lunes, 18 de noviembre de 2013

Rostock y Warnemunde

 Los dos días en Berlín habían sido exhaustivos. Pero paradójicamente, me habían revitalizado y afrontaba el resto de mi periplo con energías renovadas.
 Un trayecto de unas dos horas en autobús hacia el norte me dejó en la ciudad portuaria de Rostock. Una asumible caminata de unos 20 minutos me condujo al albergue, que en este caso disfrutaba de una céntrica posición. Mi cuarto contaba con 8 camas, pero era espacioso y bien iluminado. Esta vez, la empleada fue todo amabilidad y cortesía.
 La visita a la ciudad mostró las mismas lineas arquitéctónicas que el resto de ciudades germanoorientales (excepto Berlín, que es un mundo aparte dentro de Alemania): casco histórico reconstruido tras la guerra con edificios interesantes aislados y barrios residenciales formados por imponentes bloques de vivendas. Aunque en este caso muchas de las casas del centro tenían un aire nórdico. Sin duda se deja notar la huella hanseática.

Warnemunde: una pequeña delicia
Rostock se encuentra en la desembocadura del río Warnow, que forma una ría. Como tenía ganas de ver el mar abierto y tenía toda la tarde disponible, cogí un tren que por un precio irrisorio me dejó en Warnemunde, pequeña localidad portuaria bañada por el Báltico. Según me habían comentado, era bastante turística. Al llegar, me di cuenta el porqué. Aparte de un paseo marítimo muy pintoresco a ambos lados de un canal, cuenta con unas majestuosas playas de arena, que nada tienen que envidiar a las mediterráneas. Aunque a diferencia de éstas, no están tan edificadas ni masificadas, lo cual hace una delicia pasear por la zona. El toque simpático lo dan unos curiosos sillones hechos en mimbre y madera, típicos de las playas alemanas que, al parecer, tuvieron su origen en esta ciudad.
 Casi concluida mi visita, me di cuenta de un detalle importante. Estábamos cerca del ocaso y el Astro Rey iba a ocultarse por el mar. Dicha estampa me fue negada en mi vista a Oporto tras una caminata de dos horas hecha ex profeso para verla. Esta vez la vida me había reservado la revancha sin buscarla, que tomé tan fría como la cerveza local que adquirí para acompañar tal acontecimiento.
Maravilloso ocaso
Si Dios me hubiera llamado por el camino de la poesía, seguro que hubiera completado esta entrada con unos versos inspirados por tamaño espectáculo. Como no ha sido así, espero que una foto pueda dar una mínima idea de lo que puede inspirar un atardecer en la costa.
 A la vuelta, mientras me preparaba la cena en el albergue, escuché a dos personas que estaban en la terraza hablando en alemán. El acento de uno de ellos denotaba su origen latino, aunque no supe precisar de dónde. Luego me lo encontré en mi cuarto y me confirmó mis sospechas: era de Aranjuez. Celebramos nuestro encuentro tomándonos una cerveza en la zona de esparcimiento del albergue. Como era viernes y aún me quedaban algunas fuerzas, salí de expedición nocturna. No sé si porque no supe buscar bien o porque Rostock debe ser una ciudad un poco "paradita", a la media hora ya estaba en mi camastro.
  Esa noche dormí como un bendito gracias a la ausencia de ronquidos en el cuarto.
  A la mañana siguiente pude conocer a dos de mis compañeras de cuarto que habían venido a un congreso musical, pues eran voilinistas. Una venía de Colombia y otra de Portugal. Con esta última pude intercambiar impresiones sobre mi vista a su país ese mismo mes. Le gustó mucho el detalle de que llevara una funda de móvil con los colores y el escudo de la bandera portuguesa, cosa que si hubiera hecho en España con nuestra bandera hubiera, probablemente despertado alguna que otra antipatía.

Compañeros de viaje
Mi última mañana en Rostock la pasé con mi compañero de Aranjuez.. La verdad es que se agradece tener compañía (y más si es buena) en los viajes en solitario. Comparados con los suyos, mis viajes son de lujo. Estaba haciendo interrail con la bicicleta y más de una noche le había tocado dormir al raso. Todavía se puede vivir el espíritu de la auténtica aventura.
 En un alarde de turismo alternativo, visitamos el museo de la Stasi, situado en una antigua comisaría de la temible policía política. No llegaba al nivel del campo de concentración de Sachenhausen, pero tampoco era un sitio para alegrarte el día. Dimos un paseo por el puerto y por el centro y nos despedimos. Su siguiente destino era Berlín. Por razones de fuerza mayor, tenía que hacerlo en su bici y no tenía intención de reservar alojamiento en el trayecto. Luego me enteré de que pudo llegar sano y salvo.
 Mi periplo germano llegaba a su fin. Un gigantesco ferry me esperaba en el puerto para llevarme a la ciudad sueca de Trelleborg.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Barra libre en Berlín y cercanías

 En la primera noche en el albergue de Berlín, mi sueño no pudo ser tan plácido como hubiera deseado. Una vez más se manifestó el gran talón de Aquiles de estos lugares: los roncadores. Aunque mi sorpresa al despertarme fue mayúscula, al comprobar que el roncador era, en este caso, una roncadora, y además bastante competente.
 Aún me quedaban unos flecos pendientes de mi viaje que quise dejar zanjados visitando un cíber cercano. La dueña hablaba tanto inglés como yo alemán, lo cual hizo ardua la comunicación. Pero la buena voluntad por ambas partes posibilitó que mi empresa fuera exitosa. Ya tenía reservados todos los viajes y alojamientos hasta el final de mi peripecia. Y eso ya era un alivio.
 El día anterior había visto que las máquinas del metro vendían billetes-día por 7 euros. Por poco más de 1000 pesetas tenía Berlín y su zona de influencia a mi alcance. Demasiado tentador como para resistirlo.
 Mi primer destino fue Wannsee, una zona lacustre que, según había leído, era la zoña de baño y recreo más popular de Berlín. La verdad es que era bastante agradable, con sus barquitos y todo. Pero tampoco había mucho que hacer por allí, así que proseguí viaje.
"Mini" Puerta de Brandemburgo
 La ciudad de Postdam fue residencia de la familia real prusiana, que se encargó de dotarla de  una arquitectura majestuosa. Me llamó la atención una Puerta de Brandemburgo a semejanza de la berlinesa, más pequeña, pero construida con anterioridad a aquélla. Es una delicia pasear por esta ciudad, que en un reducido tamaño alberga gran cantidad de palacios y edificios monumentales. Aunque lo más destacado fue para mí el Palacio Sanssouci, rodeado de bellos jardines, y al que se le considera el "Versalles alemán".
 En esta ciudad se celebró la célebre y decisiva Conferencia de Postdam, donde se decidió la división de Alemania en 4 zonas de ocupación tras la Segunda Guerra Mundial. La ciudad quedó encuadrada en la zona soviética, lo cual se nota en las zonas residenciales, con los imponentes "colmenones", que desentonan bastante junto a los palacios prusianos.
Esplendor prusiano
 Así pues, gran acierto haber visitado Postdam, parada recomendable en todo viajero que pase unos días en Berlín. Y por si fuera poco atractivo el arquitectónico, el gastronómico niunclavelista no se quedó atras, permitiéndome saciar mi hambre con un fantástico bocadillo de auténtica salchicha germana al imbatible y redondo precio de 1 euro.
 Mi siguiente destino no iba a ser tan monumental, pero me iba a producir una impresión mucho mayor. Tras un largo trayecto en metro, llegué a la pequeña ciudad de Oranienburg, unos 35 km al norte de Berlín. A pesar de contar con ciertos encantos turísticos, esta población es tristemente famosa porque a sus afueras se instaló el campo de concentración de Sachsenhausen.  Aunque muchas partes no se han podido conservar la sensación de tristeza y compasión que despierta un paseo por sus instalaciones es enorme. Y se hace casi insoportable al visitar el antiguo horno crematorio. No es una visita recomendada a todo el mundo, pero mi investigación de la vida incluye lo agradable y lo desagradable, así que no me arrepiento de haber ido a Sachsenhausen. La visita es gratuita y las instalaciones no están cerradas, pudiendo acudir a cualquier hora. En mi caso ya estaba anocheciendo cuando abandoné el campo. No estaba para irme de fiesta, pero sí para seguir exprimiendo mi billete-día.
  En una arriesgada jugada elegí la estación de Pankow como mi siguiente parada. Me resultaba sugerente ese nombre y pensé que podría encontrarme con un paisjae urbano singular. Mi talento natural no funcionó esta vez y sólo perdí unos 15 minutos en los anodinos alrededores de la estación.
¿Os da tan "mal rollo" como a mí?
 El día anterior había visto un cartel que anunciaba un ciclo de cine al aire libre, junto al Checkpoint Charlie. Ese día le tocaba nada menos que a "Goodbye Lenin", una de mis películas favoritas. Tuve un pequeño problema para llegar. La parada del metro estaba en la misma calle, aunque un poco lejos. Tenía que bajar unos 100 números, pero a los 15 minutos me di cuenta que estaba subiendo. ¿La razón? En Berlín (desconozco si en el resto de Alemania sucede lo mismo), los números de los portales suben en un sentido de la calle y bajan en el opuesto. Me parece más lógico nuestro sistema, pero estos germanos no dan puntada sin hilo, así que su sentido tendrá. El caso es que llegué con la película empezada. Pero no me importó, ya que era en alemán, la he visto 3 ó 4 veces y aún se podía sacar más jugo a mi inversión de 7 euros, ergo me marché enseguida a la boca de metro más cercana.
 Ahora me apetecía un poco de arquitectura típicamente comunista. Apliqué las matemáticas pensando que cuanto más al este me fuera, más impresionantes serían los "colmenones democráticos" que me iba a encontrar. Pero las matemáticas no se pueden aplicar al urbanismo con esas alegrías. Así que lo que me encontré fue una zona residencial de viviendas unifamiliares con unas calles poco iluminadas y que carecían de aceras en algunos tramos.  Alguien con un mínimo de sentido común se habría dado la vuelta nada más
Berín de noche
llegar, pero eso hubiera sido demasiado fácil. Así que con la única compañía de la luna anduve estuve casi media hora vagando por tan desolados parajes hasta que, no sin haber pasado momentos de incertidumbre, arribé a una estación de metro salvadora. Tanto ajetreo emocional y físico debía ser repuesto, y nada mejor que un enorme kebab que devoré en los andenes mientras esperaba el metro de vuelta.
 A pesar de mi cansancio, y lo tardío de la hora, no me volví al albergue. Al fin y al cabo era mi último día en Berlín. Así que me bajé en Alexanderplatz y me di un paseo por el centro, llegando hasta Oranienburger Strasse, calle conocida por su animada vida nocturna.  Evidentemente, con todo lo que había vivido ese día, no tenía muchas ganas de marcha , así que cogí el metro y ya, por fin, volví a "casa".  Como colofón a mi ajetreada jornada, ayudé a un grupo de "tinajeros" locales cuando me di cuenta de que no dejaban de nombrar una estación que habíamos pasado hacía un buen rato. Después de tanto trajín, el metro de Berlín ya no tiene secretos para mí.


 

lunes, 4 de noviembre de 2013

Berlín al alcance de la pata

 Con la moral y las energías un poco bajas, el autobús me dejó en la estación central de autobuses de Berlín, que de central tiene más bien poco, ya que está en el extremo oeste de la ciudad.
 Según el plano, mi albergue estaba muy cerca de dicha estación. Pero en Berlín, las distacias son kilométricas, así que me llevó casi media hora llegar. El recibimiento, no fue frío, sino lo siguiente. El empleado me dio la llave y me dijo el piso donde estaba mi cuarto. Nada de explicarme los servicios del hostel y, ni mucho menos hablarme de las maravillas de Berlín. Quizá espere demasiado por 10 euros la noche, pero la amabilidad es gratis, de momento.
 En mi cuarto moraba un curioso personaje. Se trataba de un francés de unos cuarenta y tantos años con aires de rockero veterano. Tuvo la cortesía de enseñarme él mismo las instalaciones y zonas comunes y me explicó su curioso plan de vacaciones. Llevaba ya 3 ó 4 días en Berlín y aún no había visitado el centro. Cada día elegía una cuadrícula del plano de la ciudad y lo recorría minuciosamente a pie. Yo sólo contaba con dos días, así que tuve que ir más "al grano".
 En mi anterior visita a a la capital alemana, Berlín me había parecido una ciudad inabarcable caminando. Esta vez quería comprobar si esa aseveración había sido demasiado aventurada.  Así que salí del albergue, situado en el extremo oeste, rumbo al centro. Lentamente iba ganando centímetros en el plano caminando por interminables y anodinas avenidas. Tras un buen rato, se divisaba en lontananza el Tiergarten, el enorme y más conocido parque de la ciudad. Pero me desvié para pasear por lo que había sido el corazón del antiguo Berlín Oeste, recorriendo la Kurfürstenstrasse,  pasando junto al zoo y visitando los almacenes Kadewe, una especie de Harrods o Galerias Lafayette en versión berlinesa.
 En una astuciosa jugada, me compré un "currywurst" (típica salchicha de la ciudad con keptchup y curry en polvo), con lo que pude seguir caminando mientras almorzaba y no perder ni un minuto, además por un módico precio.
Memorial del Holocausto
 Al rato llegué a la impresionante Postdamer Platz, antiguo centro neurálgico de la ciudad antes de la 2ª Guerra Mundial, que quedó en tierra de nadie tras la división. En el solar que quedó tras la caída del muro, se han erigido imponentes edificios de arquitectura vanguardista.
 Antes de alcanzar la mítica Puerta de Brandemburgo, pude visitar el extraño pero conmovedor Memorial del Holocausto, un laberinto de paralelepípedos a distintas alturas a que representan tumbas y que se me había pasado por alto (y eso que se deja ver bastante) en mi anterior visita.
 La monumental avenida Unter der Linden estaba en obras, así que, aparte que no le favorecían mucho, me obligaron a dar unos cuantos rodeos para llegar a la Isla de los Museos. A estas alturas de la caminata, los pies empezaban a protestar, por lo que me tumbé un rato en una explanada junto a la Catedral de Berlín.  Dejé la visita a los museos para mejor ocasión y seguí mi avance triunfal, pasando por la mítica Alexanderplatz, centro neurálgico del antiguo Berlín Este, dominada por la imponente torre de televisión, cuya silueta sirve de punto de referencia, ya que se ve desde puntos muy alejados de la ciudad.
Descansando junto a la Catedral
  Mi siguiente objetivo era la East Side Gallery. Se trata un tramo del  muro decorado a modo de galería de arte al aire libre que discurre junto al río Spree y que se ha conservado como atracción turística. Junto a él, aprovechando un solar, se había montado una especie de lugar de ocio alternativo con cancha de baloncesto, un mercadillo y un bar, todo ello sobre  una capa de arena de playa traída para la ocasión que le daba un toque tropical al asunto. Berlín es una ciudad poco germánica, y son habituales las expresiones culturales alternativas como ésta.
  En las inmediaciones había una exposición fotográfica en la que se podían ver imágenes de otros muros que aún están en pie en otras zonas del Mundo, como Chipre, Gaza o la frontera entre México y Estados Unidos. No faltaba mi viejo conocido muro de Belfast y no pude evitar ruborizarme al ver que nuestro país también estaba representado en tan vergonzante colección, concretamente mostrando fotos de la valla que separa Melilla del resto del continente africano.
 Crucé el río Spree y me interné en el barrio de Kreuzber, también llamado "la pequeña Estambul", por la gran cantidad de vecinos de origen turco que residen allí. Aproveché dicha situación en mi favor para reponer fuerzas (a fe que las había gastado) cenando un suculento kebab. Recorrí zonas un tanto inquietantes, sobre todo teniendo en cuenta que estaba anocheciendo. Decidí que era hora de poner pies en polvorosa cuando eché mano al bolsillo y comprobé que había perdido el plano. Así que estaba perdido a unos 15 kilómetros del albergue, ya de noche, en un barrio humilde y sin saber una palabra de alemán (y mucho menos de turco).  Seguí andando con paso firme para disimular mi desamparo hasta que pude encontrar una boca de metro y volver de una pieza al albergue.
East Side Gallery
 Ya eran las 11 cuando llegué, pero había que ponerle la guinda al pastel. Así que,tras 5 minutos de descanso me fui rumbo al oeste para visitar el Estadio Olímpico, que estaba relativamente cerca.
  Así de noche no lucía mucho, aparte de que no se podía visitar.  Pero por lo menos lo había intentado. Con este intento di por bien aprovechado el día y volví al albergue. Había caminado casi sin parar durante más de 7 horas habiendo visitado, aunque fuera de pasada, los principales hitos de la ciudad. Pero Berlín es mucho Berlín, y aún me quedaba otro día para sacarle jugo.