viernes, 16 de agosto de 2013

Albufeira

Sólo una hora de autobús separa Lagos de Albufeira, también en la costa del Algarve. Entre ambas hicimos parada en una especie de Benidorm a la portuguesa llamado Portimão. Afortunadamente, nuestro destino tenía un mayor encanto arquitectónico, aunque las hordas de turistas eran mayores que en Lagos.
Siguiendo la tradición, tocó pateada hasta el albergue y protestas de mi compañero. La estación de autobuses está muy a las afueras.Pero no fui yo quien decidió su ubicación.
Tras unas cuantas consultas al plano de la ciudad, llegamos a una calle comercial donde estaba el hostel. Vimos el cartel, pero no la puerta. Hasta que una señorita salió de una tienda y nos dijo que entráramos. En el mostrador de la misma se recibía a los clientes del albergue. Así, mientras una empleada nos tomaba los datos y nos cobraba, otra le vendía un vestido a una turista británica. He estado en muchos hostels, pero nunca había visto nada igual.
Esta vez tocaba, por fin, compartir habitación con más gente, aunque encontramos nuestro cuarto vacío el llegar. Las instalaciones eran muy limpias y modernas. Además estaba muy cerca de la playa. Así que enseguida bajamos a darnos un chapuzón. La playa estaba bastante bien, muy grande y con arena fina. Pero no era tan característica como las que habíamos visto en Lagos.
Después del baño, salimos a recorrer la ciudad. A pesar de ser un centro turístico importante, Albufeira ha sabido mantener su encanto arquitectónico. Hay rincones realmente bellos y los rascacielos que abundaban en Portimão, brillaban aquí por su ausencia. Aprovechamos el paseo para entrar en un ciber y reservar alojamiento para el día siguiente. Lo de dejarlo todo atado antes de salir da bastante tranquilidad, pero encorseta mucho el viaje. Esta vez hicimos un poco de previsión y otro tanto de talento natural e improvisación.
Al volver al hostel nos encontramos con dos compañeras de habitación. Se trataba de dos alemanas que hablaban muy buen español, ya que habían estado de Erasmus en Jaén. En la cena también coincidimos con un grupo de españoles, que habían hecho la compra de provisiones entre las que la cerveza ocupaba la mayor parte del volumen.
Salimos a dar un voltio por la noche y ahí si que por momentos parecía estar en Benidorm. Calles atestadas de gente, letreros en inglés y música disco a tutiplén. Pero eso es para turistas que se pegan menos tute que nosotros, así que nos volvimos pronto a dormir. O a intentarlo, porque nuestro albergue estaba situado muy cerca de la acción, y la música y los gritos hacían difícil conciliar el sueño.
Eso de que la playa fuera convencional no me dejó satisfecho. Así que al punto de mañana me fui a hacer una incursión por la costa. Pasé por un puerto deportivo y me encontré con una carretera. A un lado había unas colinas y detrás el mar. Así que me metí por un camino y empecé a subir. En medio de la cuesta me encontré una estampa interesante. Delante de mi había un asentamiento chabolista con caballos y al fondo se veían bloques de apartamentos en la ladera de una loma. Ciertamente me estaba alejando de cualquier ruta turística. Al llegar arriba pude por fin ver el mar y la costa en forma de acantilados rocosos. A un par de kilómetros se veía una cala con bastante encanto, pero ya no me daba tiempo. Así que volví por donde había venido. Iba un poco apurado de tiempo, pero el paseo me había sofocado bastante. Así que me di un baño-express en la playa, una ducha aún más express en el albergue y nos marchamos a la estación de autobuses. Esta vez le hice una concesión a mi amigo y fuimos a una parada a coger un autobús que dejaba en la estación. Esperamos un buen rato y allí no aparecía nadie. Así que tomé la decisión (muy discutida) de ir a pata. No podíamos arriesgarnos a perder nuestro enlace. No fue para tanto y a los 20 minutos estábamos allí. Nos despedimos de la costa y tomamos rumbo al norte.

Lagos

Cumplidos los objetivos planteados en nuestra visita a Lisboa, tocaba cambiar de aires. En este caso, nos dirigimos al Algarve, región situada en el extremo sur de Portugal, famosa como destino turístico por sus bellas playas. Para llegar allí cogimos un autobús que nos iba a dejar en la localidad costera de Lagos.
Los primeros kilómetros del viaje fueron espectaculares. Para salir de Lisboa atravesamos un puente de 16 kilómetros(el más largo de Europa) sobre el estuario del Tajo. Lamentablemente, el resto del trayecto se desarrolló a través de una monótona autopista, que no pasó cerca de ningún núcleo de población.
A pesar de que Lagos es una ciudad bastante pequeña, también nos tocó patear un buen rato hasta llegar al albergue, bajo un sol aún más intenso que el lisboeta. No tardó mi compañero de fatigas en empezar a quejarse. Pero las únicas alternativas eran haber reservado un alojamiento mejor situado o coger un taxi. Nada de ello tiene cabida en un viaje de bajo coste que se precie. Al final, el hostel tampoco estaba tan mal situado. Cerca de una playa y a unos 10 minutos andando del centro (si se sabía el camino). El encargado nos recibió con gran amabilidad. Había vivido unos años en España, lo que no sólo ayudó en la comunicación, sino que no hubo que darle ninguna explicación cuando le dijimos que veníamos de Huesca, como suele ser habitual. Dejamos nuestra huella en forma de alfiler clavado en un mapamundi en el que se reflejaba la procedencia de los huéspedes allí alojados.
Esta vez la habitación doble contaba con dos camas. Dejamos nuestros enseres y nos acercamos al centro. Realizamos el clásico escaneo para escoger garito donde llenar la panza y tras rechazar uno donde se nos ofrecía una hambuguesa de "galhina frita", nos decantamos por el siempre resultón kebab. Despreocupados del trámite del llantar, pudimos centrarnos en apreciar la belleza intrínseca del lugar. Lagos es un pueblo encantador, con casas de fachadas blancas que combinan muy bien con el clásico empredrado portugués. Un lugar apacible, si no fuera porque está repleto de turistas. De todas formas, Lagos está lejos de la masificación tan frecuente en nuestras costas. En definitiva, un buen lugar para estar un tiempo y tomárse las cosas con relativa tranquilidad (justo lo que no hemos hecho en este viaje).
Volvimos al hostel, no sin antes parar en un supermercado para comprar viandas para la cena, y nos fuimos a dar un voltio por la costa. Visitamos un faro cercano y nos deleitamos con las playas. La clásica imagen de las playas del Algarve con las formaciones rocosas erosionadas cerca de la orilla se hacía por fin realidad. Pero no nos conformamos con el placer estético, así que nos pusimos el traje de faena y bajamos a la arena. Ya estaba atardeciendo y los acantilados ocultaban la luz del sol. Así que, aparte de que la temperatura no era ya muy agradable, no se veía ni torta a través de mis gafas recientemente adquiridas en Benidorm. Habría que esperar a la mañana siguiente para darse un baño en condiciones.
Era hora de cenar, así que aprovechamos otra de las ventajas de los albergues, que es el poder disponer de una cocina. Los raviolis de sobre con salsa de tomate de caja nos quedaron estupendos. Además hacían muy buen maridaje con las cervezas "Sagres" que nos habíamos agenciado. Aprovechamos para conversar con un par de canadienses de Montreal y esperamos a las 11 de la noche, hora a la que se supone que la gente del hostel se juntaba para salir a echar unos tragos. Por lo que contaban, la noche anterior había sido de órdago, así que la mayoría de gente se rajó. Nos quedamos hablando con una belga que tampoco iba a salir, así que mi amigo y yo nos fuimos los elegidos para defender el honor del albergue. No lo hicimos muy bien, ya que a la una se me acabaron las pilas y nos retiramos. Eso sí, se veía bastante ambientillo por los baretos.
A la mañana siguiente pude por fin darme un baño en condiciones y sacarle partido a mi humilde equipo de buceo. La estampa de la playa era totalmente mediterránea, aunque la temperatura de las aguas, nos recordaba que estábamos en el Atlántico. Ya habíamos cumplido nuestro deber, así que recogimos nuestras cosas, nos despedimos del dueño del albergue y nos dirigimos a la estación de autobuses donde sacamos un billete para nuestro siguiente destino: Albufeira. Aprovechamos el tiempo de espera para ir a un bar donde degusté un "cachorro", que es como llaman los lusos a los "perritos calientes".

martes, 13 de agosto de 2013

Lisboa

Ya había visitado una vez Lisboa hace unos años, y me había dejado un buen sabor de boca. Me había quedado pendiente escuchar unos fados en vivo, así que ese era el objetivo para el día que íbamos a pasar en la capital lusa.
Llegamos de buena mañana, tras un vuelo de apenas una hora. Cogimos el metro hasta una estación de autobuses donde aprovechamos para comprar el billete a Lagos, nuestro destino para el día siguiente. La estación estaba un poco a desmano, así que tocó una buena pateada de unos 45 minutos hasta el hotel bajo el fuerte sol lisboeta. Mi compañero de fatigas empezó a desmoralizarse y mormotear debido al complicado paisaje urbano de extrarradio al que nos enfrentábamos. Por suerte, al rato entramos en las zonas nobles de la ciudad, y el paseo se hizo más soportable.
Nuestro hotel (más bien una pensión) estaba muy céntrico, junto a la Plaza Rossio. Se ubicaba en un edifico con mucha solera(dicho así suena mejor que antiguo), pero las habitaciones (por lo menos la nuestra) estaban reformadas. Otra vez habíamos encontrado un chollo reservando la pieza por 25 euros. Además contaba con aire acondicionado y ducha propia. Aunque esta vez tenía gato encerrado: Se trataba de una cama grande en vez de dos. Bajé a recepción a ver qué se podía hacer, pero me dijeron que el hotel estaba completo y que todas las habitaciones dobles contaban con el mismo equipamiento. Dicen que la política hace extraños compañeros de cama. Lo mismo pasa con los viajes. Eso sí, esta situación me sirvió para doblegar la resistencia de mi colega a reservar habitaciones en albergues, donde por mucha gente que haya en cada cuarto, cada uno tiene su propia cama.
Era ya hora de comer, así que salimos en busca de la cuadratura del círculo: bueno, típico, barato y abundante. La búsqueda resultó infructuosa. Se estaba haciendo tarde y perdimos nuestra sangre fría entrando a comer en un garito de bocadillos súper-sanos, que ni era barato, ni bueno, ni abundante y ni mucho menos típico. Había que rehacerse de esta decepción, así que empezamos a comportarnos como auténticos turistas y fuimos a coger el tranvía típico que recorre el casco viejo de la ciudad (línea 28). Es una línea regular, pero la mayoría de los que nos montamos éramos turistas. Nada más empezar el recorrido, empezó a subir una empinadísima cuesta y se internó por barrios durísmos, que asustaban pese a ser todavía media tarde. En algunos momentos, los turistas que encontrábamos a nuestro paso nos fotografiaban, con lo cual, por primera vez en mi vida, me sentí una atracción turística.
Tras un paseo de algo más de media hora, el tranvía se detuvo y nos vimos obligados a desalojarlo. Hicimos de la necesidad una virtud y aprovechamos para patear hasta un teatro del centro, donde íbamos a asistir a un concierto de fado. Normalmente, este tipo de música se toca en restaurantes y se escucha mientras se cena, pero en ese caso se ofrecía solamente la actuación. El teatro estaba en una mezcla de edificio comercial y de oficinas, y el espectáculo era un poco "ad-hoc" para turistas, no se veía muy genuino. Pese a todo pude disfrutar de la sesión, ya que los músicos y cantantes parecían bastante competentes. No sé por qué, pero siempre me ha atraído la música tradicional lusa. Y sobre todo el sonido tan evocador de la Guitarra Portuguesa.
Aún quedaban horas de luz, así que proseguimos el pateo por la ciudad. El casco viejo lisboeta es enorme, con calles estrechas e innumerables cuestas. Algunas zonas están un poco "descojonadas", pero eso le da un aire genuino que a mí me atrae bastante (si viviera allí quizá no pensara lo mismo). El paseo por el barrio de Alfama nos regaló estampas inolvidables, con sorpresas a cada rincón. Numerosos restaurantes ofrecían cenas amenizadas con fados, lo cual, seguramente hubiera sido una mejor opción que el correcto, pero algo aséptico espectáculo que acabábamos de presenciar.
Tocaba cenar, y necesitábamos resarcirnos del craso error cometido en la comida. Mucho escaneo hasta que nos encontramos con un local que tenía muy buena pinta y ofrecía un menú por 9 euros. Además, el local estaba casi vacío, lo cual yo valoro muy positivamente (al contrario que la mayoría de la gente). Temblamos cuando nada más sentarnos, el dueño dejó sobre nuestra mesa unos canapés. Un amigo me había avisado del peligro que hay en Portugal de que te ofrezcan aperitivos y pan con mantequilla sin pedirlos y te los cobren al final. Esta vez no sólo no nos los cobraron, sino que el "bacalao a Bras" que nos pusieron fue una auténtica delicia. Con el estómago lleno y, sobre todo, nuestra moral reforzada pateamos en busca de algún sitio donde echar una cerveza. Nos costó, pero al final encontramos la zona de garitos. No sin ser abordados unas cuantas veces por individuos inquietantes ofreciéndonos marihuana y sus variantes. Nos conformamos con drogas más socialmente aceptadas y le hice mi particular homenaje a las Fiestas de San Lorenzo, pidiéndome una cerveza de marca "Laurentina".
Habíamos caminado con maletones por el arcén de una autovía, nos habíamos montado en un tranvía de madera que casi raspaba las paredes, nos habíamos internado por barrios durísimos y habíamos sido abordados por traficantes de drogas en plena calle. Pero aún quedaba lo más temible. Compartir cama con mi amigo. Como decían en la película "Amanece que no es poco", "un hombre en la cama es un hombre en la cama". Bromas aparte, tampoco fue tan terrible. De hecho, pude dormir bastante bien. Había que recuperar fuerzas después de un día tan movido, porque el día siguiente no nos lo íbamos a tomar a título de inventario. Tocaba poner rumbo al Algarve.

lunes, 12 de agosto de 2013

De Madrid al cielo

 Para mis vacaciones de este año había planeado un viaje a Portugal. La idea era ir en coche entrando por el norte del país y bajar hasta el sur, viendo la mayor cantidad de lugares posible. Al que iba a ser mi copiloto no le pareció tan buena idea, así que improvisamos un viaje en avión, más cómodo, pero que deja menos libertad de acción. Tras examinar todas las alternativas posibles, la que mejor salía de precio era hacer un vuelo de ida Madrid-Lisboa y volver una semana después a la capital de España desde Oporto.
 Para tomar el vuelo de ida, se podía hacer la machada de ir sin dormir al aeropuerto o hacer noche en Madrid. Elegimos esta última. Además de ser una opción más cómoda, permitía hacer una visita a Madrid, que siempre da juego.
A la hora de buscar alojamiento volvieron a surgir las diferencias con mi compañero de viaje. Yo soy partidario de buscar albergues, no sólo porque son más económicos, sino porque facilitan el contacto entre los huéspedes. En esta ocasión, le concedí a mi amigo el dormir en hotel, sobre todo porque el precio del alojamiento era realmente competitivo. Habitación doble por 25 € (en total). Se trataba de un hostal bastante moderno en el barrio de Salamanca. Estaba muy bien, y más a ese precio. El recepcionista nos ofreció una habitación con aire acondicionado y baño propio por 10 € más. No era mala jugada si se le hubiera ofrecido a unos no tan "niunclavelistas" como nosotros.
 Una vez asentados, quisimos aprovechar la tarde para patear Madrid. Empezamos por visitar las inmediaciones del Pirulí, que se veía desde nuestro hotel. Poco había que hacer por allí, así que tiramos para el centro pasando por la Casa de la Moneda, el Palacio de Deportes, La Cibeles y otros edificios con los que Madrid no deja de sorprender al paseante.
En la zona de Malasaña decidimos aprovechar una oferta muy tentadora: Un cubo de 5 botellines de cerveza con una ración de patatas bravas por 4 € (en algunos sitios de Huesca ya cobran más sólo por las patatas), que completamos en otro local con sendos trozos de pizza con boletus y trufa. Hasta comiendo pizza se puede ser pijo. No lo eran ni mucho menos dos personajes a los que suele catalogarse como "perroflautas" que se presentaron en el local. Uno de ellos preguntó al empleado "si tenía una pizza para Josu". El trabajador les ignoró, pero uno de los individuos, aprovechando un descuido, se subió al mostrador y se cogió un trozo de pizza, dándose a la fuga. Una de las frases preferidas por estos colectivos es: "La propiedad es un robo". En ese momento entendí su verdadero significado: Todo lo que esta gente tiene en propiedad es fruto de sus robos.
 Ya de vuelta al hostal, me di cuenta de que la plaza de toros de las Ventas no andaba lejos. Así que le rendimos vista y nos retiramos a nuestros aposentos. Nos esperaba una gran faena que brindamos a todos nuestros lectores.