sábado, 22 de diciembre de 2012

Reflexiones sobre la lotería.

Esta mañana se ha celebrado el tradicional sorteo de la Lotería de Navidad. Como no estaba muy pendiente de los números y premios, mi mente se ha dedicado a elucubrar y se me han ocurrido las siguientes reflexiones:
-El año pasado, la provincia de Huesca fue agraciada con el "Gordo". Este año no ha tocado, pero seguimos en racha. Según me han comentado fuentes muy bien informadas, han llovido los premios en formas de pedreas y reintegros.

-Era intención del Gobierno de España privatizar las loterías. Por lo visto, en ese momento no acababa de salir rentable. Pero cualquier día dejarán de ser públicas. En ese caso me pregunto si habría que cambiar los niños del Colegio Público San Ildefonso por los niños de un colegio privado.

-Alguna vez se han vendido participaciones de lotería en los aviones de Ryanair. Por cierto, con un recargo brutal. Hubiera sido curioso que hubiera tocado un premio de los importantes. Me hubiera gustado escuchar al locutor de turno algo así como: "El segundo premio fue vendido íntegramente en el vuelo Reus-Luton".Y las imágenes de un azafato noruego entrevistado por la televisión tras haber repartido el "Gordo" sin enterarse de qué va la cosa,también hubieran tenido su punto.

-Siguiendo con el afán recaudatorio del Gobierno, los premios de más de 2.500 euros, deberán tributar un impuesto del 20%. Me pregunto si, a partir de ahora, dicha circunstancia deberá ser tenida en cuenta al cantar los premios: "Veinticinco mil cuatrocientos setenta y oooooocho.....Cuatrocientos miiiil eeeeuuuros menos el 20 por cientooooo".

-Hablando de cantar. Hacerlo en euros, no me suena muy bien. Aunque los premios se den en la moneda única europea, deberían cantarse en pesetas. "Miiil eeeuuuros" suena mucho peor que "Ciento sesenta y seis miiil peseeetas".

Espero que los lectores de mi blog hayan sido agraciados por la Diosa Fortuna. A mí, como cada año, me ha tocado lo que juego. Es decir, nada.

viernes, 21 de diciembre de 2012

Última noche en Windsor

En mi último día en Inglaterra aún me quedaba la penosa tarea de desalojar mi cuarto. Como quiera que no podía llevarme todo y mis abundantes descartes no fueron suficientes, tuve que dejar una bolsa de ropa en casa de mi amigo chileno. Al volver a casa vi que mis compañeros polacos estaban preparando una fiesta. Sorprendentemente no me la hacían a mí por mi despedida, sino que celebraban el cumpleaños de uno de ellos. No tuve mucho tiempo de asistir a los preparativos, ya que había quedado con un ex-compañero de trabajo e iba justo de tiempo. Me ofrecieron una cerveza que, nobleza obliga, no pude rechazar. Pero me la tuve que ir bebiendo mientras caminaba al centro de Slough. No da muy buena impresión eso de ver gente bebiendo por la calle, y más si es a las 2 de la tarde. Mi destino era la casa de Boniface, un nigeriano ex-jugador de balonmano en Israel con el que había compartido peripecias laborales en una panificadora.
Nada más llegar a su casa me ofreció una lata de cerveza para que hiciera tiempo mientras se duchaba. Me dejó en compañía de su hijo de unos dos años que no paraba de bailar con la música que emitía un canal afrolondinense de televisión. El show no duró mucho ya que enseguida salimos de la casa. El plan, del que yo no sabía nada hasta ese momento, era ir a casa de un sobrino de mi compañero para una fiesta de cumpleaños. En un momento me vi rodeado de una veintena de nigerianos, la mayoría desconocidos para mí.Tuve el feo detalle de rechazar un plato tradicional de su país llamado "pepper soup"(sopa de pimienta). Y es que por mucha pimienta que llevase, el plato se componía básicamente de tripas de vaca. Y los callos son superiores a mis fuerzas. No rechazé, eso sí, un par de cervezas Guinness nigerianas, bastante diferentes a sus homólogas irlandesas, con mayor grado alcohólico y un sabor más fuerte. Menos mal que también pude comer un par de platos de arroz, porque así a lo tonto ya me había echado unas cuantas cervezas al cuerpo.
No pude estar mucho tiempo en la fiesta, así que me despedí de Boniface y del resto, y volví a ver si acababa de una vez de dejar mi cuarto listo. Proseguí con la ardua y pesada tarea durante un par de horas, hasta que tuve que bajar a la cocina a tomarme un respiro. Mis todavía compañeros estaban apurando los restos de su comilona y me invitaron a la mesa. Cayó otra cerveza más en lo que fue mi última velada con mis "housemates".
Tuve que volver al tajo y al rato, vino mi amigo chileno. No quería quedarme con la amargura que me dejó la noche anterior, así que habíamos planeado un última noche en condiciones. La idea era quedar mucho antes (vino a las 9), salir por Windsor, y a eso de la 1 y media, me llevaría en su coche al aeropuerto de Heathrow. Allí debía coger un autobús a las 2:09 que me dejaba en el centro de Londres. De allí ya sólo me restaba ir a la estación de Victoria y montarme en otro autobús que hacía el servicio al aeropuerto de Stansted. Estaba todo previsto al milímetro y nada podía fallar. Mi amigo Ramón tuvo que esperar pacientemente un buen rato a que acabara de hacer la selección final. Abusando un poco de él, aún le dejé un par de bolsas más de trastos tan valiosos como para no deshacerme de ellos, pero no tan importantes como para jugarme la multa por sobrepeso que pendía sobre mí cual espada de Damocles. Pero mi amigo también sacó tajada, ya que aprovechó muchas de las cosas que iba descartando.
Mientras tanto, me llegó un mensaje de una amiga española que vive en Windsor. Esa misma mañana, le había mandado un correo de despedida a un grupo de compatriotas que conozco por allí, esperando ver alguno esa noche a partir de las 9. Esa era la idea, pero el desalojo se prolongó más de lo esperado. Así que a última hora contaba con la presión de Ramón esperando en la casa para salir, y mis colegas españoles que estaban un poco derrengados y no iban a aguantar mucho despiertos. Conseguí entrener al primero a base de regalos entre mis descartes y mensajes de móvil a los segundos, a la vez que daba los últimos toques a mi pieza. Por fin, pasadas las 11 de la noche pude abandonar la casa. Fuimos pitando a Windsor y me junté con un grupillo de españoles que ya había perdido dos unidades a manos de Morfeo. Mi amiga Aby, que, entre otras muchas virtudes, es muy detallista, me ofreció una tarjeta de despedida firmada por unos cuántos y una caja de bombones. No me lo esperaba (de hecho a media tarde no esperaba ni despedirme de ellos), así que me hizo mucha ilusión. Estuvimos un rato charlando hasta que vino otra pareja más. Se les veía con ganas de quedarse allí sentados, lo cual no es un mal plan, a menos que sea tu última noche en el lugar. Ya habíamos pasado la medianoche y yo quería echar unos bailes. Así que me despedí de ellos y nos fuimos Ramón y yo a apurar el último aliento de la marcha windsoriana.
En más de dos años en Inglaterra, he podido salir muy pocas veces. Aparte de que mi casa estaba muy a desmano, me ha tocado trabajar la mayoría de domingos por la mañana. Además, tampoco he tenido un grupo de amigos fijo para salir. Y es una pena, porque el ambiente es totalmente distinto al español. Más de una vez he comentado aquí la buena impresión que me causan los modelitos que se gastan las féminas por estos lares, mención especial a los taconazos que elevan (aunque sea artificialmente) unas pulgadas la talla media. También se ve la gente más animada, hay un ambiente más festivo. Aunque la otra cara de la moneda es la mayor cantidad de peleas. Todo ello (menos las peleas, afortunadamente) nos esperaba en el garito que visitamos. Me eché mi última pinta de sidra, presencié el espectáculo que ofrecía la pista de baile y me acabé uniendo a él. Desde luego, la sensación era muy distinta a la que sentí el sábado anterior saliendo por Huesca.
Sólo pudimos estar apenas una hora en el pub, no sin antes socializar con una portuguesa y sus amigas, ya totalmente asimiladas a los usos y costumbres británicos. Al volver al coche, mi plan milimétricamente calculado sufrió un golpe demoledor. Ramón se había dejado las luces del coche encendidas y se le había descargado la batería. La engorrosa idea de coger el maletón, disputarme un taxi con los borrachos en retirada y rezar para llegar a tiempo a Heathrow pasó por mi cabeza mientras mi ánimo se venía abajo. Afortunadamente, mi amigo se ofreció a llevarme directamente a Stansted, una vez su percance se hubiera solventado. Llamamos a la grúa y nos dijeron que tardarían una hora. Por suerte había margen más que suficiente, así que nos fuimos a dar un voltio y ver la "salida de los toros", que es como se conoce en el argot al ambientillo que se forma en el exterior de los bares tras su cierre.
Quiso la casualidad que, entre los personajes que nos fuimos encontrando, apareciera un compatriota de Ramón. Cosa extraña, ya que los chilenos son una "rara avis" por estos lares. Le comentamos nuestra situación y se prestó a ayudarnos. Así que enganchó unos cables de su coche a la exhausta batería, que volvió a la vida...en el mismo momento en el que llegaba la furgoneta del seguro a la que había llamado mi amigo una hora antes.
Íbamos bien de tiempo, así que fuimos con tranquilidad camino de Stansted (un camino muy largo, por cierto). Poco antes de llegar nos paramos a desayunar en un área de servicio. No soy mucho de café, así que le pedí a Ramón un filete de caballa ahumada de la comida que le había regalado y así pude despedirme con un clásico de la gastronomía británica.
La despedida en el aeropuerto fue todo lo emotiva que unos miembros del sexo masculino nos podemos permitir, es decir, bastante poco. Pero echaré de menos a Ramón. Normalmente nos tendemos a juntar con gente afín a nosotros. Cuando uno está en el extranjero esa afinidad la suele dar el compartir una misma nacionalidad o cultura. Pero con mi amigo chileno no sólo hemos compartido el idioma y parte de una historia común, sino que he encontrado a alguien con el que debatir sobre los grandes temas y un apoyo en momentos difíciles.
Mi última obstáculo era la báscula de facturación. El rubicón eran los 20 kilogramos. Toda mi hercúlea tarea de triaje se vio recompensada cuando la pantalla ofreció un valor de 19,9 kg. Las colas, los controles policiales, el vuelo y llegar a casa sin dormir fue coser y cantar después del día tan ajetreado que había tenido. Pero era el último y había que sacarle todo el jugo posible.

martes, 18 de diciembre de 2012

Última semana en Slough

En mi última visita de vacaciones a España, unos conocidos me ofrecieron un trabajo en Huesca. La verdad es que regresar es algo que ni me había planteado, habida cuenta del comatoso estado de nuestra economía, amén del temor a volver a encontrarme jefes "fiericas", que hicieran que trabajar para ellos fuera una tortura. Pero mi situación laboral en Inglaterra no era para echar cohetes y los que me ofrecieron el trabajo distaban mucho de ser los clásicos y genuinamente hispánicos "fiericas". Así que acepté la propuesta. Había dejado algunos flecos pendientes, como un examen, una despedida en condiciones y, sobre todo, y lo más temido, desalojar el piso en el que había acumulado enseres durante más de dos años. Me pude coger una semana libre en el trabajo en la que iba a intentar dejarlo todo cerrado. Pasar una semana en un lugar como Colnbrook, en mitad de un nudo de carreteras en el extrarradio de Slough, sin tener que trabajar puede parecer que va a ser un muermazo total. Pero la verdad es que tuve una agenda bastante apretada. El lunes por la tarde me tocaba mi última cabalgada con mis compañeros de "Sweatshop", ya mencionados en mi anterior entrada. Tras los 6 kilómetros de calentamiento obligado, vi con tristeza que no me iba a poder despedir de mi rival y sin embargo amigo Johan el sueco patinador sobre hielo, con el que había tenido unos duelos épicos. Por suerte, un par de habituales locales hicieron que me tuviera que exprimir hasta el final dando mis últimos trotes a la sombra del castillo. Cual fue mi sorpresa cuando apenas un par de minutos tras mi llegada apareció el bueno de Johan desencajado tras haber llegado tarde a la salida y haberlo dado todo para alcanzarnos.Todo un homenaje involuntario al "show" que dio Pedro delgado en en prólogo del Tour '89 en Luxemburgo. Tuve que corresponder tamaño esfuerzo invitándole a un trago después, y así despedirnos en condiciones.
El martes tocaba clase de inglés. Es ya el último nivel (Proficiency) y me gustaría haberlo terminado. Pero las clases son sólo una vez por semana, así que tampoco me merecía la pena quedarme sólo por eso. Y si me da lástima haberlo dejado no es sólo por el título. La ratio alumnas/alumnos era muy grande, siendo destacable tanto en cantidad como en calidad. Y este año parece que la gente era más proclive a socializar fuera del aula. A diferencia de otros años, cuando la gente solía estar muy ocupada atendiendo a sus familias como para pensar en quedadas y fiestas. Las mañanas del lunes, martes y miércoles las pasé en la biblioteca de Langley estudiando para el examen de un cursillo de contabilidad que había dejado a medias tras mi "espantada". Me pude poner al día gracias a unos apuntes que nos dio la profesora, un libro que saqué de la biblioteca y muchas horas de estudio. Todo ello dio sus frutos a la hora del examen que me salió bordado. A la salida esperaba que hubiera un cónclave para organizar un fin de curso a lo grande. Pero mi decepción fue grande cuando vi que la gente se piraba a casa apenas entregaba el examen completado. Me pude despedir de algunos rezagados mientras esperaba a mi amigo chileno Ramón con el que fuimos a degustar una hamburguesa a un Wetherspoon cercano. Se trata de una cadena de pubs con precios relamente competitivos. Eso los hace un lugar ideal, según me comentó un ex-compañero de trabajo inglés y pude comprobar, para que los que viven de los "benefits" se gasten sus pagas a la salud de los contribuyentes que los mantienen sin pegar chapa. El jueves me tocaba un día más relajado, tras haber superado el examen. Por la mañana quedé con Wanderley, un ex-compañero con el que había ido a clase de inglés un par de años atrás. Una pieza cara de ver, ya que a sus dos trabajos con horarios antisociales le sumaba el tener que cuidar de su hijo junto a su mujer que trabajaba tanto o más que él. Esta vez ultilicé en mi provecho la baza de "me voy a ir de aquí y ya no nos podremos ver más", que hacía que mucha gente me hiciese un hueco en su agenda. La vida del emigrante no es siempre vino y rosas. Wanderley está actualmente trabajando de limpiador, a pesar de tener dos carreras y un inglés más que decente. Pero como él me decía, tenía que echar muchas horas de trabajo y ya no le quedaban energías ni tiempo para buscar otra cosa. Pero ese día había quedado antes de estar conmigo con una tutora para que le dio las claves para empezar a salir de ese círculo vicioso.
Un día hablé en este blog de una página web que me había permitido conocer almas tan solitarias como la mía. Había que hacer una despedida acorde con mi trayectoria. Para ello tenía planeada una cita con una griega que había conocido virtualmente hace tiempo, pero que, por diversos motivos, aún no había visto en persona. Un accidentado viaje, con varios cambios de autobús incluidos, simbolizó la tónica de mis desplazamientos por el área. Siempre buscando la opción más económica, por complicada que fuera. Eso hizo que llegara un poco tarde a Uxbridge, un agradable barrio al noroeste de Londres donde, casualmente,ya había tenido dos citas anteriormente. Mi nueva amiga helena, resultó ser una compañía de lo más agradable, con lo que pude cerrar mi ciclo de citas en tierras británicas con un buen sabor de boca. El viernes seguí con una de las tareas que había ido ejecutando durante toda la semana: limpiar mi cuarto. Parece mentira que en un cuchitril de 2 x 3 x 2'5 metros quepan tal cantidad de trastos. No hacía más que tirar cosas, pero no había manera de reducir mi equipaje por debajo del límite crítico (para mi bolsillo) de los 20 kg. Tamaño esfuerzo precisaba de unos momentos de asueto. Así que invité a mi casa a un amigo húngaro ex-compañero de un curso de inglés y a Ramón el chileno. Nos echamos un par de cervezas y les propuse hacer mi última incursión por la marcha británica. El domingo tenía que coger mi avión a primera hora de la mañana y no iba a ser posible (o eso creía) salir el sábado. Para mí era un lujo eso de contar con coche para salir de marcha. Teníamos a tiro Windsor o Uxbridge. Ya había probado la primera, así que propuse que fuéramos a la segunda. Craso error, ya que sólo había un garito digno de tal nombre y además no parecía muy animado. Ya era tarde, pero aún nos daba tiempo a probar en Windsor. Lo que en condiciones normales hubieran sido unos 15 ó 20 minutos, se hizo una interminable odisea de más de una hora merced a un par de despistes de mi amigo Ramón al volante y unas cuantas carreteras cortadas por obras. Me sentí como Truman intentando huir de su ciudad cada vez que veía un nuevo acceso a Windsor cortado. Por fin llegamos a nuestro destino pasada la una de la noche para comprobar con desilusión cómo se nos negaba el acceso a los bares. Sólo quedaba una solución para superar mi infinita desilusión. Salir al día siguiente como fuera. Pero eso es otra historia que dejo para mi siguiente entrada.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Nunca correrás solo

Si la soledad del corredor de fondo es más que un tópico, en mi estancia en tierras británicas ha sido la tónica. Aparte de las carreras, rara vez he conseguido que alguien me acompañe en mis trotes. Eso hasta que un amigo me comentó que "Sweatshop", una tienda deportiva de Windsor organizaba unas quedadas para correr unos 5 kilómetros en grupo todos los lunes por la tarde. Por si correr con más gente no fuera suficiente premio, te daban una camiseta técnica si acudías cinco veces. Y todo ello sin pagar un penique. El primer día no me lo tomé a título de inventario y ya desde el principio me sumé a los puestos de cabeza. Para mí era un auténtico lujo correr con un grupo, y la emoción me empujaba hacia adelante. Aunque no tanto para que pudiese seguir a un par de gacelas que se disputaron la victoria (no es un evento competitivo, pero cada uno va a su ritmo). Los perdí de vista en un cruce casi al final y no sabía por dónde tirar. Pregunté una chica que estaba esperando el autobús si los había visto, ante su respuesta negativa, "hice un Bahamontes" y esperé un par de minutos a que viniera algún lazarillo en mi rescate. Como no aparecía nadie y me estaba poniendo nervioso tomé una dirección que acabó siendo la correcta. Una vez reagrupados los participantes (entre los que se incluía alguna participante femenina de enjundia)en la tienda, nos ofrecían un vaso de agua o refresco. Evidentemente, a partir de ese día fui un incondicional del evento. Y eso a pesar de que muchos días me tocaba ir después de haber trabajado 8 horas de pie sin darme un respiro o debía ir desde mi casa situada a 6 km (y volver después) y no siempre con un clima agradable. Los duelos con un par de corredores locales y un sueco jugador de hockey sobre hielo eran épicos, pero siempre dentro de la más absoluta deportividad y compañerismo. Un día incluso salimos a echarnos unos tragos para celebrar la despedida de dos dependientes que se iban a estudiar a otra ciudad. Y recientemente han incluido una ruta alternativa de unos 10 km para los más intrépidos (entre los que me incluí, obviamente). Si correr es un placer (alguna veces sufrido, pero un placer al fin y al cabo), hacerlo con esta gente, y en un entorno tan privilegiado como Windsor es una auténtica maravilla.