jueves, 22 de diciembre de 2022

EPÍLOGO BÚLGARO

 A unos 10 kilómetros al sur de Sofía, se encuentra el imponente monte Vitosha, un macizo montañoso que domina el horizonte y en el que se pueden hacer numerosas actividades recreativas, incluida el esquí. En las faldas de esos montes se encuentra Boyana, una iglesia medieval del siglo X que contiene unos frescos muy destacables, lo que le ha valido para ser declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. La tarde anterior, la espigada inglesa que conocí en el tour comunista, me comentó que había ido andando a visitarla. Mi orgullo pateador se puso en guardia, pensando que no podía ser menos que la británica. Así que decidí emplear la mañana en peregrinar al sacro edificio. Hice un poco de trampa tomando el metro hasta la estación más cercana a Vitosha. Aun así aún quedaba bastante camino por recorrer. "Ayudado" por mi calculador de rutas del móvil, me interné por urbanizaciones, caminos rurales y hasta solares. En esos momentos me sentí como cuando Emilio Aragón tenía que seguir una línea blanca en una de sus más recordadas escenas del programa "Ni en vivo ni en directo". 
 Sin grandes incidentes, conseguí arribar al entorno de la iglesia, que contaba con una muralla de protección. La puerta que daba acceso al recinto estaba cerrada, pero vi gente merodeando por la zona, por lo que deduje que debería estar a punto de abrir. Me di un paseo por los alrededores y a la vuelta me encontré con un autobús de turistas prestos a empaparse de arte ortodoxo. Ahora sí que se confirmaba que habría visita. De hecho, enseguida se abrió la reja y se nos permitió el acceso. La visita a la iglesia se hacía en grupos pequeños, ya que el edificio era bastante pequeño. De hecho, me resultó un poco decepcionante el interior. Los frescos lucían mucho más en las fotos y en ellas la iglesia daba la impresión de ser más grande de lo que me encontré en la realidad. Quiso la casualidad (en este viaje hubo bastantes) que entre mi pequeño grupo hubiera dos integrantes del tour comunista de la noche anterior. Una de ellas era experta en historia del arte, lo que confirma que entre las personas que acudieron al evento, la más tonta hace relojes. Gracias a ella y sus explicaciones, conseguí entender la importancia y el valor que tenían los frescos de la iglesia, por lo que di por bien empleada la visita. A estas explicaciones artísticas se sumó atento un simpático indio que me dejó de piedra cuando me dijo que se llamaba Don Bosco. Para aquellos lectores a los que este nombre no les diga nada, les explicaré que se trata del fundador de la congregación salesiana, que fue la que en su día me instruyó e hizo posible que hoy en día escriba estas líneas.
¡Viva Don Bosco!
 Las dos chicas me propusieron acompañarlas para realizar una excursión por el monte Vitosha, pero lamentablemente no me daba tiempo y volví al centro. Esta vez me dejé de tutelajes electrónicos y tomé una avenida principal que, aunque no fuera el camino más corto, sí fue el más sencillo de seguir. 
 Ese día me llegó un mensaje de mi aerolínea de escaso coste avisándome que por no sé que historias del Covid, me debía presentar en el aeropuerto 3 horas antes del vuelo. Así que, tras mi último ágape búlgaro en un humilde puesto de kebabs, recogí mi mochila del albergue y acudí en metro al aeropuerto. Por supuesto eso de las 3 horas era una milonga, pero tampoco tenía mucho que hacer por Sofía, así que no lamenté demasiado la espera en el aeropuerto.
Últimas impresiones de Sofía
 Ya en Barcelona, no quise salir tan bruscamente del modo turista, así que, en lugar de bajarme en la parada más cercana a la estación del autobús que me iba a llevar a Huesca, lo hice en otra más lejana.  Esto, además de hacer la espera más entretenida, hizo que prolongara mi registro de pasos hasta alcanzar mi cifra récord de 47.438 y 37,45 kilómetros recorridos. Con estos números, no es de extrañar que el hambre hiciera acto de presencia. Pero con mi proverbial sangre fría, que no le va a la zaga a mi niunclavelismo, esperé a encontrar un lugar con precios búlgaros. Tras un viaje hay que aclimatarse paulatinamente al destino. Mis pesquisas dieron con una irresistible oferta de una patatas bravas y una lata de cerveza por 5 levas, quiero decir, 2,5 euros. ¡Así sí!
 Con el estómago lleno y el bolsillo no vaciado del todo, monté en el autobús a Huesca y di por finiquitado mi periplo búlgaro.  Una experiencia con altibajos, muy propia de mi estilo de viaje, en el que el talento natural y la improvisación hacen que la vivencia sea irregular, pero nunca aburrida y previsible. 
 Aparte de su pasado comunista, pocas ideas preconcebidas tenía sobre Bulgaria. Su dilatada historia y la cantidad de culturas que han convivido en su suelo, hacen que sea un país difícil de etiquetar. A medio camino entre la antigua Yugoslavia, Grecia, Rumanía y Turquía, mantiene elementos de todos ellos sin que me diera la impresión de tener rasgos auténticamente genuinos que lo caracterizaran.
 Con excepciones, la gente en general me pareció muy seria (y eso que yo no soy precisamente el rey de la juerga), y en algún caso extremo, hasta desagradable. Hasta mi visita, mi principal referencia sobre las mujeres búlgaras eran sus formidables atletas que deslumbraron por su capacidad atlética en los años 80. No lo hacían en ese caso por su atractivo físico. Este viaje me permitió cambiar esa visión tan parcial. No vi a grandes atletas, pero sí a muy hermosas mujeres. Aunque apenas tuve ocasión de interaccionar con ellas. 
 A pesar de que aún quedan vestigios de la época comunista en forma de edificios o avenidas monumentales, no me dio la impresión de que ese periodo marque la esencia del país. Hoy en día, Bulgaria es un país totalmente occidental, con la atmósfera que se respira en cualquier estado capitalista. Parece que el comunismo solo ha sido una etapa más dentro de las tantas que ha vivido este territorio balcánico.
 Como conclusión, solo queda decir que la visita a Bulgaria es más que recomendable, aunque teniendo en cuenta algunas premisas. Entre ellas la dificultad de comunicación en algunos momentos, el enfrentarse al abecedario cirílico o la no siempre cálida atención al turista. Pero si tenemos en cuenta la variedad de paisajes, los complejos avatares históricos que se reflejan en sus monumentos y ciudades, unos precios muy ajustados y la ausencia de masificación, nos encontramos con un lugar que no decepcionará al viajero inquieto. 

jueves, 8 de diciembre de 2022

VUELTA A SOFÍA

  Cuando fui a reservar mi billete de autobús para ir de Veliko Tarnovo a Sofía, me llamó la atención que una expedición partiera a las 9.30 y la otra a las 9.31. Por aquello de apurar un minuto más de sueño, reservé la segunda. En mi paseo hacia la estación tenía una cierta preocupación pensando que quizá iba a ser un poco complicado distinguir cuál de los dos autobuses era el mío. Por suerte, un cartel escrito a mano en el parabrisas del vehículo mostraba claramente la hora de salida.  Curiosamente, mi autobús partió antes que el de las 9.30, por lo que puede decirse que mi elección fue de lo más afortunada. Más dudas vinieron a mi mente sobre la idea de abandonar la ciudad ese día. Ese era mi plan previsto inicialmente. Pero debido a que mi vuelo de vuelta a España salía por la tarde, podría haber apurado una noche más en Veliko Tarnovo, en lugar de pasarla en Sofía. Esa idea me planeaba el día anterior, debido a lo a gusto que había estado en el albergue. Mi reserva en Sofía no se podía anular, pero solo había pagado 7 euros por el alojamiento, pérdida más que asumible hasta para mis estándares. Pero estaba vivamente interesado en asistir a un tour comunista en la capital, y todavía guardaba un gran recuerdo de mi paso por el albergue de Sofía. 

 Apenas arrancó el autobús y empezó a abandonar la ciudad, me empezó a invadir la sensación de que había cometido un pequeño pero craso error. Cada kilómetro en dirección a Sofía me hacía ver con mejores ojos el lugar que abandonaba, y con peores, mi lugar de destino. 

 Al volver a poner pie en Sofía, con casi todo el día por delante, otra vez solo, en una ciudad que ya me había ofrecido lo que me tenía que ofrecer, me di cuenta de que no estaba en el lugar correcto. Como si el destino se empeñara en recordármelo, en lugar de encontrarme con un cálido recibimiento en el albergue por parte de mi ya conocido recepcionista, asisití a una agria discusión que estaba teniendo con un cliente díscolo. En ese momento, asumiendo que no había tomado la mejor de las decisiones, se me planteaban dos opciones: irme a mi cuarto, tumbarme en la cama, dejar que pasaran las horas y rumiar mi frustación, o intentar sacar algo en claro de lo que la situación podía ofrecerme. Sacando fuerzas de la flaqueza que me invadía, elegí la segunda opción. Fui al salón a ver si había alguien con quien hablar y me encontré a un simpático egipcio que estaba haciendo tiempo hasta que saliera su vuelo. Me llamó la atención que perteneciera a la minoría cristiana del país, los llamados coptos. Y como nota curiosa y jocosa, me comentó que un hermano suyo había aparecido en el programa de Cuatro "Gipsy Kings" como guía en un capítulo de la serie rodado en Egipto.

 Mi posterior paseo por las calles de Sofía estuvo presidido por la nostalgia. No era lo mismo recorrerlas ahora que con la ilusión de la novedad y acompañado de gente que ahora ya no estaba. Por suerte, en cuando quise darme cuenta, se acercaba la hora del tour comunista que estaba bastante concurrido. Como suele ser habitual en estos eventos, el guía era muy competente, aunando simpatía y capacidad didáctica. Además nos contaba historias de su familia en la que habían convivido facciones pro-comunistas y anticomunistas. 

Fervor comunista
 Tanto o más interés, si cabe, despertó en mí una de las participantes del tour. Se trataba de una inglesa de 1,80, bien parecida, agradable y doctora en historia, habiendo hecho su tesis sobre la época comunista en Rumanía. Si existe la mujer perfecta, no debe andar muy lejos de ella. Con la atención dividida por momentos, disfruté del tour. Mis cavilaciones pesimistas parecían lejanas.  Una vez finalizada la ruta, intenté prorrogar el tour comunista cambiando de guía, pero la inglesa tenía otros planes. La perspectiva de pasar mi última noche de mi viaje, que para más inri era sábado, en solitario, hizo que mi ánimo volviera a desplomarse. En ese estado, no es de extrañar que no participase, sino que me limité a observar, en una competición de pulsos que se había montado en plena calle.

Tomándole el pulso a la ciudad
 Por el albergue las cosas no iban mucho mejor. En un claro ejemplo de "overbooking", empezaron a llegar huéspedes con reserva pero sin cama disponible. El pobre propietario hacía lo que podía, improvisando soluciones, como poner tiendas de campaña en la terraza. Esa idea no pareció del agrado de un terceto de españoles que, viendo el panorama, decidieron probar más suerte en otro lugar, a pesar de que no les iban a cobrar la estancia en tan singular habitáculo. No se mostró tan reticente otro compatriota, en este caso vasco, que se conformaba con pasar la noche en una hamaca.  Me estaba empezando a agobiar un ecosistema tan superpoblado, por lo que fui a dar un voltio nocturno. Mis intentos de reclutamiento en el albergue habían sido infructuosos. Volvía a estar solo en la gran ciudad. En mi estado anímico preveía que me iba a costar conciliar el sueño, por lo que intenté dar una pateada considerable para, por lo menos, cansar el cuerpo. 

 Se veía bastante ambientillo por las calles de Sofía. Hasta que llegué a una plaza donde había muchos grupos reunidos. El contraste con mi soledad era demasiado hiriente, por lo que decidí regresar al albergue. Como si el destino quisiera redimirse ante el castigo que me estaba imponiendo, y contra todo pronóstico, me topé con el grupo de tinajeros belgas con los que había coincidido en el albergue de Veliko Tarnovo. Estaban jugando en el suelo a un juego parecido al duro y me invitaron a sumarme al mismo. No soy yo mucho de esas timbas, pero en ese momento agradecí sobremanera estar con gente mínimamente conocida en un ambiente lúdico. Después de un rato, se dio por finalizado el festejo, y los simpáticos adolescentes se fueron a otro lugar para seguir la fiesta, mientras que yo di por finalizada la noche y me volví a mi atestado albergue. No había sido un día fácil para mí. Pero por lo menos mi actitud sirvió para que la jornada no hubiera ido mal del todo. Al día siguiente concluía mi periplo búlgaro. En la línea que había seguido durante ese día, intentaría aprovechar al máximo cada minuto.

martes, 6 de diciembre de 2022

VELIKO TARNOVO (y II)

  Con la conciencia tranquila tras mi buena acción de la noche anterior, amanecí en mi segundo día en Veliko Tarnovo con la idea de seguir una de mis tradiciones viajeras: el tour gratuito. De nuevo volví a coincidir con mi amigo cordobés, al que se sumó una pareja centroeuropea. Sería muy ambicioso por mi parte glosar la gran cantidad de historias y explicaciones que el muy bien preparado y simpático guía nos expuso. Aparte de que, habiendo pasado ya un tiempo desde su disertación, no me acuerdo de gran cosa. Por lo menos me quedó grabada la idea de la importancia histórica de la ciudad, siendo en su época capital del Imperio Búlgaro. Y como en el resto del país, dejaron su impronta pueblos como el romano, tracio o el otomano. Se nos explicó también que de la mayor atracción de Veliko Tarnovo, una imponente fortaleza situada a las afueras, apenas quedaban restos originales, estando casi totalmente restaurada. Además nos explicó que la iglesia situada en la cima del complejo fortificado, estaba decorada con imágenes de un curioso estilo comunista. 

Mostrando mi fortaleza

 Una vez acabado el tour me pasé un rato por el albergue donde recluté a una huésped israelí para salir a comer algo, con la ya habitual a la par que grata compañía de Javier el cordobés. Tras tantear unos pocos garitos con precios occidentales, sugerí uno de comida rápida que satisfizo nuestros humildes estándares niunclavelistas. Mi opción elegida (una simple pizza margarita de 5 levas) fue seguida por nuestra compañera sionista, que no dudó en alabar con entusiasmo tanto la textura como el sabor del plato que se nos había servido. No quiero pensar lo que pasaría si llevara a la israelí a un restaurante de enjundia. 

Cocina de fusión italo-búlgara

 Mi compañero Javier se volvía a su voluntariado en la Bulgaria profunda, así que nos despedimos. Esta vez definitivamente. O no, ¿quién sabe si nos volveremos a encontrar mundo alante? En todo caso fue un placer compartir parte de mi viaje con él.

 Ya de vuelta al albergue, mientras decidía si gastarme 15 levas en visitar la fortaleza, apareció una nueva huésped con la que iba a compartir habitación. En cuanto me dijo que era local, me faltó tiempo para pototear con ella. Hasta ese momento, mis interacciones con las misteriosas mujeres búlgaras habían sido muy limitadas. Pareció estar más o menos receptiva hasta que me comentó que había nacido en el Danubio (quiso decir en una ciudad a orillas del mismo) y le pregunté si era una sirena. No pareció hacerle mucha gracia el chistecito, y se volvió a comportar como una búlgara estándar. Es decir, pasó de mí.

 Con poco que rascar en el albergue, me decidí a visitar la fortaleza. La verdad es que, tanto la estructura como las vistas desde arriba eran imponentes. Pero el comprobar como las murallas estaban como nuevas (en realidad lo eran) le quitaba mucho encanto al asunto. Tenía mucha curiosidad por ver las imágenes religioso-comunista  de la iglesia. La verdad es que eran muy curiosas y no desmerecieron la expectación que me habían creado.

Si mezclas comunismo y cristianismo sale esto

 Ya empezaba a oscurecer cuando volví al albergue. Las reservas con las que había entrado en él el primer día desaparecieron del todo cuando me di cuenta de su punto fuerte. Estaba situado en un barrio de las afueras, con vistas a un bosque. Además contaba con un jardín, que cuando llegaba la noche se convertía en un remanso de paz. Era como estar en el campo. Y en ese entorno tan relajante y maravilloso, con las estrellas como testigos, un grupo de huéspedes, entre los que Carlo brillaba con luz propia, tuvimos una conversación de lo más profundo. No cambio esos momentos de albergue ni por el hotel más lujoso y exclusivo del mundo (aparte de que no querría pagarlo).

Entorno idílico

 Cuando se disolvió la tertulia, todavía era pronto. Estábamos a viernes y me apetecía tantear el ambiente nocturno de la ciudad. Hice una leva por el albergue y pude reclutar a un francés. La cabra siempre tira al monte, así que acabamos otra vez en el Hipster Bar, que estaba bastante animado. No tardamos en interaccionar con algunos clientes, todos ellos foráneos aunque residentes en Veliko Tarnovo. Parecía que se había reunido la diáspora en ese local, con lo que mi contacto con la población búlgara siguió bajo mínimos. A mi compañero galo, muy comedido al principio, se le apoderó el ambiente y ni siquiera contempló la posibilidad de inspeccionar otros garitos como yo le propuse. Volvió a aparecer el indio con el que había coincidido el día anterior, esta vez taladrando a una neerlandesa de bastante buen ver. Genio y figura.

 Con este buen sabor de boca, di por finalizada mi estancia en Veliko Tarnovo, ya que la mañana siguiente iba a volver a Sofía. Mi viaje por Bulgaria estaba cerca de su final. Pero antes de ello aún habría tiempo para vivir buenos y malos momentos.



lunes, 14 de noviembre de 2022

VELIKO TARNOVO (I)

  Tras un trayecto de poco más de tres horas en autobús (de los trenes ya no me fiaba mucho) apareció ante mí la impresionante estampa de la ciudad de Veliko Tarnovo, cuyas casas se desparraman por un conjunto de colinas y abruptos valles. Esta peculiar disposición hace que las comunicaciones dentro de la ciudad no sean muy cómodas. Como consecuencia de ello, me tocó una buena pateada de más de media hora de sube y baja hasta que llegué a mi albergue.

Estampa de Veliko Tarnovo

 Cuando llego a un lugar nuevo, una de las cosas que más agradezco, es una cálida bienvenida. No iba a ser el caso esta vez, ya que "por motivo del Covid" (cajón de sastre que sirve para justificar muchas cosas), el personal del establecimiento solo estaba presente unas pocas horas por la mañana. Para llegadas fuera de ese intervalo, se mandaban unas claves para abrir la puerta, te decían tu número de cama y allá te las apañes. Para colmo, la puerta de la calle no se abría bien y tuve que esperar a que saliera alguien para poder entrar. No es de extrañar que mi opinión sobre el albergue tras este poco prometedor comienzo fuera manifiestamente mejorable.

 A falta de un recibimiento por parte del personal, mi primer contacto fue con un huésped español que, al ver mi gorra de Bulgaria con los colores rojo y verde, me tomó por portugués. Aclarado el malentendido me comentó que su novia y él se iban a ir ya a Varna, que era de donde había venido yo. Me llamó la atención su nombre (Safu), que nunca había escuchado en el pasado, y me temo que tampoco en el futuro.

El albergue de marras

 Una vez instalado, antes de salir a explorar la ciudad, decidí intentar socializar un poco. Me tumbé en unos cojines que poblaban el salón del albergue y me presenté a un hombre ya talludito que reposaba plácidamente. Esperando que se sumara a mi crítica, le expuse mis quejas sobre el albergue. Nada más lejos de ello, me desarmó con una sonrisa  y me dijo que todo le parecía bien. Así, poco a poco me di cuenta que estaba frente a un ser humano excepcional. Una persona que había hecho trabajo interno y, a diferencia de otras muchas, no se había quedado en el plano teórico, sino que se dejaba notar en sus actos, su mirada limpia y su visión ante la vida. Carlo era inglés, tenía sobre 60 años y estaba jubilado. Apenas tenía posesiones. Iba a estar un mes en Veliko Tarnovo y después, ya se vería. Un hombre libre.

 Con el alma en paz tras mi conversación con Carlo, salí a inspeccionar la ciudad. Sin tener un casco histórico tan destacado como Plovdiv, su peculiar orografía junto a algunos elementos históricos destacables, dan a Veliko Tarnovo un sello especial, que hace que sea un lugar muy particular y con bastante personalidad. 

 Javier, el compañero cordobés con el que ya había coincidido en Plovdiv y Varna, también estaba en la ciudad (prometo que no nos habíamos puesto de acuerdo). Así que, en un intento de vencer la nostalgia patria, nos volvimos a juntar y fuimos a echarnos un cervezón. Elegimos el "Hipster Bar", un local que me había recomendado la encantadora recepcionista del albergue de Varna, diciéndome que nos atenderían muy bien si les decíamos que íbamos de su parte. Si el diccionario de la RAE estuviera ilustrado, para la definición de la palabra "indiferencia", encajaría como un guante la cara que puso el camarero del bar cuando le menté a la recepcionista de Varna. Esa pequeña decepción fue enjuagada gracias a las cervezas que nos bebimos mientras recordábamos viejos episodios de nuestro viaje por el país balcánico.

Hipster Bar: trato gélido

 Para esa noche volví a quedar con mi amigo cordobés, que trajo dos refuerzos de su albergue. Entre ellos destacaba un indio al que, como es habitual entre sus compatriotas, se le apoderaba el pototeo. Eso sí, tampoco estaba la noche para muchos alardes. Nuestro escaneo nocturno solo alcanzó a ver un garito abierto. Se trataba de una discoteca de pago. Viendo la poca animación en los alrededores, supusimos que dentro no habría gran cosa y descartamos entrar. Fuimos a un mirador a sentarnos, dando la noche por finiquitada, cuando se nos acercó un grupillo de jóvenes que rondaban por allí. Casualmente estaban alojados en mi albergue. En realidad se trataba de una confluencia de un grupo de escultistas belgas con otro grupo de holandeses, que fueron los que se nos acercaron y acabaron adoptándonos. 

Vistas desde el mirador

 Integrados en el numeroso y ruidoso grupo acabamos en el ya visitado Hipster Bar. La euforia y el empuje de los flamencohablantes dio vida al poco antes relajado local. En cuanto me quise dar cuenta, ya me habían invitado a algún trago que otro. Un poco avergonzado porque unos imberbes jovenzuelos invitaran a todo un cuarentón, y viendo difícil igualar su empuje, aproveché el momento en que uno de ellos tuvo problemas al pagar una ronda de chupitos con su tarjeta, para meter la mía. Fue un detalle que apreciaron con el entusiasmo que desbordaban en todos sus actos. Puse el remate cuando uno de ellos, precisamente el que nos había abordado en el mirador, empezó a acusar el alcohol ingerido. Apenas se podía tener en pie, por lo que uno de sus amigos intentó ayudarle para volver al albergue. Ardua empresa, habida cuenta del tamaño que se gastaba el angelito. Así que no dudé en agarrarme a él antes de que cayera al suelo y junto con su amigo, y no sin dificultad, conseguimos llevarlo salvo y más o menos sano, de vuelta "a casa".

domingo, 25 de septiembre de 2022

VARNA

 Tras la productiva noche anterior, y habiendo conocido un grupo tan majo en el albergue, lo lógico hubiera sido prorrogar mi estancia en Sozopol. Pero la lógica no es una característica que reine en mis viajes. Prueba de ello es que el único motivo para visitar mi siguiente destino (Varna), era que aparece mencionado en la novela Drácula, como el puerto desde que el siniestro personaje parte para abandonar la Europa continental, en su viaje a Londres. Nada más sabía sobre esa ciudad, lo cual dice tanto de la deficiente preparación de mis viajes como de mi gusto por la sorpresa y el talento natural. 

Desayuno contundente

 El desayuno del albergue fue aún mejor que el del día anterior, pero no tuve mucho tiempo de recrearme en él. Mi autobús salía en breve, en dirección a Burgas. Se trataba de un lugar de infausto recuerdo para mí, ya que fue allí donde perdí el enlace a Sozopol y tuve que contratar un taxi. Esta vez fui con mucho más margen, que me dio incluso para hacer una visita a la ciudad. Destaca en ella un gigantesco, por lo largo y lo ancho, paseo peatonal, además de una playa extensísima y con bastante buena pinta. 

Burgas

 Una vez inspeccionada Burgas, el siguiente paso fue tomar otro autobús rumbo a Varna. A la hora de planear el trayecto, vi que existía una posibilidad de transporte bastante más atractiva. Se trataba de tomar un ferry desde Sozopol a Nessebar, visitar la ciudad, que por lo visto es una maravilla y de allí tomar un autobús a Varna. El problema es que, según mi investigación, este autobús se tomaba delante de un hotel bastante alejado del centro histórico. Después de mi amarga experiencia en la estación de tren de Plodvid, no me fiaba mucho del sistema de transportes búlgaro. Me veía esperando delante del hotel sin que apareciera ningún vehículo, y sin un lugar donde reclamar.

 Cuando mi autobús se internó en las calles de Varna, la tercera ciudad más poblada del país, empecé a echar de menos el recogimiento de Sozopol. Esta sensación se agravó cuando tras apearme en la estación, tuve que atravesar una autovía atestada de tráfico en mi trayecto al albergue. La sensación de soledad se agravaba en la gran ciudad. Al llegar al albergue, mucho menos familiar que el de Sozopol, y ver nuevas caras para las que yo era un perfecto desconocido, me lamenté de que todo el trabajo de socialización que había hecho la noche anterior, se hubiera evaporado. Tocaba empezar de cero en un ambiente menos propicio. Cuando mi moral empezaba a resquebrajarse, acudió en su auxilio la recepcionista. A ella acudí para que me orientara sobre los lugares más visitables de la ciudad. Si el mapa y los consejos que me proporcionó fueron muy útiles, no lo fue menos su amabilidad y buena disposición, que hicieron que saliera a inspeccionar Varna con energías renovadas. 

 Lo primero que hice fue acudir a la cercana oficina de turismo para preguntar por el tradicional "Free Tour", que no solo me permitiría conocer la ciudad, sino también socializar un poco. Mi gozo en un pozo, ya que la actividad se hacía por la mañana y cada dos días, por lo que en mi breve estancia en la localidad no me iba a ser posible. Las penas con pan son menos, así que mi primera visita como turista fue a un restaurante de comida al peso que me había recomendado la recepcionista. Recetas locales, de buena calidad y a precios competitivos. 

Varna (con "v", cuidado)
 Posteriormente recorrí la avenida principal de la ciudad, muy ancha y llena de vida, para acabar llegando a un gigantesco parque de varios kilómetros de largo, que discurre paralelo a la playa de Varna. Ésta es muy larga, bien acondicionada y  cuenta con numerosos garitos y restaurantes. Me metí en uno de los primeros a curiosear y me fijé en cómo disfrutaban los grupos de gente de un entorno tan agradable y de su mutua compañía. Ello hizo que mi mente traicionera volviera por unos instantes a Sozopol, deseando estar allí con mis entrañables pero fugaces amigos.  Combatí la nostalgia encontrándome a la vuelta de la playa con elementos históricos destacables, como unas termas romanas. 

Esto es una ruina

 Estaba empezando a atardecer y no quería despedirme del mar Negro sin darme un chapuzón. Así que me cambié en el albergue y volví sobre mis pasos para tomar un baño de unos 5 minutos en la playa. No hace falta más. Aproveché para visitar el puerto, que contaba con atracciones de feria y unas bonitas vistas sobre la bahía. Desde luego se trataba de un lugar mucho más relajado que el centro de Varna, e infinítamente más plácido que la autovía que me había recibido esa mañana. 

Playa de Varna

 Con los ánimos calmados tras el baño y el paseo por el puerto, volví de nuevo "a casa" planeando mi estrategia para esa noche. El albergue no me había parecido un lugar muy apropiado para conocer gente, por lo que temía que iba a afrontar la noche varnesa en solitario. Evidentemente, no descarté la idea de intentar pototear con la recepcionista, quizá confundiendo su excelente trato con un interés hacia mi persona más allá del profesional. Mis castillos en el aire se desvanecieron de golpe cuando me crucé en las escaleras del albergue con un viejo conocido. Se trataba de Javier, un joven cordobés con el que había coincidido en el tour de Plodviv. Si entonces el mundo me pareció un lugar muy pequeño, se antojó minúsculo cuando vi que Javier entraba en mi cuarto al rato como Pedro por su casa. ¿Qué posibilidades había de que en un cuarto con dos camas, la otra la ocupara alguien conocido? Muy pocas, pero las suficientes para que ocurriera. Mi compañero no solo me invitó a cenar con la comida que le sobraba, sino que me permitió unirme a la inspección nocturna que iba a realizar con una compatriota que había conocido en su periplo búlgaro. Se trataba de una asturiana de mediana edad con la que, a petición mía, acudimos al garito playero que había visitado por la tarde en solitario. 

 Cuando el ejército alemán tomó Francia en la Segunda Guerra Mundial, Adolf Hitler, a modo de resarcimiento, ordenó que el armisticio se firmara en el mismo vagón de tren en el que se había firmado el Tratado de Versalles. Este acuerdo había supuesto el fin de la Primera Guerra Mundial, con gravosas condiciones para Alemania como potencia perdedora. En esos momentos me sentí como el Führer (sólo en esos momentos, no me empiecen a mirar mal) cuando volví acompañado y victorioso al mismo lugar que me había visto llegar solitario y derrotado esa misma tarde. Festejamos mi triunfo con una ronda de cervezas búlgaras, antes de que nuestra compañera asturiana se retirase a su albergue y nosotros hiciéramos lo propio.

Catedral de la Dormición

 La mañana siguiente aproveché para echarle un último vistazo a Varna, que incluyó una visita a un humilde acuario y a una exuberante catedral ortodoxa, que despertó gran interés en mí, a pesar de su nombre (Dormición). Con ello di por concluida mi visita. A pesar de que no está exento de encantos, no me pareció un lugar muy destacado desde el punto de vista turístico. Sin embargo, me pareció una ciudad bastante agradable. Con ella me despedí de la costa búlgara y volví a adentrarme en el corazón del país.


sábado, 17 de septiembre de 2022

SOZOPOL: QUE ME QUITEN LO BAILAO

 Las cosas se ven de otra manera cuando se ha podido dormir en una cama doble sin ruidos molestos. La distribución de la habitación del albergue hizo que pudiera descansar en condiciones, ya que apenas escuché a los otros dos huéspedes. Ambos eran búlgaros. Con uno apenas hablé, pero hice muy buenas migas con Giorgi. Se trataba de un personaje curioso, muy animado, locuaz y con un gran concepto de España y los españoles. Aunque debería decir las españolas, ya que mi entusiasta compañero hablaba maravillas de mis compatriotas. Indagando en el asunto, me contó que en una visita a España, conoció en un albergue a una valenciana a la que al parecer el pototeo se le apoderaba. Intentando no hacerle perder su querencia por nuestro país, quise hacerle entender que en España, no solo no todo el monte es orégano, sino que el orégano es más bien escaso. 

 Como si no hubiera tenido bastante con la cama doble, el albergue me volvió a sorprender positivamente con el desayuno, que además de las esperadas leche, tostadas y mermelada, sumaba ensalada, fruta y queso. Con energías renovadas me dispuse a explorar la ciudad. No lucía tanto como durante la noche, pero resultaba un lugar muy agradable. La parte antigua de Sozopol se encuentra en una pequeña península. Se trata de calles estrechas en las que se pueden encontrar casas de madera de estilo tradicional búlgaro. No es tan destacada la parte moderna, que apenas recorrí, por lo que en menos de una hora había concluido mi exploración.

Playa de Sozopol

 La playa parecía bastante decente, aunque una gran parte de la misma estaba copada por sombrillas y tumbonas de pago. Ocupé mi lugar en la zona de los pobretones y, sin mucha dilación, me introduje en el mar Negro. Como nota positiva de la experiencia, destacaría la agradable temperatura del agua y las buenas vistas sobre la ciudad antigua. En el debe, la gran cantidad de algas y el escaso calado de la playa, que me obligó a caminar un largo trecho hasta que pude desplegar mis discutidas cualidades natatorias.

 No encuentro mucho aliciente al hecho de estar en la playa. Así que tras dos baños y un rato tumbado, que apenas sumaron la media hora, me volví al albergue, situado a muy corta distancia. Tenía casi todo el día por delante, así que improvisé una excursión a la cercana localidad costera de Primorsko, situada a poco más de 20 kilómetros al sur. Había una buena frecuencia de autobuses, pero por supuesto me aseguré de que tendría margen de sobra para volver en uno de ellos y evitar el temido taxi. 

 Mis esperanzas, totalmente infundadas porque elegí ese destino sin referencias, de encontrarme con una villa marinera con encanto, desaparecieron cuando apenas entré en Primorsko y me encontré con enormes bloques de apartamentos y hoteles. Quise darle una oportunidad buscando algo que tuviese un mínimo de historia, pero no encontré nada que me sugiriese una época anterior a los años 60. Era una especie de Benidorm o Salou a los que se les hubiera extirpado su núcleo antiguo. Por lo menos contaba con un par de playas enormes y bastante competentes, aunque como ha quedado claro a lo largo de la entrada, no sea lo que más me motiva.

Les gusta, les gusta la playa

Por lo que he leído a posteriori, Primorsko era un gran centro turístico y de recreo en la época comunista, lo cual se reflejaba en el aire decadente que impregnaba algunas zonas de la ciudad y cuyo mayor exponente era una especie de Sirenita realmente cutre.

Me gusta más la de Copenhague

 A falta de otros atractivos, pasé la última hora de mi visita en el museo de historia de Primorsko, que se centraba más en algunos yacimientos de los alrededores, que en un lugar que apenas tiene solera. A pesar de su humildad, di por bien empleadas las 5 levas que me costó la visita al museo y me volví a casa. 

Ánforas que no falten
 No estaba siendo un día muy brillante. Sin llegar a los niveles del día anterior, por supuesto. Pero la experiencia costera me estaba dejando un poco frío. Hasta que ocurrió uno de esos momentos memorables que sólo pueden ocurrir en los albergues. Estaba bajando por las escaleras del hostel con la idea de ir a dar un voltio vespertino por Sozopol, cuando mi compañero búlgaro, que estaba en el salón-cocina, me llamó  para comunicarme que había una hispanoparlante en la estancia. Efectivamente, se trataba de una mujer argentina de mediana edad con la que enseguida hice buenas migas. También estaba en la reunión un joven estadounidense que hablaba español, y al rato se unió un inglés que había estado varias veces de visita en Zaragoza. Así que se acabó formando un grupo en el que, quien no era hispanohablante, era por lo menos hispanófilo. Para redondear el momento, el anfitrión nos preparó a iniciativa suya y sin coste, una ensalada y unos panecillos de pipas en el horno, que estaban deliciosos. Pasamos un buen rato de animada y estimulante charla hasta que llegó la noche.

No íbamos a dejar títere con cabeza
  Y la noche en Sozopol en esa época del año, estaba tan animada como nuestro grupo. Guiados por el animoso Kirio, acabamos en un garito bastante molón, cerca de la playa. Se trataba de un local al aire libre con un gran ambiente, que aún mejoró cuando llegamos nosotros. En un par de horas había pasado de estar más solo que la una a salir de fiesta con un grupo magnífico. Esa es la magia del viaje, que en cualquier momento pueden suceder cosas como esas. Mientras bailaba (o algo parecido) bajo la luz de la luna junto a la playa, me parecían muy lejanos estos dos últimos años tan oscuros, que empezamos encerrados en casa y cuando salimos de ella, fue con una mascarilla y sin acercarnos mucho a la gente. Nada de eso sucedía en ese momento mágico, que estuvo a punto de romperse cuando un camarero del local vino a echarnos el alto. Aprovechando la permeabilidad del lugar alguno de nuestros compañeros había ido a una tienda cercana para surtirnos de cerveza. Y no una, sino varias veces, por lo que acabamos cantando demasiado, y nos echaron del local. Bueno, es un decir, ya que simplemente nos separamos un poco de las mesas del bar y nos quedamos por esa zona. Nadie podía echarnos de la calle. Aun así, al rato, decidimos lavar nuestra honorabilidad pidiendo un trago en la barra, aunque solo fuera para compensar el rato que habíamos estado sin hacer gasto. Así a lo tonto, se nos hicieron casi las 4 de la mañana. Hora de volver al albergue. Nuestro compañero británico no lo hizo sin antes tomarse un baño vestido en las aguas del mar Negro para refrescarse. La suma de ingleses, fiesta y alcohol suele provocar extraños sucesos, aunque normalmente son más cruentos que éste.

 Esa noche apenas pude aprovechar cuatro horas mi estupenda cama doble. Pero no me importó demasiado. De vez en cuando hay que meterle un poco de marcha al cuerpo para quitarle la carbonilla. Y como bien dice el adagio, y en este caso con propiedad,  que me quiten lo "bailao".

miércoles, 7 de septiembre de 2022

UN DÍA DE MIERDA

 Se dice que hay días que uno no debería levantarse de la cama. Eso podía aplicarse perfectamente a mi jornada, si no fuera porque estaba encajonado entre dos literas y esa noche tenía reserva en un albergue de la localidad costera de Sozopol. Aunque la razón suprema para no hacerlo es que estaba de viaje. Y en ese estado, que en mi caso se puede equiparar a la iluminación espiritual, resulta del todo inviable perder el tiempo sin hacer nada productivo. Por eso fue un día tan frustrante.

 Una vez tanteado el interior de Bulgaria, tenía interés en conocer la costa del mar Negro. Para ello tenía que recorrer unos 300 kilómetros. No parece mucho, teniendo en cuenta que tenía todo el día para hacerlo, y a las 8 de la mañana ya estaba en pie. Di una vuelta por Plodviv a modo de despedida. En una callejuela del casco viejo me topé de nuevo con mis amigos barceloneses. Aproveché esta feliz coincidencia para marchar con ellos a la estación. También daban por finiquitada su estancia en Plodviv y seguían su ruta por el interior del país.

Último voltio por Plodviv: calma antes de la tormenta

 Confiado tras el éxito de mi primera experiencia ferroviaria, me presenté en la estación de tren esperando salir de allí lo antes posible rumbo a mi destino costero. Mi moral se empezó a tambalear cuando en la ventanilla de información me dijeron que el siguiente tren a Sozopol salía a las 4 de la tarde. Teniendo en cuenta que a la sazón eran las 9 y media de la mañana, vi que el asunto no cubicaba en absoluto. Así que fui a probar suerte en la estación de autobuses, situada junto a la de tren. Cuando le pregunté a la empleada sobre la siguiente expedición a Sozopol, su lacónica respuesta me dejó inmerso en un mar de dudas. Se limitó a decir un breve, pero firme "¡No!". ¿Están todos los autobuses llenos? ¿No se compra allí el billete? ¿No me da la gana vendértelo? Da igual, el caso es que en ese lugar no iba a encontrar la solución a mis problemas.

 Si la empleada de la estación de autobuses no se había caracterizado por su expresividad, la de la compañía ferroviaria lo hizo por su hostilidad. Viendo que no hablaba inglés, le señalé en mi destino en un mapa. Pero lo que no pude hacerle entender es que quería el billete para el próximo viaje. La mujer, con menos paciencia que malas maneras, me mandó a cascala por la vía (nunca mejor dicho) rápida. Algunas veces durante mis viajes me he encontrado con pasotismo o indiferencia, pero nunca tal grado de rechazo. Por suerte, su compañera de la taquilla contigua, además de un mayor dominio del inglés, mostró muchas mejores maneras y pude conseguir el billete.

 Me despedí de mis amigos de Cornellá, viendo con envidia cómo partían en un tren a los pocos minutos, mientras a mí me esperaba una larga espera, en una ciudad que había dado de sí todo lo que tenía que darme. La estación ya me había generado malos recuerdos, por lo que  no pensaba quedarme allí esperando ni un minuto. Volví al casco urbano sin una idea clara sobre qué hacer durante las más de 6 horas siguientes. En este caso, las draconianas condiciones de las aerolíneas de bajo coste, que obligan a reducir el tamaño de las maletas a su mínima expresión, jugaron a mi favor. No es lo mismo arrastrar un maletón que llevar una liviana mochila a la espalda.

Garbanzos no veganos

 Mis pasos me llevaron a un centro comercial. No parecía mal plan pasar un rato dentro resguardado del sol de justicia y el calor que reinaban ese día. Pero no soy muy amigo de esos templos del consumismo, que poco interés despiertan en mí. No es el caso del hipermercado que había en la planta baja, donde invertí una buena cantidad de mi poco valioso tiempo curioseando entre los productos alimentarios nacionales. Entre ellos acabé eligiendo para mi consumo un botellín de ayrán. Se trata de un yogur líquido de oveja al que se le añade sal. Al principio sabe un poco raro, pero acabé siendo un gran fan de este producto que nunca he visto en España. Aunque lo que más gracia me hizo fue ver garbanzos de marca "Pescado"(sic).

 Mi siguiente hito fue ascender una de las 7 colinas de la ciudad, atraído por un imponente monumento de más de 11 metros, dedicado a un soldado soviético que participó en la liberación de la ciudad en la Segunda Guerra Mundial. 

 El esfuerzo y el calor que pasé en el ascenso a la colina, amenizados por el canto de las cigarras,  se vieron compensados por la imponente efigie de la gigantesca estatua y las no menos destacadas vistas sobre la ciudad. 

Cualquiera le tose

 Con muchas horas por delante, se me ocurrió que quizá hubiera alguna alternativa viable para mi traslado que no implicara esperar tropecientas horas. Pero para ello necesitaba conectarme a internet y yo, como buen niunclavelista, no dispongo de tarifa de datos. Se me ocurrió una idea de lo más cutre. Me acerqué a las inmediaciones del albergue donde había pernoctado para aprovecharme de su señal wifi. Me senté en una acera y pude empezar a navegar. En ese momento se asomó un huésped francés que me invitó a hacer lo mismo, pero en el patio del hostel. Como al niño que le pillan haciendo alguna travesura, entré con la cabeza baja al establecimiento, custodiado en ese momento por una curiosa pareja. Se trataban de un sueco barbudo con una gorra que le hacía parecer un granjero del Estados Unidos profundo y un irlandés pelado de mediana edad. Una auténtica esponja cuyo acento cerrado apenas podía entender. Para mi vergüenza, que se sumaba a mi alivio, no me pusieron ninguna pega para esperar allí el tiempo que necesitase.  

 Indagando en la página web de la compañía ferroviaria, pude comprobar que, además de mi tren directo a Burgas, había otras opciones que implicaban transbordos perfectamente realizables y sin necesidad de esperar tanto tiempo. De hecho, en 15 minutos partía un tren que me podría haber dejado en mi destino un par de horas antes. Y no era cosa menor, ya que pude comprobar como la hora de llegada prevista para mi tren a Burgas eran las 20:26, partiendo el último autobús a las 20:30. Si hubiera estado en Suiza, no me hubiera preocupado. Pero no era el caso, y pretender que en un trayecto de más de 4 horas no haya ningún retraso era una quimera. No me daba tiempo a tomar el siguiente tren con transbordo, así que sólo me quedaba la opción del milagro. En ese momento no sabía si ciscarme más en la empleada de información que se quedó tan ancha no revelándome las alternativas, o en mí por no haberlo consultado antes en el más impersonal pero eficaz internet.

 Me despedí agradecido de los empleados del albergue y como aún me sobraba algo de tiempo, comí en un humilde garito cercano a la estación. El lugar era 100 % no turístico, y se cobraba al peso. Su bajo precio estaba en consonancia con su calidad, pero no estaba yo ese día para paladear la comida, y el local cumplió con mi premisa de llenar el estómago a bajo precio.

Comida de peso

 Mi tren partió con 5 ó 6 minutos de retraso, que ya de entrada, se comieron el magro margen que tenía. Decidí dejar de darle vueltas al coco y tomar acción. Llamé al albergue, les expliqué mi situación y les pregunté que opciones tenía. El empleado me intentó tranquilizar, diciéndome que la estación de tren estaba junto a la de autobús y que me podía dar tiempo a llegar, si el tren no se retrasaba, claro. Si eso sucedía, la única opción era tomar un taxi, con la clavada correspondiente. 

 Cuando ya estaba resignado a esta última opción, me di cuenta de que estábamos empezando a tomar una velocidad de crucero interesante, y empecé a creer en el milagro. Según mis cálculos, si se mantenía ese ritmo podría incluso llegar antes de tiempo. Pero empecé a ver cosas raras. Tras una parada comprobé que el tren estaba volviendo hacia el oeste para hacer un requiebro, y no contento con ello, en otra estación, el tren se quedó parado un rato. Tanto que incluso hubo gente que salió a estirar las piernas y a fumar. Mi gozo en un pozo.

No hay prisa

 En mis siguientes horas pasé por varios estados, a cual peor, desde el cabreo a la angustia, entre los que a veces aparecía la esperanza. Hasta que llegué a un momento de lucidez. Me cansé de que la vida se riera de mí y decidí yo reírme con ella. Acepté que no iba a llegar a tiempo. Pensé que las levas que iba a pagar por un taxi no me iban a sacar de rico y que ni mucho menos valían el sofoco que estaba pasando. Así que salí al pasillo y empecé a disfrutar de los variados paisajes de la Bulgaria profunda que estaba recorriendo. Ante mis ojos desfilaron interminables campos de girasol y maíz, pequeños pueblos en medio de la nada, que contaban con mezquitas como herencia del pasado otomano e incluso carruajes de caballos circulando por carreteras.

 Como era de esperar, el tren llegó con un retraso de 15 minutos. Escaso pero suficiente para desbaratar mi plan de transporte. Probé suerte en la estación de autobuses, pero no había duda, la última expedición a Sozopol había partido hacía escasos 10 minutos. 

 Parecía que estaba condenado al taxi, aunque otra idea pasó por mi cabeza. Por el precio del mismo, podría haber reservado habitación individual de hotel en Burgas. Pero en esos momentos lo único que me apetecía era descansar y no me veía con ánimos de dar vueltas por una nueva ciudad para buscar alojamiento.

 Cuántas veces he salido de una estación y he visto en la puerta un montón de taxis, y me he tenido que quitar de encima a conductores que me ofrecían una carrera. Pues el día que voluntariamente quería tomar uno, no había ni rastro en los alrededores de la estación. Tras una búsqueda por la redolada, vi a lo lejos una fila de vehículos amarillos. A ella me dirigí planeando un amago de estrategia. Preguntarle el precio a un taxista y con ese precio como referencia acudir a otro apretándole un poco. Mis castillos en el aire se volatilizaron cuando vi que los dos primeros taxistas estaban en animada conversación. Como odio el regateo, y no tenía fuerzas para discutir, acepté, aunque de mal grado, las 60 levas (30 €) que me solicitó el primero de ellos. Hay que aclarar que se trataba de una carrera de más de 30 kilómetros, pero sin olvidar que el autobús apenas costaba la sexta parte.

 De lo perdido, saca lo que puedas. Así que, ya que me estaba metiendo una clavada importante, intenté sacarle partido al taxista, obteniendo un valioso testimonio sobre la vida en la Bulgaria comunista. La nada velada defensa que hizo del anterior sistema me hizo reflexionar. Mi opinión sobre el comunismo es que es una basura totalitaria, además de muy ineficiente desde el punto de vista económico. Pero en algunos casos hizo mejor la vida de algunas personas (y no solo de los dirigentes) que, pudiendo comparar con el capitalismo que viven ahora, elegirían sin dudar el comunismo. Mis respetos a todos ellos, aunque mi opinión siga siendo la misma o parecida.

 Ya oscurecía cuando arribamos a las inmediaciones de Sozopol y las primeras estampas de la costa del mar Negro animaron ligeramente mi afligido espíritu. El taxista me dejó a principio de una calle peatonal repleta de tiendas, adornada con bonitas luces y atestada de turistas. Un ambiente animado y optimista, que me hizo olvidar por momentos las miserias del día.  

 Tras un breve paseo y alguna vuelta que otra, conseguí encontrar la puerta de mi albergue, oculta entre un par de comercios. Se trataba de un establecimiento pequeño, con cierto encanto y bastante más lustroso de los que me había encontrado hasta el momento. Como si de un ritual energético se tratase, aproveché para poner a lavar la ropa en un intento de limpiar las malas vibras que me estaban acompañando. Parece que no funcionó mal del todo, ya que en una habitación que contaba con dos pares de literas y una cama doble, me tocó en suerte esta última.

 En mi paseo de inspección por la ciudad pude comprobar que estábamos en temporada alta. Cientos de personas atestaban las estrechas calles de la localidad, en las que no faltaban tiendas, restaurantes y hasta atracciones de feria.  Se trataba de un turismo principalmente familiar y local. Un lugar ideal para ir con la familia o la novia (suponiendo que se deje convencer para ir allí en vez de a Peñíscola o Salou), pero no el más apropiado para un viajero solitario como yo.

Sozopol la nuit

 Aún le di una segunda oportunidad cuando en el albergue se formó un grupillo y el recepcionista, que integraba la expedición, me invitó a sumarme a ellos. Los miembros del grupo parecían conocerse de toda la vida. Si a eso le sumamos que eran angloparlantes y yo no estaba para muchos trotes, el resultado es que pronto volví al albergue a descansar. 

 Acostarse a dormir en una cama doble en un bonito pueblo costero no es tan mal final para un día de mierda. ¿No les parece?


jueves, 1 de septiembre de 2022

MÁS PLOVDIV Y SU REDOLADA

  Al igual que en las comidas de negocios se cierran grandes tratos, en mi cena con la familia barcelonesa del día anterior habíamos planeado hacer una visita por las inmediaciones de Plovdiv. Aunque en realidad yo me limité a unirme al plan que había urdido Diego, un auténtico "culo inquieto" que sabe exprimir sus viajes al máximo, dejándome a su lado como un simple turista acomodado. Siguiendo con el símil de la cena, esta vez me apetecía ir "a mesa puesta" y seguir los planes de otros. Se trataba de visitar un monasterio ortodoxo (Bachkovo) que, si bien no contaba con tanta notoriedad como el de Rila (ya visitado), parecía bastante competente. Pero llegar allí tenía su complicación. Había que tomar un tren hasta  la cercana localidad de Asenovgrad, y desde allí buscarnos la vida para llegar al monasterio. 

 A la mañana siguiente, me llegó un mensaje de Diego hijo avisándome de que estaban camino de la estación para tomar un tren 20 minutos después. Teniendo en cuenta que el día anterior me había costado mi buena media hora llegar a mi albergue desde la estación, me di cuenta de que no había tiempo que perder, ni siquiera para lamentar la poca antelación con la que había sido enviado el mensaje. Lo que la tarde previa había sido un plácido paseo, se convirtió en un carrera de 3000 metros sin obstáculos, pero a ritmos africanos, con la incertidumbre de no saber si iba a llegar a tiempo. Buen chico yo para dejarme vencer por las manecillas del reloj. No solo llegué a tiempo, sino que cuando arribé a la estación todavía no lo habían hecho mis compañeros. Pero el tren ya estaba presto a su partida. A lo lejos apareció la familia y el padre se adelantó para decirme que montara y me fuera solo, que ellos no llegaban. Este era su plan y no me apetecía hacerlo en solitario, así que les esperé y por primera vez en mucho tiempo, agradecí que un tren saliera con retraso. El suficiente para que pudiéramos subir instantes antes de que emprendiera su marcha. Entre la carrerita que me había pegado y la incertidumbre de saber si llegaríamos a tiempo, estaba un poco alterado. Así que me relajé lo justo para afrontar el siguiente reto. No nos había dado tiempo a comprar billetes y no sabíamos si se podrían comprar a bordo. Cuando vino la revisora (una señora de mediana edad, que por supuesto no hablaba inglés), le ofrecí un billete de 20 levas con la mejor de mis sonrisas. Lo cogió y se fue. Para rebajar la tensión del momento, bromeé con mis compañeros, diciéndoles que si no volvía la mujer, significaba que en la compañía ferroviaria aceptaban sobornos. Pero volvió. Y no solo me dio las vueltas, sino que me ofreció un papel en el que venían escritos de su puño y letra los horarios de vuelta. Excelente detalle que, por desgracia, no iba a ser la tónica de lo que me iba a encontrar en mi viaje por Bulgaria.

 Sin más novedad (que ya son bastantes) arribamos a Asenovgrad. Había que encontrar el modo de llegar al monasterio. Probamos en la estación de autobuses, pero el que hacía la ruta que pasaba por nuestro objetivo ya había partido. Preguntamos a un hombre y nos dijo que la única opción era un taxi. Precisamente había uno cerca y nos condujo a él. En ese momento pasaron por mi mente recuerdos de otros países más informales en los que, si de sacar dinero al turista de trata, todos se conocen y se complementan a la perfección. Mis temores quedaron disipados cuando el hombre hizo un cálculo de lo que nos hubiera costado tomar el autobús a los cuatro y le exigió al taxista ese precio por llevarnos al monasterio. Estaba empezando a creer que los búlgaros eran gente amable. Ciertamente ese día no se podía decir otra cosa de ellos.

 Referencias bíblicas venían a mi cabeza cuando el taxi que nos llevaba enfiló una recta en subida que daba acceso al monasterio. A ambos lados se apostaban decenas de puestos de comerciantes que, por lo menos, no contrariando a Nuestro Señor, no llegaban a situarse dentro del templo. 

Devoto oportunista

 Las comparaciones de Bachkovo con Rila eran inevitables. Estilo parecido y entorno montañoso similar. Aunque el estilo era menos espectacular, y el entorno, un poco menos montañoso. Eso sí, al igual que en Rila, con media horica de visita estuvimos más que servidos, que poco se podía hacer allí si no eras ortodoxo (yo soy heterodoso). La bajada nos sirvió para curiosear un poco los puestos, que vendían todo tipo de cosas fueran religiosas o profanas y llegamos a la carretera. Las opciones de volver a Asenovgrad no se veían muy claras. Tanto que Diego padre propuso que lo hiciéramos andando. Hasta a un pateador insaciable como yo le pareció descabellado. No solo porque había unos 10 kilómetros, sino también porque había tramos de carretera sin arcén. Así que anduvimos un pequeño trecho hasta que llegamos a un pueblecillo. En él había un apeadero de autobuses al que nos agarramos como un clavo. Y más después de que un individuo local nos confirmara que allí paraba un autobús cada hora que nos dejaría en nuestro destino. Tras una espera de unos 20 minutos, apareció el deseado vehículo. Lo malo es que no solo fuimos nosotros los que lo deseaban. Estaba lleno. Así que pasó de nosotros y nos dejó en una situación un tanto comprometida. Ciertamente me gusta improvisar en mis viajes, pero esto ya superaba mis estándares. No me gusta tanto complicarme la vida. Se nos ocurrió la alternativa de hacer auto-stop, pero con 4 personas se antojaba complicado. Así que la única opción viable era rezar para que apareciera un taxi. Parece ser que nuestra expiación en el monasterio dio sus frutos, porque al rato vimos llegar uno que se detuvo no lejos de nosotros y el conductor se apeó para sentarse en la terraza de un bar. Nos dirigimos a él y no solo se ofreció a llevarnos, sino que además nos cobró una tarifa razonable. Se agradece, porque allí perdidos en medio de la nada, no teníamos muchas opciones y nos podría haber apretado. Por si fuera poca nuestra suerte, el taxista, un muchacho joven, hablaba un inglés muy competente. 

 Un poco antes de llegar a Asenovgrad había una fortaleza que Diego padre quería visitar. Al escuchar el taxista nuestra conversación, se ofreció a dejarnos allí sin cobrarnos más, a pesar de que para acceder a la misma, había que subir un par de kilómetros por una carretera de montaña. 

Vistas de enjundia...y una ermita de fondo

 La fortaleza de Asen en sí era poco más que una iglesia y una torre de defensa sin mucho encanto. Otra cosa eran las vistas que se podían disfrutar desde allí. Una auténtica delicia.

 La vuelta, a pesar de ser cuesta abajo, se nos hizo un poco cuesta arriba debido al intenso calor que asolaba Europa por aquel entonces. Pero gracias a nuestra resistencia intrínseca conseguimos llegar de una pieza a los arrabales de Asenovgrad. Ya más resguardados del astro Rey, callejeamos hasta la estación y tomamos el siguiente tren. Como llegar directamente a Plovdiv hubiera sido demasiado sencillo, esta vez el tren nos dejó en un pueblo donde tuvimos que coger un autobús que, esta vez sí, nos dejó "en casa".  Y como siempre ha habido clases, la que mis compañeros eligieron para pernoctar esa noche, poco tenía que ver con la mía. Se trataba de una mansión histórica reconvertida en albergue. El más bonito y genuino que he visto nunca (y he visto muchos). Pensar en que podía haber estado en esa auténtica maravilla hacía que se me bajara el alma a los pies cuando ponía el pie en mi más que humilde establecimiento hostelero. Hay vida más allá del albergue más barato de la búsqueda.

Free Plovdid Tour

 Esa tarde tocaba "free tour", al que se sumaron mis amigos catalanes. No serían los únicos compatriotas, ya que en el grupo brillaban con luz propia un joven cordobés y un donostiarra acompañado de su pareja taiwanesa, que sorprendía por su 1.80 de estatura. En tan grata compañía, disfruté aun más si cabe de las exhaustivas explicaciones de la guía. Una ciudad con un pasado tan denso, que ha dejado tantas huellas palpables, es una delicia para cualquier persona mínimamente interesada en la historia y la arquitectura. Como curiosidad, entre los muchos datos que se nos aportaron, destaca el hecho de que, según la guía (y no tengo por qué desconfiar de ella), Plovdiv es la ciudad europea que durante más tiempo ha estado habitada ininterrumpidamente. También me llamó la atención que, cual si una Roma búlgara se tratase, la ciudad cuenta con siete colinas. Nuestro tour acababa en la cima de una de ellas, lugar privilegiado para presenciar una espectacular vista sobre Plovdiv.

Plovdiv a nuestros pies

 La cultura alimenta el alma, pero no el estómago. Para ello contábamos con "Happy Grill", una franquicia de restauración autóctona, que cuenta con unos locales de vistosa decoración. Parece ser que son muy exitosos, ya que incluso tuvimos que hacer cola para que nos atendieran. La espera mereció la pena, no sólo por la espléndida atmósfera del garito, sino por la buena comida que se nos sirvió. Sin olvidar a las camareras que...esto...nos sirvieron con una gran eficacia. Sí, eso es...muy eficaces...

Delicias búlgaras

 Por si no le faltaran encantos a la ciudad, también cuenta con una zona de bares de aire algo bohemio, engalanadas con unas bonitas luces tipo navideño. Nos dimos un voltio por allí, pero no vimos muy apropiado unirnos a la fiesta acompañados de dos adolescentes (seguramente ellos pensarían lo mismo de dos carrozas como nosotros), por lo que nos retiramos a descansar. Ellos, al varias veces elegido mejor albergue de Bulgaria y yo, a mis literas de triple piso. Pero tampoco me voy a quejar tanto, que por lo menos se dormía bien. Además, el talento natural y la improvisación que habíamos desplegado durante el día no había salido nada mal. Todo lo contrario a lo que me iba a suceder en la jornada venidera.