viernes, 8 de marzo de 2024

BOGOTÁ: UN POSTRE UN TANTO INDIGESTO

  De buena mañana abandoné Armenia en autobús, rumbo a Bogotá. Como parece haber quedado claro tras mi últimas entradas, la capital del Quindío no es la ciudad más recomendable del mundo. Aun así, hubo gente de Armenia que me previno, mostrándome un panorama mucho peor respecto a la ciudad de Bogotá. Mi avión salía de allí y ya tenía la reserva del albergue hecha, así que seguí mi plan previsto sin alteraciones.

 Los bonitos paisajes y las pocas ganas que tenía por llegar a mi destino, hicieron que el largo trayecto en autocar no se me hiciera muy pesado. No perdí mi oportunidad para seguir haciendo probatinas gastronómicas en una humilde área de servicio. Probé el tamal (una masa de carne envuelta en hoja de plátano) y una bebida llamada masato, de sabor ligeramente ácido. ¿Cuál es el peor trato que puede darle el personal a un cliente en un bar? Escupirle en la bebida. Eso pensaba que me habían hecho cuando me informé de que al elaborar la receta tradicional del masato, la persona que lo prepara utiliza su propia saliva para ayudar en la fermentación. 

 Los efectos que semejante mejunje estaban obrando en mi organismo me preocupaban bastante poco comparado con el temor que me inspiraba la megaurbe que conforma la capital de Colombia. Conforme nos internábamos por sus atestadas y amenazadoras (al menos para mí) avenidas, aumentaba mi inquietud.

 Una vez en la estación, me empecé a relajar un poco comprobando que nadie me venía a asaltar y la gente andaba tan confiada por los pasillos. En previsión de posibles incidentes, o aún peor, una clavada de enjundia, reservé un taxi a través de una popular aplicación. Al rato, el conductor me llamó y me comentó que para entrar en la estación tenía que dar un rodeo muy largo. Me pidió que saliera a una avenida a encontrarme con él. No es el recibimiento más plácido para un turista atemorizado, pero por fortuna pude localizar el vehículo sin muchos problemas. 

La Candelaria: calles con encanto añejo

 Mi albergue estaba situado en la zona de la Candelaria, que fue el núcleo a partir del que se originó la ciudad. Abundan en ella los monumentos, iglesias, y elementos arquitectónicos destacados. Su particular estilo recuerda mucho al de las zonas antiguas que puede haber en algunas localidades de Castilla La Vieja o Extremadura, aunque con más colorido.

 En consonancia con su entorno, mi alojamiento tenía un encanto especial. Estaba situado en una casa solariega reformada y contaba incluso con chimenea. Se trataba de un remanso de paz en la ciudad más bulliciosa de un país no precisamente tranquilo como Colombia.

Un oasis de paz, en un desierto de agitación

 Era viernes por la noche, y la Candelaria, si en algo destaca, es por su animación nocturna. Así que me confundí entre la juventud, como si fuese uno de ellos y salí a dar un voltio por la zona. Mi inspección me sirvió tanto para valorar el encanto arquitectónico de la zona como para comprobar que, sin llegar al nivel de Armenia, Bogotá cuenta con un número significativo de vagabundos pedigüeños. Menos mal que ya tenía el callo hecho y pude retirarme a descansar sin incidentes que merezca la pena nombrar.

 Al día siguiente tenía planeada una excursión a Monserrate,  un  imponente cerro que constituye un más que necesario pulmón verde para la harto congestionada ciudad de Bogotá. Se puede acceder a la cumbre utilizando un teleférico o caminando por una senda. Huelga decir cual fue la opción que elegí, aunque por razones de fuerza mayor, tuve que decantarme por la primera. 

A correr se ha dicho

 Cuando llegué a las faldas de la montaña, observé un gentío y un bullicio inesperados. Se trataba de una carrera de montaña que partía de allí y concluía en la cima. Como consecuencia de ello, los accesos a pie al cerro estaban vetados durante toda la mañana para visitantes. Sin posibilidad de apuntarme a la carrera ni tomar el camino de subida, me vi obligado a utilizar el teleférico. 

 El día había salido bastante nublado, por lo que las vistas desde la cima de Monserrate, uno de los mayores atractivos de la visita, se veían comprometidos. Mientras el funicular iba ganando altura, las nubes se iban cerrando más. Así que cuando llegué a la cima, la densa niebla que la rodeaba impedía cualquier atisbo de vista panorámica. Sin mucho que hacer en el lugar, esperé a que llegaran los primeros atletas de la carrera y descendí de vuelta a la ciudad. 

No lo vi nada claro

 Esperando tener más suerte que en mi visita a Monserrate, me dirigí a una céntrica plaza donde comenzaba el "Free Tour", que nunca puede faltar en mis viajes. El paseo por las zonas más emblemáticas del centro de la capital fue más que interesante. Aunque se pasó de puntillas por el periodo virreinal, que era el que más curiosidad me despertaba. Al llegar a una plaza nos encontramos una peana huérfana de estatua que sustentar. Se nos explicó que recientemente se había vandalizado la figura de Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador de la ciudad. Más allá de la discusión sobre lo que nuestros antepasados hicieron en tierras americanas, es evidente que fundar una ciudad, y más una tan importante como Bogotá, es un hecho destacable y positivo. Aunque los que en su día deshonraron su figura hablaron de él como "más grande masacrador, torturador ladrón y violador". Estos personajes cuyo único mérito es la difamación y el vandalismo urbano y que para mayor INRI ni siquiera son bogotanos, no le llegan ni a la suela de los zapatos a don Gonzalo. Y a las obras me remito.

 En un intento de restablecer la figura del fundador de la ciudad, y por extensión de los conquistadores españoles, había conseguido agenciar dos citas para esa tarde-noche. Debería haber aprendido de mi no del todo exitosa experiencia en Cartagena. Pero a veces, el sentido del honor exige sacrificios que hay que asumir.

 Por si no me estuviera complicando suficientemente la existencia, se me antojó visitar la Zona Rosada, una de las áreas más acomodadas de la ciudad, que cuenta con gran número de bares, clubes y restaurantes. Para ello tenía que tomar el Transmilenio. Se trata de un intento, no del todo exitoso, de descongestionar el pesado tráfico que soporta la capital. Las líneas de autobús que la componen cuentan con carriles exclusivos, lo cual limita bastante el tiempo de unos trayectos que, en condiciones normales serían mucho más lentos. Ciertamente es un alivio, y funciona razonablemente bien. Pero lo que pide a gritos una ciudad como Bogotá es un metro en condiciones. 

 El trayecto era amenizado por todo tipo de personajes (en su mayoría venezolanos) que tanto podían cantar un rap, venderte cualquier cosa o contarte su lacrimógena historia para ganarse unos pesos. No había descanso. En cuanto uno de ellos se bajaba del autobús, otro entraba presto a ocupar su lugar y en ocasiones hasta se solapaban.

 Con más pena que gloria pasó mi visita por la Zona Rosada. A esas horas de la tarde apenas había actividad, y no vi nada que me llamara la atención especialmente. Por lo visto, lo más destacable del lugar es su vida nocturna. Yo iba a tener bastante movida esa tarde-noche, pero no en ese lugar.

 El día se me empezó a complicar cuando mi primera cita me propuso quedar en un centro comercial al que, según ella, era muy fácil acceder a utilizando el Transmilenio. Aunque a la sazón yo estaba viviendo en Madrid, mi pasado oscense se dejó notar cuando en un momento me di cuenta de estaba montado en un autobús que no sabía a donde iba y no tenía ni idea de dónde estaba. Dando más lástima que otra cosa, conseguí que mi cita accediera a acercarse a la Candelaria, que era donde tenía mi alojamiento y me podía orientar mínimamente. Ahora el problema era volver allí. El autobús seguía su trayecto impertérrito mientras yo empezaba a desesperarme. Una amable pasajera detectó mi agobio y se ofreció a ayudarme.  Me explicó donde debía bajarme y qué línea debía tomar para llegar a mi destino. Menos mal, porque a saber dónde podía haber acabado. Aun así, a pesar de las indicaciones, tampoco tenía muy clara la estación donde debía apearme tras cambiar de línea. Se me apoderó la impaciencia y me bajé antes de tiempo. Por suerte contaba con una ayuda. La calles bogotanas se sitúan en forma de damero de norte a sur, en una disposición paralela a la sierra. Gracias a ello pude orientarme y, por lo menos, saber la dirección en la que me tenía que mover para acabar llegando al centro. El problema es que me encontraba en una zona un tanto áspera, en una avenida de cuatro carriles que acababa pasando debajo de un viaducto. No parecía la zona más segura de Bogotá, así que empecé a caminar con paso firme intentando no mostrar mis inseguridades. No fue un paseo plácido pero, afortunadamente, al rato encontré una calle que me conducía a la plaza Bolívar, donde había estado esa misma mañana en el tour. Allí nos había advertido la guía de dos lugares que era mejor evitar. El primero era el barrio de Egipto, situado en la falda de la montaña. El segundo era la zona que estaba recorriendo en ese momento. 

Plaza Bolívar:¡Salvado!

 Con la tensión en el cuerpo aún presente, me encontré con mi cita. Afortunadamente, su carácter cálido y amistoso hizo que mi presión arterial volviera pronto a sus valores habituales. Me contó que era la primera vez que hablaba con un español en persona, y parecía que le hacía ilusión. Es curioso comprobar como lo que para unas personas es rutina, para otras es exotismo. La cita fue muy agradable, pero mi compañera se tenía que retirar a una hora decente. Yo, que no lo soy tanto, aproveché para cuadrar la segunda cita. Otra compatriota suya, con más ánimo festivo ocupó su lugar. Era sábado noche y la zona estaba muy animada. Nos tomamos un par de chichas (bebida alcohólica típica de la ciudad) que parecieron espolear a mi amiga, a la que se le apoderaba el baile. No era mi caso. Al día siguiente me esperaba un madrugón de enjundia y se me estaba acabando el efectivo. Viendo que mi compañera me había otorgado la prerrogativa de abonar las consumiciones en exclusiva, que me tocaba sacar dinero en un cajero (con el consiguiente riesgo y la comisión asociada) y que en el rato que llevábamos mi corazón no había caído aún rendido a sus encantos, decidí que lo mejor sería concluir la cita. No se lo tomó muy bien. Pero no siempre se puede agradar a todo el mundo. Esa noche lo había conseguido con una de dos. Tampoco es mal porcentaje.

 Gracias a mi espantada, pude dormir un poco esa noche. Pero todavía de madrugada tomé un taxi rumbo al aeropuerto. Mis sudores y ajetreos del día anterior en el Transmilenio iba a ser pecata minuta con lo que me esperaba allí. 

 No me funcionaba el "checking-online" por lo que tuve que hacer cola para sacar mi tarjeta de embarque. Por suerte iba con tiempo de sobra. Pero sólo había dos mostradores abiertos, por lo que la cola avanzaba más lentamente de lo deseado y me demoré bastante. Solo me faltaba pasar a la zona de embarque y esperar tranquilamente mi vuelo. Pero me encontré con una cola kilométrica. Y no contenta con ser kilométrica, tampoco avanzaba. Mientras mi margen de maniobra menguaba inexorablemente, me preguntaba cómo iba a salir de esa, y sobre todo, cuánto dinero me iba a costar. Parece ser que el aeropuerto cuenta con un déficit de empleados de inmigración y ese día se estaban dejando notar sus efectos con toda su crudeza. Viendo cómo estaba el panorama, a alguien se le debió encender una bombilla y la cola empezó a moverse. No sé si metieron más personal o éste se relajó en su celo, pero el milagro se produjo. No se puede decir que llegara muy sobrado, pero conseguí entrar en mi avión a tiempo. Las 10 horas de vuelo fueron un agradable pasatiempo comparado con los percances que me habían ocurrido en las últimas horas.

 Y así concluyó mi viaje por tierras colombianas.  Lo que me llevó a ellas fue un retiro de calma e introspección. Aunque lo que mayormente me encontré fue una sucesión de acontecimientos en un entorno bullicioso y agitado. Todos los momentos de apuro que pasé en mi periplo, se dan por bien empleados por haber podido visitar una tierra con unos paisajes cuya belleza solo es comparable a la del corazón de sus gentes.