sábado, 16 de abril de 2016

Vuelta a San Juan

 Nada más levantarme acudí a preguntarle al personal del albergue si había hecho acto de presencia el encargado de mantenimiento. Nadie sabía nada mientras mi cartera y mi pasaporte se situaban fuera de mi alcance, a un candado sin llave de distancia.
 Para que me cundiera un poco el día, necesitaba coger un transbordador matinal, por lo que no paré de dar por saco a la recepcionista que, viendo que el “manitas” del albergue no aparecía, me remitió a un compañero suyo para que se ocupara del asunto. Se trataba de un imponente joven de mi misma altura, el doble de musculatura y el pelo aún más corto. Cuando vi a semejante “matután” armado con un cortafríos, sabía que, con mayor o menor nivel de destrozo, la taquilla no se le iba a resistir. En unos segundos mi candado pasó a la historia y pude acceder a mi preciada cartera.
Playas de Vieques: Más caballos que personas
 Ya nada me retenía allí, así que llamé al mismo taxista que nos llevó el día de la tormenta y no tardó en aparecer por el albergue. Supongo que poniendo el piloto automático para turistas, el taxista me hablaba en inglés. Pero yo no había viajado a un país con 4 siglos de presencia española para eso. Así que ante mi insistencia, acabó pasándose al castellano. En mi anterior trayecto con él, nos comentó que de joven había vivido en el barrio neoyorquino del Bronx. Por supuesto le pregunté sobre ese periodo de su vida, del que me contó unas cuantas anécdotas.
 Una vez que compré el billete de ferri en Isabel II, aún tenía más de media hora, que aproveché para visitar una fortaleza española del siglo XIX (Fuerte Conde de Mirasol). Me recordaba ligeramente a la imponente San Felipe del Morro, aunque a una escala mucho menor.
Vista desde el fuerte
 El trayecto en barco hasta Fajardo, transcurrió sin novedad, pero no iba a tardar mucho en complicarme la vida llevado por mi niunclavelismo. Al llegar al muelle, no me dejé arrastrar por los cantos de sirena de los taxistas que me tentaban para llevarme a San Juan. Esperando repetir la astuciosa jugada que había hecho a la ida, sabía que si cogía el transporte desde el centro de Fajardo, me saldría mucho más barato que si lo hacía desde el puerto.
Mientras caminaba, viendo cómo me superaban los taxis-furgoneta se me ocurrió que si recogían a los pasajeros en el muelle, quizá no hubiera mucha gente en el centro de Fajardo solicitando transporte.
Aproveché la caminata para visitar el centro de la localidad, que cuenta con algunos coloridos edificios de arquitectura colonial.
Centro de Fajardo
Mis peores presagios se cumplieron al arribar a una estación totalmente vacía, no sólo de vehículos, sino también de personas. Me había pasado de listo, y ahora no sabía cuánto tiempo tendría que esperar para coger un transporte a San Juan. Viendo la poca demanda del momento, me temía que bastante.
Pero en ese mismo momento, como salida de la nada, apareció una furgoneta de la que bajaron dos compañeras indias con las que había estado en el albergue. Éstas también se habían “pasado de listas” pidiéndole al taxista que les llevara del muelle al centro de Fajardo por un módico precio, para coger luego otro transporte a San Juan ahorrándose el arbitrario suplemento por hacer el trayecto entero.
El taxista, viendo que estábamos los tres totalmente colgados se ofreció llevarnos al Viejo San Juan por un precio muy poco competitivo. Normalmente no hubiera aceptado, o hubiera intentado negociar. Pero en esa estación desierta, no tenía muchos ases en la manga para hacer faroles. También pensé en que me ahorraría mucho tiempo si me dejaba en el Viejo San Juan, en lugar de la reglamentaria estación a las afueras, así que acepté.
Solucionado el problema del transporte, me quedaba hacerlo con el del alojamiento. Las compañeras me comentaron que habían reservado plaza en un albergue del Viejo San Juan que salía bien de precio. Amablemente me dejaron su móvil estadounidense para llamar y la recepcionista me dijo que tenía una habitación individual libre a precio razonable, pero sólo podía reservarla a través de internet. Cometiendo un pequeño, pero craso error, me lancé alegremente a navegar a través de mi móvil español hasta que al minuto se me cortó la conexión y me llegó un mensaje advirtiendo de que me había excedido del límite de datos en roaming. Bien se me valió, porque aun así, la factura que me llegó luego, me dejó temblando. Hasta el mejor escribiente niunclavelista tiene un borrón.
 El taxista nos dejó junto al albergue y me dirigí a la recepción confiando en que la habitación siguiera libre. Así era, aunque me quisieron tentar con otra más cara, pero más grande y con mejores vistas. En realidad, con vistas, ya que mi cuarto no tenía ni ventana. Pero para pasar una noche era más que suficiente.

 El nombre del albergue era Posada San Francisco. Hacía honor a tan cristiano nombre con una tarjeta a modo de llave decorada con una estampa de la Virgen María con el niño, y un crucifijo colgado en mi cuarto. Mal lugar éste para un laicista acérrimo.
Terraza de enjundia (se nota que me gusta esa palabra)
 Quiso la casualidad (o quién sabe si la causalidad) que uno de mis compañeros de albergue en Vieques, el mexicano Javier, estaba trabajando en un bar cercano a mi posada. Así que le fui a hacer una visita. Se trataba de un hotel de enjundia con una terraza que tenía unas vistas de tanta enjundia o más que el hotel. Javier me invitó a un mojito de categoría (espero que su jefe no lea este blog) mientras vi cómo se codeaba con clientela de alcurnia. Lo dejé preparando cócteles y fui a darme una vuelta por la zona. Habíamos quedado en que le iría a recoger a la salida del trabajo para “janguear” (salir de fiesta) un rato.
Me dirigí a la imponente fortaleza de San Felipe del Morro, que ya había visitado unos días atrás. Como estaba cerrada, esta vez la rodeé siguiendo un bonito paseo marítimo.
Paseo marítimo junto a la fortaleza
 Seguí paseando descubriendo los muchos encantos del viejo San Juan hasta que se me hizo la hora de volver al hotel de Javier, no sin antes cenar en mi albergue. Mientras mi amigo acababa de cuadrar cuentas y recoger, me entretuve charlando con una compañera suya muy simpática y agradable al principio. Hasta que le salió su vena indigenista y me sacó las uñas. ¡Cuánto daño ha hecho y sigue haciendo la Leyenda Negra!
 Poniendo un poco de voluntad por ambas partes se pudo calmar la situación y Javier y yo fuimos a cenar a un bareto cercano. En mi caso era recenar, pero a un amigo mexicano no se le puede hacer un feo y le acepté la amable invitación, que espero poder devolverle cuando visite España.
 Luego fuimos a un garito a echar unos bailes y saborear la agitada vida nocturna del Viejo San Juan.
Javier tenía que trabajar al día siguiente, y yo había tenido una jornada bastante movida, así que nos retiramos pronto. Me despedí de Javier, esperando volver a coincidir con él en el futuro, ya que se trata de una persona muy amable y entrañable.
 Era mi última noche en Puerto Rico. Al día siguiente tomaba el avión de vuelta a España por la tarde. Pero aún quedaban cosas por hacer en San Juan...

lunes, 4 de abril de 2016

Última noche en Vieques

 La tormenta tropical había pasado y había dejado el mar muy bravo. Ello no arredró a los huéspedes mexicanos del albergue, con los que fui a una playa cercana. Nos dimos unos revolcones en el agua (por separado, se entiende) y cuando estábamos volviendo, me di cuenta de que la llave de mi cuarto había desaparecido. Se me había olvidado sacármela del bolsillo del bañador al meterme en el mar, y en una de las embestidas del poderoso oleaje se había ido a tomar por saco. Volví a la playa para ver si había sido arrastrada a la orilla, pero allí no estaba.
El Caribe enfurecido
 Extraviar la llave de mi cuarto era un problema relativo. En el albergue tenían copia, aunque perdía la fianza de 10 dólares. Lo peor es que en el llavero también estaba la llave del candado de la taquilla donde tenía, entre otras cosas, la cartera con el dinero y el pasaporte.
 Le planteé mi problema a una recepcionista y me dijo que el encargado de mantenimiento se había ido, pero que al día siguiente a primera hora volvería y podría encargarse del asunto.
 Mis problemas de liquidez que arrastraba al no haber podido cambiar euros en San Juan, se hacían críticos.
 Una lata de fríjoles era toda la comida que me quedaba. Di buena cuenta de ella confiando en mi talento natural o en la providencia para nutrirme el resto del día.
 Mientras yo estaba preocupado por necesidades más básicas, mis compañeros mexicanos se habían enterado de que en Vieques existía un licor local que tenían mucho interés en probar. Me sumé a la búsqueda, que empezó en el colmado del pueblo. Allí nos explicaron que el licor de marras sólo se bebía en fiestas y que lo preparaban en casas particulares. No se rindieron mis cuates tan fácilmente y preguntaron a un grupo de paisanos que estaban a las afueras del colmado, quienes nos remitieron a una panadería cercana. Allí, el dueño hizo una llamada y al rato apareció un individuo con pinta de cantante reggae montado en una ranchera. Nos dijo que nos podía llevar a casa de unos conocidos donde nos podían vender el codiciado líquido.
 Un compañero se montó en la cabina del automóvil mientras que a otro y a mí, nos tocó ir en la parte trasera, sentados al aire libre, acomodándonos entre herramientas y materiales de construcción. No se puede decir que nuestro viaje fuera muy seguro, pero fue de lo más divertido.
  Nos llevó a un poblado en el centro de la isla. Entró en una casa y salió con dos botellas de plástico de medio litro que contenían un mejunje de vivos colores en el que maceraban unos frutos de pequeño tamaño. Nos cobraron 10 pesos (dólares) por botella, a los que no pude contribuir debido mi precario estado financiero.
 Ya en el albergue, pudimos probar el licor, que ofrecimos a los demás huéspedes. Los tonos alcohólicos se veían atenuados por los aromas afrutados tropicales y los toques florales para dar un conjunto armónico . Coñas aparte, el licor no estaba mal. Pero teniendo en cuenta que las botellas eran pequeñas, casi la mitad eran frutos macerados, y todos quisieron probarlo, no tocamos a mucho, por lo que no hubo que lamentar, afortunadamente, ningún coma etílico.
 En esos momentos hizo irrupción una nueva huésped en el albergue. Su acento hispánico hablando inglés con la recepcionista la delataba. Efectivamente era de Vilaseca, provincia de Tarragona. No esperaba encontrarme a alguien de cerca de Salou en una isla perdida del Caribe, pero el mundo es un pañuelo. 
 Habiendo ya consumido al mediodía mis últimas existencias de comida, tuve que confiar en la sección "sírvase usted mismo" que hay en toda cocina de albergue que se precie. En ella, los huéspedes acostumbran a dejar alimentos no perecederos que les han sobrado. En este caso me pude apañar con un poco de arroz que debía llevar allí bastante tiempo a juzgar por los diminutos "visitantes" que compartían la bolsa con los granos. Nada como un buen hervido para neutralizar tan incómoda compañía. Consolándome pensando en el aporte proteico que me iban a aportar y enmascarando el discutible sabor con una no menos discutible salsa de soja, pude por lo menos reponer las energías que un día tan movido habían consumido. Nadie dijo que la vida del viajero humilde fuese plácida.
 Para celebrar la llegada de mi compatriota, y aprovechando que era sábado, salimos unos cuantos del albergue a ver qué ambientillo se respiraba en el pueblo. Acudimos a un chiringuito junto a la costa en el que ponían música latina. Pude cumplir uno de mis sueños bailando salsa a orillas del Caribe. Hubiera sido mejor hacerlo sabiendo algún paso y con alguna local (lo hice con una hindú del albergue), pero en materia de sueños no hay por qué ser tan quisquilloso.
Bailes caribeños
Con este broche de oro (de pocos kilates, pero oro al fin y al cabo) acabó mi última noche en Vieques. El tráfico marítimo se había restablecido y a la mañana siguiente me tocaba despedirme de la isla. Lo que en principio iban a ser un par de días sin mucha historia, se convirtieron en cuatro intensas jornadas que no me hubiera importado ampliar.