jueves, 22 de diciembre de 2022

EPÍLOGO BÚLGARO

 A unos 10 kilómetros al sur de Sofía, se encuentra el imponente monte Vitosha, un macizo montañoso que domina el horizonte y en el que se pueden hacer numerosas actividades recreativas, incluida el esquí. En las faldas de esos montes se encuentra Boyana, una iglesia medieval del siglo X que contiene unos frescos muy destacables, lo que le ha valido para ser declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. La tarde anterior, la espigada inglesa que conocí en el tour comunista, me comentó que había ido andando a visitarla. Mi orgullo pateador se puso en guardia, pensando que no podía ser menos que la británica. Así que decidí emplear la mañana en peregrinar al sacro edificio. Hice un poco de trampa tomando el metro hasta la estación más cercana a Vitosha. Aun así aún quedaba bastante camino por recorrer. "Ayudado" por mi calculador de rutas del móvil, me interné por urbanizaciones, caminos rurales y hasta solares. En esos momentos me sentí como cuando Emilio Aragón tenía que seguir una línea blanca en una de sus más recordadas escenas del programa "Ni en vivo ni en directo". 
 Sin grandes incidentes, conseguí arribar al entorno de la iglesia, que contaba con una muralla de protección. La puerta que daba acceso al recinto estaba cerrada, pero vi gente merodeando por la zona, por lo que deduje que debería estar a punto de abrir. Me di un paseo por los alrededores y a la vuelta me encontré con un autobús de turistas prestos a empaparse de arte ortodoxo. Ahora sí que se confirmaba que habría visita. De hecho, enseguida se abrió la reja y se nos permitió el acceso. La visita a la iglesia se hacía en grupos pequeños, ya que el edificio era bastante pequeño. De hecho, me resultó un poco decepcionante el interior. Los frescos lucían mucho más en las fotos y en ellas la iglesia daba la impresión de ser más grande de lo que me encontré en la realidad. Quiso la casualidad (en este viaje hubo bastantes) que entre mi pequeño grupo hubiera dos integrantes del tour comunista de la noche anterior. Una de ellas era experta en historia del arte, lo que confirma que entre las personas que acudieron al evento, la más tonta hace relojes. Gracias a ella y sus explicaciones, conseguí entender la importancia y el valor que tenían los frescos de la iglesia, por lo que di por bien empleada la visita. A estas explicaciones artísticas se sumó atento un simpático indio que me dejó de piedra cuando me dijo que se llamaba Don Bosco. Para aquellos lectores a los que este nombre no les diga nada, les explicaré que se trata del fundador de la congregación salesiana, que fue la que en su día me instruyó e hizo posible que hoy en día escriba estas líneas.
¡Viva Don Bosco!
 Las dos chicas me propusieron acompañarlas para realizar una excursión por el monte Vitosha, pero lamentablemente no me daba tiempo y volví al centro. Esta vez me dejé de tutelajes electrónicos y tomé una avenida principal que, aunque no fuera el camino más corto, sí fue el más sencillo de seguir. 
 Ese día me llegó un mensaje de mi aerolínea de escaso coste avisándome que por no sé que historias del Covid, me debía presentar en el aeropuerto 3 horas antes del vuelo. Así que, tras mi último ágape búlgaro en un humilde puesto de kebabs, recogí mi mochila del albergue y acudí en metro al aeropuerto. Por supuesto eso de las 3 horas era una milonga, pero tampoco tenía mucho que hacer por Sofía, así que no lamenté demasiado la espera en el aeropuerto.
Últimas impresiones de Sofía
 Ya en Barcelona, no quise salir tan bruscamente del modo turista, así que, en lugar de bajarme en la parada más cercana a la estación del autobús que me iba a llevar a Huesca, lo hice en otra más lejana.  Esto, además de hacer la espera más entretenida, hizo que prolongara mi registro de pasos hasta alcanzar mi cifra récord de 47.438 y 37,45 kilómetros recorridos. Con estos números, no es de extrañar que el hambre hiciera acto de presencia. Pero con mi proverbial sangre fría, que no le va a la zaga a mi niunclavelismo, esperé a encontrar un lugar con precios búlgaros. Tras un viaje hay que aclimatarse paulatinamente al destino. Mis pesquisas dieron con una irresistible oferta de una patatas bravas y una lata de cerveza por 5 levas, quiero decir, 2,5 euros. ¡Así sí!
 Con el estómago lleno y el bolsillo no vaciado del todo, monté en el autobús a Huesca y di por finiquitado mi periplo búlgaro.  Una experiencia con altibajos, muy propia de mi estilo de viaje, en el que el talento natural y la improvisación hacen que la vivencia sea irregular, pero nunca aburrida y previsible. 
 Aparte de su pasado comunista, pocas ideas preconcebidas tenía sobre Bulgaria. Su dilatada historia y la cantidad de culturas que han convivido en su suelo, hacen que sea un país difícil de etiquetar. A medio camino entre la antigua Yugoslavia, Grecia, Rumanía y Turquía, mantiene elementos de todos ellos sin que me diera la impresión de tener rasgos auténticamente genuinos que lo caracterizaran.
 Con excepciones, la gente en general me pareció muy seria (y eso que yo no soy precisamente el rey de la juerga), y en algún caso extremo, hasta desagradable. Hasta mi visita, mi principal referencia sobre las mujeres búlgaras eran sus formidables atletas que deslumbraron por su capacidad atlética en los años 80. No lo hacían en ese caso por su atractivo físico. Este viaje me permitió cambiar esa visión tan parcial. No vi a grandes atletas, pero sí a muy hermosas mujeres. Aunque apenas tuve ocasión de interaccionar con ellas. 
 A pesar de que aún quedan vestigios de la época comunista en forma de edificios o avenidas monumentales, no me dio la impresión de que ese periodo marque la esencia del país. Hoy en día, Bulgaria es un país totalmente occidental, con la atmósfera que se respira en cualquier estado capitalista. Parece que el comunismo solo ha sido una etapa más dentro de las tantas que ha vivido este territorio balcánico.
 Como conclusión, solo queda decir que la visita a Bulgaria es más que recomendable, aunque teniendo en cuenta algunas premisas. Entre ellas la dificultad de comunicación en algunos momentos, el enfrentarse al abecedario cirílico o la no siempre cálida atención al turista. Pero si tenemos en cuenta la variedad de paisajes, los complejos avatares históricos que se reflejan en sus monumentos y ciudades, unos precios muy ajustados y la ausencia de masificación, nos encontramos con un lugar que no decepcionará al viajero inquieto. 

jueves, 8 de diciembre de 2022

VUELTA A SOFÍA

  Cuando fui a reservar mi billete de autobús para ir de Veliko Tarnovo a Sofía, me llamó la atención que una expedición partiera a las 9.30 y la otra a las 9.31. Por aquello de apurar un minuto más de sueño, reservé la segunda. En mi paseo hacia la estación tenía una cierta preocupación pensando que quizá iba a ser un poco complicado distinguir cuál de los dos autobuses era el mío. Por suerte, un cartel escrito a mano en el parabrisas del vehículo mostraba claramente la hora de salida.  Curiosamente, mi autobús partió antes que el de las 9.30, por lo que puede decirse que mi elección fue de lo más afortunada. Más dudas vinieron a mi mente sobre la idea de abandonar la ciudad ese día. Ese era mi plan previsto inicialmente. Pero debido a que mi vuelo de vuelta a España salía por la tarde, podría haber apurado una noche más en Veliko Tarnovo, en lugar de pasarla en Sofía. Esa idea me planeaba el día anterior, debido a lo a gusto que había estado en el albergue. Mi reserva en Sofía no se podía anular, pero solo había pagado 7 euros por el alojamiento, pérdida más que asumible hasta para mis estándares. Pero estaba vivamente interesado en asistir a un tour comunista en la capital, y todavía guardaba un gran recuerdo de mi paso por el albergue de Sofía. 

 Apenas arrancó el autobús y empezó a abandonar la ciudad, me empezó a invadir la sensación de que había cometido un pequeño pero craso error. Cada kilómetro en dirección a Sofía me hacía ver con mejores ojos el lugar que abandonaba, y con peores, mi lugar de destino. 

 Al volver a poner pie en Sofía, con casi todo el día por delante, otra vez solo, en una ciudad que ya me había ofrecido lo que me tenía que ofrecer, me di cuenta de que no estaba en el lugar correcto. Como si el destino se empeñara en recordármelo, en lugar de encontrarme con un cálido recibimiento en el albergue por parte de mi ya conocido recepcionista, asisití a una agria discusión que estaba teniendo con un cliente díscolo. En ese momento, asumiendo que no había tomado la mejor de las decisiones, se me planteaban dos opciones: irme a mi cuarto, tumbarme en la cama, dejar que pasaran las horas y rumiar mi frustación, o intentar sacar algo en claro de lo que la situación podía ofrecerme. Sacando fuerzas de la flaqueza que me invadía, elegí la segunda opción. Fui al salón a ver si había alguien con quien hablar y me encontré a un simpático egipcio que estaba haciendo tiempo hasta que saliera su vuelo. Me llamó la atención que perteneciera a la minoría cristiana del país, los llamados coptos. Y como nota curiosa y jocosa, me comentó que un hermano suyo había aparecido en el programa de Cuatro "Gipsy Kings" como guía en un capítulo de la serie rodado en Egipto.

 Mi posterior paseo por las calles de Sofía estuvo presidido por la nostalgia. No era lo mismo recorrerlas ahora que con la ilusión de la novedad y acompañado de gente que ahora ya no estaba. Por suerte, en cuando quise darme cuenta, se acercaba la hora del tour comunista que estaba bastante concurrido. Como suele ser habitual en estos eventos, el guía era muy competente, aunando simpatía y capacidad didáctica. Además nos contaba historias de su familia en la que habían convivido facciones pro-comunistas y anticomunistas. 

Fervor comunista
 Tanto o más interés, si cabe, despertó en mí una de las participantes del tour. Se trataba de una inglesa de 1,80, bien parecida, agradable y doctora en historia, habiendo hecho su tesis sobre la época comunista en Rumanía. Si existe la mujer perfecta, no debe andar muy lejos de ella. Con la atención dividida por momentos, disfruté del tour. Mis cavilaciones pesimistas parecían lejanas.  Una vez finalizada la ruta, intenté prorrogar el tour comunista cambiando de guía, pero la inglesa tenía otros planes. La perspectiva de pasar mi última noche de mi viaje, que para más inri era sábado, en solitario, hizo que mi ánimo volviera a desplomarse. En ese estado, no es de extrañar que no participase, sino que me limité a observar, en una competición de pulsos que se había montado en plena calle.

Tomándole el pulso a la ciudad
 Por el albergue las cosas no iban mucho mejor. En un claro ejemplo de "overbooking", empezaron a llegar huéspedes con reserva pero sin cama disponible. El pobre propietario hacía lo que podía, improvisando soluciones, como poner tiendas de campaña en la terraza. Esa idea no pareció del agrado de un terceto de españoles que, viendo el panorama, decidieron probar más suerte en otro lugar, a pesar de que no les iban a cobrar la estancia en tan singular habitáculo. No se mostró tan reticente otro compatriota, en este caso vasco, que se conformaba con pasar la noche en una hamaca.  Me estaba empezando a agobiar un ecosistema tan superpoblado, por lo que fui a dar un voltio nocturno. Mis intentos de reclutamiento en el albergue habían sido infructuosos. Volvía a estar solo en la gran ciudad. En mi estado anímico preveía que me iba a costar conciliar el sueño, por lo que intenté dar una pateada considerable para, por lo menos, cansar el cuerpo. 

 Se veía bastante ambientillo por las calles de Sofía. Hasta que llegué a una plaza donde había muchos grupos reunidos. El contraste con mi soledad era demasiado hiriente, por lo que decidí regresar al albergue. Como si el destino quisiera redimirse ante el castigo que me estaba imponiendo, y contra todo pronóstico, me topé con el grupo de tinajeros belgas con los que había coincidido en el albergue de Veliko Tarnovo. Estaban jugando en el suelo a un juego parecido al duro y me invitaron a sumarme al mismo. No soy yo mucho de esas timbas, pero en ese momento agradecí sobremanera estar con gente mínimamente conocida en un ambiente lúdico. Después de un rato, se dio por finalizado el festejo, y los simpáticos adolescentes se fueron a otro lugar para seguir la fiesta, mientras que yo di por finalizada la noche y me volví a mi atestado albergue. No había sido un día fácil para mí. Pero por lo menos mi actitud sirvió para que la jornada no hubiera ido mal del todo. Al día siguiente concluía mi periplo búlgaro. En la línea que había seguido durante ese día, intentaría aprovechar al máximo cada minuto.

martes, 6 de diciembre de 2022

VELIKO TARNOVO (y II)

  Con la conciencia tranquila tras mi buena acción de la noche anterior, amanecí en mi segundo día en Veliko Tarnovo con la idea de seguir una de mis tradiciones viajeras: el tour gratuito. De nuevo volví a coincidir con mi amigo cordobés, al que se sumó una pareja centroeuropea. Sería muy ambicioso por mi parte glosar la gran cantidad de historias y explicaciones que el muy bien preparado y simpático guía nos expuso. Aparte de que, habiendo pasado ya un tiempo desde su disertación, no me acuerdo de gran cosa. Por lo menos me quedó grabada la idea de la importancia histórica de la ciudad, siendo en su época capital del Imperio Búlgaro. Y como en el resto del país, dejaron su impronta pueblos como el romano, tracio o el otomano. Se nos explicó también que de la mayor atracción de Veliko Tarnovo, una imponente fortaleza situada a las afueras, apenas quedaban restos originales, estando casi totalmente restaurada. Además nos explicó que la iglesia situada en la cima del complejo fortificado, estaba decorada con imágenes de un curioso estilo comunista. 

Mostrando mi fortaleza

 Una vez acabado el tour me pasé un rato por el albergue donde recluté a una huésped israelí para salir a comer algo, con la ya habitual a la par que grata compañía de Javier el cordobés. Tras tantear unos pocos garitos con precios occidentales, sugerí uno de comida rápida que satisfizo nuestros humildes estándares niunclavelistas. Mi opción elegida (una simple pizza margarita de 5 levas) fue seguida por nuestra compañera sionista, que no dudó en alabar con entusiasmo tanto la textura como el sabor del plato que se nos había servido. No quiero pensar lo que pasaría si llevara a la israelí a un restaurante de enjundia. 

Cocina de fusión italo-búlgara

 Mi compañero Javier se volvía a su voluntariado en la Bulgaria profunda, así que nos despedimos. Esta vez definitivamente. O no, ¿quién sabe si nos volveremos a encontrar mundo alante? En todo caso fue un placer compartir parte de mi viaje con él.

 Ya de vuelta al albergue, mientras decidía si gastarme 15 levas en visitar la fortaleza, apareció una nueva huésped con la que iba a compartir habitación. En cuanto me dijo que era local, me faltó tiempo para pototear con ella. Hasta ese momento, mis interacciones con las misteriosas mujeres búlgaras habían sido muy limitadas. Pareció estar más o menos receptiva hasta que me comentó que había nacido en el Danubio (quiso decir en una ciudad a orillas del mismo) y le pregunté si era una sirena. No pareció hacerle mucha gracia el chistecito, y se volvió a comportar como una búlgara estándar. Es decir, pasó de mí.

 Con poco que rascar en el albergue, me decidí a visitar la fortaleza. La verdad es que, tanto la estructura como las vistas desde arriba eran imponentes. Pero el comprobar como las murallas estaban como nuevas (en realidad lo eran) le quitaba mucho encanto al asunto. Tenía mucha curiosidad por ver las imágenes religioso-comunista  de la iglesia. La verdad es que eran muy curiosas y no desmerecieron la expectación que me habían creado.

Si mezclas comunismo y cristianismo sale esto

 Ya empezaba a oscurecer cuando volví al albergue. Las reservas con las que había entrado en él el primer día desaparecieron del todo cuando me di cuenta de su punto fuerte. Estaba situado en un barrio de las afueras, con vistas a un bosque. Además contaba con un jardín, que cuando llegaba la noche se convertía en un remanso de paz. Era como estar en el campo. Y en ese entorno tan relajante y maravilloso, con las estrellas como testigos, un grupo de huéspedes, entre los que Carlo brillaba con luz propia, tuvimos una conversación de lo más profundo. No cambio esos momentos de albergue ni por el hotel más lujoso y exclusivo del mundo (aparte de que no querría pagarlo).

Entorno idílico

 Cuando se disolvió la tertulia, todavía era pronto. Estábamos a viernes y me apetecía tantear el ambiente nocturno de la ciudad. Hice una leva por el albergue y pude reclutar a un francés. La cabra siempre tira al monte, así que acabamos otra vez en el Hipster Bar, que estaba bastante animado. No tardamos en interaccionar con algunos clientes, todos ellos foráneos aunque residentes en Veliko Tarnovo. Parecía que se había reunido la diáspora en ese local, con lo que mi contacto con la población búlgara siguió bajo mínimos. A mi compañero galo, muy comedido al principio, se le apoderó el ambiente y ni siquiera contempló la posibilidad de inspeccionar otros garitos como yo le propuse. Volvió a aparecer el indio con el que había coincidido el día anterior, esta vez taladrando a una neerlandesa de bastante buen ver. Genio y figura.

 Con este buen sabor de boca, di por finalizada mi estancia en Veliko Tarnovo, ya que la mañana siguiente iba a volver a Sofía. Mi viaje por Bulgaria estaba cerca de su final. Pero antes de ello aún habría tiempo para vivir buenos y malos momentos.