lunes, 4 de septiembre de 2017

RUMBO A NÁPOLES

 Tras mi periplo americano del año pasado, y como si fuera el comité elector de unos mundiales de fútbol o unos juegos olímpicos, este año tocaba volver a Europa para mi viaje estival.
  El Viejo Continente lo tengo bastante baqueteado, pero aún tenía algunas cuentas pendientes. No había visitado Grecia, Nápoles me lleva llamando mucho tiempo y tenía mucha curiosidad por recorrer Albania, país tan misterioso como recomendado por aquéllos que habían estado.
 Teniendo estos elementos ya sólo faltaba elaborar una ruta para unirlos, intentando evitar el avión (excepto para el viaje de ida y vuelta) y a un precio razonable. Esto que parece tan fácil, y probablemente lo sea, me llevó horas y horas de investigación y toma de decisiones.
 Todos los trayectos, alojamientos y contingencias estaban previstos en una impecable obra de orfebrería cuidadosamente elaborada. 
 Pero pronto le empecé a ver las costuras a mi, en teoría, perfecto planteamiento. 
 Ya en el autobús rumbo a Barcelona (¿Para cuando vuelos internacionales en el aeropuerto de Huesca?) me di cuenta de que no había buscado apenas información turística sobre los lugares que iba a visitar. Me tranquilicé a mí mismo confiando en mi talento natural y el buen hacer de las oficinas de turismo locales. También había obviado la clásica lista de cosas a llevar en la maleta. En un repaso mental, me di cuenta de que me había dejado unas cuantas. Algunas de fácil reposición y otras, como mis lentillas adaptadas a mi vista de lince miope o los cascos de mi obsoleto móvil Samsung que hace las veces de reproductor mp3, más complicadas de encontrar.
 Ya en el avión me tocó estar rodeado de unos jóvenes con pinta de italianos que volvían de unas vacaciones en Lloret de Mar. Hablaban en una lengua que recordaba al idioma transalpino, pero que no acababa de identificar.
 Mi compañera de asiento me sacó de mi duda. Se trataba del napolitano, lengua muy hablada en el sur de Italia. Aproveché la ocasión que me brindaba mi primer contacto con una local, para preguntarle qué ver en Nápoles y cercanías. Mi disco duro se quedó con dos nombres: Costa Amalfitana y Pompeya.
 Ya en el aeropuerto napolitano, me ocurrió algo que me iba a dar pistas sobre el carácter caótico de la capital de la Campania. En el camino hacia la salida, unos cuantos nos desviamos de la ruta y nos metimos por una puerta equivocada. No nos costó mucho volver al camino correcto, pero era la primera vez que me pasaba algo así en un aeropuerto.
 Mejor indicado estaba el camino hacia el autobús que me condujo a la ciudad. A pesar de ser bastante tarde y no haber mucho tráfico, me empecé a hacer una ligera idea de cómo se las gastan los napolitanos para conducir, especialmente los motoristas, que se colaban por todos los lados.


Castel Nuovo
 Puse pie a tierra junto al mítico Castel Nuovo y tras un breve paseo, con algunos problemas de orientación solventados por mi humilde pero eficaz teléfono móvil, conseguí llegar al albergue.
 No pasé mucho tiempo en él, ya que, aquejado de un hambre canina, recorrí las animadas calles napolitanas en busca de pitanza. Como no podía ser de otra forma en el lugar donde tuvieron su origen, me hice con una excelente pizza Margarita que por el módico precio de 3 euros, satisfizo a la vez mi hambre física y mi curiosidad culinaria, sin destrozos en el bolsillo.
 Lo que sí estuvo a punto de destrozar mis nervios fue el ruidoso ventilador que traqueteaba en la habitación del albergue, en un vano intento de refrescar el tórrido ambiente.  Parafraseando a Winston Churchill, se nos dio a elegir el calor o el ruido. Elegimos el ruido y tuvimos el calor.
 Aprovechando un momento de calma en mitad de la noche, me levanté sigiloso para desactivar tamaño generador de decibelios, que para más INRI, no apuntaba a mi cama. La operación no fue exitosa, ya que al momento, un huésped se levantó como un resorte a encender el ventilador. Le expliqué la situación al compañero  que, inmisericorde, volvió al catre mientras un ruido ensordecedor se volvía a apoderar de la sala. Al rato, el mismo individuo, quién sabe si harto del ruido o en consideración hacia mi persona, apagó el artefacto y por fin, pude dormir.





4 comentarios:

Iulius Caesar dijo...

De momento tu crónica nos deriva a un mundo caótico lleno de amenazas para un viaje de grato recuerdo. Seguiré devorando tus publicaciones para satisfacer mi hambre de buena literatura.

Rufus dijo...

Gracias Raúl Raúl. Todo viajero que se precie ha de saber sobrellevar los incidentes que le acontecen en su travesía. Poco a poco iré desglosando mi relato. Un saludo.

Ramón dijo...

Bueno, de momento no has pagado nada a la Camorra, o tal vez si , puede que el que te vendió la pizza y el del albergue tengan que pagar su mordida,hace poco vi la película "Gomorra" que cogí en la biblioteca ,recomendable

Rufus dijo...

Ahora entiendo por qué los albergues de Nápoles son tan caros... En cambio...si el pizzaiolo la vende por 3 € y aún paga mordida...mejor no pensarlo porque en ese caso, a saber que llevaba la pizza para cubrir gastos.
El libro "Gomorra" me lo empecé a leer y aunque contaba historias interesantes no me acabó de enganchar y lo dejé. Habrá que probar con la película.