lunes, 18 de septiembre de 2017

TRAS LOS PASOS DE CARLOS III

 Me había levantado con ganas de ver ruinas romanas y tenía tres posibilidades a mi alcance: visitar el museo arqueológico, Pompeya o Herculano.
  Para alguien al que no le gusta tomar decisiones, se presentaba un dilema complicado. Primero descarté el museo. Puestos a ver restos, mejor hacerlo en su entorno original. Entre las dos ciudades, Pompeya contaba con una ligera ventaja, por su influencia en la literatura y el cine. Pero Herculano es más pequeña e iba a poder visitarla en menos tiempo, pudiendo aprovechar más el día. El desempate llegó con el mensaje de un amigo que me recomendó visitar la segunda, ya que, según él, estaba mucho mejor conservada. Luego me enteré de que mi amigo sólo había estado en Pompeya, con lo que su opinión no debería haber sido tomada muy en cuenta. Pero da igual. Me sirvió para tomar la decisión sin calentarme mucho el tarro.
 De nuevo volví a tomar el Circunvesubiano, que en poco más de media hora me dejó en la estación de la nueva ciudad de Herculano. Un paseo de unos 15 minutos me condujo al yacimiento.
 Al igual que sucedió con Pompeya, Herculano fue sepultada por la erupción del Monte Vesubio. La ciudad se mantuvo preservada bajo tierra hasta que el aragonés Roque Joaquín de Alcubierre, patrocinado por el rey de Carlos VII de Nápoles (más tarde Carlos III de España), dirigió las excavaciones que la volverían a sacar a la luz.
Herculano
 La verdad es que mi paisano hizo un buen trabajo. Herculano está muy bien preservada y había momentos en que paseando por sus calles me imaginaba siendo un tal Alfonsus Maximus recitando frases del tipo "cicerone consule".
 Sin ánimo de ser exhaustivo, recorrí los restos en poco más de una hora. Suficiente para hacerme una idea de cómo era una antigua ciudad romana y seguir en busca de nuevos destinos.
 Volví a la Estación Central de Nápoles donde tomé otro tren rumbo a Caserta.
 Hace muchos años, viendo por televisión una etapa del Giro de Italia, el helicóptero enfocó un inmenso palacio que me impresionó por su  descomunal tamaño. Más tarde descubrí que se trataba del Palacio Real de Caserta (Reggia di Caserta), y no pensaba desaprovechar la oportunidad para echarle un vistazo.
 En la oficina de turismo, situada en la misma estación, se sorprendieron un poco al preguntarles por el pabellón de baloncesto. No tenían muy claro dónde quedaba , y además me dijeron que no se podía visitar al no haber empezado la temporada. Así que me quedé sin ver el lugar donde el mítico baloncestista brasileño Oscar Smith actuaba como local.  Más fácil fue orientarme hacia el Palacio Real, ya que se veía desde la puerta de la estación.
 Antes de entrar en harina, me di un paseo por la ciudad de Caserta. Aparte de un imponente arco del triunfo de estilo fascista, no vi gran cosa de interés. Curiosamente, en esta ciudad, el casco histórico (Caserta Vecchia) está  a varios kilómetros del centro, ya que al construir el Palacio, se edificó la nueva Caserta junto al mismo. No tuve tiempo de visitar la vieja, y me dirigí al principal motivo de mi viaje.
 El Reggia di Caserta fue mandado construir por nuestro amigo y ya mencionado Carlos III cuando reinaba en Nápoles. Dentro de los Borbones fue una rara avis, ya que no sólo fue un buen y apreciado rey, sino que además se caracterizó por su recato en asuntos de alcoba. Eso sí, el gusto por el derroche no le faltó. Porque el palacio, de estilo barroco, es una barbaridad, no teniendo nada que envidiar al de Versalles, con el que guarda cierto parecido. Si por fuera impresiona, su interior no le va a la zaga, con estancias lujosamente decoradas.
Jardines y Palacio Real de Caserta
  Y puestos a hacer las cosas a lo grande, ¿por qué no hacer unos jardines con un paseo de más de 3 kilómetros?  Para recorrer tamaña distancia se podía alquilar una bicicleta, coger un microbús o incluso montar en un coche de caballos.  
 Para pateadores austeros nos quedaba la opción de hacerlo por nuestros medios bajo el tórrido sol vespertino y con la compañía de la monótona sinfonía de las cigarras.
 Ya de vuelta en Nápoles, me dirigí al puerto, no sin antes detenerme a cenar en un restaurante. Escarmentado por la discutible experiencia de la pizza frita, me decanté por una convencional, y no escatimé en gastos, eligiendo una variedad con mozzarella de búfala y un tomate especial.
 La pizza resultó ser un manjar exquisito. No me pareció tan bien que en la cuenta aparecieran dos polémicos conceptos añadidos como "servicio" y "cubierto" (me tendría que haber llevado el tenedor). Y no contento con eso, aún les dejé 10 céntimos de propina.
 Cuesta mucho sacrificio ganarse la fama de niunclavelista. Pero si uno no está atento, todo ese esfuerzo puede tirarse por la borda en un momento de descuido.
 Un agradable recorrido por el paseo marítimo me llevó al Castillo del Ovo (huevo), situado en un islote al que se puede acceder gracias a un puente. En dicha ínsula, también había numerosos restaurantes de alto copete, cuyos precios iban en consonancia con lo exclusivo del lugar y el nombre del castillo.
Castillo del Ovo
  Volviendo ya al albergue por las abigarradas calles del centro, junto a unos vendedores ambulantes me encontré a una cantante callejera de ópera. Mientras escuchaba como entonaba arias magistralmente, me pareció que esa situación era el fiel reflejo de lo que me había transmitido la ciudad de Nápoles. La mezcla perfecta y equilibrada entre lo cutre y lo solemne.
 Mientras subía las escaleras de los 5 pisos que me separaban de la puerta del hostel, reflexionaba sobre el pequeño y craso error que había cometido al elegirlo. Casi por el mismo precio podía haberme alojado en un una habitación individual de esos pisos que tan poco gustan a la alcaldesa de Barcelona. En este caso había sufrido las molestias propias de los albergues (especialmente el infernal ruido del ventilador) sin sus ventajas, ya que apenas había interaccionado con los huéspedes.
 Mis sombrías reflexiones fueron interrumpidas cuando me encontré con un grupo de personas en la entrada.  Estaban a punto de salir a echar un trago y no dudaron en invitarme a unirme a la expedición.
 Nuestra heterogénea comitiva estaba formada por individuos de diversos países, edades y extractos sociales. Las calles napolitanas estaban animadas y pasamos un buen rato.        
 Aunque en estos grupos improvisados los compañeros suelen ser muy cordiales y se dan conversaciones interesantes, me da la impresión de que hay algo de pose y es difícil que surgan sólidos lazos de amistad. Al fin y al cabo, es gente a la que ya no se va a volver a ver más...¿O sí?

 



2 comentarios:

Tyrannosaurus dijo...

Tomo nota de tu decisión entre Pompeya y Herculano. Pompeya es archiconocida, mientras que Herculano es más inédita. Según he leído, además, el problema en Pompeya actualmente es el deficiente mantenimiento de algunas de sus ruinas, aunque tengo entendido que muchos de sus edificios eran usados como segunda residencia de gente con un alto poder adquisitivo en la época. En el caso de Herculano, desconozco su origen.

Supongo que Carlos III, como buen borbón gustaba de los palacios y jardines ostentosos, así como hay que reconocerle su acierto al ordenar comenzar los trabajos de excavación de las poblaciones sepultadas por el Vesubio.

Rufus dijo...

Lo que me hubiera gustado es visitar las dos y así no tener que decidirme por una, pero no tenía tiempo para ello.
También es interesante resaltar que Carlos III fue de los primeros borbones. Según mi teoría, las dinastías monárquicas españolas han ido de más a menos. Los borbones han aguantado el tirón gracias a la "savia nueva" que les llegó en tiempos de Isabel II.