martes, 26 de septiembre de 2017

BARI Y CERCANÍAS

 Para llegar a mi próximo destino, tuve que realizar un viaje en autobús que me hizo recorrer Italia de oeste a este. Dada la particular forma del país transalpino, el trámite no pasó de las 3 horas atravesando monótonos paisajes clásicamente mediterráneos.
 No tenía muchas referencias de Bari, así que sólo le concedí un día para su visita, que además iba a tener que compartir con un par de destinos en sus cercanías.
 A la hora de buscar alojamiento sólo había encontrado un albergue, y además bastante caro. Así que alquilé una habitación individual en Airbnb con la intención de poder recuperar algo del déficit de sueño, que calculaba que iba a tener tras mi periplo napolitano.
 La casa contaba con dos habitaciones. La mía era básica pero más que suficiente, y la otra estaba ocupada por un amigo del anfitrión. Éste sólo estuvo presente para recibirme.
 Apenas tomé posesión de mi cuarto, me dirigí a la estación de tren para explorar los alrededores. 
 Sin pensarlo mucho,me metí en el primer tren que se dirigía al sureste. No las tenía todas conmigo y le pregunté a una pasajera si iba bien encaminado. Me explicó que ese tren era un Intercity y con mi billete sólo podía viajar en trenes regionales.  Pude apearme del convoy justo a tiempo, lo cual evitó una más que posible multa.
  Ya recolocado en el más humilde pero entrañable ferrocarril regional me encontré con mi compañero de piso por una noche,  que iba a pegarse un chapuzón a una playa cercana. Aproveché la ocasión para conversar con él y recabar valiosa información turística sobre mis visitas de esa tarde.
 Mi primera parada fue la pequeña localidad costera de Monopoli. No pude resistirme a un nombre tan curioso, que además iba a suponer otro hito más en mi permanente búsqueda por visitar ciudades con nombres de cosas.
 Aunque la polémica estaba servida. ¿Podía entrar en esa categoría teniendo en cuenta que no se escribe igual que el popular juego de tablero? Tras una ardua deliberación, el comité que vela por la pureza de la institución, decidió considerar mi visita a Monopoli como Turismo Nominal, gracias a mi voto de calidad, como presidente y único miembro del consejo consultivo.
 Cuestiones semánticas y legales aparte, la visita a Monopoli fue de lo más recomendable. Empezando por la amabilidad de la empleada de la oficina de turismo y siguiendo por la belleza del lugar.
Monopoli: Turismo Nominal por los pelos

 Se trata de una ciudad con un bonito centro histórico amurallado formado por estrechas callejuelas de casas encaladas.  No faltan bonitas iglesias e incluso un pequeño castillo mandado construir por el rey Carlos I de España. También cuenta con una playa que, como suele pasar en Italia, es más bonita que práctica.
 Me hubiera quedado más tiempo, pero el deber me llamaba, y tomé el tren, que tras un brevísimo trayecto, me dejó en Polignano a Mare.
  La silueta de sus casas blancas levantadas sobre un acantilado, que presenta en su base unas espectaculares grutas naturales, forma una estampa inolvidable. Al igual que en Monopoli cuenta con una cala tan bonita para la vista como áspera para el baño.
 Mi apretada jornada turística no me dejaba mucho tiempo para sentarme a comer tranquilamente. Así que visité una panadería donde se vendían focaccias al peso. Había de varios tipos y tenían un aspecto increíble que se confirmó al degustar una de ellas. Todo parecido con el producto que se vende en el Mercadona con el mismo nombre, es pura coincidencia.
Polignano a Mare

 Como curiosidad, destacar que en Polignano a Mare vino al mundo el popular cantante melódico Domenico Modugno, que cuenta con una estatua en un lugar preferente de la villa.
 De vuelta a Bari, me pasé por la oficina de turismo donde me atendió el pasotismo hecho empleada. Ante mi interés por conocer los lugares emblemáticos de la ciudad, me ofreció un mapa sin perder su cara de estaca y me dijo que allí venía todo explicado. Creo no equivocarme si aventuro que esta señorita no estudió en la misma escuela de turismo que su compañera de gremio monopolitana.
 Aunque el entusiasmo de la empleada fuera mejorable , el mapa estaba muy bien, así que pude recorrer las calles baresinas con un mínimo criterio.  Además de algunos teatros y edificios monumentales destaca la Bari Vecchia , con su bonito trazado urbano medieval. Ya llevaba tres cascos históricos visitados esa tarde, así que no me impactó tanto su arquitectura sino la particular atmósfera. A la caída de la noche, los vecinos sacaban las sillas a la calle y las estrechas callejuelas se convertían en improvisados salones de conversación. 
 No faltaba tampoco animación en el paseo marítimo, y en las principales plazas, repletas de gente de todas las edades. La capital de la Apulia me pareció una ciudad con mucha vida.
Estampa baresina
 Pero yo no había ido a Bari a divertirme. Al día siguiente tenía que coger un barco y quería asegurarme del lugar exacto. En el mapa de la ciudad, el puerto aparecía con dos entradas, y no sabía a cual de las dos debía dirigirme, por lo que fui a revisar ambas. La primera estaba cerca del centro y era la que me habían indicado en la oficina de turismo. Pero por razones evidentes, no me fiaba, así que me dirigí a la segunda.
 Tras un paseo que fue excesivo hasta para mis estándares, por zonas sin ningún interés, llegué a una garita por donde no dejaban de entrar coches y camiones. Una gran señal advertía de que la entrada de peatones estaba prohibida. Ya sabía por dónde no tenía que ir.
 Teniendo ya todo controlado, volví al centro y me saqué una cerveza en una máquina expendedora de la calle para celebrarlo. Cometí un pequeño pero craso error, ya que se trataba de un botellín con su correspondiente chapa, y la máquina no contaba con abrebotellas. Descartando la idea de usar mis premolares para acceder al deseado interior, tuve que volver al piso botella en ristre y dar por concluida mi exploración.
 Hay puertas que requieren para su apertura algún pequeño "truco", pero la de la casa exigía hechizos de nivel 10 como poco.  Ni el "Manitas de Uranio" en sus más lúcidas viñetas hubiera podido con ella. Tras más de 5 minutos forcejeando estérilmente y probando todos los giros de llave de los que mi muñeca es capaz, mi compañero, al que había sacado de la cama, dio unos pases mágicos de cerrojo y me permitió cruzar el umbral.
 Afortunadamente, el piso contaba con un abrebotellas, por lo que, al fin, pude saborear mi ya tibia pero largamente deseada "Birra Peroni", tras lo cual me retiré a mis aposentos a descansar. Y a fe que lo hice, aprovechando la ausencia de ventiladores ruidosos y motosierras humanas.
 

lunes, 18 de septiembre de 2017

TRAS LOS PASOS DE CARLOS III

 Me había levantado con ganas de ver ruinas romanas y tenía tres posibilidades a mi alcance: visitar el museo arqueológico, Pompeya o Herculano.
  Para alguien al que no le gusta tomar decisiones, se presentaba un dilema complicado. Primero descarté el museo. Puestos a ver restos, mejor hacerlo en su entorno original. Entre las dos ciudades, Pompeya contaba con una ligera ventaja, por su influencia en la literatura y el cine. Pero Herculano es más pequeña e iba a poder visitarla en menos tiempo, pudiendo aprovechar más el día. El desempate llegó con el mensaje de un amigo que me recomendó visitar la segunda, ya que, según él, estaba mucho mejor conservada. Luego me enteré de que mi amigo sólo había estado en Pompeya, con lo que su opinión no debería haber sido tomada muy en cuenta. Pero da igual. Me sirvió para tomar la decisión sin calentarme mucho el tarro.
 De nuevo volví a tomar el Circunvesubiano, que en poco más de media hora me dejó en la estación de la nueva ciudad de Herculano. Un paseo de unos 15 minutos me condujo al yacimiento.
 Al igual que sucedió con Pompeya, Herculano fue sepultada por la erupción del Monte Vesubio. La ciudad se mantuvo preservada bajo tierra hasta que el aragonés Roque Joaquín de Alcubierre, patrocinado por el rey de Carlos VII de Nápoles (más tarde Carlos III de España), dirigió las excavaciones que la volverían a sacar a la luz.
Herculano
 La verdad es que mi paisano hizo un buen trabajo. Herculano está muy bien preservada y había momentos en que paseando por sus calles me imaginaba siendo un tal Alfonsus Maximus recitando frases del tipo "cicerone consule".
 Sin ánimo de ser exhaustivo, recorrí los restos en poco más de una hora. Suficiente para hacerme una idea de cómo era una antigua ciudad romana y seguir en busca de nuevos destinos.
 Volví a la Estación Central de Nápoles donde tomé otro tren rumbo a Caserta.
 Hace muchos años, viendo por televisión una etapa del Giro de Italia, el helicóptero enfocó un inmenso palacio que me impresionó por su  descomunal tamaño. Más tarde descubrí que se trataba del Palacio Real de Caserta (Reggia di Caserta), y no pensaba desaprovechar la oportunidad para echarle un vistazo.
 En la oficina de turismo, situada en la misma estación, se sorprendieron un poco al preguntarles por el pabellón de baloncesto. No tenían muy claro dónde quedaba , y además me dijeron que no se podía visitar al no haber empezado la temporada. Así que me quedé sin ver el lugar donde el mítico baloncestista brasileño Oscar Smith actuaba como local.  Más fácil fue orientarme hacia el Palacio Real, ya que se veía desde la puerta de la estación.
 Antes de entrar en harina, me di un paseo por la ciudad de Caserta. Aparte de un imponente arco del triunfo de estilo fascista, no vi gran cosa de interés. Curiosamente, en esta ciudad, el casco histórico (Caserta Vecchia) está  a varios kilómetros del centro, ya que al construir el Palacio, se edificó la nueva Caserta junto al mismo. No tuve tiempo de visitar la vieja, y me dirigí al principal motivo de mi viaje.
 El Reggia di Caserta fue mandado construir por nuestro amigo y ya mencionado Carlos III cuando reinaba en Nápoles. Dentro de los Borbones fue una rara avis, ya que no sólo fue un buen y apreciado rey, sino que además se caracterizó por su recato en asuntos de alcoba. Eso sí, el gusto por el derroche no le faltó. Porque el palacio, de estilo barroco, es una barbaridad, no teniendo nada que envidiar al de Versalles, con el que guarda cierto parecido. Si por fuera impresiona, su interior no le va a la zaga, con estancias lujosamente decoradas.
Jardines y Palacio Real de Caserta
  Y puestos a hacer las cosas a lo grande, ¿por qué no hacer unos jardines con un paseo de más de 3 kilómetros?  Para recorrer tamaña distancia se podía alquilar una bicicleta, coger un microbús o incluso montar en un coche de caballos.  
 Para pateadores austeros nos quedaba la opción de hacerlo por nuestros medios bajo el tórrido sol vespertino y con la compañía de la monótona sinfonía de las cigarras.
 Ya de vuelta en Nápoles, me dirigí al puerto, no sin antes detenerme a cenar en un restaurante. Escarmentado por la discutible experiencia de la pizza frita, me decanté por una convencional, y no escatimé en gastos, eligiendo una variedad con mozzarella de búfala y un tomate especial.
 La pizza resultó ser un manjar exquisito. No me pareció tan bien que en la cuenta aparecieran dos polémicos conceptos añadidos como "servicio" y "cubierto" (me tendría que haber llevado el tenedor). Y no contento con eso, aún les dejé 10 céntimos de propina.
 Cuesta mucho sacrificio ganarse la fama de niunclavelista. Pero si uno no está atento, todo ese esfuerzo puede tirarse por la borda en un momento de descuido.
 Un agradable recorrido por el paseo marítimo me llevó al Castillo del Ovo (huevo), situado en un islote al que se puede acceder gracias a un puente. En dicha ínsula, también había numerosos restaurantes de alto copete, cuyos precios iban en consonancia con lo exclusivo del lugar y el nombre del castillo.
Castillo del Ovo
  Volviendo ya al albergue por las abigarradas calles del centro, junto a unos vendedores ambulantes me encontré a una cantante callejera de ópera. Mientras escuchaba como entonaba arias magistralmente, me pareció que esa situación era el fiel reflejo de lo que me había transmitido la ciudad de Nápoles. La mezcla perfecta y equilibrada entre lo cutre y lo solemne.
 Mientras subía las escaleras de los 5 pisos que me separaban de la puerta del hostel, reflexionaba sobre el pequeño y craso error que había cometido al elegirlo. Casi por el mismo precio podía haberme alojado en un una habitación individual de esos pisos que tan poco gustan a la alcaldesa de Barcelona. En este caso había sufrido las molestias propias de los albergues (especialmente el infernal ruido del ventilador) sin sus ventajas, ya que apenas había interaccionado con los huéspedes.
 Mis sombrías reflexiones fueron interrumpidas cuando me encontré con un grupo de personas en la entrada.  Estaban a punto de salir a echar un trago y no dudaron en invitarme a unirme a la expedición.
 Nuestra heterogénea comitiva estaba formada por individuos de diversos países, edades y extractos sociales. Las calles napolitanas estaban animadas y pasamos un buen rato.        
 Aunque en estos grupos improvisados los compañeros suelen ser muy cordiales y se dan conversaciones interesantes, me da la impresión de que hay algo de pose y es difícil que surgan sólidos lazos de amistad. Al fin y al cabo, es gente a la que ya no se va a volver a ver más...¿O sí?

 



viernes, 8 de septiembre de 2017

ESTAMPAS NAPOLITANAS Y AMALFITANAS

 Empleé mi primera mañana en Nápoles en reponer los útiles de viaje que había olvidado. A falta de un "todo a 100" o un hipermercado competente, me dediqué a visitar pequeños comercios que abundan en el centro de la ciudad. Allí me empecé a dar cuenta que, en Italia, fuera de los lugares más turísticos, mi inglés no me iba a servir de mucho. Y dado que mi conocimiento de la lengua de Dante es más que deficiente, mis interacciones con los dependientes eran toda una comedia, y no precisamente divina. Pero con buena voluntad y algo de mímica todo se consigue, así que pude reponer mi inventario y centrarme en la visita de la ciudad.
 Esperaba mucho de Nápoles y no me decepcionó en absoluto. Calles llenas de vida, con abundantes monumentos y edificios barrocos. A ello se sumaban no pocos ejemplos de arquitectura monumental fascista y un cierto toque decadente y de desorden que, lejos de resultarme negativo, hacía que la ciudad ganara interés. Por si estos ingredientes no fueran suficientes, la dilatada historia (presencia española incluida) que se reflejaba en sus calles, la compleja orografía con empinadas colinas, y las sugerentes vistas sobre el Golfo de Nápoles y el Vesubio hacen de Nápoles una  ciudad imprescindible para todo turista que se precie.
Plaza del Plebiscito
 De entre todas las maravillas que guarda la ciudad, destacaría el impacto que me produjo la inmensa Plaza del Plebiscito y el peculiar Barrio Español que, aparte de su bonito nombre, tiene un ambiente muy genuino. En sus estrechas calles, sus vecinos viven la típica vida "de barrio", con casas ocupando los bajos de los edificios y sacando las sillas a la calle para conversar. No faltan, además numerosos comercios, restaurantes y mercadillos que hacen que sea una zona llena de vida. Algunos foros de viaje no lo recomiendan por su supuesta peligrosidad, pero afortunadamente de eso me he enterado después. Así que pude pasear relajadamente por sus pintorescas calles, tanto de día como de noche.
Barrio Español
 Como si Nápoles no contara con suficientes encantos, y siguiendo mi discutida política de ver el máximo número de hitos en el menor tiempo posible, dediqué la tarde a visitar la costa amalfitana.
 Para ello fui a la estación central donde tomé el Circumvesubiano, un tren de nombre tan sugerente como los paisajes que atravesaba, paralelos a la costa y dominados por la imponente efigie del Monte Vesubio. 
 La línea llegaba hasta Sorrento, localidad costera que pensaba explorar convenientemente a la vuelta, ya que nada más bajar de la estación me esperaba un autobús que hacía la ruta amalfitana. Con el billete podía hacer un uso indiscriminado del servicio durante 24 horas.
 Tras unos primeros minutos de tanteo, el autobús se fue acercando a la costa para tomar una carretera que nos deparó un espectáculo inigualable formado por escarpados acantilados y calas de una belleza inenarrable (yo hago lo que puedo).
 Cómodamente sentado, mientras observaba tan sublimes paisajes, casi deseaba que el autobús redujera su velocidad para deleitarme con la vista. Como si el universo conspirara para cumplir mis designios, pronto el conductor empezó a ralentizar su marcha. La estrecha carretera que serpenteaba paralela a la costa estaba muy transitada. Cada vez que el autobús se acercaba a una curva cerrada o un túnel tenía que esperar a que no viniera ningún vehículo en sentido contrario. Lo mismo sucedía cuando algún "listo" había dejado el coche mal aparcado, invadiendo parte de la calzada.
 Mi ambicioso plan de visitar dos localidades distintas se evaporaba mientras nos acercábamos a velocidad de tortuga al pintoresco pueblo de Positano. Sus coloridas casas que se asientan sobre una colina, formando un imponente mirador al golfo de Salerno, me llamaban casi a gritos. Pero también quería vistar Amalfi, así que, improvisando una astuciosa jugada "visité" Positano desde el autobús y seguí hasta el final de la ruta.
Amalfi
 Amalfi demostró ser una alternativa ciertamente competente. Además de la bonita estampa de las casas sobre una colina a orillas del mar, su casco histórico, aunque pequeño, era bastante reseñable.
  Como era de esperar, estaba repleto de turistas que, a ratos, hacían que fuera algo agobiante pasear por sus calles.
 Aunque eso no fue nada con lo que me tocó en el autobús de vuelta. Ante la gran demanda, los asientos del vehículo fueron insuficientes y a muchos nos tocó ir de pie.  Cuando ya estaba a punto de ciscarme en la costa Amalfitana y la madre que la parió, se bajó una persona y presto ocupé su sitio.
Aún cabe uno más en la baca
 Seguía yendo en un autobús atestado a 10 km. por hora, pero ahora lo hacía sentado. Ahora sí que pude reflexionar sobre lo que había visto. 
 Había presenciado unos paisajes maravillosos, llenos de dramatismo y encanto. Pueblos preciosos y calas de ensueño.   
 Pero dejando aparte la estética, se trata de lugares inhabitables tanto por la complicada orografía del terreno como por la saturación turística. Las playas, que quedan muy bien en una postal, son de piedras y muchas de ellas tienen un acceso realmente complicado. 
 Al fin pude entender por qué las costas españolas se llenan de italianos en verano. Nuestras playas son más mundanas, pero mucho más prácticas y aprovechables.
 Llegué ya anocheciendo a Sorrento, por lo que dejé su reconocimiento para mejor ocasión y volví en el Circumvesubiano a Nápoles.
Pizza frita: tan grande que no cabe en la foto
 El día había sido intenso, pero el plato fuerte estaba por llegar. 
 Me senté en una humilde taberna del Barrio Español y no pude evitar la tentación de probar la pizza frita, especialidad de la que nunca había tenido noticia y que se trata de una especie de "calzone" pasado por la freidora en vez de por el horno.
 Como era de esperar con dicha preparación culinaria, el plato era más que contundente, y de un sabor nada refinado.
 De su tamaño da testimonio la foto adjunta, el hecho de que no me la pudiera terminar y el que tuviera que dar un paseo de casi dos horas para estar en condiciones de acostarme e intentar dormir.
 Hábilmente, le quité una marcha al temido ventilador del albergue, que se quedó en modo ruidoso, en lugar del ensordecedor de la noche anterior. Con tamaña mejora, no tuve mayor problema para caer en brazos de Morfeo.



lunes, 4 de septiembre de 2017

RUMBO A NÁPOLES

 Tras mi periplo americano del año pasado, y como si fuera el comité elector de unos mundiales de fútbol o unos juegos olímpicos, este año tocaba volver a Europa para mi viaje estival.
  El Viejo Continente lo tengo bastante baqueteado, pero aún tenía algunas cuentas pendientes. No había visitado Grecia, Nápoles me lleva llamando mucho tiempo y tenía mucha curiosidad por recorrer Albania, país tan misterioso como recomendado por aquéllos que habían estado.
 Teniendo estos elementos ya sólo faltaba elaborar una ruta para unirlos, intentando evitar el avión (excepto para el viaje de ida y vuelta) y a un precio razonable. Esto que parece tan fácil, y probablemente lo sea, me llevó horas y horas de investigación y toma de decisiones.
 Todos los trayectos, alojamientos y contingencias estaban previstos en una impecable obra de orfebrería cuidadosamente elaborada. 
 Pero pronto le empecé a ver las costuras a mi, en teoría, perfecto planteamiento. 
 Ya en el autobús rumbo a Barcelona (¿Para cuando vuelos internacionales en el aeropuerto de Huesca?) me di cuenta de que no había buscado apenas información turística sobre los lugares que iba a visitar. Me tranquilicé a mí mismo confiando en mi talento natural y el buen hacer de las oficinas de turismo locales. También había obviado la clásica lista de cosas a llevar en la maleta. En un repaso mental, me di cuenta de que me había dejado unas cuantas. Algunas de fácil reposición y otras, como mis lentillas adaptadas a mi vista de lince miope o los cascos de mi obsoleto móvil Samsung que hace las veces de reproductor mp3, más complicadas de encontrar.
 Ya en el avión me tocó estar rodeado de unos jóvenes con pinta de italianos que volvían de unas vacaciones en Lloret de Mar. Hablaban en una lengua que recordaba al idioma transalpino, pero que no acababa de identificar.
 Mi compañera de asiento me sacó de mi duda. Se trataba del napolitano, lengua muy hablada en el sur de Italia. Aproveché la ocasión que me brindaba mi primer contacto con una local, para preguntarle qué ver en Nápoles y cercanías. Mi disco duro se quedó con dos nombres: Costa Amalfitana y Pompeya.
 Ya en el aeropuerto napolitano, me ocurrió algo que me iba a dar pistas sobre el carácter caótico de la capital de la Campania. En el camino hacia la salida, unos cuantos nos desviamos de la ruta y nos metimos por una puerta equivocada. No nos costó mucho volver al camino correcto, pero era la primera vez que me pasaba algo así en un aeropuerto.
 Mejor indicado estaba el camino hacia el autobús que me condujo a la ciudad. A pesar de ser bastante tarde y no haber mucho tráfico, me empecé a hacer una ligera idea de cómo se las gastan los napolitanos para conducir, especialmente los motoristas, que se colaban por todos los lados.


Castel Nuovo
 Puse pie a tierra junto al mítico Castel Nuovo y tras un breve paseo, con algunos problemas de orientación solventados por mi humilde pero eficaz teléfono móvil, conseguí llegar al albergue.
 No pasé mucho tiempo en él, ya que, aquejado de un hambre canina, recorrí las animadas calles napolitanas en busca de pitanza. Como no podía ser de otra forma en el lugar donde tuvieron su origen, me hice con una excelente pizza Margarita que por el módico precio de 3 euros, satisfizo a la vez mi hambre física y mi curiosidad culinaria, sin destrozos en el bolsillo.
 Lo que sí estuvo a punto de destrozar mis nervios fue el ruidoso ventilador que traqueteaba en la habitación del albergue, en un vano intento de refrescar el tórrido ambiente.  Parafraseando a Winston Churchill, se nos dio a elegir el calor o el ruido. Elegimos el ruido y tuvimos el calor.
 Aprovechando un momento de calma en mitad de la noche, me levanté sigiloso para desactivar tamaño generador de decibelios, que para más INRI, no apuntaba a mi cama. La operación no fue exitosa, ya que al momento, un huésped se levantó como un resorte a encender el ventilador. Le expliqué la situación al compañero  que, inmisericorde, volvió al catre mientras un ruido ensordecedor se volvía a apoderar de la sala. Al rato, el mismo individuo, quién sabe si harto del ruido o en consideración hacia mi persona, apagó el artefacto y por fin, pude dormir.