domingo, 24 de noviembre de 2019

SIQUIJOR: LA ISLA DEL FUEGO

 A una hora en la que cuesta mucho menos trasnochar que levantarse, me presenté en el muelle de Dumaguete. No tuve que esperar mucho a la pareja filipina con la que había planeado la excursión.
 El imponente espectáculo del amanecer a bordo del barco compensó, aunque fuera en parte, la indudable agresión que para el ser humano suponer madrugar.
 En apenas media hora pusimos pie en Siquijor. En el muelle nos esperaba el conductor de un triciclo que iba a descubrirnos los rincones más emblemáticos de la isla.

 Siquijor fue llamada por los españoles "Isla del Fuego", nombre que, personalmente, me parece mucho más bonito. Los lugareños sabrán lo que hacen. Según leí en mi súper guía es un lugar con no muy buena fama, ya que en sus montañas se dice que habitan brujas. Yo, después de las dos que tuve que padecer en mi periplo por la Isla de Skye, estoy más que vacunado. Así que no albergué ningún temor en mi visita a la ínsula.
 Al poco de iniciar nuestro recorrido, el conductor se internó por un camino que acabó desembocando en una playa. Había escuchando que hay algunas muy buenas en Siquijor. No era el caso. La "gracia" del lugar es que había una palmera muy tendida a la que te podías subir para hacerte una foto haciendo el "mono".
 Esta primera parada me recordó los motivos por los que me gusta viajar solo y evito los viajes organizados. Pero decidí que por un día no me vendría mal dejarme llevar y disfrutar al máximo de una experiencia, que hubiera sido más complicado y costoso vivir en solitario.
 Nuestro segundo hito me pareció más interesante. Junto a una tienda de recuerdos donde no faltaban alusiones al carácter mágico del lugar, como unos llaveros con muñecos vudú muy simpáticos, había un pequeño estanque. En él nadaba una buena cantidad de ejemplares de peces "Garra Rufa".
 No sé si el nombre dirá mucho a mis amados lectores. Pero si explico que son unas carpas que comen piel muerta y que se han puesto de moda, como tratamiento dermatológico, quizá a alguien le resulte familiar.
 Al pricipio asusta un poco cuando ves tu pierna rodeada de peces pegándote bocados, pero tras el temor inicial, no pasa de ser una sensación cercana a las cosquillas. No estuve mucho tiempo, ya que los muy cabritos mostraban especial interés en acudir a la herida que me había hecho un par de días antes en la planta del pie.
 Después fuimos a comer a un humilde restaurante que, siguiendo los cánones filipinos ofrecía comida poco sofisticada a precios muy competitivos. En cumplida venganza por el ensañamiento que los "Garra Rufa" habían mostrado con mi laceración, me zampé un congénere suyo, aunque de otra especie, que resultó muy sabroso.
 El plato fuerte de la jornada no fue, sin embargo, el pescado, aunque también tenía relación con el mundo acuático.
 Las cascadas Cabungahay, cuentan con unas pozas de agua cristalina en un entorno selvático incomparable. Si antes había hecho el mono subiéndome a una palmera, ascendí un poco en la escala evolutiva y me sentí Tarzán por unos momentos, gracias a unas lianas que permitían columpiarse y caer espectacularmente al agua. Muy divertido.
¡Hombre al agua!

 Proseguimos nuestra ruta y al poco tiempo nos detuvimos en un bar de carretera situado sobre una colina. El establecimiento contaba con una azotea con unas bonitas vistas, y una escoba. La gracia del asunto (para el que se la vea) es hacerse una foto subido a ella dando un salto, dando la impresión de que se vuela.
 Yo sólo me acerco a una escoba en caso de extrema necesidad, así que me abstuve de inmortalizarme como bruja.
 Aún quedaban emociones fuertes en nuestro siguiente destino. Se trataba de un acantilado desde el que se podía pegar un brinco de, calculo, más de 10 metros al mar. Ya he comentado lo de mi herida en el pie, ¿no? Si no, claro que me hubiera tirado..ejem...

 Nos recuperamos de la impresión que nos dio ver saltar a otros en una cala cercana, de buen aspecto, pero demasiados pedrolos.
También hubo tiempo para el descanso

 Para terminar nuestro periplo siquijorino visitamos una mansión en la que un individuo había montado un pequeño museo con objetos traídos de los Estados Unidos, dándole un toque muy "western". Aunque era algo curioso, a mí nunca se me hubiera pasado por la cabeza ir a ver un museo de estilo usense en una remota isla filipina.
Mi mala fama había llegado ya a la isla

 Al poco rato volvimos al lugar de partida tras dar la vuelta a la isla recorriendo una carretera circular. Dejamos para mejor ocasión internarnos en las montañas y conocer a las brujas locales. 
 Pagamos de buena gana los servicios de nuestro guía y tomamos el barco de vuelta a Dumaguete, que tenía el sugerente nombre de "Reina de Luna" (en español).
 Aproveché que mis dos compañeros de viaje por un día estaban alojados en un albergue cercano al mío, para acompañarlos y preguntar en recepción sobre la disponibilidad de alojamiento para esa noche. Necesitaba descansar y la labor se complicaba compartiendo pieza con un roncador de enjundia.
 Hubo suerte y disponían de una habitación individual que además costaba menos que la compartida en mi anterior morada. Tuve que volver a ella a hacerme con la maleta y dar algún tipo de explicación.
 Fui totalmente honesto y comenté a la simpática dueña que había estado muy a gusto en el lugar, pero no había podido tener un descanso óptimo por los motivos ya comentados.
 No solo no me puso mala cara por irme a otro sitio sino que me pidió disculpas y se mostró muy empática con mi situación. Evidentemente le dije que no había sido culpa suya. Unos días después me llego un correo suyo ofreciéndome una habitación individual si vuelvo a la "Casa Arrieta", al precio de una compartida para compensar las molestias. Gran detalle por su parte.
 Esa noche eché de menos el ambiente familiar que había disfrutado las dos noches anteriores, pero pude dormir como un bendito, que era lo que más falta me hacía.
 



viernes, 8 de noviembre de 2019

EN BUSCA DE TORTUGAS Y GALLOS

 Madrugón considerable mediante, me presenté poco antes del alba en una agencia cercana al albergue. En ella había reservado una excursión de buceo en la que se nos aseguraba la presencia de tortugas.
 Una furgoneta nos llevó a un humilde muelle situado a unos 25 km. de Dumaguete, desde donde nos embarcamos en un bajel rumbo a la pequeña isla de Apo.
 En sus inmediaciones atracó nuestro barco, junto a otros muchos que habían tenido la misma idea que nosotros.
 Nuestra comitiva se podría dividir en tres categorías: los que utilizaban equipos de buceo con botellas de oxígeno, los que nos conformábamos con hacerlo en apnea (ósea "a pelo") y aquéllos que ni siquiera sabían nadar y además de llevar un chaleco salvavidas, contaban con la ayuda de guías.
 Mi primera toma de contacto con las templadas aguas no fue especialmente productivo. A pesar de haberme topado con algunos pececillos de vivos colores y algunos fondos destacables, no aparecieron los esperados quelonios.
 Me intenté acoplar a algún grupo de los "chalecos naranjas", pero pronto el guía me mandó a "escaparrar".  Mis siguientes inmersiones en solitario fueron igual de infructuosas, por lo que volví al barco para tomarme un descanso. A bordo, todo eran sonrisas y todo el pasaje parecía haber visto tortugas, para mi total desolación.
 Nuestra embarcación se puso en marcha pero sólo para buscar otro punto de anclaje. En esta segunda oportunidad, aprendí de mis errores y procuré estar cerca de los grupos, aunque lo sufientemente distante para evitar el rechazo de los celosos guías.
 Al rato, escuché los gritos de alegría de uno de mis compañeros. Sin dudarlo, me dirigí a la zona donde estaba y me zambullí. En buena hora, ya que justo debajo de mí, a unos pocos palmos, una enorme tortuga nadaba confiada sin saber que me acababa de dar la alegría del día.
 Una vez "abierta la lata" ya no tuve muchos problemas en encontrarme unos cuantos de estos simpáticos reptiles que se movían con una inusitada agilidad en el agua, a pesar de su fama y tamaño.

 Habiendo ya saciado mis inquietudes zoológicas, en la tercera intentona me entró la vena exploradora y puse todo mi empeño en poner pie en la isla de Apo, para sumarla a las 8 que ya había hollado entre las más de 7000 que constituyen el archipiélago filipino.
 No fue fácil la empresa, debido a que las proximidades del islote estaban repletas de rocas, pero mal que bien pude poner pie (sólo uno) en Apo.
Objetivo Tortuga completado

 Con tanto barco atracado en las proximidades y tantas dioptrías en mis ojos me costó bastante encontrar el mío. Pasé unos minutos un tanto angustiosos intentando encontrar algo familiar en las aparentemente idénticas embarcaciones. Tras algunos intentos pude, por fin, reconocer al capitán de nuestra fragata, que estaba a punto de levar anclas, y volver a pisar tierra firme (es un decir).
 Ya de vuelta hice buenas migas con una pareja de tortolitos filipinos que me comentaron que al día siguiente pensaban hacer una excursión a la misteriosa y cercana isla de Siquijor. Viendo que mis dientes crecían por momentos, me ofrecieron unirme a la expedición , ya que en el triciclo del guía que habían contratado aún cabía otra persona.
 Con el día siguiente ya planificado, me pude relajar y salir a explorar Dumaguete. Dentro de los no muy exigentes estándares filipinos, la capital de Negros Oriental se trata de una ciudad agradable por la que se puede pasear sin problemas. El centro se ve rápido, así que prolongué mi marcha hasta llegar a un centro comercial a las afueras. Allí me encontré con un viejo conocido: el jugo de caña de azúcar o guarapo, que ya había tenido el placer de catar en Cuba.
 Aunque lo intentó, el guarapo filipino no me hizo olvidar al cubano.
 Ya de vuelta, me encontré con uno de los objetivos que tenía "in mente" antes de comenzar mi viaje.
 En un ruidoso pabellón se estaban celebrando peleas de gallos, una actividad de lo más popular en el país.
 Sin pensármelo mucho, adquirí una entrada y pasé a presenciar el espectáculo. Poco habituado a estos recintos, mientras buscaba mi camino a las gradas, casi me llegué a meter en el "camerino" donde los gallos esperaban antes del combate. Pese a que estaba totalmente fuera de lugar y cantaba a turista por los cuatro costados (o quizá por eso), nadie me dijo nada. Utilizando el talento natural, que tan pronto me mete en líos como me saca de ellos, volví sobre mis pasos y acabé encontrando mi ubicación.
 El ambiente era poco selecto,ruidoso y abrumadoramente masculino. En las gradas había algunos corredores de apuestas que no paraban de trabajar atendiendo a los excitados espectadores.
Se ponían muy "gallitos"

 Y en un lado del ring, con 2 kilos de peso, procedente de una granja de Sibulán y plumaje pardo gris, el gallo Bonifacio III. En la otra esquina, otra ave parecida, y en medio un árbitro. En cuanto soltaban a los excitados animales, se empezaban a dar picotazos hasta que uno de ellos se quedaba inerte. K.O. técnico inapelable. De allí a la cazuela. Cada 5 minutos se repetía la historia. No le acabé de ver la gracia al asunto, así que no duré mucho en el estadio. 
 De vuelta al albergue no pude evitar pararme a cenar en un humilde restaurante que anunciaba comida típica de Zamboanga, ciudad filipina situada en la sureña isla de Mindanao. 
 No es que de repente me entrase antojo de la gastronomía zamboangueña. Lo que quería es encontrar algún hablante de chabacano, lengua criolla que guarda un gran parecido con el español y que es mayoritariamente hablada en dicha ciudad.
 Aproveché una endeble excusa durante la cena para asomarme a la cocina donde estaba la dueña (muy joven y bastante guapa, como buena filipina). Le pregunté si hablaba chabacano. Contestó afirmativamente, pero no soltó mucha más prenda. Ya no sé si por timidez, por considerarme un "pesao" o por ambas cosas al mismo tiempo. 
 Parece que no me va a quedar otra que visitar algún día Zamboanga para "chabacanear" un poco.
 Aproveché que mi compañero-motosierra no había vuelto al albergue para intentar dormirme pronto, sacando provecho de la placidez momentánea de mi cuarto.
 Al día siguiente me esperaba una incursión por la isla de Siquijor, famosa por sus brujas y su magia. Pero para mí todas las islas filipinas son mágicas...