la estación de tren es bilingüe.
El lugar elegido para el fiestorro era un local que parecía sacado de una película de "Bollywood". Me senté a la mesa junto a un compañero pakistaní que tiene familia en Barcelona y chapurrea el español, lo cual facilitó bastante la comunicación. Al rato empezaron a aparecer camareros con bandejas de comida. Dejaban unas fuentes en la mesa y casa uno se servía lo que quería. Evidentemente quise probarlas todas y la verdad es que estaban deliciosas. Las bebidas alcohólicas no iban incluidas en el menú, pero los mánagers que habían montado el tinglado insistieron en invitarme a todo el alcohol que quisiera beber. Fueron sólo dos pintas de cerveza, más por lo lleno que estaba que por no abusar del ofrecimiento. Una vez acabada la comida,un voluntarioso Dj emepzó a pinchar los últimos éxitos que más pegan en las pistas de baile de Bombay o Calcuta. La pista se empezó a llenar y una vez asentada la comilona, también me animé a mover el esqueleto para sorpresa de algunos compañeros ante los que, hasta entonces, había sido todo seriedad. La mayoría de mujeres presentes en la fiesta iban ataviadas con los trajes típicos indios, que a todas mis compañeras les sentaba infinitamente mejor que la bata y el gorro preceptivo en la fábrica. Aunque generalmente las indias son muy dispares en cuanto a belleza, las muy guapas son auténticos monumentos. No me faltaron las ganas de intentar algún frotamiento, pero, a pesar de encontrarnos en el corazón de Inglaterra, el ambiente no era precisamente muy anglosajón, así que me contuve. Un par de horas después se empezó a formar una cola bastante larga en el centro del restaurante. Se trataba de la recena o resopón versión india. Había que pasar con un plato delante de unas fuentes donde los camareros servían arroz, pollo al curry, pan de pita, garbanzos y ensalada. Aquí también piqué de todo, además de un postre bastante bueno, aunque ya al final era casi por vicio. No me cabía ni un átomo de hidrógeno en el estómago. Un rato después la pista de baile fue tomada por un grupo de bailarines profesionales ejecutando llamativos números musicales. Nos dejaron paso a los amateurs al acabar su coreografía, pero no me dio tiempo a hacer mucho ya que los compañeros que me habían traido se retiraban y me tenía que volver con ellos. Me despedí de la gente y volvimos a casa. La experiencia había valido la pena. No sólo por lo bien que me lo pasé, y la comilona que me pegué. Después de haber compartido esta fiesta con mis compañeros los veo de otra manera. Y para ellos soy ya algo más que el "QC".

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Éramos jovenes e inconscientes


Una de mis tradiciones estivales favoritas es ir a ver el Tour de Francia en vivo a los Pirineos. Suelen ser viajes largos e incómodos. El clima puede ir desde el calor extremo al frío y la lluvia, que se soportan durmiendo poco y mal en una tienda de campaña. A pesar de ello, el ambiente es excepcional y es algo que merece la pena. Eso a pesar de algunos fracasos en mis pinitos como reportero gráfico. Un año se nos veló el carrete y no salió nada. Y en el Tour 91, en Val Louron, allá donde Miguel Indurain empezó a escribir su leyenda, el panorama que ofrecían mis instantáneas una vez reveladas no podía ser más desolador. Cuando la foto no estaba borrosa, apenas aparecía un brazo o un cuarto de cabeza del ciclista. Sólo una foto me salió centrada y nítida. Se trataba de un ciclista francés que apuraba sus últimos años como profesional. En esa maratoniana y durísima etapa, fuera de los focos que apuntaban a Chiapucci e Indurain, el aguerrido corredor galo se marcó una etapa soberbia, yendo de menos a más y acabando pletórico en el último puerto. Y esa expresión en su cara, dejando claro que está dando el 100 %, aunque ya no pueda ganar es lo que más me gusta y hace que guarde esa foto como un tesoro (tan guardada que no he podido acceder a ella para escanearla e ilustrar la entrada como hubiera sido mi deseo).
Este verano, atrapado en la isla, no pude ir a Francia. Para matar el gusanillo me compré un pack oficial del Tour que incluía una revista con el recorrido y entrevistas, un DVD resumen del Tour 2010, un mapa de carreteras de Francia con el recorrido (el objeto más preciado para mí de los que se pueden conseguir de la caravana publicitaria) y un pequeño libro que incluía tres relatos de ciclismo. Uno de ellos estaba extraido del libro "Éramos jóvenes e inconscientes", biografía del ex-ciclista francés Laurent Fignon. En él contaba cómo perdió el Tour '89 ante Greg Lemond por sólo 8 segundos. Este relato era "canela fina". Por eso, cuando unos meses después vi el libro en una tienda con un brutal descuento (de 13 a 3 libras), tiempo me faltó para comprármelo. Y para leérmelo, porque me enganchó totalmente.
El bueno de Fignon empieza por lo más doloroso. Cómo vivió el Tour 89 y cómo lo perdió en la última contrarreloj. En los siguientes capítulos cuenta su vida desde de que era un tierno infante en una pequeña ciudad del extrarradio de París, hasta sus pinitos como organizador de carreras ciclistas tras su retirada. Entre estos dos hitos, Laurent Fignon aparte de contar su vida, intenta darnos su visión del mundo. Y fiel al estilo que marcó su trayectoria no lo hace de forma nada complaciente. Fignon nunca se caracterizó por decir lo que la gente esperaba oír ni actuar de cara a la galería. Por eso fue una figura muy criticada. Sin ir más lejos, cuando estaba en activo, nunca fue santo de mi devoción. Claro que mis criterios entonces para valorar a un deportista, era, por este orden, la nacionalidad y la simpatía personal. Como buen francés y antipático, el ciclista parisino tenía todos los papeles para generar mi rechazo. Por eso me alegré enormente cuando el simpático Greg Lemond le birló el Tour por 8 segundos. Y tampoco lo echaba de menos cuando las lesiones y percances le impedían ser el ciclista dominador que fue en sus comienzos.
Sin embargo, pasados los años, he aprendido a valorar su figura en la medida que merece. Porque Laurent Fignon era un ciclista rebelde y valiente, que daba la cara de principio a fin de la temporada. Y fuera de las carreteras siempre fue una persona íntegra y poco manejable.
Por eso me hubiera gustado que hubiera ganado el Tour 89, ya que hizo muchos más méritos (aparte de manillares de triatlon y molestos forúnculos) que Greg Lemond, siempre a remolque y exponiendo lo justo.
Y también me hubiera gustado que las lesiones y la mala suerte le hubieran dado algo de tregua. Nunca me lo había planteado qué pasa por la cabeza de una persona que, habiendo ganado dos tours (el segundo de calle) en sus primeros años, deja de repente de estar en primera linea. La respuesta es un sufrimiento enorme, que se transmite muy bien en el libro, y nos permite ver al Fignon persona, más allá del personaje.
Además de esto, se cuentan sus relaciones no siempre fáciles con su mentor Guimard, su maestro al que pronto superó, Bernard Hinault, su visión nada idílica de España a principios de los 80, sus coqueteos con el doping o los amaños de Torriani que le impidieron ganar su primer Giro de Italia. En definitiva, un documento imprescindible para todo amante del ciclismo en general, y de los 80 en particular.
Laurent Fignon murió el año pasado con sólo 50 años aquejado de un cáncer de páncreas. Se le echa de menos fuera de las carreteras tanto o más que en ellas.
Hace poco leí un comentario en un foro de internet que resume mis sentimientos hacia el corredor parisino. "Un ciclista al que amé tanto como odié. Y lo odié mucho."
Descanse en paz.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Me tocó el gordo


Todo lo bueno llega a su fin. Lo malo también, claro. En este caso hubo mucho de lo primero y casi nada de lo segundo. Concluían mis vacaciones y tocaba coger el vuelo de vuelta. Siguiendo mi política de austeridad, había elegido el trayecto más barato dentro de lo razonable, es decir, sin escalas ni llegadas de madrugada. Ello implicaba volver desde otro aeropuerto distinto al de mi ida, que había sido Newark. En este caso, tenía que coger el vuelo en el JFK. En principio esto es una desventaja, ya que en la ida te puedes hacer una composición de lugar que te sirve a la vuelta para no perderte. Tras haberme pateado los 5 distritos neoyorquinos no me asustaba nada, así que este cambio no fue ningún problema. Tampoco era muy complicado. Una línea de metro me llevaba directo a una estación de tren que enlazaba con el aeropuerto JFK. Aproveché las vistas del tren para conocer un poco más de Queens, la zona menos pateada en este viaje y para contemplar un bonito amanecer, espectáculo que no había podido (ni querido) presenciar los días anteriores.
En la cola de seguridad pude ser sometido por primera vez a un escáner de cuerpo entero. Algo debieron ver, porque me separaron de la fila, y vino un "Shaquille O´Neal" en segurata a cachearme. Di gracias al cielo por no haber sido drogadicto ni traficante, porque no me hubiera gustado nada tener que rendirle cuentas a semejante "morlaco". Tras ver que era inofensivo, me dejó marchar sin más. No entiendo tanta minuciosidad en el registro para salir de Estados Unidos. Al fin y al cabo, si llevo armas, las saco del país, con lo que se convierte en un lugar más seguro.
El vuelo transcurrió sin novedad, con la única pega de la ubicación: el centro de la fila central. Es decir, ni podía ver el paisaje ni estirar una pierna hacia el pasillo. Por lo menos las películas que ofrecía el avión y las tertulias políticas de mi mp3 hicieron más llevaderas las 7 horas hasta llegar a Heathrow. Por supuesto, volví andando a casa como mandan mis cánones.
Al día siguiente me tocaba volver a mi oscuro, fabril y monótono trabajo. Pero al fin y al cabo, el dinero que gano a cambio es lo que me permite hacer viajes como éste.