lunes, 4 de abril de 2016

Última noche en Vieques

 La tormenta tropical había pasado y había dejado el mar muy bravo. Ello no arredró a los huéspedes mexicanos del albergue, con los que fui a una playa cercana. Nos dimos unos revolcones en el agua (por separado, se entiende) y cuando estábamos volviendo, me di cuenta de que la llave de mi cuarto había desaparecido. Se me había olvidado sacármela del bolsillo del bañador al meterme en el mar, y en una de las embestidas del poderoso oleaje se había ido a tomar por saco. Volví a la playa para ver si había sido arrastrada a la orilla, pero allí no estaba.
El Caribe enfurecido
 Extraviar la llave de mi cuarto era un problema relativo. En el albergue tenían copia, aunque perdía la fianza de 10 dólares. Lo peor es que en el llavero también estaba la llave del candado de la taquilla donde tenía, entre otras cosas, la cartera con el dinero y el pasaporte.
 Le planteé mi problema a una recepcionista y me dijo que el encargado de mantenimiento se había ido, pero que al día siguiente a primera hora volvería y podría encargarse del asunto.
 Mis problemas de liquidez que arrastraba al no haber podido cambiar euros en San Juan, se hacían críticos.
 Una lata de fríjoles era toda la comida que me quedaba. Di buena cuenta de ella confiando en mi talento natural o en la providencia para nutrirme el resto del día.
 Mientras yo estaba preocupado por necesidades más básicas, mis compañeros mexicanos se habían enterado de que en Vieques existía un licor local que tenían mucho interés en probar. Me sumé a la búsqueda, que empezó en el colmado del pueblo. Allí nos explicaron que el licor de marras sólo se bebía en fiestas y que lo preparaban en casas particulares. No se rindieron mis cuates tan fácilmente y preguntaron a un grupo de paisanos que estaban a las afueras del colmado, quienes nos remitieron a una panadería cercana. Allí, el dueño hizo una llamada y al rato apareció un individuo con pinta de cantante reggae montado en una ranchera. Nos dijo que nos podía llevar a casa de unos conocidos donde nos podían vender el codiciado líquido.
 Un compañero se montó en la cabina del automóvil mientras que a otro y a mí, nos tocó ir en la parte trasera, sentados al aire libre, acomodándonos entre herramientas y materiales de construcción. No se puede decir que nuestro viaje fuera muy seguro, pero fue de lo más divertido.
  Nos llevó a un poblado en el centro de la isla. Entró en una casa y salió con dos botellas de plástico de medio litro que contenían un mejunje de vivos colores en el que maceraban unos frutos de pequeño tamaño. Nos cobraron 10 pesos (dólares) por botella, a los que no pude contribuir debido mi precario estado financiero.
 Ya en el albergue, pudimos probar el licor, que ofrecimos a los demás huéspedes. Los tonos alcohólicos se veían atenuados por los aromas afrutados tropicales y los toques florales para dar un conjunto armónico . Coñas aparte, el licor no estaba mal. Pero teniendo en cuenta que las botellas eran pequeñas, casi la mitad eran frutos macerados, y todos quisieron probarlo, no tocamos a mucho, por lo que no hubo que lamentar, afortunadamente, ningún coma etílico.
 En esos momentos hizo irrupción una nueva huésped en el albergue. Su acento hispánico hablando inglés con la recepcionista la delataba. Efectivamente era de Vilaseca, provincia de Tarragona. No esperaba encontrarme a alguien de cerca de Salou en una isla perdida del Caribe, pero el mundo es un pañuelo. 
 Habiendo ya consumido al mediodía mis últimas existencias de comida, tuve que confiar en la sección "sírvase usted mismo" que hay en toda cocina de albergue que se precie. En ella, los huéspedes acostumbran a dejar alimentos no perecederos que les han sobrado. En este caso me pude apañar con un poco de arroz que debía llevar allí bastante tiempo a juzgar por los diminutos "visitantes" que compartían la bolsa con los granos. Nada como un buen hervido para neutralizar tan incómoda compañía. Consolándome pensando en el aporte proteico que me iban a aportar y enmascarando el discutible sabor con una no menos discutible salsa de soja, pude por lo menos reponer las energías que un día tan movido habían consumido. Nadie dijo que la vida del viajero humilde fuese plácida.
 Para celebrar la llegada de mi compatriota, y aprovechando que era sábado, salimos unos cuantos del albergue a ver qué ambientillo se respiraba en el pueblo. Acudimos a un chiringuito junto a la costa en el que ponían música latina. Pude cumplir uno de mis sueños bailando salsa a orillas del Caribe. Hubiera sido mejor hacerlo sabiendo algún paso y con alguna local (lo hice con una hindú del albergue), pero en materia de sueños no hay por qué ser tan quisquilloso.
Bailes caribeños
Con este broche de oro (de pocos kilates, pero oro al fin y al cabo) acabó mi última noche en Vieques. El tráfico marítimo se había restablecido y a la mañana siguiente me tocaba despedirme de la isla. Lo que en principio iban a ser un par de días sin mucha historia, se convirtieron en cuatro intensas jornadas que no me hubiera importado ampliar.



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