domingo, 29 de septiembre de 2013

XXI Medio Maratón de Barbastro

 A pesar de que este verano no he entrenado demasiado, no podía dejar escapar la media de Barbastro, a la que he descuidado un poco en los últimos años. Con la compañía de mi hermano, nos dirigimos a la capital del Vero con el único objetivo de pasar un rato agradable, ya que nuestro estado de forma no daba para pensar en grandes marcas.
 Esta vez, la bolsa del corredor se recogía antes de correr. En la de este año, además de la clásica botella de vino (me tocó un Viñas del Vero tinto) se incluía un forro polar, detalle original y más aprovechable para mí que la habitual camiseta técnica.
 La tarde se presentaba con una temperatura agradable, aunque se atisbaban nubes de tormenta.
 En la salida me dejé llevar por el empuje de la masa e hice los dos primeros kilómetros a 4.40 min. A la salida de Barbastro empezó a picar ligeramente la carretera hacia arriba y mi ritmo se estabilizó en 5 min/km. Creo que yo valdría para liebre, ya que, hasta la mitad de la prueba iba clavando los parciales. No pensaba que fuera a mejorar la cosa de allí al final. Más bien suponía un descenso del ritmo en los últimos kilómetros debido al cansancio. Así que me veía superando al final la barrera de 1h 45'.
 Pero al llegar a Pozán de Vero, el sentido de la marcha cambiaba. Y lo que a la ida suponía una ligera subida, se convertía en una leve bajada en la que pude desplegar mi poderosa zancada. Los kilómetros iban cayendo a buen ritmo, hasta que las nubes que he mencionado al principio de la entrada cumplieron su amenaza y empezaron a descargar con fuerza cuando me encontraba a unos 6 o 7 kilómetros de la llegada. Afortunadamente, a la lluvia le acompañaba un viento favorable que me ayudó a mantener el ritmo. Fui poco a poco adelantando a grupos de corredores hasta que entré en Barbastro. A falta de un kilómetro y medio se me desató la zapatilla izquierda a la vez que yo iba desatado en pos de la meta. Estababa lanzado y no podía (más bien no quería) parar, así que seguí dándolo todo y mirándome de vez en cuando al suelo para ver si el chip seguía en su sitio. Allí aguantó y puede acabar sin más contratiempos con un apreciable crono de 1h 41' 25''.
 La organización, como suele ser habitual en la prueba, rayó a gran altura, sin ningún incidente reseñable. El público animó efusivamente, lo cual se agradece enormemente en los momentos más agónicos. Aunque hubo una excepción: se trataba de una niña de unos 10 años que, en la recta de llegada nos "obsequió" a mí y a los corredores que me precedían con un "tú sí que no vales", basada en un concurso televisivo. Una vez más, se puede comprobar la nefasta influencia que ejerce la televisión en la gente. Esa competitividad fomentada por la "caja tonta" no nos hace ningún bien.
 Volviendo a Huesca me di cuenta de que me daba tiempo a llegar al final del partido de baloncesto que jugaba mi equipo esa misma tarde. No lo pensé dos veces y me presenté en el pabellón cuando empezaba el último cuarto. Aún pude jugar 5 minutos, no en las mejores condiciones físicas, pero con toda la ilusión. A pesar de que perdimos el partido y no había ganado la media maratón, me dije a mi mismo al terminar la jornada: "¡Tú si que vales!"



domingo, 22 de septiembre de 2013

Epílogo luso

 Nos quedaba sólo una mañana en Oporto antes de coger el vuelo de vuelta a Madrid. Al ir a desayunar en el albergue, estaban todas las mesas ocupadas. Así que hicimos de la necesidad una virtud y solicitamos permiso para sentarnos en una mesa ocupada por una simpática japonesa. Nos contó que llevaba unas cuantas semanas viajando por Europa. Lo hacía sola, y Portugal era su decimocuarto país visitado. Le dijimos que íbamos a dar un voltio por Oporto esa mañana y le ofrecimos que nos acompañara, lo que aceptó de muy buen grado.
 Con la pateada del día anterior ya nos habíamos pulido casi toda la ciudad, así que le enseñamos a la nipona las vistas sobre el Duero, tras haber visitado un genuino mercado local y la estación de tren, bellamente decorada con azulejos.
 Volvimos al albergue, nos despedimos de nuestra amiga y nos dirigimos a la estación de metro con destino al aeropuerto. Como íbamos bien de tiempo, buscamos un garito para comer. La mala experiencia del día anterior hizo que extremáramos las precauciones y nos decantamos por una táctica conservadora.
Elegimos un local de comida rápida, no muy genuino, pero sin sorpresas desagradables a la hora de pagar.
 Cogimos el metro que nos dejó en el aeropuerto y nos embarcamos rumbo a España. Nuestro periplo luso había concluido. Pero aún quedaba un postre inesperado...
 El primer día de las fiestas patronales de Huesca había programado un concierto de Marco Rodrigues, un fadista portugués. No conocía nada de él, pero como he dejado claro, la música portuguesa me tira mucho. La actuación fue una auténtica maravilla.
Por momentos me parecía seguir en Portugal. Y como colofón, Marco Rodrigues y sus acompañantes bajaron del escenario para obsequiarnos con dos bises, en lo que fue un momento mágico e inolvidable.
 Un magnífico epílogo para un viaje intenso y bien aprovechado. La "saudade" se ha apoderado de mí, así que no me quedará más remedio que volver a Portugal, un destino absolutamente recomendable.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Oporto

 Nuestra entrada en tierras portuguesas se hizo por Lisboa, pero el viaje de vuelta partía del aeropuerto de Oporto. Esta hábil jugada nos permitió, no sólo ahorrarnos unos cuantos euretes, sino también visitar otra ciudad. Y no una cualquiera, ya que Oporto es una auténtica joya.
 Estábamos un poco temerosos, ya que no sabíamos dónde nos iba a dejar el autobús que habíamos cogido en Braga, y preveíamos una compleja búsqueda del alberge en una ciudad tan populosa. Tras unos minutos de desconcierto, nos pudimos situar para darnos cuenta de que el alojamiento no andaba lejos. A los 15 minutos ya estábamos enfrente de un edificio antiguo, pero bien restaurado.      
 Una amable recepcionista nos atendió en español (así cualquiera) y pudimos comprobar que nuestras habitaciones (compartidas) contaban con muchos métros cúbicos per cápita. Pero Oporto nos esperaba, así que no pudimos emplear mucho tiempo en comprobar las bondades del albergue.
Tras visitar un museo (por supuesto gratuito) de la historia de las monedas portuguesas y alguna calle céntrica, buscamos un lugar donde comer. Nos habían avisado que en los restaurantes lusos, como no vayas con cuidado, te las meten dobladas. Pero ni siquiera avisados y con nuestro "niunclavelismo" a cuestas pudimos evitar el momento más crítico de nuestra estancia en el país hermano. 
 Elegimos una pastelería-restaurante (fórmula muy común por estos lares) que ofertaba unos suculentos platos combinados por 3 euros y medio. Como moscas a la miel acudimos al reclamo, pero tan apetitoso manjar se convirtió en un campo minado. Nada más sentarnos nos sacaron un plato de aperitivos y una bandeja con pan. Allí ya tendríamos que haber puesto pie con pared y rechazarlo, pero teníamos un hambre canina. A la hora de pedir, el camarero nos fue presionando sutilmente. Así, al solicitar el plato de 3,5 euros, nos preguntó si lo queríamos grande. También intentó convertir dos copas de vinho verde en una botella. Buenos chicos nosotros, que andamos media hora con maletas para ahorrarnos un par de euros, para caer en tan burdas trampas. La verdad es que el plato combinado estaba muy bien, sobre todo por ese precio. Para el postre pedí uno de mis favoritos, la "baba do camelo". Ante su ausencia nos pedimos un "Molotov",que resultó ser un merengue de descomunales proporciones. Después de todo esto, no me quedaba sitio para la sopa que había pedido, pero no me habían traído.
 Las cuentas de la lechera al entrar eran: dos platos de 3,5 €= 7 euros. Pero si le sumábamos el postre y la bebida, el montante teórico frisaba los 14 euros. Aunque la atmósfera del lugar me hacía temer la encerrona que nos prepararon: 21 euros y medio. Dicho así no parece una gran clavada (realmente tampoco lo es), pero cobrar 21 en vez de 14 supone un 50% más. Antes de que mi amigo pagara le eché un repaso a la nota. Voilà! Nos habían cobrado la sopa que no nos habían traído. Se lo expliqué al empleado y, supongo que sabiendo que aún así nos la seguían colando, no rechistó y nos cobró 20 justos. Pagamos y salimos. Aún me quedé rumiando y estudié el ticket a fondo. Todo parecía correcto, hasta que vi un concepto que no entendí por el que habían cargado 6 euros. Volví a preguntar y me dijeron que eso eran los aperitivos, que por cierto, no habíamos pedido. Ya no me quedaron fuerzas para seguir rascando y nos fuimos. En media hora se había derrumbado la gran imagen que me había formado de Portugal y sus gentes en una semana.
 Ser "ni un clavel" tiene indudables ventajas. Pero hace que, habiendo comido bien por 10 euros acabes con un gran disgusto. En realidad no nos gustó la estrategia del lugar, que cobra cosas a precios de risa (el Molotov sólo valía 2 euros), pero compensa endosándote extras abusivos.
Afortunadamente, la belleza, un tanto anárquica de la ciudad, nos hizo resarcirnos rápidamente de este disgusto. Nos dirigimos al río Duero atravesando callejuelas estrechas y destartaladas, aunque de indudable encanto. Un espectacular puente metálico, diseñado por Gustave Eiffel une las dos orillas. En la margen izquierda se encuentran numerosas bodegas que producen el famoso vino Oporto. Visitamos una (la única gratuita, según nos comentaron en el hostel), pero no nos quedamos a catar. Yo soy más de sidra, cerveza o vinos jóvenes.
 Se acercaba la hora del ocaso y se me ocurrió una idea. Según el plano de la ciudad, en la zona de la desembocadura del Duero, había unas playas. Pero lo mejor de todo es que estaban en dirección oeste, lo cual quiere decir que el astro rey iba a ocultarse en el mar. Tamaño espectáculo es algo que no estoy acostumbrado a presenciar. En Salou el atardecer se produce a espaldas del mar.
Se trataba de una caminata considerable, así que mi amigo se lo pensó. Al final, el poder presenciar tamaño espectáculo se impuso al cansancio y me acompañó. El paseo resultó muy agradable, siempre a orillas del río presenciando bellos paisajes a caballo entre lo fluvial y lo urbano. Tras un par de horas, conseguimos llegar a mar abierto. Me sentí poco más o menos como Núñez de Balboa cuando llegó al Pacífico. Cuando quedaban sólo unos minutos para el momento cumbre, unas traicioneras nubes se instalaron en el horizonte para abortar el espectáculo. En ese momento le dije a mi amigo una frase de la que, un tiempo más tarde me desdeciría: "Las personas humildes no podemos tener sueños".
 Para volver al centro, segumos rumbo norte hasta el barrio Matosinhos, donde cogimos el metro, no sin antes emplear un buen rato en encontrar la estación. Es lo que tiene hacer turismo en zonas no turísticas.
 Esa noche volvimos a acercarnos al Duero. La imagen de las casas iluminadas desde el puente es impresionante. Con ella nos fuimos a dormir a nuestra séptima cama en siete días (dicho así parece que seamos unos Casanovas).
 Nuestro viaje casi llegaba a su fin. A la mañana siguiente nos despedíamos de Portugal.

martes, 3 de septiembre de 2013

Braga

La tentación de visitar una ciudad con un nombre que, por razones obvias, siempre me ha llamado la atención, era demasiado fuerte. Además siempre podía escudarme en la certeza de que Braga es una hermosa ciudad, digna de ser visitada mas allá de su curiosa denominación.
En el trayecto en autobús desde Coimbra, se empezaron a aparecer los primeros hórreos, que tanto me recuerdan a mi amada Galicia. Mientras viajaba de sur a norte, iba viendo cómo cambiaba el paisaje, recordándome en cada momento a las zonas españolas limítrofes con las portuguesas. Así, los pueblos blancos del Algarve como Lagos o Albufeira me evocaban a los andaluces. Los bosques de alcornoques del Alentejo guardan gran semejanza con los paisajes extremeños, siguiendo una zona de transición que bien pudiera ser una comarca del antiguo Reino de León. Hasta llegar al norte, que tiene muchos elementos comunes con Galicia.
El tradicional drama de encontrar el albergue no fue tal esta vez. Al lado de la estación pudimos consultar un mapa de una marquesina que nos indicaba que sólo distábamos unos 5 minutos de nuestro hogar por un día. Por ello no nos importó en absoluto tener que subir a pie 3 pisos con las maletas. Una simpática empleada, que además hablaba español, nos dio una cálida bienvenida. El albergue era ciertamente acogedor y estaba dotado de un estilo propio que se dejaba ver en todo tipo de detalles. No nos hizo tanta gracia que nuestra habitación, al igual que nos sucedió en Lisboa, contara con una sola cama, a pesar de que al reservar nos habíamos asegurado de leer la palabra "twin"(literalmente gemelos,es decir:dos camas). Se lo comenté a la empleada, pero me comentó que sólo disponían de camas dobles en las habitaciones privadas. Nos resignamos y salimos a conocer la ciudad. Con su amplio centro histórico perfectamente conservado, Braga nos demostró que es algo más que una ciudad con un nombre curioso.
Al volver al hostel, la empleada nos recibió con una agradable sorpresa. Una habitación de 4 literas iba a quedar libre, por lo que nos permitió dormir allí,en lugar de en la cama de matrimonio. Buen detalle que hace que un establecimiento marque la diferencia. Además nos ofreció una excursión al parque nacional Peneda-Gerês, situado unos kilómetros al norte de la ciudad, que alcanza hasta el límite de la provincia de Orense. No niego que me tentara, pero la actividad finalizaba a las 7 de la tarde, lo cual arruinaba nuestro apretado "timing". Otra vez será.
Tras cenar en el albergue, salimos a dar un voltio. Empezamos visitando un centro cultural donde se celebraba un concierto de rock. La gran mayoría del público lo presenciaba sentado en una especie de anfiteatro natural, excepto un personaje que bailaba dando llamativas cabriolas. Me quedó la duda de si era un "faltao" o un bailarín de enjundia.
Las calles de Braga también lucían de noche, pero me había dejado el plato fuerte para la mañana siguiente. Se trataba del santuario de Bom Jesus, situado en una colina a unos 5 kilómetros de la ciudad.
En el albergue nos habían comentado que para acceder había que coger un autobús. Pero no sabían con quién estaban hablando. Me calcé mis zapatillas de correr y enfilé la carretera, justo cuando empezaba a llover. Eso no frenó mi motivación. Más al contrario le dio un toque épico a la excursión. Llegado al pie del santuario me di cuenta que aún quedaba lo más duro. Cientos de escalones me separaban del objetivo. Había un tranvía que los eludía, pero a estas alturas no me iba a rendir, por muy mojado y exhausto que estuviera. Por fin coroné la empinada subida y pude visitar la iglesia. No me dijo mucho, quizá porque estaba pensando en la vuelta y en que me iba a tener que dar prisa para llegar antes del "check-out". Aproveché mi poderosa zancada para lanzarme a tumba abierta en el descenso, pudiendo llegar al albergue antes de las 12. Una ducha, cambio de ropa y como nuevo para afrontar la última etapa de mi viaje por tierras lusas.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Coimbra

A la hora de determinar los hitos de nuestro viaje, se presentó la duda de pernoctar en Évora o ir directamente a Coimbra tras haber visitado el Algarve. Elegimos la segunda buscando un mayor equilibrio norte-sur, pero había oído muchas cosas de Évora, y no me la quería perder. Es el drama del viajero curioso que quiere verlo todo, sabiendo que no es posible. ¿O sí? El cielo se abrió ante mis ojos cuando en la estación de Albufeira comprobé las combinaciones que unían esta ciudad con Coimbra.
La expedición más convencional empleaba unas 5 horas, pasando por Lisboa y supongo que tirando de autopista. Otra más audaz, necesitaba de 9 horas, pero hacía parada en unas cuantas ciudades, entre ellas Évora y nada menos que una hora. Nuevamente surgieron las discrepancias con mi compañero. Yo se lo dejé claro. Si quieres coge el "exprés", que yo haré la ruta larga. Triunfó el sentido común (desde mi punto de vista) y acabó por acompañarme. Estas 9 horas de trayecto fueron una auténtica delicia. El autobús se internó por carreteras secundarias, atravesando numerosas localidades, a cual más pintoresca. El plato fuerte fue la parada de una hora en Évora. Dejé a mi amigo en la estación y fui a hacer una visita relámpago. Valió la pena. No en vano se dice que Évora es una ciudad-museo. Haciendo una analogía, podría decir que es una es pecie de Toledo a la portuguesa. No hubiera sido mala opción para emplear un día entero.
Proseguimos el viaje entre privilegiados paisajes hasta que, casi sin darnos cuenta, llegamos a Coimbra, ya a punto de anochecer. No es fácil orientarse en una ciudad grande, y menos si es de noche y no se lleva un mapa. Así que nos costó lo nuestro llegar al albergue, que además estaba bastante lejos de la estación. El trayecto por calles anodinas no prometía mucho. Pero el voltio que dimos tras la cena nos permitió darnos cuenta que la fama monumental de Coimbra no es inmerecida.
A plena luz del día pudimos apreciar mejor la grandiosidad del campus universitario, las intrincadas callejuelas y las pinterescas plazas que hacen una delicia pasear por la ciudad. Eso sí, habrá que volver algún día del curso para ver el ambiente que producen los numerosos estudiantes de la universidad con más solera del país vecino.
Aprovechamos la presencia de un restaurante junto a la estación de autobuses para comer a precios de risa y nos dirigimos a nuestro próximo destino, dirección norte.