jueves, 22 de diciembre de 2016

TRAS LA TEMPESTAD, LLEGA LA PAZ


 Llegaba la hora de abandonar el Perú para internarme en tierras bolivianas. Para ello contaba con un autobús que hace la ruta entre Puno y La Paz. Antes de subirnos, se nos entregaron unos formularios para rellenarlos, que serían necesarios al pasar por la frontera.
 Como suelo hacer, siempre que es posible, reservé butaca panorámica (parte delantera en el piso superior) para contemplar el recorrido, que en su primera parte discurría en paralelo a las orillas del Titicaca. 
 No me puedo quejar de la compañera que me tocó al lado. Nada menos que una estudiante de la Universidad de Oxford.
  Estábamos en plena discusión sociológica a cuenta del Brexit cuando a la salida de una curva nos encontramos de repente con un pastor, que estaba cruzando la carretera con un grupo de vacas.  El hombre se apartó rápidamente, pero la última res estaba demasiado cerca para que el vehículo no la arrollase, por lo que, además de frenar, el conductor se echó hacia la derecha. En unos segundos que se hicieron angustiosos, y más desde mi privilegiada posición, vi como el autobús esquivaba por poco al imponente animal, pero se iba irremediablemente hacia un quitamiedos.  El momento de tensión concluyó abruptamente con un golpe seco que sembró la inquietud entre la mayoría de los pasajeros, que no sabían lo que estaba pasando.
 Nos detuvimos unos 10 minutos a un lado de la carretera, hasta que una empleada nos explicó lo que había sucedido. El golpe había dañado el parachoques, pero no había afectado "órganos vitales " del autobús, por lo que podríamos continuar el viaje. También nos comentó que el conductor había tenido sus más y sus menos con el pastor. Por lo visto, el vehículo había golpeado a una de las vacas, hiriéndola, lo cual no sentó nada bien a su dueño, que incluso intentó apedrearnos, afortunadamente con mala puntería. 
Un poco de celo y a correr
 Con el susto en el cuerpo seguimos viaje como si nada hubiera sucedido. Se me ocurrió pensar cómo se hubiera resuelto la misma situación en Europa. Entre policía, peritos  y  otros gremios, seguro que nos hubieran retenido bastante más rato que esos 10 minutos. La burocracia no siempre mejora la vida. 
 Poco después el autobús se detuvo en el último pueblo antes de la frontera, donde pudimos cambiar moneda (soles a bolivianos) a una tasa muy razonable.
 Al llegar al puesto fronterizo, nos tuvimos que bajar para hacer el papeleo en las oficinas de inmigración, primero la de salida del Perú y después en la de entrada a Bolivia.  Los procedimientos administrativos se resolvieron sin mucho problema. Pero no todo iba a ser tan fácil.  Una empleada del autobús nos explicó que la carretera al siguiente poblado estaba cortada por unos huelguistas.  Se nos ofrecieron dos soluciones: hacer los 8 kilómetros caminando o hacerlo en barco por unos 2 euros al cambio.  La primera y niunclavelista opción me hubiera tentado en condiciones normales. Pero portar un maletón un par de horas andando por una carretera no resultaba muy tentador. Mucho menos comparándolo con una nueva travesía por el Titicaca, lago al que le estaba empezando  a coger cariño.
                         Resignación entre el sufrido pasaje


 Con ciertos problemas para transportar los equipajes por un camino que nos llevó a un improvisado muelle, conseguimos acomodarnos en dos barcas y proseguir el trayecto.

 Tras algo más de media hora de navegación, apareció ante nuestros ojos Copacabana. Se trata de una localidad turística que es, además, lugar de peregrinación mariana y base de operaciones para visitar la cercana isla del Sol (la mayor del lago Titicaca). Tuve que dejar para mejor ocasión conocer la isla y apenas pude recorrer un par de calles de Copacabana, ya que nos estaba esperando un nuevo autobús para seguir ruta.
Copacabana


 Seguimos un rato bordeando el lago, y cuando pensaba que me había despedido de él,  volvió a aparecer súbitamente cortándonos el paso.  Se trataba de un estrecho de algo menos de un kilómetro de ancho que, a falta de puente, había que cruzar en embarcaciones. Eso sí, nosotros por un lado (en unas barcas motoras) y el autobús por el otro (en barcazas).  Nuestro pasaje  (2 bolivianos, unas 50 pesetas) no iba incluido en el precio del autobús y había que comprarlo en una taquilla.  Mientras estaba esperando en la fila para adquirir el billete, apareció un turista español que, en un alarde de paternalismo, expresó a grandes voces que nos deberían cobrar más a los europeos, porque 2 bolivianos no nos suponían nada a nosotros. A este individuo lo mandaba yo a Cuba a que le hicieran unos cuantos rotos pagados en CUC.
A falta de puentes, buenas son barcazas

 En poco más de 10 minutos, atravesamos el estrecho y nos volvimos a montar en el autobús para seguir nuestra ajetreada travesía, amenizada en este tramo por una interesante conversación con una argentina de mediana edad y muchas ganas de hablar. 
 Al rato nos encontramos con que la carretera estaba en obras, por lo que el conductor se internó por caminos de tierra que nos llevaron a la periferia de El Alto, localidad que forma un continuo urbano con La Paz. 
 A pesar de haber viajado bastante y haber vivido más de 2 años en Slough, nunca me había encontrado con un entorno urbano tan estéticamente discutible. Aparte de la ausencia de pavimentación, las parcelas estaban situadas sin ningún orden, con zonas sin edificar entre ellas y viviendas con los ladrillos y pilares al descubierto, cuando no estaban a medio terminar. Completaban la escena una gran cantidad de perros sueltos por las calles. No debe de ser fácil vivir en un medio como aquél.
 Conforme nos acercábamos al centro de El Alto, se empezaba a vislumbrar una cierta distribución urbana, aunque los edificios seguían sin estar bien rematados. Empezaba a temer que toda la ciudad de La Paz fuese así.
  Mis temores se difuminaron cuando comprobé que el centro de El Alto, sin ser Florencia, tenía un aire más cercano a una ciudad convencional. 
 A partir de allí, empezamos a descender por una carretera para internarnos en las concurridas calles de La Paz. Tras un largo y accidentado viaje no podía esperar un nombre mejor para mi lugar de destino.

domingo, 18 de diciembre de 2016

SURCADO EL TITICACA

 A la mañana siguiente, nuestro anfitrión nos advirtió de que, debido al fuerte viento previsto, se esperaba un fuerte oleaje en el Titicaca. Por ello, debíamos cambiar nuestro itinerario, obviando visitar la isla de Taquile. Al ver nuestra cara de pena, accedió a incluirla en la ruta, pero tuvimos que adelantar un par de horas la salida.
 Nos pareció algo exagerado el hombre. Al fin y al cabo, estamos hablando de un lago, no del Gran Sol. 
 Nos tragamos nuestras palabras cuando a mitad de travesía, el barco se balanceaba más de lo que algunos estómagos de la expedición podían resistir. Pese a ello, la pericia del capitán hizo que pusiéramos pie en Taquile sin sufrir bajas. 
 Nada más llegar, nos encontramos con una empinadísima  cuesta, que nos condujo a una plaza de armas repleta de turistas y tiendas, especialmente de tejidos artesanales. Esa era la única área "civilizada" de la isla (suponiendo que a los turistas se nos considere como civilizados). Ciertamente las islas del Titicaca son un buen lugar para desconectar del mundanal ruido.
Plaza de Armas de Taquile

 Ya de vuelta, esperando a algunos rezagados del grupo, un par de valientes de nuestra expedición, se zambullieron en las aguas del lago. No resistieron más de un minuto en sus gélidas aguas, pero ahí queda la gesta. Si hubiera ido con la ropa adecuada, creo que me hubiera animado (no apetecía nada, sólo hubiera sido por engrosar mi historial), pero afortunadamente no tenía mi bañador a mano.
 Las aguas estaban algo más calmadas y pudimos tener una travesía más relajada en nuestra vuelta a Puno.
Marinero de agua dulce

  La experiencia de la cooperativa de Amantani me había decepcionado un poco. No sólo porque me habían "tangado" 5 soles de una hipotética tasa de visita a Taquile, sino porque los anfitriones habían pasado bastante de nosotros. En los  folletos promocionales se prometía hacer una fiesta con trajes regionales donde se juntaban todos los visitantes, de la que no tuvimos noticia. Por lo menos, tuve suerte con el grupo que me tocó, que hicieron que la experiencia valiera la pena. 
 Al llegar a Puno, nuestro grupo se dispersó y cada cual se fue por su lado.
  Afortunadamente, unos de los componentes (el suizo) se iba a quedar dos días más en la ciudad y además no tenía alojamiento, por lo que se vino conmigo al hotel que tenía reservado. Allí no tuvo problemas en encontrar una habitación libre.
 Mi nuevo compañero de fatigas me propuso un plan irrechazable para esa tarde. Ir al mirador del Puma, desde donde se tenía una inmejorable vista sobre la ciudad y el lago. Había una buena caminata, pero imprimí mi sello a la excursión y fuimos caminando. 
 Al principio la cosa fue relajada, pero pronto nos encontramos con unas rampas de enjundia, que nos llevaban a internarnos por barrios que siendo generoso bautizaré con el eufemismo de "humildes".
Mirador del Puma
 En lo alto de una colina, nos esperaba una colosal estatua de un puma furioso que parecía estar velando por la defensa de la ciudad. Las vistas desde allí eran soberbias, y justificaron con creces el esfuerzo invertido en llegar al mirador.
 Habida cuenta de que se acercaba el atardecer, la vuelta la hicimos por avenidas principales, con menos encanto, pero más seguras. 
 Así a lo tonto, desde el desayuno, no habíamos probado bocado (en este viaje mi disciplina alimentaria fue muy relajada). Mi compañero helvético tenía curiosidad por probar los "chifas" y yo, que empezaba a notar un gran vacío cósmico en mi estómago le acepté el envite. La ilusión con la que mi amigo saboreó su contundente plato me recordó a mis primeras incursiones en los restaurantes chinos, que para mí eran como abrir la puerta al exotismo del misterioso Oriente.
Mmmm..¡qué güeno!

 De vuelta al hotel, comprobamos en primera persona por qué Puno es considerada como la capital del folkore peruano. En un local cercano había una ruidosa banda de cumbia cuyo potente sonido hacía indeseado acto de presencia en la habitación de mi amigo. En mi caso, a pesar de no sufrir tan incómoda serenata, no me las iba a prometer tan felices.  En mi cuarto sonaba un molesto zumbido procedente de la azotea.  Subí a ver de qué se trataba y me encontré con un gigantesco calentador ubicado exactamente encima de mi pieza.
 Esperé a la hora de ir a dormir, y como quiera que el estridente ruido no cejaba en su empeño, bajé a comentarle el problema al conserje. Me dijo que no me preocupara, que enseguida apagaría el calentador. Así lo hizo, y pude dormirme sin novedad. Hasta que a primera hora de la mañana, el contundente zumbido vino a turbar mi sueño, no pudiendo ya retomarlo. Hice de la necesidad una virtud y aproveché para recoger el cuarto, hacerme la maleta y pasar a despedirme de mi colega helvético.
 A la hora de abonar mi habitación surgió un ligero incidente que me volvió a congraciar con mi, últimamente algo dejado de lado, niunclavelismo. La reserva la había realizado en una página que me mostraba el valor en euros. Pero había que pagar en soles. El recepcionista hizo sus cuentas que implicaban pagar un sol más que el cambio oficial (poco más de 30 céntimos de euro). Luché ese sol como un jabato hasta que el empleado cedió, no de muy buen grado.  Pocas veces me he sentido tan cutre, pero mi obstinación tenía una razón. Ese día debía abandonar el Perú y cambiar de divisa. Si hubiera pagado ese sol de más, hubiera tenido que cambiar un billete, y arrastrar toda la calderilla durante el resto de mi viaje. En todo caso, un hotel donde te sitúan en un cuarto con un ruido que te despierta antes de las 7 de la mañana, no merece que se le pague ni un céntimo de más.
 Al subirme a un moderno y acogedor autobús en la cercana terminal terrestre, poco me podía imaginar que lo que en teoría debería haber sido un viaje de rutina, se convertiría en toda una epopeya.







lunes, 12 de diciembre de 2016

SURCANDO EL TITICACA

 No resultaba muy operativo llevar mi maletón a navegar por el Titicaca. Por ello solicité al recepcionista del hotel que me lo guardara. Ello me obligó a «retratarme» y admitir que había reservado la excursión con otra compañía distinta a la que me había ofertado. Afortunadamente, se lo tomó con deportividad, no sin antes advertirme que los de la cooperativa no acababan de ser trigo totalmente limpio (no le faltaba razón).
En el puerto había unos cuantos agentes a la caza del turista despistado. Entre ellos había un grupo que me preguntó en un inglés de acento sospechoso sobre la cooperativa. Les indiqué la misma oficina que había visitado el día anterior y luego me los encontré en mi barco hablando en euskera y castellano entre ellos. Para los mal pensados, luego me explicaron que también habían creído que
yo no era español, aunque también les chirrió algo mi acento.
  Además del terceto vasco, completaban la expedición una pareja italiana, una barcelonesa y un suizo.
Isla de los"e-Uros"
 No habían pasado ni 20 minutos de travesía, cuando hicimos una visita a la comunidad de los uros. Éstos viven en islas flotantes hechas con cañas del lago. En esta caso, se trataba de un pequeño islote donde nos recibió un grupo de locales que nos tenían preparada una auténtica encerrona. Porque en un espacio de poco más de 100 metros cuadrados tuvimos que pasar una infladísima media hora mientras un grupo de vendedoras intentaban «colarnos» algún recuerdo.
Un uro nos dio una pequeña charla sobre cómo construían las islas y vivían en ellas, tras lo que nos ofreció un paseo en barca.
Había que tener mucha sangre fría para no aflojar los soles en tan limitado reducto. Yo no la tuve y acabé aceptando la oferta del paseo.
Ó sole mio!
 El gondolero veneciano versión andina hizo un breve recorrido que no llegaría a los 10 minutos por las cercanías de la ínsula sin ni siquiera cantarnos una serenata (de todas formas tampoco parecía tener un gran chorro de voz). Por lo menos , y como curiosidad, extrajo una caña del lago y nos ofreció unos fragmentos comestibles de la misma. Por lo visto, es parte habitual de su dieta.
Ya de vuelta al barco, proseguimos la travesía y al rato llegamos a «lago abierto». Allí me pude hacer idea de las colosales dimensiones del Titicaca, al comprobar que en algunas direcciones, no se veía tierra más allá del horizonte.
Tras un par de horas surcando las frías aguas lacustres, arribamos a la isla de Amantaní. El piloto de barco nos llevó a una casa y nos distribuyó en tres habitaciones. Su mujer nos ofreció un humilde almuerzo y al acabar, nos comentaron que ese día había una boda en la isla, invitándonos a presenciar la fiesta, que se estaba celebrando en una explanada.
¡Vivan los novios!
 Allí se había concentrado todo el pueblo elegante y folklóricamente vestido para la ocasión, con muchas ganas de juerga, convenientemente regada con grandes cantidades de cerveza.
Aunque el acontecimiento no dejaba de tener su interés antropológico y cultural, no éramos más que unos convidados de piedra, así que al rato nos fuimos a explorar.
En pleno ascenso hacia una colina coronada por el punto más elevado de la isla, nos abordó un paisano con la intención de que le abonáramos una tasa por visitar la isla. Nos pudimos zafar de él aludiendo a nuestra falta de efectivo, invitándole a que se pasara a la mañana siguiente por nuestra casa antes de abandonar Amantaní, para hacer el pago (no se pasó). Más allá de estar de acuerdo o no (más bien no) en que haya que pagar una tasa por poner el pie en una isla, el método y el lugar de cobro no parecen los más adecuados.
Espectacular ocaso
 En la cima nos encontramos unos restos arqueológicos (Santuario Pachatata) con un gran número de turistas esperando observar el atardecer que, visto desde un lugar tan estratégico (en mitad del inmenso lago), resultó espectacular.
 A la vuelta nos pasamos por la fiesta donde los asistentes bailaban al son de una orquesta de cumbia peruana traída desde tierra firme para la ocasión. Las cervezas habían empezado a hacer efecto en los parroquianos, acercándose algunos de ellos a hablar con nosotros e incluso compartiendo sus "Arequipeñas"(cervezas, conviene aclarar) con nuestro grupo. Esta hospitalidad nos animó a lanzarnos a bailar la cumbia como si fuéramos unos amantanianos más.
La fiesta continuaba
  Cuando más lanzados e integrados en la fiesta estábamos, se acercaron nuestros anfitriones para llamarnos a cenar.
 La fiesta seguía, pero después de la cena no nos quedaban muchas fuerzas y nos fuimos a la cama a una hora inusualmente temprana (no eran todavía las 10 de la noche). Pero antes de acudir a nuestros camastros nos tomamos un tiempo para salir al patio de la casa y percibir la mágica atmósfera del lugar.
 La noche despejada y la escasa contaminación lumínica hacían que el cielo se presentara repleto de estrellas. Bajo ellas, a casi 4000 metros de altura, rodeados de las frías aguas del Titicaca y a miles de kilómetros de nuestra vieja Europa, saboreábamos la impagable sensación de estar en un entorno totalmente diferente al que nos acompaña día a día.  Eso es, para mí, el auténtico sentido de viajar.

lunes, 28 de noviembre de 2016

PUNO

 El largo trayecto en autobús contó con la "actuación" de un comercial que se subió a mitad de camino y nos soltó una perorata de más de 15 minutos sobre las bondades de una especie de muesli-cuasi milagroso. No dejaba de sorprenderme el intenso y curioso movimiento comercial que se produce en los transportes públicos peruanos.
 A medio camino, pasamos por Juliaca, cuyo caótico y áspero urbanismo me hizo pensar en el poco trabajo que tendrán en la oficina de turismo de la ciudad, si es que la hay. El que sea conocida como "la Ciudad de los Vientos" y su entorno semidesértico, no ayudaron mucho a mejorar la impresión que dejó en mí Juliaca. Aunque en su defensa, hay que aclarar que sólo la vi desde el autobús y que unos días más tarde, otra ciudad la iba a superar en deméritos estéticos.
Juliaca, encanto discutido y discutible
 A media tarde llegué a mi destino, que no era otro que la ciudad de Puno, estratégicamente situada a orillas del lago Titicaca. Esta vez decidí tirar la casa por la ventana, y reservé una habitación individual con vistas al lago. Eso sí, me salió a precio de habitación compartida en albergue europeo, que las esencias no hay que abandonarlas.
En línea con dichas esencias, el alojamiento elegido estaba muy cerca de la estación de autobuses, por lo que me ahorraba el temido taxi.
 El amable recepcionista me dio algunas indicaciones turísticas, entre las que no faltaba el ofrecimiento de una visita a la isla de Amantani (situada en medio del lago) con la posibilidad de alojamiento en una casa local. Era una actividad que me interesaba, pero mi sangre fría me frenó, pensando que ese servicio podría obtenerse en mejores condiciones en el puerto.
 Allí me encaminé y contraté el servicio con una cooperativa de habitantes de la isla, en lugar de una agencia turística, como me habían ofrecido en el hotel.  Por lo que me había informado, de esta forma el dinero les llegaba de forma más directa a ellos, al evitar intermediarios. Está muy bien ser solidario, sobre todo con uno mismo, ya que me salía 20 soles más barato.
 Aunque en la negociación me colaron 5 soles de más por una tasa de visita a otra isla (Taquile). Comentando posteriormente la jugada con mis compañeros de excursión, a algunos se la habían cobrado y a otros no, vaya usted a saber con qué criterio.
 Mucho cuidado con las palabras solidaridad, sostenibilidad, igualdad y similares. A menudo encierran intenciones y actuaciones no tan nobles como las que quieren dar a entender.
Orillas del lago
 Una vez resuelto mi futuro inmediato en la región, me centré en conocer la ciudad de Puno. Más allá de la Plaza de Armas con una reseñable catedral y una calle principal repleta de restaurantes, no vi mucho destacable en la ciudad. Esa falta de encanto era suplida con una gran actividad comercial que hacía que las calles estuvieran llenas de vida. Observé que los precios eran muy competitivos, incluso para los estándares peruanos. De hecho vi algunos sitios donde se podía cenar por 3 soles y medio (menos de un euro), pero yo, siguiendo con mi proceso de aburguesamiento, me gasté 6 soles en un local algo más glamuroso.
Precios populares
 Era sábado por la noche, lo cual me brindaba la oportunidad de tantear el pototeo peruano, después de haber dejado escapar viva a la ciudad de Arequipa.
 Mi expedición de reconocimiento no obtuvo resultados esperanzadores. Las filas para entrar en los locales estaban pobladas por auténticas maromadas y cuando vi que de un bar salía un borracho poco amigablemente escoltado por dos guardias de seguridad, se me pasaron las ganas de seguir explorando para volver a dormir al hotel.
 Nada más despertarme, me asomé a la ventana para ver cómo el inmenso lago Titicaca me invitaba a navegar por sus aguas y explorarlo. Una invitación que que acepté de muy buen grado.
Una habitación con vistas





martes, 22 de noviembre de 2016

AREQUIPEANDO

 Nada mejor para recuperarse de un terremoto que un suculento desayuno, que era lo que ofrecía el albergue. Se trataba de un panqueque, una especie de tortita rellena, en este caso de plátano, a la que acompañé con un mate de coca.
 Cuando salí a la calle, nada parecía reflejar el suceso sísmico de hace solo unas horas. La ciudad contaba con el bullicio propio de esas latitudes, con la gente haciendo sus quehaceres diarios, y los edificios incólumes. Por lo visto, esta es una zona geológicamente inestable, y están muy bien preparados para los terremotos.
Nadie diría que ha habido un terremoto
  Previamente había visto anunciado un tour gratuito, actividad muy recomendable en cada ciudad que se visite. Me acerqué al punto de encuentro, pero no vi ni rastro del grupo.  A sólo unos metros, me encontré con la competencia, que acababa de empezar el recorrido. El tour se hacía en inglés, pero la guía me comentó que se iban a cruzar en 10 minutos con el que se hacía en español.
 Yo no había ido al Perú para que me hablaran en inglés, aunque se le entendía bastante bien, así que al poco tiempo, un simpático gaditano y yo, nos cambiamos de bando.
 Además de los habituales monumentos,y el paseo por las bellas calles de arquitectura colonial, la guía nos llevó al grandioso y colorido mercado central, acabando la visita en un bar donde nos ofrecieron “pisco sour", una de las bebidas más populares del país.
El colorido y animado Mercado San Camilo
 Durante el recorrido no podía faltar la referencia al Misti, Pichu Pichu y Chachani, tres imponentes volcanes que  vigilan la ciudad desde sus casi 6000 metros, formando una característica y hermosa linea del horizonte. Salvando las distancias, me recordaba a la Sierra de Guara vista desde Huesca.
 No sé quién fue el responsable de fijar las fechas de los Juegos Olímpicos de Río. Se cubrió de gloria al hacer que coincidieran con mi viaje. Así que apenas pude seguirlos. Pero ese día se disputaba la semifinal del baloncesto masculino enfrentando a España con los Estados Unidos y no me lo podía perder.
 Comprobé que en algunos restaurantes estaban emitiendo el partido, así que barajé la opción de verlo mientras comía. Pero tamaño espectáculo había que saborearlo con tranquilidad. Así que volví al albergue donde el dueño estaba viendo un pestiño en la televisión, que cambió cuando le expliqué la trascendencia del evento, y lo disfrutamos (o sufrimos) juntos.
 La derrota española no me quitó el hambre, que fue convenientemente fulminada gracias a una contundente sopa de quinoa y una colosal frijolada que me sirvieron en un restaurante vegetariano.
 En el tour matinal nos habían recomendado un mirador desde donde se tenían buenas vistas al atardecer. Allí me volví a encontrar al gaditano que había conocido por la mañana, y a una pareja de catalanes. Sin que nadie lo hubiese invitado, se nos unió un personaje local de mediana edad al que parecía faltarle un hervor.
 Empezó a tratarnos con un cierto peloteo, que se tornó en abierta hostilidad indigenista cuando le dejamos de prestar atención. Fue el único incidente reseñable con la gente local que tuve en todo mi viaje por el Perú, y dudo que sea mínimamente representativo.
 El bello ocaso con la figura del imponente Misti en el horizonte y el espectáculo de ver la ciudad iluminada nos hizo olvidar rápidamente al molesto individuo.
Atardecer Misti-co 
 Una de las principales atracciones turísticas de Arequipa es el convento de Santa Catalina de Siena, un enorme monasterio amurallado construido en sillería que parece una miniciudad en sí. Su gran tamaño y su bonito estilo arquitectónico colonial con influencias locales han hecho que esté reconocido por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad.
 No lo había visitado por el poco tiempo disponible (versión oficial) y porque el precio de la entrada era poco competitivo. Pero haciendo una astuciosa jugada, aprovechamos que esa noche se celebraba allí un concierto con entrada libre, para echarle un vistazo. Me pude hacer una idea aunque, evidentemente, la zona que se podía visitar estaba muy limitada. Y ya que estábamos allí, escuchamos el concierto que la Orquesta Sinfónica de Arequipa daba en un claustro interpretando piezas de Dvorak y Mendelssohn. Fue muy agradable escuchar esa música en un entorno tan apropiado y sirvió también para tomarme un respiro en mi frenética actividad.
¡Así se toca!
 Después del concierto, el joven gaditano y yo fuimos a echarnos unas "Arequipeñas"(cerveza local) a un bar. Entre trago y trago, me contó que tenía 4 meses seguidos de vacaciones, con lo cual se estaba pegando un viaje de enjundia por varios continentes, que hacía que el mío pareciera en comparación, una excursión en el día a Salou.
 Era viernes por la noche y el tema se estaba animando. Las calles se empezaron a llenar de gente con ganas de marcha y tenía curiosidad por conocer el pototeo peruano. Mi compañero estuvo tentado de acompañarme, pero tenía que levantarse a las 3 de la mañana para hacer una excursión al Colca, por lo que me dispuse a afrontar la experiencia en solitario.
 Pero antes debía volver al albergue para deshacerme de ciertos fluidos corporales dramáticamente acrecentados por las Arequipeñas, que el decoro me impide nombrar, y dejar una mochila. Los primeros no pudieron esperar tanto y acabaron como abono nitrogenado líquido para un árbol callejero. Respecto a la segunda, al ir a abrir la taquilla para guardarla, me encontré con que el candado de chichinabo que había comprado en un bazar oriental no se abría ni a tiros.
 El tiempo que perdí forcejeando con la cerraja y la perspectiva de tener que arreglar el asunto temprano a la mañana siguiente, sumado a mi sempiterno déficit de sueño cuando viajo, hicieron que las ganas de pototear por Arequipa se desvanecieran. Así que decidí acostarme, dejando el asunto de la taquilla para la mañana siguiente y el del pototeo para mejor ocasión.
 Pensando que ver el amanecer con el sol saliendo por los volcanes que dominan la ciudad iba a ser un espectáculo imponente, aproveché que me había desvelado avanzada la noche y subí a la terraza del albergue esperando la aparición del Astro Rey. Y como suele pasar, por mucho que el cine y la literatura hagan pensar lo contrario, el amanecer fue de lo más soso. El sol apareció por donde quiso y no sonaba música de fondo. Siempre me ha parecido mucho más bonito el atardecer, y con la gran ventaja de que no hay que madrugar (o peor aún, empalmar).
 Con renovadas fuerzas hice un postrer intento por abrir mi taquilla y sorprendentemente cedió. A ver si va a tener razón Mariano Rajoy, y los problemas se arreglan no haciendo nada y esperando...
Hospitalidad arequipeña
 Habiendo solventado este problema sin necesidad de usar la fuerza bruta, como me pasó en su día en Puerto Rico, pude marchar en paz, tras despedirme de don Leandro, el entrañable propietario del albergue.
 El temido regateo con el taxista no fue tal al aceptar inmediatamente su oferta de llevarme por 6 soles a la estación. Allí me monté en un autobús que me iba a dejar a orillas del mítico lago Titicaca.


viernes, 18 de noviembre de 2016

AREQUIPA: LA CIUDAD QUE ME HIZO TEMBLAR

Conforme el autobús se alejaba del centro de Cuzco, la vistosa arquitectura colonial daba paso a un urbanismo poco feliz, en el que destacaba, y no precisamente por su belleza, el hecho de que hubiera muchas casas con la última planta a medio construir. Posteriormente me enteraría de que eso sucedía por dos motivos. El primero es el alto coste de los alquileres, que hace que cuando "las crías vuelan del nido" no vayan muy lejos, sino que se construya una nueva planta en el mismo edificio. De la segunda razón tiene la culpa el que una casa terminada tribute mucho más que otra en proceso de reforma, lo que hace que se deje la nueva planta sin rematar.
 Ya fuera de la ciudad, mejoró la cosa al encontrarme unos interesantes paisajes semimontañosos, que al rato abandonamos para internarnos en el mítico altiplano andino. El autobús se lo tomaba con calma pero mi posición panorámica en la parte delantera del piso superior, y el amplio espacio entre asientos (que tome nota Alosa) hacían que el largo trayecto transcurriera casi con deleite.
Recónditos parajes del altiplano
 Es habitual en el Perú que en el transcurso de la expedición, en cuanto el autobús atraviesa una localidad y se detiene, suba gente a vender comida o bebida y luego se baje. En este caso sucedió varias veces, pero me llamó la atención una de ellas. En un recóndito paraje del altiplano, nos detuvimos brevemente junto a un parador digno de una “road-movie” llamado “Kancacho, el cordero macho”. Allí subieron un par de simpáticas jóvenes que ofrecían platos de cordero (supongo que macho) a los pasajeros que desearan saciar su hambre con tan contundente ágape. El autobús siguió su camino y a los 15 ó 20 minutos, las empleadas recogieron los platos con los restos y se bajaron en otro lugar.
 Ya había anochecido cuando el autobús se internó por la interminable trama urbana de Arequipa, la segunda ciudad en población del país con más de un millón de habitantes.
 La estación de autobuses estaba bastante alejada del centro y de mi albergue, por lo que batiendo todos mis records de antiniunclavelismo, tuve que tomar el segundo taxi del día. Me habían informado desde el hostal que la tarifa estándar para ese servicio debía oscilar entre los 8 y 10 soles.
Cansado tras un largo viaje, lo que menos me apetecía era regatear (en realidad nunca me apetece), así que vi el cielo abierto cuando el taxista me pidió 10 soles, que acepté sin rechistar. Aviso a navegantes por tierra: a la salida de la estación hay un cartel (que, evidentemente no ví en ese momento) en el que se detallan las tarifas oficiales. En mi caso eran 7 soles.
 La afamada hospitalidad peruana se superó en este caso, cuando coincidí con el dueño del albergue. Se trataba de un entrañable caballero de avanzada edad que además de ser una persona encantadora resultó ser muy culto. Se trataba de un profesor universitario de historia jubilado, con el que tuve unas conversaciones de lo más agradables e interesantes.
 Poseido por un hambre canina, me dirigí al centro de Arequipa, buscando un buen lugar para mitigarla. Aunque ya era tarde, encontré algunos locales abiertos, pero me costó un rato encontrar la perfecta combinación entre gran cantidad, comodidad,humildad y localismo. Acabé en un “chifa”, nombre con el que se conoce a los restaurantes que ofrecen una mezcla de cocina china y criolla.
 Sabiendo cómo se las gastan los orientales para eso de los tamaños, me pedí solamente un plato de arroz con pollo tamaño mediano. No quiero pensar cómo era el grande, porque a pesar de que en las últimas 14 horas sólo había ingerido dos manzanas, casi no me lo pude acabar.  Si no hubiese sido por la ayuda de la "chicha morada" (delicioso refresco a base de maíz morado), no hubiera sido capaz de pasar semejante volumen a través de mi esófago.
 En realidad, los “chifas” no se diferencian mucho de los “chinos” españoles, aunque para mi gusto, los primeros tienen un punto más de calidad.
Plaza de Armas
 Con el estómago lleno se aprecia mejor la arquitectura de una ciudad. En el camino de vuelta al albergue me fijé más en las bonitas calles del casco histórico, en el que destaca una enorme plaza de armas, y el hecho de que la mayoría de edificios estén construidos en mármol claro, lo que hace que a Arequipa se le conozca también como la “ciudad blanca”
 Aunque mi habitación contaba con 6 camas, esa noche sólo iba a tener un compañero. Se trataba de un italiano bastante simpático, aunque un tanto misterioso. Llevaba unos meses viviendo en el albergue y no parecía estar de turismo precisamente.
 Parece un poco extraño que en pleno agosto hubiera una ocupación tan baja. No lo es tanto si se tiene en cuenta que unos días antes había habido un terremoto en la zona que, incluso había provocado algunos muertos en el valle del Colca. Yo me había enterado antes de visitar la ciudad, pero teniendo en cuenta las leyes de la probabilidad, pensé que sería demasiada casualidad que hubiera otro movimiento sísmico en el mismo sitio.
 Pero en este caso las leyes geológicas pesan más que las matemáticas. De ello pude dar fe cuando a las 4 de la mañana noté desde mi cama un estruendo que hizo vibrar el edificio durante dos ó tres segundos. Sin saber muy bien qué había ocurrido (lo primero que pensé es que había pasado un camión de enjundia), me volví a dormir. A la mañana siguiente pude enterarme de que un terremoto de 5,2 puntos se había dejado notar en la ciudad, afortunadamente sin víctimas y con escasos daños materiales.
 Después de haber sobrevivido a un terremoto, ya podía venirme lo que fuera. El viaje continuaba...

lunes, 7 de noviembre de 2016

ÚLTIMO DÍA EN EL CUZCO

 Tras dormir como un bendito, decidí tomarme un día de “descanso” y pasar el día tranquilamente en el Cuzco antes de partir a otras latitudes.
 Aproveché que el albergue no ofrecía desayuno para degustar algunos productos locales que había comprado el día anterior, rompiendo de paso las más elementales normas de la dietética. Así, adapté la clásica y tan denostada combinación de aperitivos fritos con refresco de cola al entorno, en forma de maíz ancestral del altiplano con  Inca-Kola.  La versión peruana del popular refresco de cola tiene un sorprendente color amarillo, un sabor dulzón que las madres suelen catalogar como a “jarabe de niño” y una cantidad parecida de cafeína y azúcares tan atrayentes como nocivos. Eso sí, la compañía que lo elabora está en manos de Coca-Cola, así que todo queda en casa.
Inca-Kola: una vez al año (o un poco más), no hace daño
 Cargado de glucosa me dirigí a la estación de autobuses en busca de un billete para mi próximo destino. De paso quería comprobar la distancia que tendría que recorrer al día siguiente con el maletón. Viendo que me costó unos 25 minutos, hinqué la rodilla, y asumí que al día siguiente debería tomar un taxi.
 Dada la gran superficie del Perú, y las grandes distancias entre las principales ciudades, lo más habitual para ir de una a otra es hacer viajes nocturnos, durmiendo en el autobús, para no perder un día en el trayecto. Como yo no suelo dormir bien en el transporte público y no creo que hacer un viaje de muchas horas viendo el paisaje sea perder el tiempo, busqué alguna expedición diurna.            Afortunadamente había muchas compañías para elegir, lo que no sólo hizo que consiguiera un billete para la mañana siguiente, sino que lo hice a un precio muy razonable. ¡Viva la competencia!
 Después de mi energético pero poco nutritivo desayuno, me tocaba compensar. Así que volví al comedor vegetariano que había frecuentado en mis días anteriores en la ciudad. Ante la gran demanda que presentaba el establecimiento, me tocó compartir la mesa con un parroquiano que resultó bastante tímido, aunque siguiendo en la línea del país, muy educado.
Aproveché que era mi jornada de asueto para hacer las típicas cosas que no hacemos en los viajes porque “no hemos tenido tiempo” o “no hemos encontrado el momento”. En este caso se trataba de enviar una postal a la hija de un amigo a la que le hace mucha ilusión recibirlas desde diversos países. Le compré una del Machu Picchu con una simpática alpaca en primer plano y fui a la oficina de correos a enviarla. Aún no le ha llegado y han pasado 3 meses. Creo que en tiempos del Virreinato, el servicio postal con la metrópoli era más eficiente que ahora.
 Al pasar por un kiosco no pude evitar hacerme con algunos ejemplares de la revista Condorito. Había leído alguno en mi infancia, pero desde entonces no había podido encontrarlos en España, así que no perdí la ocasión para hacer acopio. Condorito es un personaje de cómic, de origen chileno, aunque muy popular en toda la América hispana. Se trata de chistes, normalmente de una página que, aunque en alguna ocasión no son muy políticamente correctos, son aptos para todas las edades. A mí me encantan, y es una pena que no se puedan adquirir en nuestro país.
 Al llegar al albergue, vi que había tertulia en el salón y yo, ávido de contacto humano, me dejé caer. Había un estadounidense muy simpático con una caja de Cusqueñas, al que le faltó tiempo para ofrecerme una. Lo agradecí, no sólo por el gesto, sino porque aún no había tenido oportunidad de probar la cerveza local. Es curiosa la mala imagen que tienen los usenses en el mundo. Se suele tener la idea de que son prepotentes y maleducados, cuando mi experiencia me dice que suelen ser gente abierta y cordial.
 Entre los contertulios había un mexicano al que propuse formar parte de mi siguiente plan.
 A la hora de planificar mi viaje, para mi estancia en Cuzco había visto con buenos ojos una oferta de alojamiento en Airbnb, en el que dos chicas no sólo ofrecían una habitación, sino que prometían dar una visión local de la ciudad más allá de los típicos lugares para turistas. Y yo, como buen turista que intenta no ser turista (la cuadratura del círculo) contacté con ellas. Ante su ausencia de respuesta reservé los albergues. Una de ellas me escribió unos días después y a falta de alojamiento me sugirió un local donde hacían actuaciones culturales, recomendándome una a la que iba a acudir. Se trataba de un monólogo de un cuentacuentos colombiano. La actividad me pareció interesante y original, así que me decidí a ir, acompañado de mi nuevo colega azteca, que vio con buenos ojos la propuesta.
Cuentero el Filósofo
  La Esencia resultó ser un local muy acogedor e intimista, un remanso de tranquilidad en un lugar tan bullicioso como el Cuzco. Nos tomamos un contundente chocolate que, curiosamente, nos sirvió mi frustrada anfitriona. Por lo que nos comentó, estaba echando una mano a los dueños del café-teatro ante la baja de una empleada.
 El cansancio acumulado por mis frenéticas jornadas salió a la luz en un entorno tan relajado, por lo que a ratos la llamada de Morfeo se disputaba la atención de las entrañables historias que, con gran maestría, nos relataba Cuentero el Filósofo. La verdad es que me hacía falta parar un poco y disfrutar de una actividad relajada.
 Mi compañero mexicano tenía que tomar un autobús nocturno hacia Lima (paliza de las buenas), así que aproveché mi recuperada soledad para darme mi último paseo por las calles del Cuzco. Pasear por las empedradas calles de su casco histórico es una delicia. A pesar de las vueltas que ya había dado, no dejaba de encontrarme nuevos rincones con encanto.
Calles con enjundia

  Ya de vuelta al albergue, comprobé que esa noche no iba a tener toda la habitación para mí, ya que había venido un huésped más. Habiendo compartido habitación hasta con 100 personas, esto seguía siendo casi un lujo para mí.
 A la mañana siguiente me tocaba abandonar el albergue. En principio había reservado para una noche y había pasado tres. Como dijo en su día el entrenador Bernd Schuster: “No hace falta decir nada más”. Y eso se aplica tanto al hostal como a la ciudad.
  A los 3 segundos de salir del albergue, apareció un taxi por la calle. Lo paré y antes de montar (muy importante) le pregunté la tarifa al taxista. Me dijo que 25 soles.
Mi inequívoca reacción: “¿¿25 soles??¡¡No!!”, provocó su hábil respuesta:”No, he dicho 5 soles”.
Así, medio minuto después de pisar la calle, ya tenía un taxi cogido y el regateo hecho. Así da gusto.
 Muy en mi línea, el conductor me dijo que si no me importaba bajarme antes de entrar en la estación, ya que si lo hacía, le cobraban una tasa. Como entre niunclavelistas hemos de ayudarnos y por pura coherencia, acepté de buen grado. Al fin y al cabo, apenas me supuso andar un par de minutos y tiempo tenía de sobra.
 Ya en la terminal, hubo un par de detalles que me parecieron curiosos. El billete no era suficiente para acceder a las dársenas, sino que había que solicitar un sello a modo de tasa de embarque (1 ó 2 soles).
 Y a la hora de subir al autobús, mientras una empleada nos revisaba el billete, otra nos sacaba una foto de nuestra cara, supongo que por motivos de seguridad. Supongo que en ella se reflejaban a la vez la tristeza por dejar la maravillosa ciudad de Cuzco y la ilusión por conocer nuevos rincones del mágico Perú.





sábado, 5 de noviembre de 2016

MACHU PICCHU

 La noche anterior, el guía nos había conminado, casi exhortado a acudir a las 4 de la mañana a la Plaza de Armas para empezar desde allí la ascensión al Machu Picchu. Según él, de lo contrario, “no nos iba a dar tiempo” a estar arriba a una hora prudente antes de que se llenara de turistas.
 Confiando en mi gran estado de forma, iba a empezar mi travesía media hora más tarde. A pesar de esa ganancia, me tuve que levantar a las 4, algo que atenta contra las más elementales normas de la salud mental y física. 
 El desayuno que nos sirvieron en el albergue fue muy flojo (una infusión y un par de panecillos con mermelada y mantequilla). Ni el descanso nocturno ni el precario ágape eran suficientes para el pasaje que nos esperaba, pero la ilusión lo compensaba todo.
 A la hora de salir del albergue, la empleada, como es lógico, nos pidió la llave de la habitación. La argentina, que se había hecho cargo de la misma la noche anterior, me había comentado durante el frugal desayuno que no la encontraba, por lo que le explicó a la jovencísima hospedera que se la había dejado en el cuarto. Como para prestarle las llaves del coche...
 Estimando que las frías temperaturas nocturnas iban a devenir en un asfixiante calor diurno, les pedí a los del albergue que me guardaran la cazadora.
 A esas casi indecentes horas, todavía era noche cerrada, por lo que tuvimos que hacer uso de linternas para seguir el camino.
 A los 20 minutos nos encontramos con una larga cola de excursionistas detenidos. Vi que partía de una puerta en la que un letrero advertía de que hasta las 5 de la mañana no se podía acceder. No nos importó mucho esperar unos 15 minutos a que nos dieran acceso. Supongo que no les habría hecho tanta gracia a aquéllos que hicieron caso al guía y empezaron la caminata a las 4.
  A partir de allí,  el camino empezó a ganar pendiente, para acabar forzándonos a subir un gran número de escalones. Como si de la subida al Monrepós se tratase, a partir de allí los grupetos se rompieron en mil pedazos y cada uno subía como podía.
 La primera víctima de los empinadísimos escalones fue una de las chilenas que había conocido la noche anterior. Estaba sentada al borde del camino, con la cara desencajada por el esfuerzo de acarrear una mochila de enjundia. De no haber sido porque iba con retraso para llegar arriba a la hora a la que nos había citado el guía (extrañamente, todavía confiaba en él), le hubiera ofrecido mi ayuda. Y no sólo por mi proverbial bonhomía, sino porque pocas veces se me presenta la oportunidad de socorrer a una pívot de 1,80. Pero erróneamente seguí la ascensión a mi ritmo. Mi mala conciencia se atenuó cuando días más tarde me enteré de que la compatriota de Condorito había llegado sana y salva arriba. La oportunidad de confraternizar con ella, habrá que dejarla para mejor ocasión.
  Poco a poco las luces del nuevo día nos empezaron a iluminar, mostrando ante nuestra vista hermosísimos paisajes de montaña. 
 En el camino iba encontrándome con “viejos conocidos” con los que comentaba la jugada, en el caso de que aún les quedara algo de aliento para conversar.
Concurridos accesos al Machu Picchu
 Por fin, tras una hora y media de exigente travesía, unas taquillas con grandes colas me recibieron. El guía andaba por allí buscando a  su “rebaño”. Viendo que aún contaba con pocas “ovejas”, nos citó a las puertas del recinto media hora más tarde. Tanto correr para nada.
 Como era de esperar, la media hora se superó con creces, hasta que al fin nos juntamos todos y empezó la visita, no sin antes dividirnos en dos grupos, unos con guía en inglés y otros en español, eligiendo yo, por razones obvias, el idioma de Garcilaso. 
 No voy a entrar en muchos detalles sobre la historia del Machu Picchu, ya que son sobradamente conocidos por casi todo el mundo, y en caso contrario es muy fácil acceder a dicha información. Si esperabais que después de haber dormido 3 horas y pegarme esa paliza me iba a acordar de todo lo que explicó el guía, me sobrevaloráis. Aunque dos cosas de las que nos contó Edison me llamaron la atención: el yacimiento no fue descubierto al gran público hasta bien entrado el siglo XX, y en las épocas más tenebrosas de terrorismo en el Perú, apenas un puñado de personas visitaban el monumento cada día. Eso chocaba mucho comparándolo con las miles que estábamos en ese momento  paseando por las ilustres ruinas.
Edison al habla
 A pesar de la gran cantidad de gente, al ser un recinto muy grande, no llegué a sentir sensación de agobio, como me había pasado visitando otros lugares míticos (por ejemplo el Mont Saint Michel).
Una vez que el guía acabó su disertación, pude campar a mis anchas por casi todo el paraje.
 Había algunas áreas más restringidas, como por ejemplo la subida a una montaña que dominaba todo el yacimiento, para la que tendría que haber sacado entrada con mucha antelación. A pesar de todo, el espectáculo que constituían las bien preservadas ruinas, perfectamente conjugadas en un majestuoso entorno natural hacen del Machu Picchu un lugar realmente mágico.
Sobran las palabras
 Saqué mi lado japonés para hacer fotos desde todos los sitios y ángulos posibles. Me hubiera quedado todo el día en un enclave tan abrumador, pero a primera hora de la tarde tenía que coger la furgoneta de vuelta en la estación hidroeléctrica, de la cual me separaba una considerable caminata.
 Apuré todo lo que pude antes de abandonar el lugar, no sin antes hacer la turistada típica en la entrada: estamparme un sello del Machu Picchu en el pasaporte.
Glamour andino
 Como iba un poco justo de tiempo, me lancé a lo Paolo Savoldelli en un vertiginoso descenso por los escalones que tanto me había costado subir unas horas antes.
 Ya en el tramo llano, me encontré con un atajo que enlazaba con el camino de vuelta directamente sin pasar por el pueblo de Aguas Calientes. Pero debía pasar por allí para recoger mi tan humilde como necesaria cazadora, lo que me hizo dar un rodeo de más de media hora.
 Temía que en el albergue me pidieran explicaciones, o algo más, por el extravío de la llave de nuestro cuarto. Afortunadamente, en ese momento me atendió un empleado que no estaba al cabo de la calle y pude hacerme con la prenda sin problemas.
 Teniendo en cuenta que con el escuálido desayuno de esa mañana habían acabado las comidas incluidas en mi "contrato", me pasé por el mercado del pueblo para hacerme con unas manzanas a precio de oro y una fruta que nunca había comido llamada "pepino melón" bastante insípida, que me fui comiendo sobre la marcha.
 Mi poderosa zancada me permitió llegar a tiempo a la estación hidroeléctrica, donde había una gran actividad de turistas esperando ser asignados a sus correspondientes medios de transporte. Era curioso como los guías iban repartiendo a la gente por las diferentes furgonetas e incluso haciendo cambiar a algunos que ya estaban dentro (me pasó a mí) para cuadrar los fletes.
 La ilusión y excitación del viaje de ida habían desaparecido.Si a eso sumamos el cansancio y que gran parte del trayecto se hizo de noche, sin poder, al menos, observar el paisaje, el resultado fue un pesado trance que, por lo menos no fue agravado con la estridente cumbia del día anterior.
 Por fin, pasadas las 9 de la noche, la furgoneta nos dejó en el centro de Cuzco y salí de ella tan cansado como hambriento. No me compliqué la vida, y fui a cenar a un pequeño restaurante situado junto al albergue. Me pedí una pizza que fue cuidadosamente preparada por el camarero en un horno de leña a la vista. Después de mi experiencia en las pizzerías cubanas, me parecía tener delante a un pizzaiolo napolitano. Y ello además muy bien de precio y con una atención exquisita.
 Ya en el albergue, me encontré con buenas noticias. Mi habitación estaba vacía, por lo que iba a poder descansar en condiciones. Y a fe que me hacía falta.