lunes, 14 de noviembre de 2022

VELIKO TARNOVO (I)

  Tras un trayecto de poco más de tres horas en autobús (de los trenes ya no me fiaba mucho) apareció ante mí la impresionante estampa de la ciudad de Veliko Tarnovo, cuyas casas se desparraman por un conjunto de colinas y abruptos valles. Esta peculiar disposición hace que las comunicaciones dentro de la ciudad no sean muy cómodas. Como consecuencia de ello, me tocó una buena pateada de más de media hora de sube y baja hasta que llegué a mi albergue.

Estampa de Veliko Tarnovo

 Cuando llego a un lugar nuevo, una de las cosas que más agradezco, es una cálida bienvenida. No iba a ser el caso esta vez, ya que "por motivo del Covid" (cajón de sastre que sirve para justificar muchas cosas), el personal del establecimiento solo estaba presente unas pocas horas por la mañana. Para llegadas fuera de ese intervalo, se mandaban unas claves para abrir la puerta, te decían tu número de cama y allá te las apañes. Para colmo, la puerta de la calle no se abría bien y tuve que esperar a que saliera alguien para poder entrar. No es de extrañar que mi opinión sobre el albergue tras este poco prometedor comienzo fuera manifiestamente mejorable.

 A falta de un recibimiento por parte del personal, mi primer contacto fue con un huésped español que, al ver mi gorra de Bulgaria con los colores rojo y verde, me tomó por portugués. Aclarado el malentendido me comentó que su novia y él se iban a ir ya a Varna, que era de donde había venido yo. Me llamó la atención su nombre (Safu), que nunca había escuchado en el pasado, y me temo que tampoco en el futuro.

El albergue de marras

 Una vez instalado, antes de salir a explorar la ciudad, decidí intentar socializar un poco. Me tumbé en unos cojines que poblaban el salón del albergue y me presenté a un hombre ya talludito que reposaba plácidamente. Esperando que se sumara a mi crítica, le expuse mis quejas sobre el albergue. Nada más lejos de ello, me desarmó con una sonrisa  y me dijo que todo le parecía bien. Así, poco a poco me di cuenta que estaba frente a un ser humano excepcional. Una persona que había hecho trabajo interno y, a diferencia de otras muchas, no se había quedado en el plano teórico, sino que se dejaba notar en sus actos, su mirada limpia y su visión ante la vida. Carlo era inglés, tenía sobre 60 años y estaba jubilado. Apenas tenía posesiones. Iba a estar un mes en Veliko Tarnovo y después, ya se vería. Un hombre libre.

 Con el alma en paz tras mi conversación con Carlo, salí a inspeccionar la ciudad. Sin tener un casco histórico tan destacado como Plovdiv, su peculiar orografía junto a algunos elementos históricos destacables, dan a Veliko Tarnovo un sello especial, que hace que sea un lugar muy particular y con bastante personalidad. 

 Javier, el compañero cordobés con el que ya había coincidido en Plovdiv y Varna, también estaba en la ciudad (prometo que no nos habíamos puesto de acuerdo). Así que, en un intento de vencer la nostalgia patria, nos volvimos a juntar y fuimos a echarnos un cervezón. Elegimos el "Hipster Bar", un local que me había recomendado la encantadora recepcionista del albergue de Varna, diciéndome que nos atenderían muy bien si les decíamos que íbamos de su parte. Si el diccionario de la RAE estuviera ilustrado, para la definición de la palabra "indiferencia", encajaría como un guante la cara que puso el camarero del bar cuando le menté a la recepcionista de Varna. Esa pequeña decepción fue enjuagada gracias a las cervezas que nos bebimos mientras recordábamos viejos episodios de nuestro viaje por el país balcánico.

Hipster Bar: trato gélido

 Para esa noche volví a quedar con mi amigo cordobés, que trajo dos refuerzos de su albergue. Entre ellos destacaba un indio al que, como es habitual entre sus compatriotas, se le apoderaba el pototeo. Eso sí, tampoco estaba la noche para muchos alardes. Nuestro escaneo nocturno solo alcanzó a ver un garito abierto. Se trataba de una discoteca de pago. Viendo la poca animación en los alrededores, supusimos que dentro no habría gran cosa y descartamos entrar. Fuimos a un mirador a sentarnos, dando la noche por finiquitada, cuando se nos acercó un grupillo de jóvenes que rondaban por allí. Casualmente estaban alojados en mi albergue. En realidad se trataba de una confluencia de un grupo de escultistas belgas con otro grupo de holandeses, que fueron los que se nos acercaron y acabaron adoptándonos. 

Vistas desde el mirador

 Integrados en el numeroso y ruidoso grupo acabamos en el ya visitado Hipster Bar. La euforia y el empuje de los flamencohablantes dio vida al poco antes relajado local. En cuanto me quise dar cuenta, ya me habían invitado a algún trago que otro. Un poco avergonzado porque unos imberbes jovenzuelos invitaran a todo un cuarentón, y viendo difícil igualar su empuje, aproveché el momento en que uno de ellos tuvo problemas al pagar una ronda de chupitos con su tarjeta, para meter la mía. Fue un detalle que apreciaron con el entusiasmo que desbordaban en todos sus actos. Puse el remate cuando uno de ellos, precisamente el que nos había abordado en el mirador, empezó a acusar el alcohol ingerido. Apenas se podía tener en pie, por lo que uno de sus amigos intentó ayudarle para volver al albergue. Ardua empresa, habida cuenta del tamaño que se gastaba el angelito. Así que no dudé en agarrarme a él antes de que cayera al suelo y junto con su amigo, y no sin dificultad, conseguimos llevarlo salvo y más o menos sano, de vuelta "a casa".