martes, 29 de noviembre de 2011

¡Jo, qué día!

La película "After Hours", dirigida por Martin Scorsese, es una de mis favoritas. Cuenta la historia de un oficinista que sale una noche a pototear por el Soho neoyorquino y al que le pasa de todo. En España, el título se tradujo como "¡Jo, qué noche!", que suena un poco ridículo (y lo es). Pero he de reconocer que refleja bien los agobios del protagonista. Salvando las distancias, y en versión diurna y vespertina, mi último día en Nueva York también fue bastante movido.
Por la mañana había quedado con Theresa la psicóloga para correr en Central Park. Este parque es uno de los templos para todo corredor popular que se precie, y correr en él era, por tanto, uno de los pilares de mi viaje. Ya puestos, ¡qué mejor que hacerlo en buena compañía!
Mientras mi amigo se recuperaba de los esfuerzos pre-halloweenianos, me vestí de "romano" y bajé corriendo hasta Central Park. Eran sólo 15 o 20 minutos, que me servían de calentamiento. También, ¿como no?, para ahorrarme el billete de metro. Aún quedaba algo de nieve y mucho del frío del día anterior. En la esquina del parque estaba ya Teresa esperándome perfectamente ataviada para la ocasión. Como la temperatura, por mucho que en Farenheit parezca más, era bastante baja, empezamos a correr sin muchos preámbulos. A todo esto, tenía "in mente" que Colleen, mi amiga que me había ido a visitar, me había invitado a comer a su casa (con su familia, no seáis tan bien pensados) por la tarde. Estaba pendiente de que me dijera a qué hora para cuadrar todo. Eso sí, en mis cálculos no confiaba mucho en las capacidades atléticas de Teresa, y preveía que en media hora ya estaría agitando la bandera blanca. No contaba con que fuera de España correr es algo mucho más igualitario. Así que, a la vez que manteníamos una muy interesante conversación, los minutos pasaban sin que mi acompañante diera muestras de fatiga.
Todo mito tiene algo de mentira. Central Park, no es, para mí, uno de los mejores lugares para correr. Eso no quita para que reconozca su belleza, tamaño y variedad. La verdad es que era un auténtico espectáculo en algunos momentos, con el añadido de la nieve que aún quedaba en bastantes zonas. Pero hay dos factores que hacen que no sea perfecto. La mayoría de caminos son de asfalto, auténtico enemigo de las articulaciones. Además, está muy masificado. No sólo de corredores, que no sería mayor problema, sino de turistas, que tienen todo el derecho del mundo a estar allí, pero a los que hay que sortear continuamente.
Nada menos que 1h 40' estuvimos corriendo. ¡Chapeau por Teresa! Como aún le sobraba algo de tiempo, me enseñó los lugares más interesantes del parque. En esas me llegó un mensaje de Colleen diciéndome la hora en la que teníamos que quedar para la comida. Como no me había contestado en toda la mañana, la había dado por "desaparecida". Eran sobre las dos de la tarde y debía coger un tren en Manhattan Sur a las 3 y media. Tenía una hora y media para volver a casa, ducharme, cambiarme, comer algo (apenas había desayunado) y bajar en metro hasta Penn Station. Como Murphy andaba juguetón, el sms me llegó cuando estábamos casi en la zona del parque más alejada del apartamento. Así que me despedí apresuradamente de Teresa y eché a correr hacia el norte. 80 ó 90 calles de nada que se me hicieron muy cuesta arriba. Las piernas acusaban la paliza que les había dado. Apenas paré 15 minutos en el apartamento y salí pitando al metro. Al ir a comprar el billete en la máquina, un letrero inoportuno me decía que no aceptaba billetes. Lo mismo me pasó en la siguiente boca de metro, y a la tercera fue la vencida. Pude llegar justo a tiempo para ver cómo se iba el metro. Mi escaso margen iba menguando por momentos. Afortunadamente el siguiente metro era exprés, así que pude llegar a Penn Station con 5 minutos de margen. Gracias a que acompañé a Colleen el día anterior fui corriendo directo a la máquina que vendía el billete para esta línea (la estación es enorme). Me costó un poco encontrar el andén, pero aún así pude llegar al tren un minuto antes de que saliera. El trayecto hasta Trenton me permitió tomar algo de resuello y contemplar unas bonitas vistas de paisajes nevados. En Trenton me esperaba mi amiga Colleen, que me llevó en coche a su casa, cerca de Filadelfia. Típica casa americana de suburbios de dos plantas, con gran cantidad de espacio vital per cápita. La acogida fue muy cálida y enseguida me sentí como en casa. La cena (empezó a las 6 pero era cena) no fue todo lo plácida que hubiéramos deseado. A un hermano de Colleen no le sentó muy bien el pollo "Tikka Masala" con espinacas y se retiró en los primeros compases. En cambio a mi, después de una semana a dieta de pizzas de 1 dólar me supo a gloria. Al padre le llamaron un par de veces para que fuera a reparar coches averiados en la carretera y se tuvo que ausentar. Por lo visto, le pueden llamar a cualquier hora del día, los 7 días a la semana y tiene que acudir. Ahí me gustaría ver a los sindicatos, pero ni están ni se les espera.
La conversación pasó pronto de lo humano a lo divino. No en vano se trata de una familia profundamente religiosa.
Mi intención era estar de vuelta en Nueva York a eso de las 10. Mi anfitriona me dijo que con irnos 20 minutos antes de que saliera el tren, llegábamos de sobra. En la ida me había dado la impresión de que el trayecto era un poco más largo. Le insistí para salir antes, y me dijo que llegábamos sin problema, pero que me concedía 5 minutos más. Hubieran tenido que ser 7, porque perdí el tren por 2 minutos. La pachorra caribeña con la que iniciamos el desplazamiento y los "tranquilo que llegamos", se conviertieron en conducción casi suicida y maneras bruscas al volante conforme nos acercábamos a la estación de Trenton. Sólo el haber estado en un ambiente tan cristiano me libró de soltar alguna blasfemia cuando bajé al andén y vi que mi tren había partido. Por suerte, aún tenía otro una hora más tarde y mi amiga tuvo el detalle de acompañarme durante ese rato. Esta vez sí, tuvimos una despedida en condiciones y cogí el tren camino de mi última noche en Nueva York, donde llegué pasadas las 11 y media. Me junté con mi amigo cerca de la estación e hicimos un rastreo por la zona en busca de algún garito donde pototear. En uno de ellos, había una fiesta privada, pero el portero, casi parecía que haciéndonos un favor nos ofrecía una mesa por la que había que pagar 200 dólares. Hay gente que paga eso y mucho más por sentarse en una mesa privada en una discoteca y que le traigan un par de botellas de champagne. Como a nosotros nos va más la cerveza, declinamos la invitación y nos metimos en un bar cercano, dónde sólo había que cotizar los 4 dólares del guardarropa. El garito estaba bastante animado, con bastante gente disfrazada. Lamentablemente no llevábamos con nosotros las máscara que tan buen resultado nos habían dado el día anterior. La música, una mezcla de latina y árabe, no es que nos entusiamara. Y yo tampoco estaba para muchos trotes después un día tan movido. Así que nos retiramos a una hora prudencial. Aún así, entre preparar la maleta y el madrugón apenas pude acostarme una hora. Pero eso no es mayor problema en "la ciudad que nunca duerme".

domingo, 27 de noviembre de 2011

Doctor Frankenstein, supongo



Esta vez los pronósticos meteorológicos no fallaron. Esa noche había caído (y seguía cayendo) una nevada de aúpa. La ventana del apartamento daba a un angosto patio que no permitía hacerse una idea de cómo estaba la ciudad. Así que había que salir de inspección. Esta vez tocaba Bronx. La idea era ir andando y ver un poco la parte sureste. Nos pusimos unas cuantas capas de ropa y salimos a la calle. El cambio respecto a la noche era total. Las aceras y gran parte de la calzada estaban nevadas. Aparte del cambio estético, se notaba el climático. Hacía un frío que pelaba. A pesar de que llevábamos nuestra ropa más abrigada, pronto empezamos a acusar las bajas temperaturas. Cual Aquiles, habíamos dejado un punto débil al descubierto: nuestras manos. Rápidamente solventamos el problema en una tienda de gangas. Unas manoplas de leopardo nos permitieron salir del paso por 2 humildes dólares. Aún así, el frío, la nieve y la ventisca, hacían que nuestro paseo no fuera precisamente plácido. Conseguimos llegar a una zona de calles comerciales llamada "The Hub", pomposamente conocido como "El Broadway del Bronx". No es lo mismo, pero por lo menos lo intenta. No pudimos apreciar mucho el "glamour" de la zona. Mis ideas y otras partes más tangibles estaban empezando a congelarse, así que nos rendimos y decidimos volver (para más INRI en metro). Pero había que complicarse un poco la vida y bajamos hasta las calle 125 donde presuntamente había unas chupas de cuero a 5 dólares. Al llegar a la tienda, dichas prendas brillaban por su ausencia, y el resto del género no nos llamó la atención. Ahora tocaba subir 25 calles mientras la nevada continuaba. Tuvimos que parar dos veces a reponer calorías en forma de hamburguesas y pasteles estilo sureño, pero logramos llegar al apartamento. Era sábado y la ciudad ofrecía bastantes fiestas pre-Halloween (que se celebraba el martes siguiente). Así que nos apuntamos a una que ofrecía Meetup, una red social que facilita las quedadas para hacer diversas actividades. En este caso se trataba de una fiesta en un local de Manhattan Sur que no tenía mala pinta. Nos presentamos ataviados con dos humildes máscaras, la mía de Frankestein y la de mi amigo, una calavera que daba más risa que miedo. Teníamos un "plan B". Si la fiesta no cubicaba mucho, iríamos a la discoteca "Amnesia", a la que fuimos el día anterior. Pero esta vez antes de las 12 para evitar el serruchazo de 30 dólares. El ambiente no estaba mal, pero no se veía mucha gente y el bar no era muy grande. Nos extrañó, ya que en la web decía que se habían inscrito más de 200 personas. A eso de las 11.20 nos acercábamos al punto de no-retorno. Decidí que había que darle una oportunidad al garito. Al fin y al cabo, era algo más entrañable que una impersonal discoteca. Pronto nos dimos cuenta de nuestro acierto. En mi primera visita al baño pude ver unas escaleras. Bajando por ellas, se accedía a otra planta del bar, donde había una pista de baile, y lo que es mejor, mucha gente, casi toda disfrazada. El ambiente me recordaba a los mejores carnavales que he vivido en Huesca (ya sé que no es Río ni Cádiz, pero no está mal). Nuestras caretas de 2 dólares hacían furor, aunque sólo fuera por lo cutres que eran.Entre la gente que conocimos destacó una conejita playboy coreana o una chica de Búfalo vestida de tiburón. Por supuesto se veían los ya clásicos frotamientos que ganaban mucho con el aditamiento de los disfraces. A eso de las 3 y media se empezaron a encender las luces. Ya no quedaba mucha gente y la fiesta llegaba a su fin. Apuramos incluso la recogida de abrigos y la "salida de los toros" para seguir pototeando, pero ya no se pudo hacer mucho más.Por mí la fiesta podría haber seguido 2 ó 3 horas más. Es, sin duda, una señal de que me lo había pasado en grande.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Sí hay marcha en Nueva York.¡Pero a qué precio!



Hace unos años, en una página web de intercambio de idiomas conocí a una chica muy maja de Filadelfia. Como suele ser habitual cuando conoces a alguien de tan lejos, pensé que nunca la vería en persona. El año pasado fui a Kansas a ver un amigo y mi vuelo hacía escala en Filadelfia. Nada menos que 7 horas, que fueron aprovechados para visitar la capital de Pensilvania y, como no, conocer a mi amiga Colleen.(Para más información de esta visita ver anteriores entradas de mi blog)
Dado que Filadelfia no dista mucho de Nueva York, hemos repetido la jugada, pero esta vez en la Gran Manzana.Quedamos en una estación en Manhattan Sur. Como tenía tiempo de sobra, dejé a mi amigo durmiendo la pateada del día anterior, y bajé andando. Aproveché para hacer mi primera visita al mítico Central Park. Muy bonito, pero al ver la gente corriendo me entró el mono. Al final acabé corriendo, pero no en el parque, sino por las calles de Manhattan, ya que llegaba tarde a Penn Station, donde se produjo el reencuentro con mi amiga. Fuimos a dar un voltio por la zona hasta que se hizo la hora de comer. Yo tengo el estómago a prueba de bombas. No era el caso de Colleen, por lo que nos pusimos a andar hacia el norte en busca de algún carito que le cubicara. Volvimos a Harlem (de donde había salido esta mañana) y visitamos la prestigiosa Universidad Columbia y el Barnard College. Por fin vimos un restaurante que cumplía sus expectativas (no económicas como suele ser habitual sino dietéticas). Se trataba de una franquicia japonesa bastante popular por la zona. La comida fue más que correcta, destacando dos detalles para mí muy importantes: casi no me pude acabar el plato y sin pedirlos, nos sirvieron dos vasos de agua a coste cero. Tras la comida, otra vez hacia el sur. Habíamos quedado con mi amigo en el MOMA (Museo de Arte Moderno). Los viernes por la tarde es gratis, por lo que estaba realmente animado. A diferencia de la Tate Gallery de Londres, donde no vi el arte por ningún sitio, el MOMA vale la pena. Soy un poco clásico en este sentido, y no sé ver la belleza en la mayoría de las expresiones artísticas contemporáneas. En el MOMA el arte es moderno, pero no tanto como para dejar de ser arte. Destacan algunos cuadros de Picasso, como "Las Señoritas de Avignon" o "Los Tres Músicos". Tras ponernos al día en las últimas tendencias cubistas de los años 20, Colleen se tenía que volver a casa. Pero contábamos con un recambio: Theresa la psicóloga, que se había traido una amiga de refuerzo. Este refuerzo le duró poco. Una cerveza y se fue a cuidar a sus perros. Teresa nos llevó a un garito donde iban a celebrar un cumpleaños con unas amigas. No se veía mucho pototeo y teníamos "in mente" acudir a un discotecón de los buenos, mientras que Teresa se quedaba con sus amigas. En el garito del cumpleaños perdimos poco tiempo, pero el suficiente para que al llegar a la discoteca "Amnesia", hubieran pasado las 12. Si a Cenicienta eso le supuso que sus lujosos vestidos volvieran a ser humildes, en nuestro caso nos obligó a pagar 30 dólares por entrar. 10 minutos antes nos hubiera salido gratis. Y aún tuvimos que añadir 4 dólares más por dejar el abrigo en el guardarropa. Claro que intentamos colarnos con él, pero el segurata-armario no estaba muy por la labor.
Nos "vengamos" no pidiendo nada en la discoteca (seguro que el negocio lo ha acusado). Se empezaban a ver disfraces de Halloween, que ya se acercaba. Y también, como no, los clásicos frotamientos marca de la casa. Las pateadas que me había pegado me empezaron a pasar factura. Así que a eso de las 3 y media nos retiramos. Al día siguiente, los pronósticos auguraban nieve. Como el canal del tiempo fallaba más que una escopeta de feria y la noche no era tan fría no nos lo creimos y nos fuimos a dormir tan contentos.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Punto de inflexión



Tras el pototeo improvisado y aventurero del día anterior, esta vez íbamos a ir a tiro hecho. Mi amigo había quedado con una neoyorquina que había conocido unos días antes en plena calle. Se trataba de una psicóloga que trabajaba en un centro social en Brooklyn. A mí eso de ir a comer con una psicóloga neoyorquina me sonaba de lo más interesante. Y la verdad es que estuvo bastante bien, a pesar de que Teresa apenas tenía un descanso de 30 minutos para comer y como decía mi amigo, "se ansiaba".Como está estudiando español, la idea era hablar un poco en los dos idiomas. Pero comer rápido apurando el reloj y hablar en español era demasiado para ella, así que casi todo el rato la conversación transcurrió en inglés. Terminado el piscolabis, dejamos a Teresa en su trabajo y estudiamos el plan a seguir. Propuse ir a Queens, ya que era el único distrito que nos faltaba por visitar. Podríamos haber cogido el metro y llegar en media hora. Pero aún era pronto y nuestro espíritu indomable nos empujó a patear. No es fácil orientarse en una ciudad tan grande y menos con nuestros modernos pero poco eficaces métodos. Hacíamos fotos de los planos de metro y los veíamos en la pantalla de la cámara.Además, mi amigo podía consultar un plano de la ciudad en el móvil, y gracias al cual, casi siempre nos columpiábamos y teníamos que volver o recalcular la ruta.
Apenas comenzar el paseo, hubo un detalle que me dio muchísima vida. En las farolas de una calle colgaban unas pancartas que decían "Marathon route". Estábamos pasando por las mismas calles en las que se iba a celebrar la mítica Maratón de Nueva York. Sólo lo poco adecuado de mi vestimenta y el respeto a mi amigo me impidieron ponerme a correr allí mismo y no parar hasta Central Park.
Patea que te patea, con algún que otro rodeo involuntario recorrimos el corazón de Brooklyn, con algunas calles un tanto "escojonadas", pero con cierto encanto. Al rato, nuestra aventura se hizo un punto más épica al comenzar a llover. Un par de horas después, al incipiente cansancio se unía el aterimiento por el frío. Una visita a un "Taco Bell" nos permitió recuperar energías, entrar en calor, y un detalle nada menor en Nueva York...ir al baño. Parece una tontería, pero los baños públicos brillan por su ausencia y viendo lo que me pasó en Kansas por mear en un arcén, ha habido días en los que el nivel de orina embalsada superaba con creces el 90%. Con la moral renovada seguimos pateando hasta llegar al puente Pulaski, que separa Brooklyn de Queens. Las vistas que ofrecían los edificios de Manhattan desde allí entre la neblina eran notables, aunque lejos de lo que aún me esperaba ese día. Apenas entrar en Queens nos encontramos con una auténtica mole: el edifico Citicorp, que por lo que pude leer es el edificio más alto de Nueva York fuera de Manhattan. Poco más ofrecía esa zona, cruzada por vías de tren y con una cuantas industrias abandonadas. La pateada que nos habíamos metido era de enjundia, no paraba de llover y ya era de noche. Si a eso le sumamos que el entorno no acompañaba, decidimos rendirnos e ir a coger el metro. Una vez en la estación vimos que para llegar a casa había que hacer unos cuantos transbordos. En cambio, con una pateada de nada (una media hora), podíamos llegar a Manhattan y coger metro más directo. No dije que no, más que nada porque me apetecía cruzar el puente Queensboro, que pasa sobre la isla Roosvelt, situada entre Queens y Manhattan. Nos pusimos en marcha y al avanzar en el puente y perder la protección que nos proporcionaban los edificios, el viento y la lluvia hicieron nuestra ruta aún más penosa. Cuando nuestro animo más flaqueaba, una imagen nos devolvió a la vida. Los edificios iluminados de Manhattan vistos desde el puente formaban un paisaje absolutamente maravilloso. Entre ellos pude reconocer a mi favorito (el elegante edificio Chrysler). En ese momento me di cuenta de que echaría de menos girar la vista y tomar como referencia los rascacielos de Manhattan. Nueva York había pasado a ser una de las ciudades que ha dejado huella en mi vida.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Peripecias neoyorquinas



Esta vez no me quería perder el museo de la emigración.No todos los días le dedican a uno un museo. Así que, tras coger esta vez sí, la línea correcta conseguimos llegar al sur de Manhattan a una hora más o menos decente. La idea era coger un barco que te lleva primero a la Estatua de la Libertad y luego a la isla de Elis, antes de devolverte a Manhattan (que al fin y al cabo es otra isla). Un poco antes de llegar al muelle vimos partir un barco. Pensé:5 minutos antes y lo pillamos. Nada más lejos de la realidad. Al sacar nuestro pasaje, la vendedora nos dijo que nuestro barco saldría en una hora y media. Entendí a qué se refería cuando vi la kilométrica cola de gente que había tenido la misma feliz idea que nosotros. Así que tocó esperar exactamente la hora y media prometida. Antes de subir al barco tuvimos que pasar un exhaustivo control policial, escáner incluido. Cada día nos ponen más difícil esto de atentar.
Las vistas sobre Manhattan eran aún mejores desde este barco que desde el que va a Staten Island (por algo las habíamos pagado). Y no digamos sobre la Estatua de la Libertad. La hora y media de cola nos obligaba a elegir estatua o museo, ya que no daba tiempo a visitar ambas cosas. Puesto que sólo nos dejaban subir al pedestal de la estatua y que desde el barco se veían unas colas de impresión, nos decantamos por el museo. El trayecto estuvo amenizado, no sólo por las vistas, sino por un grupo de tinajeras francesas muy simpáticas. Estaban lideradas por una de ellas que las abroncaba (cariñosamente, eso sí) cada vez que le hacían una foto y no estaba acorde al divismo que la acompañaba. Ya en la isla de Ellis empezó lo serio. El museo de la emigración está en el edificio que fue aduana de Nueva York. Aquí desembarcaban los emigrantes a la espera de que las autoridades les concedieran el permiso para entrar en el país e iniciar una nueva vida. Pasamos unas tres horas recorriendo el museo, repleto de objetos, fotografías, testimonios e información muy interesantes. Para muchos de ellos, provenientes de zonas rurales, llegar a una ciudad como Nueva York debió ser una experiencia fascinante.
Una vez debidamente culturizados volvimos a tierra firme y nos dedicamos a buscar la "hora feliz" en la que muchos garitos ofertan cervezas a buen precio a la caza del ejecutivo que sale de trabajar. Como nos suele pasar, pateamos y escaneamos mucho, pero no nos decidimos por ningún garito en especial. Ya pasada la hora feliz, entramos en un pequeño bar que no tenía mala pinta. Mi amigo abogaba por el "in&out", pero en ese momento un grupo iba a empezar una actuación. Música en vivo. Algo que en más de un año en Inglaterra sólo he podido saborear una vez (un imitador de Elvis). Así que nos quedamos y presenciamos el concierto. Se trataba de una cantante melódica llamada Aimee Bayles, acompañada de un piano, una batería y un contrabajo. En condiciones normales, tampoco me hubiera llamado la atención. Pero estábamos en Nueva York, y aquí todo es más importante. Fueron apenas 25 minutos de una música plácida que se agradecía en una semana ciertamente ajetreada. Acabada la actuación, volvimos a las calles neoyorquinas en busca de otro garito donde seguir la noche. Mi amigo no paraba de preguntar por la calle en busca del dorado en forma de bar. "Curiosamente", las personas interpeladas solían ser mujeres, generalmente de muy buen ver. Una francesa nos recomendó un garito y nos dirigió hacia una zona en la que volvimos a preguntar a otra chica, esta vez estadounidense. Mientras nos aconsejaba el local donde ya habíamos estado viendo el concierto, por el otro lado de la calle volvía a aparecer la francesa que habíamos visto media hora antes, y que nos volvió a recordar el nombre del garito que nos había recomendado anteriormente. Es decir, se nos empezaban a repetir las caras y los lugares. Definitivamente nos estábamos haciendo con la noche neoyorquina. Seguimos pateando un rato más, pero yo ya no quería llegar a ningún sitio concreto. Dar vueltas sin rumbo fijo por Nueva York con una amigo tan pototeador es de lo más divertido.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Una historia del Bronx



No se me habían pasado mis ansias marineras, así que habíamos planeado una excursión a Ellis Island, la isla que servía como aduana de la ciudad, recibiendo a todos los emigrantes que venían en busca del sueño americano. En este caso, nuestro sueño de visitar la isla se truncó debido a que nos confundimos de linea de metro (estas cosas no pasan en Huesca). Así que hubo que rediseñar el plan para el día y dejar el paseo en barco para mejor ocasión. El metro nos conducía a Brooklyn, así que decidimos visitar otra vez el populoso distrito, aunque esta vez nos dejamos caer por el "Downtown", o centro financiero. No faltaban los rascacielos, que en cualquier ciudad serían impresionantes, pero teniendo Manhattan al lado, no destacaban demasiado. Tras unas dos horas de rastreo por la zona, viendo que no había mucho destacable, nos planteamos cambiar de lugar, no sin antes degustar el plato típico de Nueva York (los trozos de pizza de 1 dólar). Ya iba siendo hora de visitar el Bronx. Como buen consumidor de telefilmes policiacos estadounidenses en mi infancia, el Bronx era para mí poco menos que el lugar con más criminales por metro cuadrado de la Tierra. Desde luego que hace unos años no era un lugar precisamente plácido, aunque siempre se mitifican estas cosas.
Nos bajamos en una estación de metro en mitad del distrito con la idea de ir andando hasta casa. La primera impresión que recibí fue de que el Bronx no es un barrio elegante. Pero tampoco es "zona de guerra". Por lo visto en los 70 y 80 era una especie de ciudad sin ley. Pero desde entonces la seguridad, no sólo aquí, sino en toda la ciudad, ha mejorado espectacularmente. Abundan los colmenones, pero con el aire neoyorquino que les dan las escaleras de incendios en el exterior. Es muy destacable la presencia hispana, con muchos comercios e incluso anuncios publicitarios escritos en español. Tras un rato de caminar a la deriva, vimos una calle por la que transcurría una línea elevada de metro. Suele haber mucho comercio en estas calles, así que seguimos nuestra ruta por allí. Durante un rato la calle estaba copada por el gremio de los mecánicos de coches, con algunos talleres con nombres tan peculiares como "The Pascual´s Universe"(El Universo de Pascual). Luego ya empezaron a aparecer restaurantes y tiendas. En una de ellas me compré una careta de Frankestein que me daría mucho juego unos días después. Seguimos yendo hacia el sur hasta que llegamos al Yankee Stadium, donde juega el famoso equipo de Béisbol de los New York Yankees. No somos mucho de béisbol, así que no le hicimos mucho caso y cruzamos un puente sobre el río Harlem para volver a la isla de Manhattan. Segumos la pateada sin novedad y llegamos a casa sanos y salvos. No es cualquier cosa tras haber atravesado de noche el Bronx y Harlem...

viernes, 11 de noviembre de 2011

Cuota de activación

A pesar de que se pueden encontrar algunos chollos (como las porciones de pizza a un dólar), Nueva York es una ciudad bastante cara. La vivienda es prohibitiva. Y el alcohol es casi un artículo de lujo. Los serruchazos están a la orden del día en otras muchas cosas. Por si esto fuera poco, nos hemos encontrado con más de una sorpresa a la hora de pagar. En muchos casos, el precio que se anuncia o con el que están etiquetados los productos, no refleja las tasas. En los bares se suele dejar propina (1 dólar mínimo) cuando te sirven la bebida. En muchas ocasiones nuestra filosofía "ni un clavel" se veía desbaratada por esta letra pequeña que acompañaba nuestros desembolsos. Sin ir más lejos, el banquete con el que finalizaba mi anterior entrada se ofertaba por 20 dólares, pero el camarero nos avisó de que había que pagar 5 dólares más por "el servicio en mesa". En este caso ya nos ocupamos de rentabilizarlos con creces.
De todas estas "sorpresas", la que más me dejó con cara de tonto (más aún que la habitual) fue la que me clavaron cuando compré una tarjeta SIM estadounidense. Me las prometía muy felices, ya que el año pasado en Kansas me cobraron 16 dólares por un teléfono Nokia con SIM incluida. Ya me dijo mi amigo que Nueva York era otra cosa. Y vaya si lo era. A él le salió la broma por 30 dólares (una tarjeta prepago con 10 dólares de saldo). Fuimos a una tienda T-Mobile, y con actitud de pobretón le comenté a dependienta mi situación. Iba a estar sólo 10 días en el país y quería una opción económica. Me comentó que tenían tarjetas prepago de 10 ó 20 dólares. Sonaba bien. Por supuesto le pedí la de 10. Me hizo unas cuantas preguntas, y estuvo trasteando con el ordenador un rato metiendo datos para sacarme una factura y decirme que tenía que pagar 22 dólares. Le pregunté cómo podía haberse encarecido tanto la tarjeta en 5 minutos y me desglosó el importe: 10 dólares de saldo, 2 dólares de tasas y 10 dólares de...cuota de activación. Si alguien sabe lo que significa eso y por qué se debe cobrar que me lo explique. A partir de ese día, mi amigo y yo, aparte de partirnos el culo (más él, claro) recordándolo, llamamos "cuota de activación" a todo suplemento inesperado en el precio que pagamos por los servicios y productos que nos ofrece esta bendita ciudad.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Hasta las trancas



Desde que vivo en Inglaterra, cuando asoma el sol no puedo quedarme en casa. Así que aprovechando que hacía un día bastante bueno, planeamos un viaje en barquito. Se trata de un ferry que une el sur de Manhattan con Staten Island, que es uno de los cinco distritos de Nueva York. En principio Staten Island no me decía nada en concreto. Pero me había propuesto visitar los 5 barrios neoyorquinos y además el trayecto nos ofrecía una vista privilegiada sobre la Estatua de la Libertad y el "skyline" de Manhattan y Nueva Jersey. Y todo ello al módico precio de 0 dólares. ¿Quién da más por menos?
Nada más llegar preguntamos a una lugareña cuáles eran los hitos más interesantes del lugar. Con abrumadira sinceridad nos dijo: "Si queréis ver cosas interesantes, id a Manhattan." Realmente no era un lugar muy turístico. Eso sí, se respiraba una tranquilidad que hacía difícil creer que siguiéramos estando en Nueva York. Nos llamaron la atención algunas mansiones un tanto descuidadas en las que perfectamente se podría haber rodado una película de terror. Ya de vuelta tiramos al norte y nos topamos con el campamento de indignados versión neoyorquina. En este caso algo más materialista, ya que muchos de los acampados aprovechaban para sacar tajada económica del asunto. Seguimos subiendo hasta llegar a un parquecillo repleto de ancianos con ojos rasgados jugando a juegos de mesa. Habíamos entrado en Chinatown. En el barrio abundaban comercios de ultramarinos surtidos con los más extraños manjares. Casi mejor no entender el chino porque si algunos de ellos no eran gusanos poco les faltaba. Otra cosa fue cuando llegamos a Little Italy, lleno de restaurantes con mejor aspecto. No pude evitar imaginarme el barrio a principios del siglo XX, lleno de emigrantes italianos y me vinieron a la cabeza las imágenes de "El Padrino II".
Este paseo por tan diversos lugares nos había abierto el apetito. Pero yo resistí la tentación y no probé bocado hasta por la noche. El motivo es que habíamos planeado una cena en un buffet libre de comida y bebida. Se trataba de un restaurante australiano que prometía "all you can eat and drink" por 20 dólares. Y allí que fuimos. Nos recibió un camarero australiano que había vivido en Sevilla, lo cual facilitó la comunicación. Nos explicó las reglas. Teníamos dos horas para comer lo que quisiéramos dentro del menú, pero sólo podíamos pedir un plato a la vez. También podíamos pedir las pintas que quisiéramos. Decidimos pedir platos distintos y compartirlos para probar todo. Los entrantes eran: dos tipos de ensalada, muslitos de pollo en salsa picante y calamares fritos (buenísimos). Los platos eran servidos por el camarero y venían muy bien presentados. No era lo de coger el plato y llenárselo una y otra vez. Astutamente, tardaban un rato cada vez que pedías un plato nuevo. Aún así no nos quedamos precisamente con hambre.
Devorados los entrantes pasamos al plato principal, que, basicamente eran hamburguesas de varios tipos: vegetal, de pollo, normal, de gambas, un sandwich de ternera y una hamburguesa típica de Australia que llevaba huevo,lechuga, remolacha, tomate..y no sé cuántas cosas más para formar una auténtica torre. Todas las hamburguesas venían con sus correspondientes patatas fritas. Nos pedimos dos cada uno y poco nos faltó para reventar. Y ese poco lo pusieron los postres, que ya no apetecían (ni cabían), pero había que probarlos. Uno consitía en unos pastelillos con nata y el otro una mezcla de kiwi con nata. Para pasar todo eso a mi estómago tuve que ayudarme de 3 pintas de sidra. Evidentemente salimos de allí con dos agujeros menos en el cinturón. Para que luego digan que no se come bien en EEUU. Asi no podíamos volver a casa, así que dimos un voltio por la zona hasta acabar en un bareto con una clientela un tanto peculiar. Más de la mitad iban tatuados. No era el ambiente más propicio para el pototeo, así que decidimos volver tras bebernos una cerveza, que deduzco que se debió alojar en el esófago de momento. En la estación de metro me dediqué a intentar fotografiar una rata que circulaba por el andén. Eso nos dio pie a entablar conversación con directora de cine californiana de origen brasileño. El pototeo neoyorquino puede surgir en cualquier momento. Aunque a veces no dura mucho. En este caso hasta que llegamos a su estación de metro.

domingo, 6 de noviembre de 2011

¡Vamos a la playa!



Lo que uno nunca espera hacer cuando visita Nueva York es ir a la playa. Pero viendo que teníamos una a tiro de metro y con el buen día que hacía, decidimos visitar Coney Island. Por lo menos esa era nuestra intención, y lo logramos, pero dando más vueltas que un pirulo.
Como llegar directamente era demasiado fácil, nos bajamos unas 15 paradas de metro antes de nuestro destino para visitar el Puente de Verrazano y sus inmediaciones. ¿Motivo? En esa zona vivía Tony Manero en "Fiebre del Sábado Noche"(una de mis películas favoritas), y el Puente de Verrazano es el primero que cruzan en la mítica Maratón de Nueva York. Esa parte de Brooklyn era una zona residencial sin más, y el Puente de Verrazano era espectacular, pero para subirnos a él había que dar una vuelta inmensa que no compensaba. Intentamos seguir la línea de la costa bajo en puente, pero se trataba de una zona militar que tuvimos que rodear. La monotonía de las zonas residenciales se veía animada de vez en cuando por algunas casas ricamente decoradas con motivo del Halloween, ya próximo. La cosa se animó cuando llegamos a una calle por la que transcurría una línea elevada de metro, flanquedada por comercios a ambos lados. En una de ellos compramos una cerveza de raíces que, en un alarde de bohemiedad, bebimos sentados en un sofá abandonado en plena calle. Hubiéramos llegado enseguida a Coney Island siguiendo la linea de metro. Pero nos desorientamos (es lo que tiene salir de Huesca) y alargamos la excursión un rato en el que pudimos visitar la Pequeña Odessa, una zona plagada de rusos y ucranianos, no precisamente pobres. Por fin llegamos al mar. Una perfecta playa de arena, nada que ver con lo que se estila por Inglaterra. Llamaba la atención el entorno, plagado de colmenones residenciales. Se me había metido en la cabeza ver un parque de atracciones del que sabía que estaba en Coney Island. Pero, como no, tomamos el camino equivocado, en sentido contrario. Tras la pateada de rigor, acabamos en Brighton Beach, otra playa bastante bonita, pero sin atracciones. Así que continuamos, hasta que un guardia de seguridad nos cortó el paso. No se trataba de una zona militar, sino de una universidad privada. Así que tuvimos que volver, escogiendo otra ruta que nos condujo a un canal absolutamente delicioso, con barquitos y terrazas. Allí preguntamos a un viandante ruso cómo ir a "la playa con atracciones". Nos dijo que era Coney Island, pero qué teníamos que coger un taxi. Buenos chicos nosotros, pateadores de enjundia y "ni un clavel". Así que patea que te patea, acabamos llegando a Coney Island tras pasar una zona con gran presencia judía. Pudimos visitar el deseado parque de atracciones, que me pareció un tanto decadente, lo cual para mí, le daba cierto encanto. Ya se había hecho de noche y no estábamos para experimentos, así que fuimos a la primera parada que encontramos y volvimos en metro a casa. Eso sí, antes pasamos por un establecimiento de comida rápida en el que se anunciaba el concurso anual de comer perritos calientes. El récord lo ostentaba un auténtico carpanta que engulló 54 "hot dogs" en 10 minutos.
Hay dos formas de hacer turismo. Planearlo todo y ceñirse al guión o tirar de talento natural. Siempre me ha gustado más la segunda. Se pierde mucho tiempo,y a veces no se llega a ninguna parte. Pero no hay nada comparable a encontrar una joya oculta e inesperada. Y en este periplo encontramos unas cuantas.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Primeros mordiscos a la Gran Manzana



La diferencia horaria con Estados Unidos (5 horas menos) invitaba a tomarme con calma la primera noche. Pero era viernes y no había ido a Nueva York a descansar. Así que, nada más tomar plaza en casa de mi amigo salimos a dar un voltio. Fuimos a una zona de garitos acabando en uno donde conocimos a un interesante grupo de 4 auténticas pívots. Como suele ser habitual por estos lares, se mostraron bastante receptivas, lo cual no quiere decir que ligar sea más fácil. Como bien dice la sabiduría popular. "Cuando la española besa, es que besa de verdad". Lo que aplicado a mi teoría, si una española no te manda a paseo a las primeras de cambio, tienes mucho terreno ganado, cosa que no sucede en los Estados Unidos. Nos cerraron el garito y las pívots se fueron a su casa sin despedirse. Como toma de contacto no había estado mal, pero el jet lag pasaba factura y había mucho por hacer, así que nos fuimos a dormir.
El día siguiente tenía como plato fuerte una Oktoberfest en el barrio de Harlem. Mi amigo había visto un anuncio en un garito del barrio y allá que fuimos. A plena luz del día, en una terraza bastante grande se servían jarras de cerveza en una escena que me recordaba al querido chupinazo de las fiestas de San Lorenzo de Huesca. En este caso, la cerveza alemana o americana hacía las veces de calimocho y la charanga era sustituida por un grupo de jazz. Conseguimos agenciarnos un par de sombreros que nos integraron totalmente en el ambiente festivo. Pototeamos lo que pudimos hasta que a las 6 de la tarde se empezó a desmontar el invento.
Las ganas de ver los míticos rascacielos se me apoderaban, así que bajamos en metro hasta Columbus Circle y me encontré con un panorama impresionante. Por muchas películas que se hayan visto y muchas ciudades que se hayan visitado, lo de los rascacielos neoyorquinos es impactante. Caminar por estas calles y mirar hacia arriba es una experiencia indescriptible. Bajamos por Broadway y llegamos a la plaza de Times Square, una especie de Picadilly Circus pero a lo bestia, donde se agolpaban cientos de turistas. Me empezaba a agobiar con tanta gente, así que decidimos volver a casa, pero sólo para tomar aire y dirigirnos a una discoteca de Harlem. Allí pude comprobar que Estados Unidos es la cuna del frotamiento. En Inglaterra o Irlanda lo había visto alguna vez, pero lo de Estados Unidos es todo un show. Se frota con contundencia, y algunas chicas se acaban poniendo a 4 patas en medio de la discoteca. Con este curioso espectáculo en mi retina, me fui dormir sabiendo que al día siguiente, la ciudad me iba a seguir sorprendiendo.