domingo, 25 de septiembre de 2022

VARNA

 Tras la productiva noche anterior, y habiendo conocido un grupo tan majo en el albergue, lo lógico hubiera sido prorrogar mi estancia en Sozopol. Pero la lógica no es una característica que reine en mis viajes. Prueba de ello es que el único motivo para visitar mi siguiente destino (Varna), era que aparece mencionado en la novela Drácula, como el puerto desde que el siniestro personaje parte para abandonar la Europa continental, en su viaje a Londres. Nada más sabía sobre esa ciudad, lo cual dice tanto de la deficiente preparación de mis viajes como de mi gusto por la sorpresa y el talento natural. 

Desayuno contundente

 El desayuno del albergue fue aún mejor que el del día anterior, pero no tuve mucho tiempo de recrearme en él. Mi autobús salía en breve, en dirección a Burgas. Se trataba de un lugar de infausto recuerdo para mí, ya que fue allí donde perdí el enlace a Sozopol y tuve que contratar un taxi. Esta vez fui con mucho más margen, que me dio incluso para hacer una visita a la ciudad. Destaca en ella un gigantesco, por lo largo y lo ancho, paseo peatonal, además de una playa extensísima y con bastante buena pinta. 

Burgas

 Una vez inspeccionada Burgas, el siguiente paso fue tomar otro autobús rumbo a Varna. A la hora de planear el trayecto, vi que existía una posibilidad de transporte bastante más atractiva. Se trataba de tomar un ferry desde Sozopol a Nessebar, visitar la ciudad, que por lo visto es una maravilla y de allí tomar un autobús a Varna. El problema es que, según mi investigación, este autobús se tomaba delante de un hotel bastante alejado del centro histórico. Después de mi amarga experiencia en la estación de tren de Plodvid, no me fiaba mucho del sistema de transportes búlgaro. Me veía esperando delante del hotel sin que apareciera ningún vehículo, y sin un lugar donde reclamar.

 Cuando mi autobús se internó en las calles de Varna, la tercera ciudad más poblada del país, empecé a echar de menos el recogimiento de Sozopol. Esta sensación se agravó cuando tras apearme en la estación, tuve que atravesar una autovía atestada de tráfico en mi trayecto al albergue. La sensación de soledad se agravaba en la gran ciudad. Al llegar al albergue, mucho menos familiar que el de Sozopol, y ver nuevas caras para las que yo era un perfecto desconocido, me lamenté de que todo el trabajo de socialización que había hecho la noche anterior, se hubiera evaporado. Tocaba empezar de cero en un ambiente menos propicio. Cuando mi moral empezaba a resquebrajarse, acudió en su auxilio la recepcionista. A ella acudí para que me orientara sobre los lugares más visitables de la ciudad. Si el mapa y los consejos que me proporcionó fueron muy útiles, no lo fue menos su amabilidad y buena disposición, que hicieron que saliera a inspeccionar Varna con energías renovadas. 

 Lo primero que hice fue acudir a la cercana oficina de turismo para preguntar por el tradicional "Free Tour", que no solo me permitiría conocer la ciudad, sino también socializar un poco. Mi gozo en un pozo, ya que la actividad se hacía por la mañana y cada dos días, por lo que en mi breve estancia en la localidad no me iba a ser posible. Las penas con pan son menos, así que mi primera visita como turista fue a un restaurante de comida al peso que me había recomendado la recepcionista. Recetas locales, de buena calidad y a precios competitivos. 

Varna (con "v", cuidado)
 Posteriormente recorrí la avenida principal de la ciudad, muy ancha y llena de vida, para acabar llegando a un gigantesco parque de varios kilómetros de largo, que discurre paralelo a la playa de Varna. Ésta es muy larga, bien acondicionada y  cuenta con numerosos garitos y restaurantes. Me metí en uno de los primeros a curiosear y me fijé en cómo disfrutaban los grupos de gente de un entorno tan agradable y de su mutua compañía. Ello hizo que mi mente traicionera volviera por unos instantes a Sozopol, deseando estar allí con mis entrañables pero fugaces amigos.  Combatí la nostalgia encontrándome a la vuelta de la playa con elementos históricos destacables, como unas termas romanas. 

Esto es una ruina

 Estaba empezando a atardecer y no quería despedirme del mar Negro sin darme un chapuzón. Así que me cambié en el albergue y volví sobre mis pasos para tomar un baño de unos 5 minutos en la playa. No hace falta más. Aproveché para visitar el puerto, que contaba con atracciones de feria y unas bonitas vistas sobre la bahía. Desde luego se trataba de un lugar mucho más relajado que el centro de Varna, e infinítamente más plácido que la autovía que me había recibido esa mañana. 

Playa de Varna

 Con los ánimos calmados tras el baño y el paseo por el puerto, volví de nuevo "a casa" planeando mi estrategia para esa noche. El albergue no me había parecido un lugar muy apropiado para conocer gente, por lo que temía que iba a afrontar la noche varnesa en solitario. Evidentemente, no descarté la idea de intentar pototear con la recepcionista, quizá confundiendo su excelente trato con un interés hacia mi persona más allá del profesional. Mis castillos en el aire se desvanecieron de golpe cuando me crucé en las escaleras del albergue con un viejo conocido. Se trataba de Javier, un joven cordobés con el que había coincidido en el tour de Plodviv. Si entonces el mundo me pareció un lugar muy pequeño, se antojó minúsculo cuando vi que Javier entraba en mi cuarto al rato como Pedro por su casa. ¿Qué posibilidades había de que en un cuarto con dos camas, la otra la ocupara alguien conocido? Muy pocas, pero las suficientes para que ocurriera. Mi compañero no solo me invitó a cenar con la comida que le sobraba, sino que me permitió unirme a la inspección nocturna que iba a realizar con una compatriota que había conocido en su periplo búlgaro. Se trataba de una asturiana de mediana edad con la que, a petición mía, acudimos al garito playero que había visitado por la tarde en solitario. 

 Cuando el ejército alemán tomó Francia en la Segunda Guerra Mundial, Adolf Hitler, a modo de resarcimiento, ordenó que el armisticio se firmara en el mismo vagón de tren en el que se había firmado el Tratado de Versalles. Este acuerdo había supuesto el fin de la Primera Guerra Mundial, con gravosas condiciones para Alemania como potencia perdedora. En esos momentos me sentí como el Führer (sólo en esos momentos, no me empiecen a mirar mal) cuando volví acompañado y victorioso al mismo lugar que me había visto llegar solitario y derrotado esa misma tarde. Festejamos mi triunfo con una ronda de cervezas búlgaras, antes de que nuestra compañera asturiana se retirase a su albergue y nosotros hiciéramos lo propio.

Catedral de la Dormición

 La mañana siguiente aproveché para echarle un último vistazo a Varna, que incluyó una visita a un humilde acuario y a una exuberante catedral ortodoxa, que despertó gran interés en mí, a pesar de su nombre (Dormición). Con ello di por concluida mi visita. A pesar de que no está exento de encantos, no me pareció un lugar muy destacado desde el punto de vista turístico. Sin embargo, me pareció una ciudad bastante agradable. Con ella me despedí de la costa búlgara y volví a adentrarme en el corazón del país.


sábado, 17 de septiembre de 2022

SOZOPOL: QUE ME QUITEN LO BAILAO

 Las cosas se ven de otra manera cuando se ha podido dormir en una cama doble sin ruidos molestos. La distribución de la habitación del albergue hizo que pudiera descansar en condiciones, ya que apenas escuché a los otros dos huéspedes. Ambos eran búlgaros. Con uno apenas hablé, pero hice muy buenas migas con Giorgi. Se trataba de un personaje curioso, muy animado, locuaz y con un gran concepto de España y los españoles. Aunque debería decir las españolas, ya que mi entusiasta compañero hablaba maravillas de mis compatriotas. Indagando en el asunto, me contó que en una visita a España, conoció en un albergue a una valenciana a la que al parecer el pototeo se le apoderaba. Intentando no hacerle perder su querencia por nuestro país, quise hacerle entender que en España, no solo no todo el monte es orégano, sino que el orégano es más bien escaso. 

 Como si no hubiera tenido bastante con la cama doble, el albergue me volvió a sorprender positivamente con el desayuno, que además de las esperadas leche, tostadas y mermelada, sumaba ensalada, fruta y queso. Con energías renovadas me dispuse a explorar la ciudad. No lucía tanto como durante la noche, pero resultaba un lugar muy agradable. La parte antigua de Sozopol se encuentra en una pequeña península. Se trata de calles estrechas en las que se pueden encontrar casas de madera de estilo tradicional búlgaro. No es tan destacada la parte moderna, que apenas recorrí, por lo que en menos de una hora había concluido mi exploración.

Playa de Sozopol

 La playa parecía bastante decente, aunque una gran parte de la misma estaba copada por sombrillas y tumbonas de pago. Ocupé mi lugar en la zona de los pobretones y, sin mucha dilación, me introduje en el mar Negro. Como nota positiva de la experiencia, destacaría la agradable temperatura del agua y las buenas vistas sobre la ciudad antigua. En el debe, la gran cantidad de algas y el escaso calado de la playa, que me obligó a caminar un largo trecho hasta que pude desplegar mis discutidas cualidades natatorias.

 No encuentro mucho aliciente al hecho de estar en la playa. Así que tras dos baños y un rato tumbado, que apenas sumaron la media hora, me volví al albergue, situado a muy corta distancia. Tenía casi todo el día por delante, así que improvisé una excursión a la cercana localidad costera de Primorsko, situada a poco más de 20 kilómetros al sur. Había una buena frecuencia de autobuses, pero por supuesto me aseguré de que tendría margen de sobra para volver en uno de ellos y evitar el temido taxi. 

 Mis esperanzas, totalmente infundadas porque elegí ese destino sin referencias, de encontrarme con una villa marinera con encanto, desaparecieron cuando apenas entré en Primorsko y me encontré con enormes bloques de apartamentos y hoteles. Quise darle una oportunidad buscando algo que tuviese un mínimo de historia, pero no encontré nada que me sugiriese una época anterior a los años 60. Era una especie de Benidorm o Salou a los que se les hubiera extirpado su núcleo antiguo. Por lo menos contaba con un par de playas enormes y bastante competentes, aunque como ha quedado claro a lo largo de la entrada, no sea lo que más me motiva.

Les gusta, les gusta la playa

Por lo que he leído a posteriori, Primorsko era un gran centro turístico y de recreo en la época comunista, lo cual se reflejaba en el aire decadente que impregnaba algunas zonas de la ciudad y cuyo mayor exponente era una especie de Sirenita realmente cutre.

Me gusta más la de Copenhague

 A falta de otros atractivos, pasé la última hora de mi visita en el museo de historia de Primorsko, que se centraba más en algunos yacimientos de los alrededores, que en un lugar que apenas tiene solera. A pesar de su humildad, di por bien empleadas las 5 levas que me costó la visita al museo y me volví a casa. 

Ánforas que no falten
 No estaba siendo un día muy brillante. Sin llegar a los niveles del día anterior, por supuesto. Pero la experiencia costera me estaba dejando un poco frío. Hasta que ocurrió uno de esos momentos memorables que sólo pueden ocurrir en los albergues. Estaba bajando por las escaleras del hostel con la idea de ir a dar un voltio vespertino por Sozopol, cuando mi compañero búlgaro, que estaba en el salón-cocina, me llamó  para comunicarme que había una hispanoparlante en la estancia. Efectivamente, se trataba de una mujer argentina de mediana edad con la que enseguida hice buenas migas. También estaba en la reunión un joven estadounidense que hablaba español, y al rato se unió un inglés que había estado varias veces de visita en Zaragoza. Así que se acabó formando un grupo en el que, quien no era hispanohablante, era por lo menos hispanófilo. Para redondear el momento, el anfitrión nos preparó a iniciativa suya y sin coste, una ensalada y unos panecillos de pipas en el horno, que estaban deliciosos. Pasamos un buen rato de animada y estimulante charla hasta que llegó la noche.

No íbamos a dejar títere con cabeza
  Y la noche en Sozopol en esa época del año, estaba tan animada como nuestro grupo. Guiados por el animoso Kirio, acabamos en un garito bastante molón, cerca de la playa. Se trataba de un local al aire libre con un gran ambiente, que aún mejoró cuando llegamos nosotros. En un par de horas había pasado de estar más solo que la una a salir de fiesta con un grupo magnífico. Esa es la magia del viaje, que en cualquier momento pueden suceder cosas como esas. Mientras bailaba (o algo parecido) bajo la luz de la luna junto a la playa, me parecían muy lejanos estos dos últimos años tan oscuros, que empezamos encerrados en casa y cuando salimos de ella, fue con una mascarilla y sin acercarnos mucho a la gente. Nada de eso sucedía en ese momento mágico, que estuvo a punto de romperse cuando un camarero del local vino a echarnos el alto. Aprovechando la permeabilidad del lugar alguno de nuestros compañeros había ido a una tienda cercana para surtirnos de cerveza. Y no una, sino varias veces, por lo que acabamos cantando demasiado, y nos echaron del local. Bueno, es un decir, ya que simplemente nos separamos un poco de las mesas del bar y nos quedamos por esa zona. Nadie podía echarnos de la calle. Aun así, al rato, decidimos lavar nuestra honorabilidad pidiendo un trago en la barra, aunque solo fuera para compensar el rato que habíamos estado sin hacer gasto. Así a lo tonto, se nos hicieron casi las 4 de la mañana. Hora de volver al albergue. Nuestro compañero británico no lo hizo sin antes tomarse un baño vestido en las aguas del mar Negro para refrescarse. La suma de ingleses, fiesta y alcohol suele provocar extraños sucesos, aunque normalmente son más cruentos que éste.

 Esa noche apenas pude aprovechar cuatro horas mi estupenda cama doble. Pero no me importó demasiado. De vez en cuando hay que meterle un poco de marcha al cuerpo para quitarle la carbonilla. Y como bien dice el adagio, y en este caso con propiedad,  que me quiten lo "bailao".

miércoles, 7 de septiembre de 2022

UN DÍA DE MIERDA

 Se dice que hay días que uno no debería levantarse de la cama. Eso podía aplicarse perfectamente a mi jornada, si no fuera porque estaba encajonado entre dos literas y esa noche tenía reserva en un albergue de la localidad costera de Sozopol. Aunque la razón suprema para no hacerlo es que estaba de viaje. Y en ese estado, que en mi caso se puede equiparar a la iluminación espiritual, resulta del todo inviable perder el tiempo sin hacer nada productivo. Por eso fue un día tan frustrante.

 Una vez tanteado el interior de Bulgaria, tenía interés en conocer la costa del mar Negro. Para ello tenía que recorrer unos 300 kilómetros. No parece mucho, teniendo en cuenta que tenía todo el día para hacerlo, y a las 8 de la mañana ya estaba en pie. Di una vuelta por Plodviv a modo de despedida. En una callejuela del casco viejo me topé de nuevo con mis amigos barceloneses. Aproveché esta feliz coincidencia para marchar con ellos a la estación. También daban por finiquitada su estancia en Plodviv y seguían su ruta por el interior del país.

Último voltio por Plodviv: calma antes de la tormenta

 Confiado tras el éxito de mi primera experiencia ferroviaria, me presenté en la estación de tren esperando salir de allí lo antes posible rumbo a mi destino costero. Mi moral se empezó a tambalear cuando en la ventanilla de información me dijeron que el siguiente tren a Sozopol salía a las 4 de la tarde. Teniendo en cuenta que a la sazón eran las 9 y media de la mañana, vi que el asunto no cubicaba en absoluto. Así que fui a probar suerte en la estación de autobuses, situada junto a la de tren. Cuando le pregunté a la empleada sobre la siguiente expedición a Sozopol, su lacónica respuesta me dejó inmerso en un mar de dudas. Se limitó a decir un breve, pero firme "¡No!". ¿Están todos los autobuses llenos? ¿No se compra allí el billete? ¿No me da la gana vendértelo? Da igual, el caso es que en ese lugar no iba a encontrar la solución a mis problemas.

 Si la empleada de la estación de autobuses no se había caracterizado por su expresividad, la de la compañía ferroviaria lo hizo por su hostilidad. Viendo que no hablaba inglés, le señalé en mi destino en un mapa. Pero lo que no pude hacerle entender es que quería el billete para el próximo viaje. La mujer, con menos paciencia que malas maneras, me mandó a cascala por la vía (nunca mejor dicho) rápida. Algunas veces durante mis viajes me he encontrado con pasotismo o indiferencia, pero nunca tal grado de rechazo. Por suerte, su compañera de la taquilla contigua, además de un mayor dominio del inglés, mostró muchas mejores maneras y pude conseguir el billete.

 Me despedí de mis amigos de Cornellá, viendo con envidia cómo partían en un tren a los pocos minutos, mientras a mí me esperaba una larga espera, en una ciudad que había dado de sí todo lo que tenía que darme. La estación ya me había generado malos recuerdos, por lo que  no pensaba quedarme allí esperando ni un minuto. Volví al casco urbano sin una idea clara sobre qué hacer durante las más de 6 horas siguientes. En este caso, las draconianas condiciones de las aerolíneas de bajo coste, que obligan a reducir el tamaño de las maletas a su mínima expresión, jugaron a mi favor. No es lo mismo arrastrar un maletón que llevar una liviana mochila a la espalda.

Garbanzos no veganos

 Mis pasos me llevaron a un centro comercial. No parecía mal plan pasar un rato dentro resguardado del sol de justicia y el calor que reinaban ese día. Pero no soy muy amigo de esos templos del consumismo, que poco interés despiertan en mí. No es el caso del hipermercado que había en la planta baja, donde invertí una buena cantidad de mi poco valioso tiempo curioseando entre los productos alimentarios nacionales. Entre ellos acabé eligiendo para mi consumo un botellín de ayrán. Se trata de un yogur líquido de oveja al que se le añade sal. Al principio sabe un poco raro, pero acabé siendo un gran fan de este producto que nunca he visto en España. Aunque lo que más gracia me hizo fue ver garbanzos de marca "Pescado"(sic).

 Mi siguiente hito fue ascender una de las 7 colinas de la ciudad, atraído por un imponente monumento de más de 11 metros, dedicado a un soldado soviético que participó en la liberación de la ciudad en la Segunda Guerra Mundial. 

 El esfuerzo y el calor que pasé en el ascenso a la colina, amenizados por el canto de las cigarras,  se vieron compensados por la imponente efigie de la gigantesca estatua y las no menos destacadas vistas sobre la ciudad. 

Cualquiera le tose

 Con muchas horas por delante, se me ocurrió que quizá hubiera alguna alternativa viable para mi traslado que no implicara esperar tropecientas horas. Pero para ello necesitaba conectarme a internet y yo, como buen niunclavelista, no dispongo de tarifa de datos. Se me ocurrió una idea de lo más cutre. Me acerqué a las inmediaciones del albergue donde había pernoctado para aprovecharme de su señal wifi. Me senté en una acera y pude empezar a navegar. En ese momento se asomó un huésped francés que me invitó a hacer lo mismo, pero en el patio del hostel. Como al niño que le pillan haciendo alguna travesura, entré con la cabeza baja al establecimiento, custodiado en ese momento por una curiosa pareja. Se trataban de un sueco barbudo con una gorra que le hacía parecer un granjero del Estados Unidos profundo y un irlandés pelado de mediana edad. Una auténtica esponja cuyo acento cerrado apenas podía entender. Para mi vergüenza, que se sumaba a mi alivio, no me pusieron ninguna pega para esperar allí el tiempo que necesitase.  

 Indagando en la página web de la compañía ferroviaria, pude comprobar que, además de mi tren directo a Burgas, había otras opciones que implicaban transbordos perfectamente realizables y sin necesidad de esperar tanto tiempo. De hecho, en 15 minutos partía un tren que me podría haber dejado en mi destino un par de horas antes. Y no era cosa menor, ya que pude comprobar como la hora de llegada prevista para mi tren a Burgas eran las 20:26, partiendo el último autobús a las 20:30. Si hubiera estado en Suiza, no me hubiera preocupado. Pero no era el caso, y pretender que en un trayecto de más de 4 horas no haya ningún retraso era una quimera. No me daba tiempo a tomar el siguiente tren con transbordo, así que sólo me quedaba la opción del milagro. En ese momento no sabía si ciscarme más en la empleada de información que se quedó tan ancha no revelándome las alternativas, o en mí por no haberlo consultado antes en el más impersonal pero eficaz internet.

 Me despedí agradecido de los empleados del albergue y como aún me sobraba algo de tiempo, comí en un humilde garito cercano a la estación. El lugar era 100 % no turístico, y se cobraba al peso. Su bajo precio estaba en consonancia con su calidad, pero no estaba yo ese día para paladear la comida, y el local cumplió con mi premisa de llenar el estómago a bajo precio.

Comida de peso

 Mi tren partió con 5 ó 6 minutos de retraso, que ya de entrada, se comieron el magro margen que tenía. Decidí dejar de darle vueltas al coco y tomar acción. Llamé al albergue, les expliqué mi situación y les pregunté que opciones tenía. El empleado me intentó tranquilizar, diciéndome que la estación de tren estaba junto a la de autobús y que me podía dar tiempo a llegar, si el tren no se retrasaba, claro. Si eso sucedía, la única opción era tomar un taxi, con la clavada correspondiente. 

 Cuando ya estaba resignado a esta última opción, me di cuenta de que estábamos empezando a tomar una velocidad de crucero interesante, y empecé a creer en el milagro. Según mis cálculos, si se mantenía ese ritmo podría incluso llegar antes de tiempo. Pero empecé a ver cosas raras. Tras una parada comprobé que el tren estaba volviendo hacia el oeste para hacer un requiebro, y no contento con ello, en otra estación, el tren se quedó parado un rato. Tanto que incluso hubo gente que salió a estirar las piernas y a fumar. Mi gozo en un pozo.

No hay prisa

 En mis siguientes horas pasé por varios estados, a cual peor, desde el cabreo a la angustia, entre los que a veces aparecía la esperanza. Hasta que llegué a un momento de lucidez. Me cansé de que la vida se riera de mí y decidí yo reírme con ella. Acepté que no iba a llegar a tiempo. Pensé que las levas que iba a pagar por un taxi no me iban a sacar de rico y que ni mucho menos valían el sofoco que estaba pasando. Así que salí al pasillo y empecé a disfrutar de los variados paisajes de la Bulgaria profunda que estaba recorriendo. Ante mis ojos desfilaron interminables campos de girasol y maíz, pequeños pueblos en medio de la nada, que contaban con mezquitas como herencia del pasado otomano e incluso carruajes de caballos circulando por carreteras.

 Como era de esperar, el tren llegó con un retraso de 15 minutos. Escaso pero suficiente para desbaratar mi plan de transporte. Probé suerte en la estación de autobuses, pero no había duda, la última expedición a Sozopol había partido hacía escasos 10 minutos. 

 Parecía que estaba condenado al taxi, aunque otra idea pasó por mi cabeza. Por el precio del mismo, podría haber reservado habitación individual de hotel en Burgas. Pero en esos momentos lo único que me apetecía era descansar y no me veía con ánimos de dar vueltas por una nueva ciudad para buscar alojamiento.

 Cuántas veces he salido de una estación y he visto en la puerta un montón de taxis, y me he tenido que quitar de encima a conductores que me ofrecían una carrera. Pues el día que voluntariamente quería tomar uno, no había ni rastro en los alrededores de la estación. Tras una búsqueda por la redolada, vi a lo lejos una fila de vehículos amarillos. A ella me dirigí planeando un amago de estrategia. Preguntarle el precio a un taxista y con ese precio como referencia acudir a otro apretándole un poco. Mis castillos en el aire se volatilizaron cuando vi que los dos primeros taxistas estaban en animada conversación. Como odio el regateo, y no tenía fuerzas para discutir, acepté, aunque de mal grado, las 60 levas (30 €) que me solicitó el primero de ellos. Hay que aclarar que se trataba de una carrera de más de 30 kilómetros, pero sin olvidar que el autobús apenas costaba la sexta parte.

 De lo perdido, saca lo que puedas. Así que, ya que me estaba metiendo una clavada importante, intenté sacarle partido al taxista, obteniendo un valioso testimonio sobre la vida en la Bulgaria comunista. La nada velada defensa que hizo del anterior sistema me hizo reflexionar. Mi opinión sobre el comunismo es que es una basura totalitaria, además de muy ineficiente desde el punto de vista económico. Pero en algunos casos hizo mejor la vida de algunas personas (y no solo de los dirigentes) que, pudiendo comparar con el capitalismo que viven ahora, elegirían sin dudar el comunismo. Mis respetos a todos ellos, aunque mi opinión siga siendo la misma o parecida.

 Ya oscurecía cuando arribamos a las inmediaciones de Sozopol y las primeras estampas de la costa del mar Negro animaron ligeramente mi afligido espíritu. El taxista me dejó a principio de una calle peatonal repleta de tiendas, adornada con bonitas luces y atestada de turistas. Un ambiente animado y optimista, que me hizo olvidar por momentos las miserias del día.  

 Tras un breve paseo y alguna vuelta que otra, conseguí encontrar la puerta de mi albergue, oculta entre un par de comercios. Se trataba de un establecimiento pequeño, con cierto encanto y bastante más lustroso de los que me había encontrado hasta el momento. Como si de un ritual energético se tratase, aproveché para poner a lavar la ropa en un intento de limpiar las malas vibras que me estaban acompañando. Parece que no funcionó mal del todo, ya que en una habitación que contaba con dos pares de literas y una cama doble, me tocó en suerte esta última.

 En mi paseo de inspección por la ciudad pude comprobar que estábamos en temporada alta. Cientos de personas atestaban las estrechas calles de la localidad, en las que no faltaban tiendas, restaurantes y hasta atracciones de feria.  Se trataba de un turismo principalmente familiar y local. Un lugar ideal para ir con la familia o la novia (suponiendo que se deje convencer para ir allí en vez de a Peñíscola o Salou), pero no el más apropiado para un viajero solitario como yo.

Sozopol la nuit

 Aún le di una segunda oportunidad cuando en el albergue se formó un grupillo y el recepcionista, que integraba la expedición, me invitó a sumarme a ellos. Los miembros del grupo parecían conocerse de toda la vida. Si a eso le sumamos que eran angloparlantes y yo no estaba para muchos trotes, el resultado es que pronto volví al albergue a descansar. 

 Acostarse a dormir en una cama doble en un bonito pueblo costero no es tan mal final para un día de mierda. ¿No les parece?


jueves, 1 de septiembre de 2022

MÁS PLOVDIV Y SU REDOLADA

  Al igual que en las comidas de negocios se cierran grandes tratos, en mi cena con la familia barcelonesa del día anterior habíamos planeado hacer una visita por las inmediaciones de Plovdiv. Aunque en realidad yo me limité a unirme al plan que había urdido Diego, un auténtico "culo inquieto" que sabe exprimir sus viajes al máximo, dejándome a su lado como un simple turista acomodado. Siguiendo con el símil de la cena, esta vez me apetecía ir "a mesa puesta" y seguir los planes de otros. Se trataba de visitar un monasterio ortodoxo (Bachkovo) que, si bien no contaba con tanta notoriedad como el de Rila (ya visitado), parecía bastante competente. Pero llegar allí tenía su complicación. Había que tomar un tren hasta  la cercana localidad de Asenovgrad, y desde allí buscarnos la vida para llegar al monasterio. 

 A la mañana siguiente, me llegó un mensaje de Diego hijo avisándome de que estaban camino de la estación para tomar un tren 20 minutos después. Teniendo en cuenta que el día anterior me había costado mi buena media hora llegar a mi albergue desde la estación, me di cuenta de que no había tiempo que perder, ni siquiera para lamentar la poca antelación con la que había sido enviado el mensaje. Lo que la tarde previa había sido un plácido paseo, se convirtió en un carrera de 3000 metros sin obstáculos, pero a ritmos africanos, con la incertidumbre de no saber si iba a llegar a tiempo. Buen chico yo para dejarme vencer por las manecillas del reloj. No solo llegué a tiempo, sino que cuando arribé a la estación todavía no lo habían hecho mis compañeros. Pero el tren ya estaba presto a su partida. A lo lejos apareció la familia y el padre se adelantó para decirme que montara y me fuera solo, que ellos no llegaban. Este era su plan y no me apetecía hacerlo en solitario, así que les esperé y por primera vez en mucho tiempo, agradecí que un tren saliera con retraso. El suficiente para que pudiéramos subir instantes antes de que emprendiera su marcha. Entre la carrerita que me había pegado y la incertidumbre de saber si llegaríamos a tiempo, estaba un poco alterado. Así que me relajé lo justo para afrontar el siguiente reto. No nos había dado tiempo a comprar billetes y no sabíamos si se podrían comprar a bordo. Cuando vino la revisora (una señora de mediana edad, que por supuesto no hablaba inglés), le ofrecí un billete de 20 levas con la mejor de mis sonrisas. Lo cogió y se fue. Para rebajar la tensión del momento, bromeé con mis compañeros, diciéndoles que si no volvía la mujer, significaba que en la compañía ferroviaria aceptaban sobornos. Pero volvió. Y no solo me dio las vueltas, sino que me ofreció un papel en el que venían escritos de su puño y letra los horarios de vuelta. Excelente detalle que, por desgracia, no iba a ser la tónica de lo que me iba a encontrar en mi viaje por Bulgaria.

 Sin más novedad (que ya son bastantes) arribamos a Asenovgrad. Había que encontrar el modo de llegar al monasterio. Probamos en la estación de autobuses, pero el que hacía la ruta que pasaba por nuestro objetivo ya había partido. Preguntamos a un hombre y nos dijo que la única opción era un taxi. Precisamente había uno cerca y nos condujo a él. En ese momento pasaron por mi mente recuerdos de otros países más informales en los que, si de sacar dinero al turista de trata, todos se conocen y se complementan a la perfección. Mis temores quedaron disipados cuando el hombre hizo un cálculo de lo que nos hubiera costado tomar el autobús a los cuatro y le exigió al taxista ese precio por llevarnos al monasterio. Estaba empezando a creer que los búlgaros eran gente amable. Ciertamente ese día no se podía decir otra cosa de ellos.

 Referencias bíblicas venían a mi cabeza cuando el taxi que nos llevaba enfiló una recta en subida que daba acceso al monasterio. A ambos lados se apostaban decenas de puestos de comerciantes que, por lo menos, no contrariando a Nuestro Señor, no llegaban a situarse dentro del templo. 

Devoto oportunista

 Las comparaciones de Bachkovo con Rila eran inevitables. Estilo parecido y entorno montañoso similar. Aunque el estilo era menos espectacular, y el entorno, un poco menos montañoso. Eso sí, al igual que en Rila, con media horica de visita estuvimos más que servidos, que poco se podía hacer allí si no eras ortodoxo (yo soy heterodoso). La bajada nos sirvió para curiosear un poco los puestos, que vendían todo tipo de cosas fueran religiosas o profanas y llegamos a la carretera. Las opciones de volver a Asenovgrad no se veían muy claras. Tanto que Diego padre propuso que lo hiciéramos andando. Hasta a un pateador insaciable como yo le pareció descabellado. No solo porque había unos 10 kilómetros, sino también porque había tramos de carretera sin arcén. Así que anduvimos un pequeño trecho hasta que llegamos a un pueblecillo. En él había un apeadero de autobuses al que nos agarramos como un clavo. Y más después de que un individuo local nos confirmara que allí paraba un autobús cada hora que nos dejaría en nuestro destino. Tras una espera de unos 20 minutos, apareció el deseado vehículo. Lo malo es que no solo fuimos nosotros los que lo deseaban. Estaba lleno. Así que pasó de nosotros y nos dejó en una situación un tanto comprometida. Ciertamente me gusta improvisar en mis viajes, pero esto ya superaba mis estándares. No me gusta tanto complicarme la vida. Se nos ocurrió la alternativa de hacer auto-stop, pero con 4 personas se antojaba complicado. Así que la única opción viable era rezar para que apareciera un taxi. Parece ser que nuestra expiación en el monasterio dio sus frutos, porque al rato vimos llegar uno que se detuvo no lejos de nosotros y el conductor se apeó para sentarse en la terraza de un bar. Nos dirigimos a él y no solo se ofreció a llevarnos, sino que además nos cobró una tarifa razonable. Se agradece, porque allí perdidos en medio de la nada, no teníamos muchas opciones y nos podría haber apretado. Por si fuera poca nuestra suerte, el taxista, un muchacho joven, hablaba un inglés muy competente. 

 Un poco antes de llegar a Asenovgrad había una fortaleza que Diego padre quería visitar. Al escuchar el taxista nuestra conversación, se ofreció a dejarnos allí sin cobrarnos más, a pesar de que para acceder a la misma, había que subir un par de kilómetros por una carretera de montaña. 

Vistas de enjundia...y una ermita de fondo

 La fortaleza de Asen en sí era poco más que una iglesia y una torre de defensa sin mucho encanto. Otra cosa eran las vistas que se podían disfrutar desde allí. Una auténtica delicia.

 La vuelta, a pesar de ser cuesta abajo, se nos hizo un poco cuesta arriba debido al intenso calor que asolaba Europa por aquel entonces. Pero gracias a nuestra resistencia intrínseca conseguimos llegar de una pieza a los arrabales de Asenovgrad. Ya más resguardados del astro Rey, callejeamos hasta la estación y tomamos el siguiente tren. Como llegar directamente a Plovdiv hubiera sido demasiado sencillo, esta vez el tren nos dejó en un pueblo donde tuvimos que coger un autobús que, esta vez sí, nos dejó "en casa".  Y como siempre ha habido clases, la que mis compañeros eligieron para pernoctar esa noche, poco tenía que ver con la mía. Se trataba de una mansión histórica reconvertida en albergue. El más bonito y genuino que he visto nunca (y he visto muchos). Pensar en que podía haber estado en esa auténtica maravilla hacía que se me bajara el alma a los pies cuando ponía el pie en mi más que humilde establecimiento hostelero. Hay vida más allá del albergue más barato de la búsqueda.

Free Plovdid Tour

 Esa tarde tocaba "free tour", al que se sumaron mis amigos catalanes. No serían los únicos compatriotas, ya que en el grupo brillaban con luz propia un joven cordobés y un donostiarra acompañado de su pareja taiwanesa, que sorprendía por su 1.80 de estatura. En tan grata compañía, disfruté aun más si cabe de las exhaustivas explicaciones de la guía. Una ciudad con un pasado tan denso, que ha dejado tantas huellas palpables, es una delicia para cualquier persona mínimamente interesada en la historia y la arquitectura. Como curiosidad, entre los muchos datos que se nos aportaron, destaca el hecho de que, según la guía (y no tengo por qué desconfiar de ella), Plovdiv es la ciudad europea que durante más tiempo ha estado habitada ininterrumpidamente. También me llamó la atención que, cual si una Roma búlgara se tratase, la ciudad cuenta con siete colinas. Nuestro tour acababa en la cima de una de ellas, lugar privilegiado para presenciar una espectacular vista sobre Plovdiv.

Plovdiv a nuestros pies

 La cultura alimenta el alma, pero no el estómago. Para ello contábamos con "Happy Grill", una franquicia de restauración autóctona, que cuenta con unos locales de vistosa decoración. Parece ser que son muy exitosos, ya que incluso tuvimos que hacer cola para que nos atendieran. La espera mereció la pena, no sólo por la espléndida atmósfera del garito, sino por la buena comida que se nos sirvió. Sin olvidar a las camareras que...esto...nos sirvieron con una gran eficacia. Sí, eso es...muy eficaces...

Delicias búlgaras

 Por si no le faltaran encantos a la ciudad, también cuenta con una zona de bares de aire algo bohemio, engalanadas con unas bonitas luces tipo navideño. Nos dimos un voltio por allí, pero no vimos muy apropiado unirnos a la fiesta acompañados de dos adolescentes (seguramente ellos pensarían lo mismo de dos carrozas como nosotros), por lo que nos retiramos a descansar. Ellos, al varias veces elegido mejor albergue de Bulgaria y yo, a mis literas de triple piso. Pero tampoco me voy a quejar tanto, que por lo menos se dormía bien. Además, el talento natural y la improvisación que habíamos desplegado durante el día no había salido nada mal. Todo lo contrario a lo que me iba a suceder en la jornada venidera.