domingo, 13 de mayo de 2018

EPÍLOGO HELENO

 Mi vuelo de vuelta de tierras helenas salía a la 1:50 de la madrugada. Por lo que aún me quedaba prácticamente un día entero antes de tomar el avión. Atenas tiene muchos encantos, pero como buen turista que no puede evitar ver lo típico (además de lo atípico) de cada país que visita, no pude evitar la tentación de visitar una isla griega.
 Estas cosas se suelen hacer con calma, mirándolo todo bien antes, eligiendo la isla idónea para nuestros propósitos y estando unos cuantos días para aprovechar bien la estancia. Nada de eso podía hacerse a estas alturas, así que debía dejar lugar a la improvisación. Pero ésta no vino sola, ya que la noche anterior, un compañero barcelonés del albergue (Agustín), me comentó que junto a un grupo de compatriotas, iban a visitar una isla cercana a Atenas y me invitó amablemente a sumarme, cosa que hice sin dudar.
 Al día siguiente, Agustín se personó en mi habitación a primera hora de la mañana para decirme que habían quedado en un rato en el puerto del Pireo y se tenía que ir ya. Yo tenía que hacer el equipaje, por lo que no pude ir con él, pero quedamos en la estación de tren del Pireo una hora más tarde.
 Tras dejar mi maleta en consigna, tomé el metro hacia el Pireo. En la estación no vi ni rastro del grupo de españoles, así que, una vez desprovisto del guión, tuve que fiarlo todo a mi talento natural. Como no sabía a qué isla pensaban ir mis hipotéticos compañeros, me personé en una taquilla y pedí un billete de ida y vuelta para alguna isla cercana. Me tocó en suerte la isla de Aegina. Como no tenía ninguna referencia, me pareció estupendo.
¡Al abordaje!

 Una vez instalado en el transbordador, escuché a mis compañeras de asiento hablar  con otro grupo en castellano con deje catalán. Quiso la casualidad que se tratara de la comitiva con la que se suponía que iba a encontrarme en la estación. Como no soy rencoroso,  durante el trayecto marítimo, entablé una interesante conversación con mi improvisada interlocutora barcelonesa, en la que nos remontamos nada menos que a la leyenda de Rómulo y Remo.
 El barco paró en una isla que tenía bastante buena pinta. Cuando estaba a punto de apearme, me comentaron los del grupo que el barco seguía hacia otra isla, que es la que iban a visitar.
No estaba muy lejos, y en apenas 5 minutos de travesía, desembarcamos en Agistri. Nada más llegar, me di cuenta de que había cometido un pequeño pero craso error. Mi billete era para Aegina, la primera parada del barco.
 Pensando en que podría tener problemas a la vuelta, acudí a unas taquillas y me hice con un boleto para Aegina unas horas después. Desde allí, sería válido mi billete de vuelta a Atenas.
 La primera impresión que me dio Agistri no fue muy favorable. Las construcciones que poblaban las cercanías de la costa eran modernas, sin un ápice de genuinidad. Si me hubieran tapado los ojos en el trayecto y me hubieran dicho que habíamos llegado a Roquetas de Mar (disculpen los lectores roqueteños, es sólo un ejemplo), me lo hubiera creído.
 Como suele pasar en grupos grandes, pronto empezaron a aparecer distintas facciones. Una abogaba por quedarse en la playa junto al puerto para consagrarse al "dolce far niente". El otro grupo, más intrépido, decidió que sería mejor idea alquilar una bicicleta para recorrer la isla. No tuve muchas dudas para unirme al segundo, aunque eso me supusiera perder la posibilidad de seguir mi más que agradable conversación mitológica con mi ex-compañera de barco.
 Nuestro terceto ciclista, se rompió a las primeras de cambio, ya que el primer componente de la terna no pudo esperar y salió pitando en cuanto tomó posesión de su bicicleta de alquiler, con la intención de vernos al final del camino. Agustín y yo, por contra, decidimos unir nuestras fuerzas. Las carreteras de la isla apenas tenían un kilómetro llano, lo que unido a nuestra precaria forma ciclista, hizo que el trayecto fuera bastante costoso. Afortunadamente, los paisajes de excepción que nos proporcionaba el entorno típicamente mediterráneo, suponían un estímulo más que suficiente para seguir dando pedales. 
 Decidimos ir directos al extremo sur de la isla para ir visitando de vuelta todos los desvíos de la carretera. Al final del trayecto nos encontramos con un pequeño pueblo pesquero no exento de encanto. Junto a él había un embarcadero con unas aguas que estaban diciendo "μπάνιο" ("bañaos" en griego). 
¡Mi reino por una ducha!

 Mi situación era la siguiente:aunque me guardaban la maleta, ya no podía hacer uso de las instalaciones del albergue, por lo que no me podía duchar. La noche la iba a pasar viajando, por lo que hasta el día siguiente no iba a poder hacer una ablución en condiciones. La perspectiva de encarar todo ello con una costra salina sobre mi piel no me atraía en absoluto.
 Así, mantuve mi sangre fría y, como aquel niño que le han prohíbido comer tarta en un cumpleaños, aguanté estoicamente aunque con insana envidia como mi compañero Agustín se zambullía en las más que tentadoras aguas del mar Egeo.
 Seguimos la ruta y tomamos un desvío que nos condujo a un lugar llamado Aponisos, absolutamente paradisíaco.
 Se trataba de una pequeña isla unida a tierra por un estrecho brazo de mar, formando una bahía de aguas cristalinas. Como la felicidad nunca es perfecta, el islote estaba privatizado y había que pagar para acceder a él y hacer uso de las tumbonas.
 Evidentemente no pasamos por el aro, así que nos ubicamos en la playa de libre acceso. Esta vez el grito de las agua llamándome al baño era ensordecedor. Cual marinero de la Odisea que se tapaba los oidos con cera para evitar escuchar el tentador canto de las sirenas, yo no me había llevado bañador a la excursión. Pero ni eso fue suficiente. Improvisé un nuevo modelo y, adelantándome a las modas de baño mediterráneo que harán furor en temporadas venideras, me zambullí en las límpidas aguas luciendo impertérrito un humilde calzoncillo.
 Sin importarme las consecuencias futuras de tan osado comportamiento, disfruté a lo grande del baño.  Por unos minutos, y por primera vez desde que inicié mi viaje estival, tuve la sensación de que estaba "de vacaciones", en el término más clásico de la palabra.
Imposible resistirse

 Más que yo, aún lo estaba disfrutando Agustín, ya que una vez que yo decidí continuar mi travesía, él decidió quedarse un rato más en tan idílico entorno. Mi barco de vuelta partía unas horas antes que el suyo. De ahí que no pudiera dormirme en los laureles.
 Tuve la oportunidad de visitar otra playa, bastante menos espectacular que la anterior, donde me encontré al ciclista "escapado" de nuestra expedición. Le recomendé encarecidamente la visita a Aponisos y volví al puerto. 
 Intenté encontrar al grupo restante, pero las playas cercanas al puerto estaban muy pobladas y no me fue posible.
 Así que devolví la bicicleta en la tienda, y ya en estado bípedo me di una vuelta por el pueblo. Aparte de una iglesia con cierto encanto, no me pareció gran cosa. Mucho más satisfactorios que sus encantos arquitectónicos fueron los gastronómicos, ya que me compré un par de racimos de uvas blancas en un supermercado, que son los mejores que he catado en mi vida.
Estampa agistrina

 Tras un rato de relajada espera junto al embarcadero, tocó el turno de abandonar Agistri para recalar en Aegina. Se trataba ésta de una isla de dimensiones bastante mayores que la primera.
 Tenía una hora hasta mi barco de vuelta a Atenas, que aproveché para visitar la capital de la isla.  Me pareció un lugar muy agradable y contaba con bastante animación. Contaba con gran número de tiendas y pequeños restaurantes.
Aegina

 El último trayecto lo hice en un gigantesco ferry que permitía hacer la travesía en cubierta, y no en una cabina cerrada como los anteriores.
 Ya en el puerto del Pireo, me hubiera bastado ir a la estación de metro y, en 4 ó 5 paradas, llegar a las cercanías del albergue. Pero era mi último día en Atenas, tenía tiempo y me apetecía patear un poco. Así que, intentando más o menos seguir la línea de la costa, caminé hacia el este, con la idea de llegar a una estación que ya había explorado el día anterior.
 A falta de un mapa en condiciones, mi discutible sentido de la orientación me hizo dar un rodeo importante. Combiné zonas residenciales más bien anodinas con lugares más destacados, como por ejemplo una marina deportiva de bastante enjundia.
Marina deportiva de Atenas

 La noche me sorprendió en parajes un tanto solitarios, pero afortunadamente pude alcanzar la estación de tranvía sin mayor percance y volver al albergue.
 Allí me devolvieron la maleta y me permitieron hacer uso del baño, en el cual me hice una somera aunque más que necesaria limpieza.
Maletón en ristre ya sólo tuve que dar un paseo hasta la mítica plaza Sintagma donde tomé un autobús al aeropuerto.
 En la zona de facturación tuve el detalle de saludar en griego a la empleada, lo cual dio lugar a que me empezara a hablar en el mismo idioma. Impresionante. Tras apenas una semana en el país, ya podía hacerme pasar por griego. Eso sí, a mi interlocutora no le hizo tanta gracia cuando vio que mi dominio de la lengua helena apenas pasaba del "Yasas" (Hola).
 Y así acabó mi estancia en tierras griegas. Un país que cuenta con unas bellezas naturales y arquitectónicas de primer orden. Pero que no está pasando su mejor momento. Sea por ello, o sea porque los griegos son gente honestamente acogedora, en todo momento me sentí muy bien tratado por sus gentes. Si Grecia necesita al turista, no es menos cierto que el turista necesita a Grecia.






2 comentarios:

Zamorano dijo...

Gran final para tu viaje, suele ocurrir que los planes improvisados resultan los más satisfactorios, quizá porque no se arrastra ninguna expectativa...

Saludos!

Rufus dijo...

Gracias Zamorano. El talento natural y la improvisación no siempre funcionan, pero cuando lo hacen, la recompensa vale la pena.

Saludos