domingo, 10 de diciembre de 2017

KAVALA: SI NO PUEDES CON EL ENEMIGO, IMÍTALO



Este es el viajecito que me esperaba.
  Me despedí de los anfitriones del albergue como quien se despide de la familia y me dirigí al centro para tomar un autobús. La más de media hora de retraso con la que se presentó el vehículo fue un aviso de que ese día me tenía que tomar las cosas con filosofía (nada más adecuado para mi próximo destino).

 Pronto llegamos a la frontera entre Albania y Grecia. Dado que el primer estado no pertenece a la UE, las cosas no iban a ser tan fáciles como cuando se entra a Francia por el Portalet.
 Nos detuvimos y tuvimos que esperar un buen rato hasta que las autoridades albanesas comprobaron nuestros pasaportes y nos expidieron unos billetes en los que yo figuraba como "Alonso". 
 Tras este trámite, el autobús avanzó unos 50 metros para ocupar su puesto en una fila no muy larga, pero que apenas avanzaba. 
 Una vez que llegó nuestro turno tuvimos que bajarnos y presentar nuestro pasaporte a las autoridades helenas. No contentas con ello, nos obligaron a sacar nuestras maletas de la bodega y depositarlas en unas mesas para su inspección.        
 Dado que no había espacio suficiente, esperé a que los policías revisaran la primera tanda para poner mi maleta. Para mi sorpresa, y casi decepción, no hicieron ni ademán de registrarla. Seguro que el día que lleve cocaína no me sucede esto.
 Habíamos pasado más de dos horas de tensa a la par que aburrida espera en la frontera. Todo estaba en orden por lo que pudimos internarnos, al fin, en la mítica Grecia, país que a pesar de sus encantos de todo tipo, aún no había visitado.
 Los familiares paisajes mediterráneos que nos recibieron no me parecían tan monótonos cuando me imaginaba que en ellos habían coexistido héroes, dioses y otros personajes mitológicos. Así que en cuanto me quise dar cuenta ya estaba llegando a la estación de autobuses de Salónica. Pero eso hubiera sido demasiado fácil, así que allí saqué otro billete para la ciudad de Kavala, también costera, pero situada más hacia el este.
 Mi breve intercambio comercial con la empleada que me vendió el título de transporte, me sirvió para comprobar que mi inglés con acento de Huesca, que tan poco me había servido en Albania, volvía a ser un elemento útil en tierras griegas.
 Tras otro par de horas de propina arribé a Kavala. Allí me esperaba una amiga (Christina) que me iba a dar cobijo. Aunque las cosas no empezaron muy bien. Debido a un malentendido yo tomé un taxi hasta su casa que se debió cruzar con el que ella cogió para esperarme en la estación. Para regocijo de los taxistas locales, lo que debía haber supuesto una carrera (o mejor ninguna) acabaron siendo tres (la mía y dos de la anfitriona).
Kavala

 Acostumbrado a compartir habitación con más gente, el hecho de tener una sólo para mí parecía que iba a ser un auténtico lujo. Pero además de mi amiga, había otros "huéspedes" en la casa. Nada menos que 6 gatos. No tuve mucho tiempo de socializar con mis nuevos compañeros, ya que un gran evento nos estaba esperando. 
 Se trataba de un concierto de la cantante griega Eleonora Zouganeli, que tenía lugar en un castillo abandonado a unos kilómetros de Kavala. Para llegar allí contamos con la inestimable colaboración de Theodoros, un amigo de mi anfitriona que hizo de cicerone llevándonos en coche a todas partes. 
 La verdad es que el entorno en el que se enmarcaba el concierto era inmejorable. La situación elevada del castillo otorgaba una impresionante vista sobre la bahía, tenuemente iluminada por el crepúsculo
 Pero lo que le sobraba en belleza le faltaba en comodidad, ya que los sufridos espectadores nos tuvimos que acomodar como pudimos sobre el suelo en una empinada colina, en la que la pendiente impedía colocar sillas.
 A pesar de la forzada postura, el comienzo del concierto fue prometedor. Aparte del privilegiado emplazamiento, la cantante tenía muy buena voz, derrochaba energía y además estaba de muy buen ver. 
 Pero al rato, la propuesta me empezó a cansar. No conocía ninguna canción de la artista, que eran mayoritariamente baladas pop en griego. Interesante para un rato, pero demasiado para las dos horas y media que, sentado sobre el duro e inclinado suelo, se estaban convirtiendo en una pequeña tortura.  Mis dos compañeros tampoco estaban pasándolo mucho mejor. Así que, rompiendo mi regla no escrita de amortizar al máximo toda inversión, abandonamos el concierto antes de su conclusión.
 No veía la hora de acostarme y descansar. Me las prometía muy felices teniendo un sofá-cama y un salón solo para mí, sin ningún ruidoso aire acondicionado en lontananza. Pero poco tardé en darme cuenta de que los numerosos felinos que deambulaban por la casa querían también su parte del pastel, y en cuanto me descuidaba, se empeñaban en invadir mi espacio de seguridad.  
 En mi caso, los únicos animales con los que puedo compartir tálamo, son los ácaros, y sólo si se están quietecitos.
 Después de muchos intentos de deshacerme de los gatos, y ante su insistencia, me rendí a la evidencia. En ese sofá me iba a ser imposible pegar ojo. 
 Tras un análisis de la situación, decidí que, en vez de luchar contra los félidos, sería más pragmático aprender de ellos. 
 Así, caminando con un sigilo exquisito, penetré en el cuarto  de mi anfitriona y me acerqué a la cama, donde Christina dormía profundamente.
  Respiré hondo y, rompiendo las más elementales normas del recato, me tumbé cuidadosamente en el lecho, aprovechando el escaso medio metro que había quedado disponible.   


lunes, 27 de noviembre de 2017

HOSPITALIDAD ALBANESA: IGLESIAS CERRADAS Y CORAZÓN ABIERTO

  Mientras estábamos desayunando en el albergue, y ante la expectación del resto de los huéspedes, apareció nuestro compañero británico. No presentaba muy buena cara, pero  era mucho mejor de la que se espera de alguien que se haya pegado un trompazo sólo unas horas antes. Nos comentó que la noche anterior se había juntado con unos locales, había perdido la cuenta de las cervezas que bebió y que no se acordaba de nada más. Cuando le explicamos lo que le había sucedido, aparte de no saber dónde meter la cabeza, dijo que ahora se explicaba por qué tenía las rodillas enrojecidas. Limitadas consecuencias para tan aparatoso incidente.
Ya empezaba a familiarizarme con el idioma. Hasta entendía los letreros.

 Korcë ya estaba más que explorado, por lo que se imponía hacer alguna excursión. 
 La tarde anterior había preguntado en la oficina de turismo, donde ofrecían excursiones guiadas a precios astronómicos. Por ello se me abrió el cielo cuando mi compañera alemana comentó que tenía intención de visitar el cercano pueblo de Voskopojë. Se trata de una pequeña villa que en su día fue un gran centro cultural y religioso, albergando una buena cantidad de iglesias ortodoxas. Aunque yo sea más bien "heterodoso" me apetecía hacer algo en compañía, y más si era tan buena, ya que la teutona no tenía desperdicio. Como si no tuviera suficiente con ser alemana, además se trataba de una turista alternativa (preguntó si se podían visitar fábricas abandonadas), bloguera, políglota y buena conversadora.
 Para llegar al pueblo había que tomar una furgoneta en la zona oeste de Korcë. Como no teníamos muy claro dónde, preguntamos a una entrañable ancianita que, aunque no hablaba inglés, puso todo de su parte para hacerse entender e incluso nos acompañó andando un buen trecho hasta el lugar. Así da gusto.
 Si Voskopojé tuvo un periodo de esplendor, poco queda del mismo. Se trata de un pueblo muy pequeño, aunque con un número relativamente elevado de iglesias. Eso sí, estaban todas cerradas.
 Mi compañera tenía mucho interés en visitar alguna por dentro, así que no paró de preguntar hasta que nos encontramos a un venerable sacerdote que parecía sacado de otro tiempo. Su estética ascética, en la que destacaba una poblada barba cana, le otorgaba un elevado aire de respetabilidad. Además de ese porte, llevaba consigo la llave de una iglesia, que accedió a mostrarnos a nosotros y a un grupo de franceses. 
Interior de una iglesia ortodoxa

 Aunque el interior del templo estaba muy degradado, se podían encontrar un gran número de pinturas y frescos ortodoxos bastante destacables.
 Seguimos rastreando por el pueblo hasta que encontramos otra persona que nos abrió otra iglesia que, al igual que la anterior, había vivido mejores días. Por lo visto, en la época comunista la mayoría de templos habían sido destinado a usos menos sacros y más agresivos para su conservación.
 Más interesante fue un paseo que hicimos a un monasterio situado a unos 3 km del pueblo, más por el interés paisajístico de la zona de montaña que por el edificio en sí.
 A mediodía Voskopojë había dado de sí todo lo que tenía que dar. A falta de un horario regular de transporte, estuvimos pendientes en la plaza central para ver si aparecía alguna furgoneta de vuelta.
 Al poco rato, se paró un coche delante de nosotros y se ofreció a llevarnos. Nos subimos confiados y nos dejó en el centro de Korcë sin querer cobrarnos.
 No sería el único detalle de la hospitalidad que bendice estas tierras. Por la tarde se nos citó a los huéspedes del albergue a la mesa para celebrar la llegada de un contingente de jóvenes franceses y una pareja de albaneses.
 Mientras el cabeza de la familia anfitriona se esforzaba con su limitado inglés en conversar con los huéspedes foráneos, su hija no dejaba de sacar platos de deliciosa comida local, cortesía de la casa.
 Con el estómago lleno y y la moral alta tocaba darse un voltio por el festival de la cerveza. Esta vez fui acompañado del grupo de galos y de Adam, que como buen británico, seguía dispuesto a seguir bebiendo a pesar del escarmiento del día anterior. Eso sí, me encargó que lo vigilara y lo detuviese al llegar a la quinta consumición.
Korcë: ciudad cervecera

 No pudimos encontrar ninguna mesa libre, así que pululamos por los puestos bebiendo cervezas a gran ritmo.
 Ya llevaba mi compañero inglés 4 cervezas cuando le avisé de que estaba a una de pasar el Rubicón. Se dio por enterado y se pidió dos cervezas en su última auto-ronda. Así pudo beber más de las 5 estipuladas retorciendo al máximo nuestro contrato verbal. Eso sí, ya me comentó que al día siguiente, como era el último, no se iba a poner límites. Genio y figura.
 Aprovechando que aún estábamos razonablemente serenos nos volvimos al albergue. Al día siguiente me tocaba abandonar Albania. Aunque a primera vista no me había atraido demasiado, poco a poco, la hospitalidad de sus gentes y su atmósfera peculiar, hicieron que la idea de despedirme de estas tierras se me hiciese cuesta arriba.


 




 



lunes, 13 de noviembre de 2017

KORÇË: AL FINAL, CAYÓ EL GORDO

 Unos 20 minutos antes de la hora acordada, me presenté junto al solar del Qmal Stafa para tomar el transporte a mi siguiente destino. Se trataba de Korçë, una pequeña ciudad en el sureste de Albania.
 A pesar de mi adelanto, ya tenían todo preparado, y al verme llegar en lontananza me metieron prisa para que ocupara mi sitio en la furgoneta. Dado que el maletero estaba a tope, pusieron mi maleta en otro furgón. Al percibir mi rostro de inquietud, me tranquilizaron diciendo que íbamos todos juntos y que la recuperaría al final.
 Viendo lo poco que nos costó salir de la caótica capital, me di cuenta de que, a falta de unas circunvalaciones competentes, tiene sentido que haya en Tirana diferentes "estaciones" de "autobús" dependiendo del destino al que se dirijan.
 Yo era el único forastero de la expedición, por lo que no pude intervenir en las conversaciones y me mantuve serio ante las bromas del, parece que bastante gracioso, conductor.
 Una vez que me había alejado de la costa y había abandonado la capital, me daba la impresión de que nos estábamos internando en la Albania más profunda y genuina. Y eso se empezó a apreciar en detalles como el que al paso de un pueblo, el conductor de la furgoneta se detuviera para entregar un paquete en una tienda. O que nos parásemos junto a una sala de fiestas donde se bajaron unos ocupantes de la furgoneta, no sin antes descargar del maletero una gran cantidad de ornamentos que iban a decorar el local para albergar una boda. Sin olvidar el recoger a una pareja de ancianos al borde de la carretera para dejarlos en la villa más cercana.
 Así que el viaje fue de lo más entretenido, por lo que las 5 horas se me pasaron en un suspiro. El mismo que di cuando siendo ya el último pasajero de la ruta vi como, por arte de magia, el conductor sacaba de la parte trasera de la furgoneta mi maleta, que había partido de Tirana en otro vehículo. El único momento en el que se pudo producir el trasvase fue en una parada que hicimos en un área de servicio. Pero yo estuve casi todo el rato cerca de mi furgoneta y no vi nada. En este tipo de situaciones me daba cuenta de cuán indefenso estaba y de qué poco se aprovechaban de mi situación los honrados albaneses.
Catedral ortodoxa de Korçë
 Mi albergue no estaba situado muy lejos del centro (a unos 20 minutos andando), pero su entorno distaba de ser idílico. Se trataba de una zona industrial bastante inhóspita.
 Como un oasis en medio del árido desierto, el albergue era un lugar realmente acogedor. No sólo por su estilo, más parecido a una casa corriente, sino también por la amabilidad y calidez de la familia que lo regenta.
 No respondí de la forma más conveniente al generoso recibimiento de la hija, que me ofreció un licor local llamado raki, de que apenas probé un sorbo. Nunca he tolerado bien las bebidas de alta graduación y en este caso preferí pasar por descortés antes que tentar a la cirrosis. En todo caso, me llamó la atención esta bienvenida en un país mayoritariamente musulmán. 
 Pero lo del raki era pecata minuta, teniendo en cuenta que en esos días se estaba celebrando en la ciudad una especie de "Oktoberfest" a la albanesa. Afortunadamente, la "sharia" ni está ni se la espera.
Cualquier nicho de mercado es bueno

 Korçë es una ciudad de un tamaño similar al de Huesca. Como no es ésta una medida universal de superficie, aclararé que cuenta con unos 50.000 habitantes. 
 Aunque presenta algunos edificios religiosos destacables y alberga un museo en la primera escuela del país en la que se enseñó en albanés (antes se hacía en griego), no se puede decir que sea un lugar monumental. A pesar de ello, no deja de ser agradable pasear por sus tranquillas calles y bulevares.
Calentando motores

 Volví al albergue con la esperanza de reclutar compañía para desfasar un poco en la feria de la cerveza. Pero no hubo suerte. Mis dos compañeros de habitación eran una alemana que no ejercía como tal, poco amante de la cerveza, y un británico que honraba con creces su procedencia, pero había quedado ya con otra gente.
 El "Festa e Birrës" es uno de los mayores eventos del país. Durante 5 días se habían habilitado dos escenarios distintos con música en vivo y numerosos puestos de cerveza y comida. Junto a ellos se habían colocado un gran número de bancos y mesas corridas, ideales para fraternizar. 
Poco pude fraternizar yo, aparte de conmigo mismo. Así que me limité a darme un voltio por los dos escenarios y probar alguna de las cervezas, que aunaban una más que aceptable calidad y un precio imbatible.
 A pesar de que la música en vivo no me parecía muy interesante (Pop en albanés; hubiera preferido algo más tradicional) la fiesta presentaba un gran ambiente.
Se les apoderan las cervezas

 Entre tanta gente, mi soledad se hacía algo incómoda, así que no tardé en volverme a descansar. Esa era mi intención, que pude llevar a cabo hasta que nuestro compañero londinense empezó a hablar en sueños. Su estado onírico no debía estar siendo muy plácido, ya que pronto se empezó a mover en la cama. La tenue luz de la pieza me permitió vislumbrar cómo se iba acercando peligrosamente al borde de la litera superior.  Sin poder hacer nada por evitarlo, presencié cómo esos más de 100 kg de inglés ebrio caían a plomo sobre el suelo de la habitación, provocando un gran estruendo.
 Con el lógico impacto, mi primer pensamiento fue dudar entre si se había matado o sólo malherido. Algo parecido debió pensar la compañera alemana que dormía debajo de él y que, asustada, le preguntó si estaba bien.
 Tras unos segundos que parecieron horas, Adam balbuceó algo parecido a una respuesta. Por lo menos estaba vivo. Y tanto. Al poco rato se levantó del suelo e hizo una visita al retrete, tras lo cual, volvió a subir a la litera como si nada hubiera sucedido.
 Si impactante fue la escena nocturna, casi traumática fue la primera imagen del accidentado con la que me encontré nada más despertarme. Estaba profundamente dormido y como única prenda llevaba una camiseta. Por desgracia, ésta no se había estirado lo suficiente para ocultar ciertas partes de su anatomía que el decoro me impide nombrar.





jueves, 2 de noviembre de 2017

DE BÚNKER A BÚNKER Y TIRAN PORQUE LES TOCA

 Mi apretada jornada comenzaba con el clásico “free tour” por  Tirana. En pocas ciudades se pueden ver elementos tan variados como los que nos ofrecía el recorrido. A saber:  una mezquita, una iglesia católica donde se estaba oficiando una boda, el edificio del parlamento, una iglesia ortodoxa, una pirámide de arquitectura brutalista, una calle dedicada a George Bush padre, la antigua residencia del dictador Enver Hoxha, un trozo del Muro de Berlín y hasta un búnker. 
Pirámide de Tirana. Por razones obvias no es tan conocida como la de Keops

 Esto último que parece tan inusual, no es tan extraño, ya que en la época comunista, ante el temor a una invasión de un estado enemigo (podía ser casi cualquiera, que Hoxha era muy particular), el estado construyó cientos de miles de ellos. Se pueden ver en los lugares más insospechados, en el campo, en una playa, en una calle cualquiera en medio de la ciudad... La buena noticia es que nunca se tuvieron que utilizar. La mala es que costaron un ojo de la cara a un país que no andaba sobrado de dinero.
Búnker casi de juguete, comparado con el que visitaría esa tarde
 Una vez completado el recorrido, que me dio una imagen general de la ciudad, tan ecléctica como sorprendente, visité la Galeria Nacional de Arte.  Lo más interesante para mí fue la sección dedicada a la pintura de estilo socialista: grandes murales cuyo discutible mérito artístico se ve compensado por su gran fuerza expresiva. Parece mentira que alguien tan poco sospechoso de ser de izquierdas como yo, se vea atraído de tal manera por la estética, el arte y la arquitectura comunista.
 Cuando ya estaba a punto de empuñar la hoz para liderar una revolución campesina, me acordé de que tenía pendiente inspeccionar el lugar donde al día siguiente tenía que tomar el transporte para abandonar Tirana.  Se trataba de una explanada que se suponía situada junto al estadio de fútbol Qmal Stafa. El hecho de que lo hubieran demolido para construir uno nuevo, me despistó un poco, pero al fin pude llegar al sitio tras callejear por las inmediaciones. A falta de una estación de autobuses competente,  me encontré con un descampado sin asfaltar con algunas furgonetas aparcadas. Tuve la “genial” idea de preguntarle a un taxista si allí se tomaba el  transporte para Korçe. Rápidamente me ofreció solícito su vehículo a un precio astronómico.  Más conveniente fue la oferta que me hizo el conductor de una furgoneta que, ayudado por un adolescente que hizo de intérprete, me ofreció llevarme al día siguiente a mi destino por una tarifa más que razonable. Eso sí, el hecho de estar negociando con gente a la que no entendía ni papa y en un lugar llamado Qmal Stafa me hacía estar algo intranquilo.  
 No fue, ni mucho menos una "Stafa" mi siguiente adquisición. Por sólo 50 lek (unas 65 pesetas) pude saborear un helado de melocotón que es quizá el mejor que he probado en mi vida. Y hecho con auténtico "Prunus Persica" de los Balcanes, nada de imitaciones ni aromas artificiales.
 Hay quien dice que los grandes lujos sólo están al alcance de los potentados.  No es así. A los humildes se nos permite acceder a esta joya de la gastronomía a un precio irrisorio. Y a quién me diga que, aunque el helado sea barato, llegar a Tirana es caro, le puedo presentar mi billete de autobús que me dio acceso a la capital albanesa por 130 lek (menos de un euro). 
 Tomen nota amables lectores: Heladería Mango (con perdón), calle George W Bush  10 (disculpen los antiimperialistas), de Tirana (ídem para l@s feministas).
 Si antes he mencionado los búnkeres, ahora me tocaba visitar el mayor de ellos. Un refugio de 5 plantas y más de 100 habitaciones excavado en una colina a las afueras de la ciudad.
Entrada al Bunk´Art 1

 Si el Museo de Historia me había faltado algo de "Guerra Fría", en el Bunk´Art 1, me sumergí de lleno en ella. Un angosto pasillo conduce al visitante a unos cuartos en los que se explican diferentes aspectos de la construcción y uso del búnker, así como de la época comunista en general.  Se puede visitar la habitación destinada para refugio de Enver Hoxa, con el mobiliario original, e incluso un gran salón de actos para acoger reuniones del gobierno en pleno en caso de emergencia.
Interior del búnker

 Después de haber estado en un hermético y opresivo búnker, necesitaba algo de aire puro. Para ello, nada mejor que tomar un teléferico que, tras un largo y espectacular recorrido me dejó en la cima del Monte Dajti. Está situado en un parque nacional y cuenta con unas magníficas vistas sobre la ciudad.   
 No pude evitar hacer algo de senderismo en tan idílico entorno, que me sirvió para recuperar la paz interior tras unos días bastante movidos. Pero como la cabra siempre acaba tirando al monte, y en mis viajes me suelo complicar bastante la vida, me perdí por el bosque.  
 Acabé entrando en una zona militar, que para mayor canguelo, presentaba algunos búnkeres bastante degradados, pero siempre amenazantes.
Teleférico Dajti

 Pude salir de una pieza de tan inquietante lugar y tomar el teleférico de vuelta a Tirana sin novedad, aunque el día aún presentaría alguna sorpresa más.
 La primera, de corte agradable, fue que en el jardín del albergue se había montado tertulia. Además de los huéspedes, la reunión contaba con dos jóvenes albanesas que  los empleados habían conocido en una de sus habituales incursiones nocturnas. Una de ellas me sorprendió con un más que correcto español que, según me comentó, no había aprendido en clase, sino viendo series españolas en televisión. 
 Entré un momento al interior del albergue y escuché a la dueña gritando indignada. Pensaba que algún compañero había hecho alguna trastada. Pero lo que había sucedido es que un vecino, probablemente molesto por el ruido que generábamos, nos había lanzado un bote de champú vacío y un trozo de patata.
  A pesar de lo poco amenazador de semejantes "proyectiles", la propietaria llamó a la policía, que no tardó en venir. Al ver entrar a la pareja uniformada me vino a la cabeza la Sigurimi (temible policía política de la era comunista). Pero ni estos policias eran tan fieros, ni el "delito" era tan grave. Así que tomaron nota y se fueron pronto a solucionar asuntos de mayor calado.
 Por lo que me comentó un empleado, no era la primera vez que el albergue sufría estos ataques aéreos. Lástima que a Hoxha no se le hubiera ocurrido construir uno de sus miles de búnkeres en el jardín. A diferencia del resto, se le hubiera dado algo de uso.
 
 
 
 

martes, 24 de octubre de 2017

TIRANA: ENCUENTROS CON EL "HOMO HOSTELIS" Y LA EMPRESARIA HOXHISTA

 Al bajar al vestíbulo del albergue de Durres se percibía cierto revuelo. Los empleados estaban nerviosos. Se había producido un corte de agua que impedía a los huéspedes realizar sus abluciones matinales. 
 Para solventar el problema, aplicando una solución de emergencia, el albergue hizo acopio de botellas de agua mineral que se dejaron en los baños.
 Intentando rebajar la tensión, bromeé con los recepcionistas diciéndoles que éste era el albergue más lujoso en el que había estado, ya que en ninguno me habían pemitido lavarme con agua mineral.
Ya estaba a punto de abandonar el hostel cuando me encontré con una “vieja” conocida. Se trataba de una pívot tasmana con la que había coincidido en el albergue de Nápoles unos días atrás. Y pensar que había cambiado Salou por Albania para no encontrarme conocidos en vacaciones...
 En la explanada a modo de estación de autobuses, a falta de dársenas numeradas, los conductores gritaban su destino a viva voz. 
  Un breve trayecto de poco más de 40 minutos me dejó en un apeadero de la capital albanesa. Tanto o más me costó llegar a mi albergue, paseo que me sirvió para ir haciéndome una idea de lo que me esperaba en la ciudad. Las esperadas amplias avenidas y enormes edificios socialistas convivían con numerosos cafés de estilo más actual, con nombres tan familiares y sorprendentes como "Serrano" o "Cataluña".
¿Chamberí? No, Tirana.

Cataluña alcanzando proyección internacional

 Un descamisado jovencito al que tuve que sacar de la cama,  a pesar de que ya era mediodía, me recibió cordialmente en el albergue. 
 El establecimiento era, como corresponde a mi condición, bastante humilde. Aunque contaba con un extra de gran importancia: aire acondicionado. Y esto no sólo era importante para sobrellevar las tórridas temperaturas estivales, sino también para evitar el infernal ruido de los temidos ventiladores. Además contaba con un patio ajardinado e incluía desayuno. No se puede pedir más por 8 euros.
 Lo primero que visité en la ciudad fue la plaza Skanderber, la clásica explanada interminable que no puede faltar en una ciudad ex-comunista que se precie. En ella me llamó la atención un inmenso mural de estilo socialista que adornaba la entrada al Museo Histórico Nacional y que no pude evitar visitar.  En él se hace un repaso exhaustivo de la historia de Albania desde la Prehistoria hasta la Segunda Guerra Mundial. 
 Precisamente me escamotearon el periodo de la Guerra Fría, que es mi favorito. Si a eso le sumamos que muchos de los letreros explicativos estaban sólo en lengua albanesa (apenas llevaba 3 días en el país y aún no me había hecho al idioma), el resultado es que el museo no acabó de satisfacer mis expectativas, totalmente infladas por el mosaico de la entrada. Afortunadamente, el estilo retro del inmueble y unos sillones comodísimos donde pude echarme una pequeña siesta le hicieron ganar puntos.
Plaza Skanderber y mosaico socialista llamándome a gritos
 De vuelta al albergue vi que se estaba tramando algo. Uno de los empleados me comentó que les habían invitado a una fiesta en otro hostel, invitación extendida a los huéspedes. Dado que mi agenda en Tirana estaba todavía bastante vacía, acepté.
  La primera parada de nuestra comitiva se produjo en un restaurante cercano. A pesar de que yo había almorzado con contundencia un rato antes, no pude evitar sumarme al festín de comida típicamente albanesa, tan sabrosa como económica, regada con unas "Tiranas"(cerveza local).
 No faltó otra "parada técnica" para repostar más cerveza en una terraza a medio camino. Es la consecuencia de ser guiados por unas auténticas esponjas.
  Sin más novedad, nos presentamos en el lugar de la fiesta, que estaba celebrándose en el jardín de una mansión. Lo que allí nos esperaba, aparte de una cerveza artesanal muy lograda, era un gran número de ejemplares de la subespecie "Homo Hostelis". Sus características son:
-Edad entre 20 y 25 años.
-Grandes bebedores de alcohol y en muchos casos, consumidores de drogas blandas.
-Mayoritariamente de países anglosajones. Se aceptan de otros países, siempre que hablen inglés a un nivel alto.
-Gente simpática y abierta al diálogo con desconocidos y otras subespecies, aunque no se profundice mucho en la relación.
 -Siempre hay algún miembro del grupo con algún aditamento en la cabeza (sombrero o gorra).
 Así, si hubiera aparecido en ese jardín de la nada, me hubiera sido imposible saber en qué parte del mundo estaba, ya que el ambiente generado por la subespecie es el mismo, independientemente del entorno.
 Aunque la mayoría de asistentes a la fiesta se adaptaba a la descripción antes detallada, me encontré con dos ejemplares un tanto exóticos:
 El primero, y para mi sorpresa, fue un compañero de habitación del albergue de Durres,con el que apenas había hablado allí (solamente para recuperar mi pasaporte cuando cayó entre su cama y la pared). Se trataba de un holandés cuyo plan de vacaciones para el mes de agosto consistía en pasar una semana en cada uno de estos destinos: Lituania, Albania, Moldavia y Túnez. Dudo que haya habido otra persona en la historia que haya seguido tan peculiar ruta.
 El otro se trataba de un vitoriano, que fue el primer español (no habría muchos más) que me encontré en Albania.
 En general, a pesar de que se habían formado grupos de conversación, no era difícil interaccionar con unos y otros. Eso no pareció satisfacer a un alemán que venía con nosotros. Me comentó que la cordialidad que se respira en estos ambientes es un tanto impostada. En ese momento se me ocurrió una frase que resumía la situación y que al germano le pareció bastante atinada: "Amigos para siempre, pero sólo por hoy".
 Tras un par de horas me cansé de divertirme tanto y volví al albergue.
 Lo que me esperaba allí fue mucho más interesante. La dueña del hostel estaba hablando con un amigo local. Me sacaron un cervezón de la bien surtida nevera y me invitaron a que me sumara a ellos, teniendo el, más que necesario para mí, detalle de cambiar el idioma albanés por el inglés.
 En poco tiempo, la plática derivó a un debate apasionante (estoy hablando en serio) sobre Enver Hoxha, el dictador que manejó el país con mano de hierro durante 41 años. Curiosamente, la dueña del albergue, que en la era comunista no hubiera podido ni soñar con montar un negocio como éste, defendía a Hoxha, mientras que su amigo estaba frontalmente en contra.
 Yo ni quité ni puse rey, ni ayudé a mi señor, sino que escuché atentamente e intervine sólo para preguntar detalles y animar la cordial disputa, que acabó mas o menos en tablas cuando el antihoxhista se fue a su casa.
 La conversación adquirió entonces terrenos más cotidianos y personales al quedarnos a solas la anfitriona y yo.
 Mientras observaba sus ojos chisposos y escuchaba el verbo desatado por las cervezas que se había bebido, me preguntaba si iba a tener alguna oportunidad más clara en mi azarosa existencia de pototear con una empresaria albanesa.
 Pero al diablillo que me empujaba a la acción se le oponía el angelito, que aplicando criterios pragmáticos, más que morales, me advertía de que si el ataque acababa en "cobra", corría el riesgo de acabar durmiendo en la calle.
 Al final se impuso lo evidente, y no comprometí la oportunidad de dormir plácidamente arrullado por la ligera y sutil brisa del aire acondicionado por la quién sabe cuan remota posibilidad de pasar unas horas (minuto más, minuto menos) de pasión hispano-albanesa.
 Además, conociéndome como me conozco, sé que una hoxhista y yo no habríamos acabado bien.
 

domingo, 15 de octubre de 2017

DURRES

 Debían ser poco más de las 5 de la mañana cuando una potente letanía en árabe me sobresaltó. El albergue estaba situado muy cerca de una mezquita, que a esa hora tan intempestiva llamaba a sus fieles para la primera oración del día.
Pero, ¿por qué no te callas?

 Tiene mérito que una religión que, entre otros preceptos obliga a levantarse a horas tan tempranas y prohíbe el alcohol tenga tantos adeptos y siga creciendo. No sería mala idea reciclar los imanes y derivarlos al sector comercial.
 En mi caso, ignoré la perorata del almuédano y seguí durmiendo un poco más, aunque ello me suponga renunciar a las 72 vírgenes celestiales que esperan a cada fiel musulmán a su muerte.  Aunque pensándolo bien, ese es otro motivo para no profesar la fe de Mahoma. Si una sola mujer ya me plantea problemas que me parecen irresolubles, no quiero imaginarlos multiplicados por 72, y encima si me pillan ya lo mayor que espero estar en la hora de mi deceso.
 Otro problema más terrenal ocupaba mis pensamientos esa mañana. La noche anterior se me había caído el pasaporte y había ido a parar al hueco entre la cama de mi compañero de la litera inferior y la pared. Lo necesitaba para ir a cambiar dinero, así que hasta que el alberguista no se despertó (y tardó bastante)  y pude mover la cama, me mantuve como un apátrida indocumentado sin recursos financieros.
Anfiteatro romano de Durres

  Una vez que pude conseguir la moneda local (Lek) me lancé a explorar la ciudad. 
 Todo aquel que busque un casco histórico en condiciones que se vaya olvidando de visitar Durres. Lo único destacable es un anfiteatro romano relativamente bien conservado. El resto carece de gancho turístico. 
 Pero yo no había ido a Albania a admirar estatuas y visitar catedrales. El hecho de que Durres fuera mi primer contacto con el universo albanés hacía que lo recorriera con los ojos abiertos como platos. Y lo primero que llamó mi atención fue comprobar que el país se está modernizando a pasos agigantados. Junto a humildes construcciones de más que dudoso gusto estético se erigen edificios de lo más moderno. Los tradicionales y un tanto cutres bares de sabor añejo conviven con "lounges" de lo más pijo.
Estética socialista

 Mis primeros pasos por las animadas calles durresinas no estaban exentos de temor. Al fijarme en la característica fisonomía de los varones locales, no me costaba imaginármelos con un chaleco, un gorro de lana y un AK-47.    
 Pero pronto me di cuenta de que no sólo no eran tan amenazadores como mi imaginación contaminada por el sensacionalismo bélico sugería, sino que se trataba de gente muy amable y acogedora con el visitante.
 Viendo que el centro de Durres no daba mucho juego, me dirigí a la costa en busca de la playa. Lo primero que me encontré no era digno de tal nombre, ya que se trataba más bien de un conjunto de pedruscos poco armónicos sobre los que batía débilmente un líquido de color  más tirando a marrón que a azul. 
"Playa" de Durres

 Conforme me alejaba del centro, la cosa iba mejorando ligeramente. Esta vez, los peñascos habían dejado paso a una arena gris que parecía sacada de una obra, salpicada de excrementos equinos que no amedrentaban a algunos valientes, que se solazaban en sus inmediaciones.
 Si moral tenían los primeros bañistas que me encontré, no se quedaban cortos los que decidieron que en tan agreste paraje era buena idea construir un moderno muelle recreativo con baretos y restaurantes de enjundia.
 A la tercera fue la vencida, y un rato después ya me encontré algo que puede entrar en la categoría de playa.
Así sí

 Mis exploraciones costeras me habían abierto el apetito, que pude saciar con contundencia en un humilde restaurante.
 Beneficiado por el ventajoso tipo de cambio €/Lek, me puse morado por muy poco dinero. 
 Tanto o más que la comida me gustó el trato familiar de la señora del local. A pesar de las barreras idiomáticas, culturales y generacionales, se interesó varias veces por si la comida era de mi gusto e incluso mostró una cierta decepción cuando vio que no pude terminarme las pantagruélicas raciones.
 El recepcionista del albergue me había comentado que al sur de la ciudad estaba poco menos que la madre de todas las playas. Así que aproveché que esa tarde iba a visitarla con otra compañera (laboral y sentimental) letona, para acompañarles en plan carabina.
 Esta vez nos tocó una buena caminata por inhóspitos lugares como una estación de tren semiabandonada, teniendo incluso  que atravesar una autovía. 
  La recompensa que obtuvimos a tal esfuerzo fue más bien magra. Si la playa que había visitado por la mañana era mala, la vespertina era aún peor. No ayudaba mucho que estuviera junto al puerto y sobre todo que estuviera copada por sombrillas y tumbonas de pago.
 Como buenos pobretones nos tuvimos que conformar con una zona libre en la que nos pudimos sentar en un duro suelo de hormigón que hacía las veces de orilla. Detrás de nosotros, un gran edificio abandonado a medio construir completaba el poco idílico panorama.
 Por lo menos el agua (que no era color turquesa ni mucho menos) estaba a buena temperatura, así que pudimos darnos un chapuzón en condiciones.
 Por la noche, ya en solitario (aunque el mítico Chanquete decía que uno nunca está solo del todo) me di una vuelta por el paseo marítimo. Estaba lleno de atracciones y puestos de venta callejeros. Numerosas familias aprovechaban la agradable temperatura para pasear por la zona. Me parecía estar en Cambrils una noche cualquiera de agosto. Y tampoco es de extrañar. Por mucho que los políticos se empeñen en dividirnos, las personas no somos tan diferentes unas de otras, independientemente del lugar donde nos ha tocado vivir.


 



jueves, 5 de octubre de 2017

SURCANDO EL ADRIÁTICO

  No quería abandonar Italia sin comerme un buen plato de pasta (original que es uno). Así que tras un exhaustivo escaneo por la ciudad, pude encontrar un restaurante con la cocina abierta a las 11 de la mañana, que además ofrecía precios ajustados.
  La carta contaba con nada menos que 12 tipos de espaguetis. Siguiendo mi arrriesgada política de innovación culinaria, aposté por unos desconocidos "Spaghetti alla Poveraccia". No es infrecuente en mis viajes que, al pedir un plato a ciegas, me encuentre con algunas sorpresas desagradables, destacando una sopa de tripas a la que me enfrenté en Rumanía. Esto se evitaría fácilmente preguntando al camarero qué lleva cada plato.
  Pero nada sustituye a la emoción de deleitarse con una maravilla gastronómica inesperada. En este caso no llegó a tanto, aunque la pasta acompañada de tomates a pedazos y alcaparras, servida con pan de focaccia pasó el corte con creces.
 Aunque el "desayuno" había sido bastante contundente, debía aprovisionarme para mi larga travesía marítima. Así que entré en un supermercado, que como era de esperar al estar abierto en domingo, estaba regentado por asiáticos (indios en este caso). Habiéndome conformado con cualquier cosa que me hubiese matado el gusanillo a bordo del barco, me encontré e hice acopio de un viejo conocido de mi etapa británica: el London Mix, aperitivo hindú tan sabroso como calórico, con lo que a Dios (en este caso Shiva) puse por testigo de que no volvería a pasar hambre en mi viaje.
 Absolutamente confiado, me presenté en el embarcadero una hora antes de la partida. Al mostrar el billete en la zona de embarque, el empleado me dijo que antes debía hacer el "check in" en la zona de registro, que estaba al otro lado del puerto, cerca de la entrada que había inspeccionado el día anterior, y a la que no pude acceder. Pero para eso estaba un autobús gratuito que hacía la ruta y que se cogía en una parada junto al embarcadero. Bueno, se supone, porque estuve un buen rato esperando y allí no aparecía nada ni remotamente parecido a un autobús, ni la marquesina mostraba ningún horario.
Arrivederci, Bari
  En mi misma situación estaba una pareja, con la que no tardé en contactar. Viendo que los minutos pasaban y no había ni rastro del autobús portuario, nos empezamos a poner tensos. El billete anunciaba que la facturación finalizaba una hora antes de la salida del barco, y ya habíamos cruzado el Rubicón.
 Viendome condenado a tener que quedarme más tiempo del esperado en el sur de Italia (vale, hay condenas peores...) paré un taxi  y les ofrecí a mis improvisados compañeros compartirlo. El taxista, parece que adivinando nuestra complicada situación se descolgó pidiéndonos 20 € por un trayecto de unos 3 km. El individuo de la pareja se negó en redondo, pero su compañera y yo le hicimos ver que perder el ferri sería mucho peor, así que se avino a negociar. "Logramos" que el taimado conductor nos hiciera el trayecto de ida, nos esperara y nos trajera por 15 €. Seguía siendo un atraco, pero al final, por 5 € nos asegurábamos no perder el barco.
 El "check in" no era otra cosa que llevar el billete impreso, entregarlo en la taquilla y recibir otro un poco más currado que permitía el acceso a bordo, para lo cual había que volver a la zona de embarque.  El por qué hace falta pasar ese trámite y recorrerte el puerto de arriba a abajo, en vez de hacerlo todo en el mismo sitio, lo desconozco. Aunque quizá sea para que individuos con pocos escrúpulos como nuestro taxista hagan negocio. No contento con lo que nos sacó a nosotros, a la vuelta cogió al vuelo a un par de pasajeros más que se unieron a nuestra carrera, sableándoles convenientemente, sin reducir nuestra gravosa tarifa.
 Mis improvisados compañeros estaban que trinaban. Venían del norte de Italia y les parecía fatal la informalidad que reina en el sur. A mí, a pesar de la inesperada "derrama", me hizo mucha gracia la situación.
 Ya no me hizo tanta que una vez a bordo del gigantesco ferri, se nos avisara de que iba a zarpar con 3 horas de retraso. La anterior ocasión que hice un trayecto marítimo de larga distancia salió puntual como un reloj. Claro, que esa vez fui de Alemania a Suecia...
Mobiliario espartano
 Siempre me han llamado la atención los grandes barcos. En este caso, la estampa desde el puerto del buque "Francesca"era imponente. No lo era tanto su interior, bastante austero, aunque muy amplio.
 Y a la fuerza tenía que serlo, porque allí no paraba de subir gente hasta que nos pusimos en marcha. Para ese momento, todos los bancos (duros e incómodos con ganas) estaban repletos y no eran pocos los pasajeros que viajaban tumbados en los pasillos.
 Las casi 8 horas de travesía a través del Adriático no se me hicieron muy pesadas, gracias a los paseos por el interior y la cubierta, además de las interesantes conversaciones con mis compañeros transalpinos.
Ocaso en el mar Adriático
 Ya era de noche cuando en lontananza se empezaron a vislumbrar las primeras luces de la ciudad albanesa de Durres. ¿Qué me esperaba en este misterioso país que ha estado tan aislado durante muchos años y del que tan poco se conoce? 
 Si al pensar en un albano kosovar me viene a la cabeza un temible guerrillero, ¿es entonces un albanés a secas medio guerrillero?
 ¿Lograría hacerme entender teniendo en cuenta que los albaneses no son muy políglotas y su lengua es absolutamente desconocida para mí? 
 Todas estas cavilaciones desaparecieron de un plumazo cuando al llegar al albergue, me atendió un simpático recepcionista en perfecto español (era uruguayo). Pronto me di cuenta de que lo más temible que me iba a encontrar en Albania iba a ser el ruidoso ventilador que, como si fuera una maldición que me perseguía, traqueteaba ruidosamente en mi habitación.
 

martes, 26 de septiembre de 2017

BARI Y CERCANÍAS

 Para llegar a mi próximo destino, tuve que realizar un viaje en autobús que me hizo recorrer Italia de oeste a este. Dada la particular forma del país transalpino, el trámite no pasó de las 3 horas atravesando monótonos paisajes clásicamente mediterráneos.
 No tenía muchas referencias de Bari, así que sólo le concedí un día para su visita, que además iba a tener que compartir con un par de destinos en sus cercanías.
 A la hora de buscar alojamiento sólo había encontrado un albergue, y además bastante caro. Así que alquilé una habitación individual en Airbnb con la intención de poder recuperar algo del déficit de sueño, que calculaba que iba a tener tras mi periplo napolitano.
 La casa contaba con dos habitaciones. La mía era básica pero más que suficiente, y la otra estaba ocupada por un amigo del anfitrión. Éste sólo estuvo presente para recibirme.
 Apenas tomé posesión de mi cuarto, me dirigí a la estación de tren para explorar los alrededores. 
 Sin pensarlo mucho,me metí en el primer tren que se dirigía al sureste. No las tenía todas conmigo y le pregunté a una pasajera si iba bien encaminado. Me explicó que ese tren era un Intercity y con mi billete sólo podía viajar en trenes regionales.  Pude apearme del convoy justo a tiempo, lo cual evitó una más que posible multa.
  Ya recolocado en el más humilde pero entrañable ferrocarril regional me encontré con mi compañero de piso por una noche,  que iba a pegarse un chapuzón a una playa cercana. Aproveché la ocasión para conversar con él y recabar valiosa información turística sobre mis visitas de esa tarde.
 Mi primera parada fue la pequeña localidad costera de Monopoli. No pude resistirme a un nombre tan curioso, que además iba a suponer otro hito más en mi permanente búsqueda por visitar ciudades con nombres de cosas.
 Aunque la polémica estaba servida. ¿Podía entrar en esa categoría teniendo en cuenta que no se escribe igual que el popular juego de tablero? Tras una ardua deliberación, el comité que vela por la pureza de la institución, decidió considerar mi visita a Monopoli como Turismo Nominal, gracias a mi voto de calidad, como presidente y único miembro del consejo consultivo.
 Cuestiones semánticas y legales aparte, la visita a Monopoli fue de lo más recomendable. Empezando por la amabilidad de la empleada de la oficina de turismo y siguiendo por la belleza del lugar.
Monopoli: Turismo Nominal por los pelos

 Se trata de una ciudad con un bonito centro histórico amurallado formado por estrechas callejuelas de casas encaladas.  No faltan bonitas iglesias e incluso un pequeño castillo mandado construir por el rey Carlos I de España. También cuenta con una playa que, como suele pasar en Italia, es más bonita que práctica.
 Me hubiera quedado más tiempo, pero el deber me llamaba, y tomé el tren, que tras un brevísimo trayecto, me dejó en Polignano a Mare.
  La silueta de sus casas blancas levantadas sobre un acantilado, que presenta en su base unas espectaculares grutas naturales, forma una estampa inolvidable. Al igual que en Monopoli cuenta con una cala tan bonita para la vista como áspera para el baño.
 Mi apretada jornada turística no me dejaba mucho tiempo para sentarme a comer tranquilamente. Así que visité una panadería donde se vendían focaccias al peso. Había de varios tipos y tenían un aspecto increíble que se confirmó al degustar una de ellas. Todo parecido con el producto que se vende en el Mercadona con el mismo nombre, es pura coincidencia.
Polignano a Mare

 Como curiosidad, destacar que en Polignano a Mare vino al mundo el popular cantante melódico Domenico Modugno, que cuenta con una estatua en un lugar preferente de la villa.
 De vuelta a Bari, me pasé por la oficina de turismo donde me atendió el pasotismo hecho empleada. Ante mi interés por conocer los lugares emblemáticos de la ciudad, me ofreció un mapa sin perder su cara de estaca y me dijo que allí venía todo explicado. Creo no equivocarme si aventuro que esta señorita no estudió en la misma escuela de turismo que su compañera de gremio monopolitana.
 Aunque el entusiasmo de la empleada fuera mejorable , el mapa estaba muy bien, así que pude recorrer las calles baresinas con un mínimo criterio.  Además de algunos teatros y edificios monumentales destaca la Bari Vecchia , con su bonito trazado urbano medieval. Ya llevaba tres cascos históricos visitados esa tarde, así que no me impactó tanto su arquitectura sino la particular atmósfera. A la caída de la noche, los vecinos sacaban las sillas a la calle y las estrechas callejuelas se convertían en improvisados salones de conversación. 
 No faltaba tampoco animación en el paseo marítimo, y en las principales plazas, repletas de gente de todas las edades. La capital de la Apulia me pareció una ciudad con mucha vida.
Estampa baresina
 Pero yo no había ido a Bari a divertirme. Al día siguiente tenía que coger un barco y quería asegurarme del lugar exacto. En el mapa de la ciudad, el puerto aparecía con dos entradas, y no sabía a cual de las dos debía dirigirme, por lo que fui a revisar ambas. La primera estaba cerca del centro y era la que me habían indicado en la oficina de turismo. Pero por razones evidentes, no me fiaba, así que me dirigí a la segunda.
 Tras un paseo que fue excesivo hasta para mis estándares, por zonas sin ningún interés, llegué a una garita por donde no dejaban de entrar coches y camiones. Una gran señal advertía de que la entrada de peatones estaba prohibida. Ya sabía por dónde no tenía que ir.
 Teniendo ya todo controlado, volví al centro y me saqué una cerveza en una máquina expendedora de la calle para celebrarlo. Cometí un pequeño pero craso error, ya que se trataba de un botellín con su correspondiente chapa, y la máquina no contaba con abrebotellas. Descartando la idea de usar mis premolares para acceder al deseado interior, tuve que volver al piso botella en ristre y dar por concluida mi exploración.
 Hay puertas que requieren para su apertura algún pequeño "truco", pero la de la casa exigía hechizos de nivel 10 como poco.  Ni el "Manitas de Uranio" en sus más lúcidas viñetas hubiera podido con ella. Tras más de 5 minutos forcejeando estérilmente y probando todos los giros de llave de los que mi muñeca es capaz, mi compañero, al que había sacado de la cama, dio unos pases mágicos de cerrojo y me permitió cruzar el umbral.
 Afortunadamente, el piso contaba con un abrebotellas, por lo que, al fin, pude saborear mi ya tibia pero largamente deseada "Birra Peroni", tras lo cual me retiré a mis aposentos a descansar. Y a fe que lo hice, aprovechando la ausencia de ventiladores ruidosos y motosierras humanas.