sábado, 29 de abril de 2023

TAYRONA Y SANTA MARTA: ENTORNOS PRIVILEGIADOS Y CANTANTES DESAFINADOS

  Intuyendo que mi primer destino no me iba a dar mucho juego, había reservado una excursión al Parque Nacional Tayrona, cercano a Santa Marta. Lo más destacable de este entorno natural es que aúna los entornos de vegetación tropical de montaña con las míticas playas caribeñas. Existía la posibilidad de llegar al lugar en transporte público, pero viendo que la agencia no cobraba un precio disparatado, y no controlando todavía los transportes locales, contraté el servicio. 

 Aunque el precio en pesos no era muy elevado, si tuve que pagar otro peaje en forma de madrugón. Estaba citado a las 6.20 de la mañana para que me pasaran a recoger. Debido a su latitud, en Colombia las horas del amanecer y el ocaso se mantienen constantes durante todo el año, y ambos fenómenos acontecen alrededor de las 6. Así que, por lo menos y para mi consuelo, ya era de día cuando salí del albergue.

 La furgoneta callejeó un rato por Santa Marta recogiendo a los miembros de la expedición hasta que salimos de la ciudad. Varias cosas me llamaron la atención en los primeros momentos: la gran actividad que presentaban las calles a pesar de lo temprano de la hora, que ya hubiera gente bañándose en la playa y la sensación de inseguridad que tenía al ver el comportamiento caótico y frenético del tráfico. Las motos se nos colaban por todos los lados y los peatones cruzaban la calzada apurando al máximo, ante la imperturbabilidad de nuestro chófer. 

 Tras algo más de media hora de trayecto llegamos a una de las entradas del parque (cuenta con tres) donde tuvimos que esperar un rato para que se nos permitiera el acceso. Se me había olvidado en el albergue mi gorra, así que, haciendo de la necesidad virtud, adquirí un sombrero panamá bastante más elegante y adaptado al medio. 

Elegancia tropical

 Una vez que accedimos al parque, contábamos con un par de guías que nos indicaban el camino a seguir. En realidad no hacían mucha falta, ya que apenas había bifurcaciones y la ruta estaba señalizada. Enseguida nos vimos rodeados de una tupida vegetación tropical. La sensación de estar perdidos en una selva remota se desvanecía cuando aparecían comerciantes de casi cualquier cosa apostados junto al camino. En Colombia no hay lugar, por recóndito que sea, en el que uno se pueda librar de vendedores incansables.

La selva encierra grandes peligros

 El paseo fue amenizado por una pareja venezolana con la que hice buenas migas. Evidentemente, aproveché la ocasión para interpelarles con todo tipo de cuestiones acerca de la situación en su país. No era tan apocalíptica como me imaginaba, aunque un dato me hizo reflexionar. Vivían cerca de la frontera con Colombia, y en su ciudad utilizaban el peso colombiano como moneda corriente. Que una divisa tan devaluada como la colombiana sirviera de valor refugio en parte de Venezuela, habla a las claras de la complicada situación económica en el país bolivariano.

 De vez en cuando nos encontrábamos con playas muy sugerentes, pero no aptas para el baño, debido a las fuertes corrientes. No fue así con la última, que coincidía con el final de nuestro camino. Se trataba de la clásica playa caribeña con cocoteros que se supone creada para mandar fotos y dar envidia. No la tengan ustedes, queridos lectores. El agua estaba fría y en cuanto algún bañista se alejaba un poco de la orilla nadando, un socorrista le apercibía airadamente a golpes de ruidoso silbato.  Eso sí, el entorno era privilegiado, como pueden comprobar en la instantánea que acompaña al relato. 

La caminata mereció la pena

 La vuelta la hicimos por el mismo camino, por lo que la poca sensación de aventura que tuvimos en la ida, se esfumó por completo. Ya de vuelta a Santa Marta, me ocupé de un asunto no menor. Se trataba de conseguir una tarjeta SIM que evitara los altos costes que incurría el uso de mi teléfono móvil en itinerancia. La tarjeta en sí no fue difícil de encontrar. Me costó más encontrar un lugar donde conseguir una tarifa de datos. Pero la búsqueda mereció la pena, ya que por un coste muy pequeño obtuve llamadas y datos de sobra para moverme durante 15 días por el país.

 Un día tan movido requería unos momentos de relax. Esa era mi intención cuando me junté de nuevo con la pareja venezolana para tomar algo en una terraza. A pesar de que el lugar tenía cierta enjundia, los precios eran razonables, por lo que además de pedirme un trago, seguí con mis probatinas culinarias. No pude degustar el plato con la tranquilidad que precisaba, ya que pronto fuimos objeto de artistas callejeros en busca de propina. El primero se instaló casi delante de nosotros y con toda solemnidad, empezó a cantar arias de ópera. Cuando se cansó, presto ocuparon su plaza unos jóvenes rapeadores que nos rodearon y compusieron un rap en nuestro honor. Para ello se sirvieron de su intuición y de la información que nos sonsacaron. Viendo la jugada de lejos, yo me hice el sueco y seguí comiendo sin prestarles atención. Ser importunados por una serenata mientras cenamos por algo tan poco armónico como el rap no merece ser recompensado, más al contrario, censurado. No pensaron así mis compañeros, quienes aflojaron algunos pesos, quiero pensar que más por cortesía que por valorar el lado artístico. Aún tendría que soportar otra ruidosa sesión de rumba colombiana desde la cama de mi albergue antes de poder descansar en condiciones. Como se puede comprobar, Santa Marta no es el lugar más indicado para un retiro de silencio e introspección.

 La mañana siguiente decidí hacer el clásico "free tour" esperando que me desvelara encantos de Santa Marta que se me hubieran pasado inadvertidos. La caminata de más de dos horas bajo el fuerte sol tropical vino a darme la razón en mi apreciación sobre la ciudad. Se nos contó que, a pesar de haber sido la primera ciudad que los españoles fundaron en la actual Colombia, no contaba con un patrimonio artístico y monumental destacado. La razón para ello se encuentra en la gran cantidad de ataques piratas que sufrió. Esa infeliz circunstancia hizo que no se invirtiera mucho en la ciudad, prefiriéndolo hacer en lugares del interior u otros más protegidos como Cartagena de Indias. También se nos explicó que Santa Marta fue el lugar donde falleció Simón Bolívar, el prócer más destacado de la América Hispana.

 Un día tan caluroso invitaba a darse un bañito en la playa. Pero teniendo en cuenta que la más cercana al centro no es muy lucida y que se encuentra junto al puerto, decidí que mi último recuerdo playero fuera el del día anterior en  Tayrona. Era hora de abandonar Santa Marta. Una ciudad con mucha historia, la cual, desgraciadamente, apenas se refleja en sus calles. No era el caso de otros destinos que esperaban mi visita y de los que daré cuenta en posteriores entradas.

He visto playas más apetecibles

viernes, 21 de abril de 2023

ATERRIZAJE EN COLOMBIA: PRIMEROS CONTACTOS CON LA FAUNA LOCAL

 Después de las más de 10 horas que había durado el vuelo de Madrid a Bogotá, la hora y media del que me dejó en Santa Marta, se me pasó volando (juas,juas). 
 Ya era de noche cuando arribé a la ciudad costera. En esas circunstancias, y teniendo en cuenta que el taxi al centro no era muy caro (unos 6 o 7 euros), la opción lógica hubiera sido hacer uso de uno de ellos. Pero mis viajes no suelen estar determinados por la lógica. Fueron el niunclavelismo y mi afán de aventura los que me llevaron a tomar el autobús, que me sirvió para tener mi primera toma de contacto con la población local, que era la que dominaba en el vehículo. Tenía que estar atento para bajarme, ya que la ruta del autobús no acababa en el centro sino que seguía hasta las afueras. La esperada amabilidad colombiana se puso de manifiesto cuando mi compañera de asiento me indicó el lugar exacto para descender, junto con una sugerencia que no me tranquilizó mucho. Me dijo por qué calle debería meterme para evitar problemas. A fe que le hice caso para recorrer con cautela mis primeros pasos por la ciudad, atravesando una zona repleta de bares y restaurantes. Las calles del centro contaban con la animación propia de un viernes por la noche, incrementada por el ambiente tropical. Sin ningún incidente reseñable conseguí llegar a mi albergue. La estructura de calles en cuadrícula no es la más bonita, pero es bastante práctica para orientarse. 
 El establecimiento escogido no estaba exento de encanto, dentro de su humildad. Se hallaba situado en un edificio de aire colonial y presentaba un buen aspecto. Además, mi cuarto estaba bastante despoblado, por lo que presentía una noche tranquila.  
 El cansancio del viaje al que se sumaba la diferencia horaria, se empezaba a acusar. Pero estaba inquieto por empezar a degustar los encantos culinarios del lugar, así que hice una inspección que concluyó en un humilde restaurante. Estando a unos pasos de la playa, no pude evitar decantarme por el pescado. Así que me pedí un plato de mojarra (pez local muy sabroso) acompañado de arroz, ensalada y patacones (plátano frito). Delicioso y a precio muy competitivo. 
Aún dicen que el pescado es caro...

 El buen sabor que me había dejado el pescado, se tornó en amargo cuando descubrí a otro animal, en este caso vivo y del género blatodeo correteando por el lavabo del albergue. Creo que la repulsión fue mutua, ya que la cucaracha enseguida encontró un agujero por donde meterse y librarse de mi incómoda presencia. No fue este el preludio deseado para un descanso reparador, pero pronto me encontraría con otro impedimento mayor para desplomarme en brazos de Morfeo. Los altavoces de un bar cercano al albergue derrochaban vatios como si no hubiera un mañana, lo que hizo imposible mi descanso hasta que se calmaron. Al día siguiente me esperaba un destino menos ruidoso y más bucólico que la bulliciosa Santa Marta.

viernes, 14 de abril de 2023

RUMBO A COLOMBIA

   Como parece haber quedado claro viendo la temática de la mayoría de las entradas de mi blog, no hace falta pincharme mucho para tomar mi petate y moverme "mundo alante". En este caso, un retiro yóguico de tres días que tenía lugar en una reserva natural colombiana, fue el resorte que me impulsó para organizar un viaje al entrañable país sudamericano. Evidentemente, ya que cruzaba el charco, reservé más días para conocer Colombia, hasta hacer un total de 16.

 Una vez encontrado un vuelo asequible de ida y vuelta a Bogotá, faltaba construir el esqueleto del viaje, lo cual no me resultó nada sencillo. Es difícil elegir entre la gran cantidad de lugares interesantes y con encanto con los que cuenta una tierra tan bendecida por la madre naturaleza. Teniendo en cuenta que podía visitar Bogotá a la vuelta, decidí astuciosamente reservar un vuelo que me condujera al norte del país sin salir del aeropuerto de la capital, para posteriormente ir bajando al sur. Este planteamiento acotaba la ruta a seguir, pero aún seguía habiendo muchas variables a considerar. Dada mi tendencia a darle más vueltas a la cabeza de las necesarias, decidí que sería buena idea informarme bien para ir decantando mi ruta. Para ello me hice con una exhaustiva guía de viajes, que fue mi libro de cabecera durante varios días y consulté con todos mis amigos que tuvieran relación con el país. Esto resultó de gran ayuda. No lo fue tanto comentar mi futuro viaje con otras personas que, con menos conocimientos y más prejuicios, me metieron el miedo en el cuerpo avisándome de los incalculables peligros que me esperaban en el país andino en relación con mi seguridad personal. Afortunadamente, las personas que sí habían estado en Colombia me tranquilizaron, explicándome que, tomando las lógicas precauciones, mi visita iba a ser razonablemente segura y que esos miedos eran infundados. Y sobre todo, el mejor consejo que me dieron fue el de no llevar todo el viaje organizado, (lo cual me estaba dando muchos quebraderos de cabeza), sino ir resolviendo sobre la marcha el tema de desplazamientos y alojamiento. Así que me limité a reservar mis primeros movimientos y dejar que el propio viaje me fuera conduciendo.

 Tras haber padecido en anteriores vuelos el minimalismo aplicado a los bultos permitidos en la cabina del avión, me las prometía muy felices cuando vi que podía llevar una maleta en el vuelo transoceánico. Pero cuando empecé a ver la necesidad de tomar vuelos internos y viendo que las compañías colombianas habían tomado buena nota de las europeas, me di cuenta de que tendría que apañarme con una humilde mochila, o pagar un sobrecoste bastante oneroso. Ni que decir tiene que escogí la primera opción, aunque lo hice demasiado tarde. Mi matrioska hecha mochila estaba en Huesca, y mi vuelo salía en 3 días. Así que no me quedó otra opción que comprarme otra similar, que aun así me salía más económico que pagar las penalizaciones. Además, sin pretenderlo, las codiciosas aerolíneas me hicieron un favor. Llevar una mochila a la espalda es infinítamente más cómodo que arrastrar una maleta, por pequeña que sea. Y desde el punto de vista filosófico-espiritual, que era el que me había motivado a realizar el viaje, me sirvió para sentirme más libre y desapegado de objetos materiales, que muchas veces portamos sin necesidad.

 Todavía debía sortear otro escollo antes de tomar el vuelo. Aunque parezca estar casi olvidado, aún no nos hemos librado del Covid y sus servidumbres. En este caso, para entrar en Colombia exigen una pauta de vacunación completa o una prueba, ya sea de antígenos o PCR negativa. No teniendo la primera, tuve que pasar por una clínica para conseguir el certificado de marras. No le veo ninguna lógica. Como si el virus no estuviera ya campando a sus anchas por todo el mundo. Y aparte de eso, ya ha quedado demostrado que estar vacunado no libra de contraer la enfermedad ni contagiar. Pues eso, otro trámite más para añadir a la burocracia que implica viajar. Y menos mal que di negativo, si no...

 Acostumbrado a realizar largos viajes en el pasado para acceder a aeropuertos con mayor enjundia que el oscense, el trayecto en cercanías desde Atocha a Barajas me pareció un paseo. Vivir en Madrid tiene sus inconvenientes, pero también sus ventajas.

Como en familia

 Más pesadas se me hicieron las más de 10 horas de vuelo, pero gracias a la magia de viajar al oeste, apenas pasaba el mediodía cuando puse pie en el aeropuerto El Dorado de Bogotá. Allí me esperaba un cálido recibimiento. No, todavía no se había corrido la voz de mi llegada entre la población local. Casualmente, un primo mío había estado de viaje de negocios por Colombia y volvía a España ese mismo día. Nuestros caminos se cruzaron en el aeropuerto. Aparte del impulso moral que me dio ese encuentro, me sirvió para recopilar los últimos capítulos de mi particular libro para sobrevivir en un viaje a Colombia. 

 Sin salir de la terminal, tomé un vuelo a Santa Marta, localidad del Caribe Colombiano donde iban a empezar mis aventuras (las más) y desventuras (las menos).