lunes, 21 de septiembre de 2020

LA VUELTA AL MUNDO DE WILLY FOG

  Los habituales lectores de este blog quizá hayan pensado, ante mi incomparecencia, que yo era otra víctima más de esta maldita pandemia. No andarán mal encaminados. A pesar de que mi salud sigue siendo férrica, esta situación me ha hecho perder un poco el norte, y la inspiración para escribir ha brillado por su ausencia.

 Hasta que el mismísimo Willy Fog ha venido al rescate. 

 Los lectores más jóvenes quizá no recuerden esta serie de dibujos animados que a muchos niños en los 80 nos inoculó el vicio de viajar. Quien me siga habitualmente podrá dar fe de que en mi caso, este virus (mucho más simpático que el Covid), encontró en mí un ecosistema ideal.


 La serie en cuestión está basada en la novela "La Vuelta al Mundo en 80 días" del francés Julio Verne. Aprovechando el tirón y que tenía el libro por casa, lo he leído para poder compararlo con la serie que, como dirían los cursis, he revisitado últimamente. Se trata de una novela magnífica, de muy fácil lectura. Recomendable para gente de todas las edades.

 El argumento es de sobra conocido. Un caballero inglés apuesta con sus compañeros de club una gran suma de dinero a que podrá dar la vuelta al mundo en 80 días. Ahora no parece tan difícil. Pero en el siglo XIX, sin Ryanair o Booking, la cosa era más complicada. Como era de esperar en un viaje tan poco programado, le suceden las mil y una putadas, que irá superando gracias a su talento natural y unas buenas morteradas de dinero.

 Más enfocada al público infantil (y algún servidor más crecidito), los personajes de la serie son animales mamíferos antropomorfos muy graciosos y no elegidos al azar. Así, el protagonista es un león con la elegancia que se espera de un lord inglés. O su criado Rigodón, antiguo acróbata de circo, es un ágil gato. En cambio, los caractéres más ladinos son encarnados por animales menos queridos.

 Se añaden algunos personajes que no se incluyen en la novela. Como el "malvado Transfer", un lobo que no para de hacerles la pascua a los protagonistas, o Tico, un simpático ratón de campo que da el toque hispano (más concretamente andaluz) a la serie. 

Una serie brillante

 La serie se adapta bastante fielmente al libro, a pesar de tomarse algunas licencias imaginativas y estirar bastante el argumento, para completar los 26 capítulos. Podría decir que es un producto de gran calidad y atemporal, además de no estar reñido con el buen gusto. Para redondear el pastel, la banda sonora es excelente, y está interpretada por el grupo Mocedades, lo cual da idea del cuidado que han puesto en muchos detalles. 

 Comparando esta serie de dibujos animados y las que se solían hacer en esa época, entre las que destacaría "Érase una vez el Hombre" y "Don Quijote de la Mancha" (dos joyas absolutas) y lo que se hace ahora, me alegro de no ser niño. Si aun habiendo crecido viendo estas maravillas, mi generación cuenta con una cantidad no pequeña de ignorantes, no quiero pensar cómo serán las venideras, influenciadas por engendros como "Bob Esponja" o los "youtubers" de turno.

 Así que mientras los españoles sigamos siendo "bultos sospechosos" en el resto del mundo, no será mal consuelo seguir las aventuras de nuestro amigo Willy Fog o leer la excelente novela de Verne.

 

 

 


miércoles, 24 de junio de 2020

16 CENTÉSIMAS DE LA GLORIA AL LLANTO

 El Tour de Francia de 1989 fue uno de los más disputados de la historia y, sin duda, el más emocionante. 
 Pedro Delgado, el gran favorito y vencedor de la edición anterior, sufrió un despiste en la salida de Luxemburgo que le hizo ir a remolque durante toda la carrera. Gracias a una gran remontada consiguió acabar en el podio, pero tuvo que hincar la rodilla ante el francés Laurent Fignon y el estadounidense Greg Lemond. Este último, gracias a su inteligencia en carrera y sin dar una pedalada de más, consiguió llegar vivo a la última etapa contrarreloj. 
 Ayudado por su condición de gran contrarrelojista y el innovador manillar de triatleta, consiguó vencer a Fignon por unos exiguos 8 segundos, que ha sido la menor diferencia de toda la historia en la "Grande Bucle".
 Aunque en su momento me alegré de la victoria del corredor americano, bastante más simpático que el parisino, Laurent Fignon se mostró mucho más valiente e hizo más méritos para llevarse el triunfo. Pero el día decisivo fue superado y eso le costó la victoria.
 En la portada de la revista "Ciclismo a Fondo" de la época aparecía un radiante Greg Lemond ocupando toda la página, mientras que en una esquina, un abatido Laurent Fignon digería el amargo trago de la cruel derrota.

 Había superado la gran criba de mi proceso selectivo, pero aún quedaba un paso más. Se trataba de un examen práctico de ofimática. Consistía en transcribir un texto, corrigiendo las faltas de ortografía, completar una tabla Excel con 20 operaciones y realizar una maquetación en Word. Para todo ello se contaba con una escuálida media hora.
  Pero en este caso no se trataba de completarlo todo en ese tiempo (tarea cuasi-imposible), sino en hacer lo máximo posible para quedar entre los 1350 elegidos. Es decir, en esta segunda parte pasábamos 2 de cada 3 candidatos. Al lado del tajo que había supuesto la primera selección (pasamos 1 de cada 25 inscritos) esto parecía un paseo. Pero nada más lejos de la realidad. Si en el primer examen muchos no se presentaban, habiendo bastante gente que iba a "pasar el día" y no se lo había preparado en condiciones, en el segundo no sobraba nadie. Es como si te sirven un pescado y le quitas la cabeza, la espina, la piel y te queda sólo el lomo. Pues a ese lomo, todo él perfectamente comestible y delicioso, todavía hay que quitarle un buen tajo.
 Habida cuenta de que no las tenía todas conmigo para pasar el primer examen y que estuve "entretenido" prepararando otras convocatorias, dejé pasar dos meses de preparación hasta que se confirmó mi éxito. Aún quedaban casi dos meses más. ¿Serían suficientes?
 El primer ensayo que hice en la academia no pudo ser más descorazonador. Las más de dos horas que me llevó completar la prueba hicieron ver que habría que trabajar duro para tener alguna posibilidad.
 Así lo hice, dedicándome en cuerpo y alma a aporrear el teclado intentando ganar velocidad. No podía perdonar ni un día, así que mientras mis rivales se entretenían cantando villancicos o celebrando cotillones yo le empezaba a coger cariño al BUSCARV, las coordenadas relativas, las tabulaciones y las tablas de datos.
 El trabajo acabó dando fruto y de la torpeza inicial, pasé a una velocidad no supersónica, pero en teoría suficiente para poder afrontar el desafío en condiciones honrosas.
 El examen tenía lugar en Madrid, concretamente en la Universidad Autónoma. 
 Técnicamente hubiera sido posible ir y volver en el día, pero preferí ahorrarme el madrugón y reservar noche en una pensión. Para aprovechar más el viaje, reservé otra noche más para visitar la capital tras el examen. 
 Astuciosamente cambié la más cara (dentro de mi humildad) pensión del primer día por un albergue para el segundo. Era clave descansar bien la noche antes del examen, quimera más que improbable en caso de dormir rodeado de motosierras alberguistas.
 Como buen visitante de provincias que soy, la pensión que escogí estaba ubicada junto a la Puerta del Sol. Allí me encontré con un compañero de la academia que también había pasado el primer examen.
 En consonancia con mi espartana condición, el alojamiento  era muy modesto. Destacaba su decoración recargada y absolutamente pasada de moda. En estos casos se suele decir que necesita una reforma, pero yo, en cambio, valoré su solera y genuinidad. También me llamó la atención el dueño, un entrañable y provecto personaje, ávido de compartir con nosotros anécdotas y chascarrillos históricos.
Regreso al Pasado

 Salimos a cenar por los alredores en una velada en la que se conjugaban la ilusión y las expectativas puestas en un futuro mejor, con la tensión de los momentos previos a las citas importantes.
  Tocaba descansar. Mi silenciosa habitación individual parecía el lugar indicado. Pero la noche fue menos plácida de lo esperado.
 Debido a un problema con la calefacción, empecé a sentir un frío ante el que poco podía hacer la escuálida y decadente manta que cubría mi cama. Acudí a recepción pero no había nadie.
 Seguí inspeccionando y vi luz a través de una puerta entreabierta. Me asomé y vi, que entre una gran cantidad de cachivaches había un individuo viendo la televisión. Se trataba de un extranjero ya talludito, que vivía en la pensión. Me dijo que el dueño estaba durmiendo y me indicó la puerta. Llamé con cierta precaución (era ya de madrugada), y apareció soñoliento el encargado, que me facilitó un par de frazadas más competentes para sobrellevar el frío nocturno.
 Eso no quiere decir que durmiera bien. Me costó bastante conciliar el sueño, que además fue de escasa calidad.
 Tampoco sacaba muy buena cara mi compañero de fatigas esa mañana, pero con esos bueyes nos iba a tocar arar.
 La Universidad Autónoma está situada muy a las afueras de Madrid. Tanto que el tren de cercanías que nos condujo al campus atravesaba campos de cultivo y zonas rurales.
No se puede decir que los edificios universitarios fueran un prodigio estético. Arquitectura del desarrollismo totalmente desfasada, muy en la línea de lo que me había encontrado en la pensión.
 Mis objeciones artísticas pasaron a un segundo plano cuando entramos en el edificio del examen y empezamos a respirar la agobiante atmósfera que dominaba su interior.
 Como si cientos de aspirantes atacados de los nervios no crearan suficiente tensión, los estrechos pasillos del inmueble estaban atestados de padres, abuelos y hasta niños de corta edad. Eso parecía más una romería o una comunión que un examen.
 Es muy difícil abstraerse de ese ambiente, por más que yo sea una persona fría y calculadora, y haya hecho unos cuantos retiros espirituales. Y aunque no intentara pensar mucho en ello, sabía que me jugaba mucho en la siguiente media hora.
 Se nos distribuyó a los 2025 aspirantes en 6 turnos y en cada uno de ellos, se nos ubicaba en laboratorios pequeños, tocando a 25 personas por aula.
 En la media hora que se nos daba, se podía seguir el orden que se prefiriera, e incluso dejarse alguno de los 3 bloques en blanco. 
 Empecé por la transcripción de texto. En los meses previos había conseguido aprender mecanografía, pero no había desarrollado aún mucha velocidad. Las pruebas previas me mostraban que tecleaba más rápido a dos dedos y mirando el teclado. 
 Nada más sonar el pistoletazo de salida empecé a escuchar un frenético sonido de tecleado que contrastaba con la velocidad de niño pequeño al que me condenaban mis agarrotadas extremidades superiores. Procuré concentrarme en mi faena y sin llegar, ni mucho menos, a la velocidad que alcanzaba en los ensayos, pude completar el ejercicio y repasarlo. Había invertido más tiempo del previsto en esta parte, pero necesitaba los dos puntos que otorgaba como el agua.
 Pasé al ejercicio de Excel, y vi que la tónica continuaba. La cabeza me funcionaba, pero los dedos no respondían con la celeridad y la precisión que la ocasión requería. En ese momento me invadió una sensación de pánico. Para superar el examen necesitaba que 675 personas hiciesen un examen más flojo que el mío, y al ritmo que iba, lo daba por algo totalmente imposible. Por lo menos no me vine abajo y pude mantener la calma.
Viendo que me costaba un mundo escribir las funciones más complejas, decidí saltármelas y hacer sólamente las más simples. No sabía si puntuaban igual, pero no podía atascarme en el Excel, que sólo otorgaba 3 puntos.
 El plato fuerte era el maquetado de Word, con sus jugosos 5 puntos. No iba a poder degustar mucho del mismo. Seguía sin poder teclear a buen ritmo. Y cuando lo incrementaba, cometía errores. Parecía un coche sobre una carretera helada, que en cuanto acelera un poco, se sale de la pista. Así que seguí a una velocidad prudencial hasta que se acabó el tiempo.
 Habían sucedido muchas cosas en esa media hora, pero se me había pasado volando. Salí muy decepcionado del examen. En los ensayos que había hecho en casa, conseguía llegar al 7 de forma habitual. En este caso, calculaba que rondaría el 5, y gracias. 
 A la salida me junté con mi compañero, cuya cara era un poema aún más trágico que el que adornaba la mía. Su carácter nervioso le había penalizado sobremanera, a pesar de su habilidad previa con las herramientas ofimáticas. 
 Por muchos simulacros que se hayan hecho en casa o incluso en la academia con más gente, nada tiene que ver con la intensidad y la presión que reinan en ese momento. Es como si entrenas pachangas de baloncesto con tus colegas y te sacan a jugar como visitante en el ateniense Palacio de la Paz y la Amistad, ante 10000 hinchas enfervorizados. A no ser que te apellides Petrovic y te llames Drazen, lo normal es que se te encoja el brazo y baje tu rendimiento. Quedaba esperar si al resto, o por lo menos a una parte significativa de nuestros competidores, les había sucedido lo mismo.
 Mi macilento estado de ánimo mejoró esa tarde. Una visita al Museo del Prado con mi prima y una cena con ella y su novio sirvieron para cargar un poco las pilas después de la tensión sufrida esa mañana.
 Ya de vuelta a casa sólo quedaba esperar. Al igual que tras el primer examen, sabía que iba a estar rozando el poste. Quedaba saber si por dentro o por fuera de la portería.
 Y en eso llegó Fidel... 
 Estaba yo planeándome una escapadita que inspirara mis futuras entradas del blog cuando, nos tocó la china (en este caso el chino). El Coronavirus y la madre que lo parió no sólo causó una gran problema sanitario en todo el mundo, sino una crisis económica que aún no estamos en condiciones de evaluar en su totalidad.
 Si en condiciones normales, la diferencia entre aprobar la oposición o suspenderla era abismal, en las nuevas e inciertas circunstancias era casi cuestión de vida o muerte.
 Como efecto secundario, se retrasó la publicación de los resultados. Casi mejor. En el periodo de más férreo confinamiento hubiera sido más angustioso digerir un fracaso y más complicado celebrar como se merecía una victoria.
 Tras más de tres meses de agónica espera, una mañana recibí un mensaje de mi compañero, pero no lo leí. Intuyendo por donde iban los tiros y queriendo evitar un "spoiler" acudí a la página del INAP para descargarme el listado de aprobados, que tardó un mundo en aparecer ante mis ojos.
 Desgraciadamente, mi nombre no aparecía en la lista. Maldije mi linaje viendo con malsana envidia como 1350 apellidos pasaban a engrosar la lista de empleados públicos, mientras el mío se quedaba a las puertas. La nota del último de ellos, que marcaba el corte, había sido de 5,08 puntos. La mía, 4,92.
Dieciséis míseras centésimas que marcaban la diferencia entre la gloria y el llanto que, figuradamente porque no soy muy expresivo, me invadía en esos duros momentos.
 En nada me consoló (más bien al contrario) que mi compañero tampoco hubiera pasado. Habíamos hecho una preparación bastante exhaustiva, pero nos falló una mayor rapidez mecanográfica y saber lidiar mejor con la tensión del momento.
 Será complicado que a corto plazo aparezca una convocatoria tan jugosa en plazas como ésta. Y más con una economía en recesión, que sumada al gobierno tan rumboso que tenemos, va a dejar las arcas del Estado en los huesos.
 Así que esta vez me ha tocado hacer el papel de Laurent Fignon. Tras muchos días de lucha, pinché el día decisivo y fui superado por un suspiro.
  La derrota por la mínima me ha dejado tocado. Pero al igual que hizo el ciclista parisino, he dado todo lo que tenía. Y seguiré haciéndolo, aunque no tenga la certeza de que algún día llegaré a alcanzar la gloria.
 

viernes, 19 de junio de 2020

OPOSITANDO, QUE ES GERUNDIO

  Siempre había pensado que los opositores eran seres con capacidades extraordinarias que, tras unos cuantos años de no ver la luz del sol, conseguían sacarse (o no) una plaza de funcionario. No me creía ni con la constancia ni con la capacidad para tener éxito en tan áspero empeño.
 Hace un par de años me quedé en paro y por primera vez en mi vida pensé que opositar podría ser una solución a mi irregular periplo laboral.
 En ese momento comenzaba un curso preparatorio para una oposición de Auxiliar Administrativo del Salud y me apunté.  El primer contacto con las leyes es muy delicado. Puede marcar, para bien o para mal el futuro del opositor. En este caso, se sumó una excelente profesora a mi interés por la política, que hicieron que asistiera con gran interés a las clases donde se nos explicaba en profundidad la Constitución Española, base de toda oposición.
 Unos meses después encontré trabajo y abandoné el curso. Al fin y al cabo, tener éxito en mi empeño hubiera significado acabar trabajando en un hospital, lugar que no quiero ver ni en pintura. Pero no descarté opositar a otros cuerpos en el futuro.
 Aprovechando la inercia, me había apuntado a un examen para optar a la Administración General del Estado, en la categoría de Auxiliar Administrativo.
 Me había estado preparando los temas por mi cuenta, pero debido a que había empezado ya a trabajar, en el mes previo al examen no había estudiado nada. Aun así me presenté al examen en Zaragoza para tomarle el pulso a la experiencia.
 Dejando aparte el desánimo que acompaña al ver tanta gente para tan poca plaza, y teniendo en cuenta mi escasa preparación, no me salió un mal examen. Ayudado por mi talento natural en la parte psicotécnica tuve un resultado honroso. Evidentemente lejos de la nota de corte, pero me di cuenta de que si lo preparaba en serio, podría estar a mi alcance.
 Seguí trabajando en la empresa privada, pero intenté seguir estudiando a la vez. Más o menos lo fui llevando cuando mis tareas y responsabilidades laborales se vieron dramáticamente incrementadas debido a la baja de mi inmediato superior, al que cubrí sin dejar de hacer mi trabajo habitual.
  La estresante situación no tenía visos de solucionarse a corto plazo, mientras mi empresa no accedía a mis demandas de ayuda y/o incremento salarial. En ese momento se publicó la convocatoria del mismo examen del Estado al que había acudido el año anterior, pero con más del triple de plazas.
 Como yo me crezco ante las facilidades (aunque la palabra fácil y oposiciones nunca deberían ir asociadas) y en vista de que estaba quemándome más de la cuenta en mi trabajo, tomé una decisión drástica. Me di de baja en la empresa para volcarme en el estudio de la oposición. 
 Se esperaba que el examen tuviera lugar en unos 4 meses. Iba a ir muy justo para prepararlo bien, pero tenía que intentarlo. Seguir trabajando en esas condiciones me estaba dejando exhausto.
 Me di cuenta de ello cuando tras abandonar mi trabajo, me costó unos días coger algo de ritmo de estudio. No había sido consciente del cansancio que arrastraba, hasta que comprobé que apenas podía concentrarme 5 minutos antes de levantarme del asiento. Afortunadamente, unos días de asueto me permitieron empezar a carburar. Entre este descanso y el tiempo de aviso en la empresa habían pasado ya más 3 semanas, con lo que se complicaban mis posibilidades.
 Me volqué al 100% durante el verano, desoyendo los cantos de sirena de las playas y festejos estivales. Poco a poco conseguí adquirir un hábito de estudio y me di cuenta de que, a pesar de que mis años de estudiante estaban ya lejos, mi cerebro seguía en pleno uso de sus facultades.
 No escatimé ni esfuerzos ni dinero buscando todos los medios que me ayudaran en mi empeño.
 En algunos momentos de flaqueza me surgían las dudas y me preguntaba si había hecho bien en dejar un trabajo y saltar al vacío. Pero no tenía mucho tiempo para despistarme de mi objetivo y seguí con paso firme.
 A pesar de ello, me di cuenta de que no iba a ser capaz de estudiarme todo el temario, así que procuré centrarme en los aspectos más preguntables, riesgo que forzosamente tenía que asumir
 El trabajo acabó dando fruto y me presenté al examen razonablemente bien preparado, con la confianza de que si hacía un examen correcto, tenía posibilidades de pasar.
Tensión pre-examen

 El haber estado el año anterior en el mismo lugar, hizo que disminuyera mi "miedo escénico". Eso sí, no es lo mismo ir a probar que acudir con posibilidades. En este caso, la tensión es mucho mayor. Si a eso le sumamos que el examen era un poco más retorcido, hizo que perdiese mi proverbial flema para empezar a contestar como un loco en algunas preguntas en las que dudaba. Hay que tener en cuenta que es un examen tipo test, y cada respuesta incorrecta penaliza.
 Ya más centrado, en la segunda parte del examen, adopté una táctica conservadora, dejando en blanco 10 de las 30 preguntas. Resumiendo, me salió un examen un poco más flojo de lo esperado, pero según mis cálculos, con posibilidades de pasar el corte. Para ello había que superar las dos partes que componían el examen. La nota de corte la marcaba el opositor número 2025, de los más de 50.000 que se habían inscrito (de ellos se presentaron unos 26.000).
 Pasaron dos meses de incertidumbre en el que, cual ciclista que corre critériums post-Tour de Francia, aproveché mi estado de forma para presentarme a dos oposiciones locales. Una de ellas no me fue mal, quedandome en una buena posición en la bolsa. 
 Pero no pude sobrevivir a la escabechina que el Excelentísimo Ayuntamiento de Huesca sometió a los más de 600 candidatos a Auxiliar Administrativo, de los que sólo 8 pudieron superar la nota de 5. Precisamente el día que me tocó sufrir esa tortura china en forma de examen, se publicaron las notas de mi convocatoria.
 Mis cálculos que decían que rozaría la nota de corte no pudieron ser más atinados, ya que en la primera parte se superaba con 41,67 puntos sobre 60, que era exactamente mi puntuación. Más sobrado fui en la segunda parte, que superé con cierta holgura a pesar de, o quizá gracias a haber seguido una estrategia más prudente.
 Mi alegría fue inmensa. Había conseguido superar el corte con un tiempo de preparación bastante limitado. Y sobre todo, supuso que valiese la pena el riesgo que había tomado dejando mi trabajo.
 Pero como decía Harvey Keitel en "Pulp Fiction", no nos podíamos chupar las pollas todavía. Aún quedaba otro examen por superar antes de cantar victoria.

sábado, 25 de abril de 2020

¿MUSLO O PECHUGA?

 Hace unos días se empezó a emitir en TVE una serie llamada "Diarios de la Cuarentena". Generó cierta polémica, ya que había gente a la que no le parecía muy apropiado hacer una comedia a cuenta de un hecho que ha producido un gran número de víctimas. 
 Yo esperé a ver el primer capítulo para poder evaluar hasta qué punto era una idea acertada.
 Pronto las consideraciones éticas pasaron a un segundo plano cuando consideré que fallaba lo principal. Una comedia ha de tener gracia, y yo no se la veía por ninguna parte. Por lo menos no hacía gala de mal gusto, pero creo que a una serie de humor se le debe pedir algo más que una serie de lugares comunes poco elaborados.
 En su descargo se podría decir que las circunstancias actuales no son las mejores para hacer una producción de ese tipo. O que la premura por emitirla antes de que deje de estar de actualidad tampoco juega en su favor.
 Lo malo es que las series y películas cómicas españolas actuales, excepto contadas excepciones, tampoco logran llamar mi atención. Me parece que se centran en aspectos técnicos y formales, pero les falta gancho.
 Esta reflexión, aparte de para rellenar un poco la entrada y que no quede tan magra, la hago después de que estos días haya buscado algo de comedia que me hiciera levantar el ánimo ante la tragedia que nos rodea.
 Al no encontrarla en las emisiones televisivas la busqué en una película del actor francés Louis de Funès. Esta vez tuve más fortuna, ya que "Muslo o pechuga", consiguió sacarme más de una sonrisa e incluso alguna ligera carcajada. Lo cual es meritorio para alguien tan hierático como yo. 
Para quien no conozca a Louis de Funès, baste decir que es uno de los actores más taquilleros de la historia del cine francés. Sus éxitos más destacados se rodaron en las décadas de los 60 y 70, siendo quizá el más conocido "El Gendarme de Saint Tropez", con sus posteriores secuelas.
 Lo que caracteriza a Louis de Funès es su histrionismo. Sus bruscos cambios de humor y su exagerada gesticulación han hecho de él un personaje con un potencial cómico extraordinario. Es de esos actores que, apenas aparecen en la pantalla, antes de hacer nada, hacen que me entre la risa.



  La película "Muslo o pechuga" empieza fuerte con la genial banda sonora de Vladimir Cosma. El tema principal es una mezcla tan extraña como pegadiza de orquesta de viento y coros setenteros. Y es que la película, rodada en 1976 se puede decir que es hija de su tiempo, mostrándonos una época no muy lejana desde el punto de vista cronológico, pero muy distinta de la actual.
 Louis de Funès es Mr. Duchemin, un crítico gastronómico, editor de la guía Duchemin (un claro guiño a la guía Michelín) que atemoriza a los restaurantes con sus visitas. Éstas marcarán con su valoración la reputación de su negocio.
 Como suele pasar en estos casos, Duchemin tiene el ego por las nubes y desprecia todo aquello que no sea alta cocina.
 Frente a él, Mr. Tricalet representa el empresario de restauración industrial que supedita el beneficio económico a la calidad de los platos.
 Las peripecias en las que estos dos personajes se enfrentan dan lugar a una comedia que, sin embargo, tiene toques de película de acción y de "road movie".
 No se puede decir ni que la fotografía sea excelsa ni que los efectos especiales deslumbren. Bueno, hay algunos sí, pero por puro cutre. A cambio, tiene un buen ritmo, algunas escenas memorables y un destacado doblaje. Casí me penó verla en versión original y privarme así de la inconfundible y carismática voz de Rafael de Penagos doblando al protagonista.
 Y por encima de todo, Louis de Funès. Un actor que sostiene por sí mismo la película y que le imprime un sello particular. Poco valorado por la crítica, pero capaz de arrastrar a un público que lo que quiere es reírse y no que le cuenten milongas. Que es lo que hacían, muy bien, dos pedazo de actores no siempre reconocidos como Alfredo Landa y José Luis López Vázquez.
  Ya dicen bien que en el cine es más fácil hacer llorar que hacer reír. Lo primero se puede conseguir a poco que se toque un tema sensible y se acompañe de música apropiada. Lo segundo,  se consigue por un don que se tiene o no se tiene. Y Louis de Funès lo tenía. 
 Así que, gracias a él, "Muslo o pechuga" me hizo remontar el vuelo.

sábado, 11 de abril de 2020

HASTA QUE LLEGÓ SU HORA

 A falta de aventuras propias, estos días las estoy viviendo por medio de las películas. 
 A través de los años, siguiendo la estela de Diógenes en versión cinéfila, he acumulado una videoteca (o mejor dicho deuvedeteca) bastante amplia a la que no acababa de dar salida. A falta de otra cosa más productiva a hacer en estos días de confinamiento, estoy encontrándome con auténticas joyas que quisiera compartir con los lectores.
 Nunca me han llamado mucho la atención las películas del Oeste. Es un periodo importante en la historia de los Estados Unidos, y siendo este país la meca del cine, es un género que tiene mucho peso. Pero creo que hay otras épocas y otros lugares que darían mucho más juego.
  La excepción dentro de este tipo de películas son las dirigidas por Sergio Leone, e interpretadas por Clint Eastwood. La trilogía compuesta por "Por un puñado de dólares","La muerte tenía un precio" y "El bueno, el feo y el malo" son, para mí, obras maestras. No tanto por la historia que cuentan, sino por su perfecta dirección, la música de Morricone y la presencia de Clint Eastwood, como arquetipo del rudo e implacable pistolero.
 Fuera de la llamada "Trilogía del Dólar", quedaba otra película también musicada por Morricone y dirigida por Leone, pero sin la presencia de Clint Eastwood. Pensando que el interés de estos filmes descansaba sobre el actor estadounidense, nunca le había prestado mucha atención a "Hasta que llegó su hora". Aun así me la compré hace un tiempo y la dejé en la lista de tareas pendientes. No es fácil encontrar un hueco para una película que dura más de dos horas y media.
 Hace unos días, ya un poco saturado de curvas, mascarillas y buenrollismo balconero, me encerré en mi habitación, me puse cómodo y le di la oportunidad que el DVD llevaba tanto tiempo esperando. Fueron los 160 minutos mejor aprovechados en mucho tiempo.

 Ya desde el comienzo se vislumbran las lineas maestras que marcarán la película. Las persecuciones y galopadas frenéticas habituales del género, son sustituidas por primeros planos que se estiran al infinito y escenas en las que parece que se detiene el tiempo. Sin embargo, es tal la maestría del director que en ningún momento la película se hace pesada. No sobra ni falta nada.
 Para mantener ese complicado equilibrio es importante acompañarlo de una buena banda sonora. Nadie mejor que el inigualable Ennio Morricone para complementar perfectamente lo escueto de los diálogos gracias a sus melodías antológicas. Su música nos dice rotundamente lo que las bocas de los personaje callan.
 Y es que si algo caracteriza a uno de los protagonistas es su parquedad. Charles Bronson hace que no eche de menos a Clint Eastwood. No tiene el carisma de este último, pero no le hace falta. En línea con la filosofía del filme, todos sus movimientos, palabras y gestos están medidos milimétricamente, hasta que ya al final, descubriremos su verdadera motivación.
 Más expresivo se muestra Henry Fonda, que con una sola mirada muestra una maldad sin ningún escrúpulo, que no se detendrá ante nada ni nadie para conseguir sus objetivos.
 Y para completar este póker de ases, se nos presenta a la inocente Claudia Cardinale y al forajido Jason Robards, que conforme avance la historia veremos que ni una es tan inocente, ni el otro tan forajido. 
 Ya dice el dicho. Vale más una imagen que mil palabras. A falta de estas últimas, buena es una fotografía soberbia , que consigue extraer una belleza crepuscular a unos paisajes tan monótonos como los del oeste norteamericano.
 Todos estos elementos se ponen al servicio de una historia de venganza, ambición y honor. 
 Se acerca el final de una época y el nacimiento de otra. El Salvaje Oeste atraviesa sus últimos días mientras el progreso técnico se abre paso irremediablemente. Los pistoleros viven su canto del cisne, pero no se irán sin dejar huella. Como así hizo Leone con éste, el último "western" que dirigió.
 En definitiva, una obra de arte en todos los sentidos. Y así se debe considerar a una película lenta, áspera y larga, que sin embargo mantiene la atención en todo momento y nunca quieres que termine.
 Todo lo contrario que la situación actual. Mientras esperamos que al maldito virus le llegue su hora, bien haríamos en emplear parte de nuestro tiempo viendo maravillas como ésta.

miércoles, 1 de abril de 2020

ELOGIO DE LA CREATIVIDAD

 Hace unos 4 años estaba viendo el Telediario cuando dieron la noticia del fallecimiento de José Luis Armenteros, un prolífico compositor musical. Junto a Pablo Herrero compuso grandes éxitos para Fórmula V, Juan Bau, Rocío Jurado o Nino Bravo. Precisamente eran unas imágenes del cantante valenciano interpretando el tema "Libre" (escrito por Armenteros y Herrero), las que servían de fondo a la noticia.
 ¿Por qué? Porque Nino Bravo es infinítamente más popular que Armenteros. 
 Sin quitar mérito a la gran voz y puesta en escena del solista, aventuro que no hubiera llegado muy lejos si no hubiera tenido a su disposición esas magníficas composiciones, cuya autoría apenas se reconoce.
  Durante estos días de incertidumbre y tensión, son numerosos los mensajes, videos y memes que nos llegan a cuenta del Coronavirus. Remedios, protocolos, chistes, canciones...  
 Dejando aparte que muchos de ellos son de dudoso gusto, otros sencillamente bulos malintencionados y que nos llegan repetidos por muchas vías distintas, el 99 % son reenvíos. La persona que nos lo manda no lo ha ideado, sino que se ha limitado a transmitirlo.

Meme de creación propia

 Pero este hecho no es de ahora. En las redes sociales se puede ver cómo la única aportación de muchos de sus miembros es ser cadena de tranmisión de lo que otros han creado.
 En los más de 11 años que llevo escribiendo este blog, mis entradas han sido 100 % genuinas. Evidentemente he encontrado inspiración en otras fuentes, pero siempre les he dado mi sello.  El copiar y pegar textos es un Rubicón que no pienso cruzar.
 Mis escritos gustarán más o gustarán menos. Que no haya ganado ningún Pulitzer ni saque un duro por mi trabajo, apuntan a lo segundo. Pero por lo menos son originales, y reflejan mi propia cosmovisión. Otros tienen más éxito en su empeño, pero muchas veces a costa de sacrificar su independencia y credibilidad. Cuando no se basan en aprovecharse del trabajo de otros.
 Lo mismo se aplica a las fotografías que acompañan a mis textos. Salvo razones de fuerza mayor, son propias. Alguna vez se me ha criticado su escasa calidad técnica. Podría buscar fotos en internet mucho más lucidas que las mías. Pero no reflejarían mi experiencia, sino la de otros.
 En una época en que la búsqueda del click fácil, la inmediatez y la popularidad son moneda corriente, no se valora lo suficiente la figura del creador. Yo siempre apreciaré más una obra poco inspirada de cosecha propia que otra brillante fruto de una copia.
 Si cada uno de nosotros es una persona única, ¿por qué no dejar nuestra impronta en nuestras obras? 
 ¿Son ustedes creadores o son distribuidores?

P.D: En esto no voy a ser original. ¡Mucho ánimo a todos! Especialmente a aquellos de ustedes más directamente afectados por el Coronavirus y sus consecuencias.

viernes, 27 de marzo de 2020

CHERNÓBIL:DEL TURISMO NOMINAL AL TURISMO NUCLEAR

 Madrugada del 26 de abril de 1986. La Central Nuclear Vladimir Ilich Lenin, situada al norte de Ucrania, cerca del límite con Bielorrusia, está haciendo una prueba rutinaria. Debido a una serie de fallos humanos y de diseño, la temperatura del núcleo del reactor 4 se dispara sin control, produciendo una gran explosión.
 Las consecuencias del accidente son de sobra conocidas. Aparte de los trabajadores y bomberos muertos inmediatamente, una nube radiactiva invisible sobrevoló el este de Europa. Esta radiación afectó especialmente a una zona con un radio de 30 kilómetros alrededor de la central. La llamada Zona de Exclusión.
 A nadie con dos dedos de frente se le ocurriría meterse allí. Yo debo tener uno y medio, porque apenas vi un folleto al respecto en mi albergue de Kiev, la idea me empezó a rondar por la cabeza y acabé por contratar la excursión.
 La verdad es que no era barata, ni mucho menos, pero Ucrania pilla bastante a desmano de Huesca, y no era algo que se pudiera dejar para otra ocasión.
 Previo madrugón mediante, me presenté en la Estación Central de Kiev donde nos esperaba una furgoneta. Partimos rumbo norte, y apenas habíamos dejado atrás los arrabales de la ciudad, nos detuvimos en un área de servicio para desayunar. Mientras estaba curioseando el auto-servicio, un individuo de la expedición se dirigió a mí. En un acto reflejo, le respondí que no hablaba ucraniano. Pero insistió y me di cuenta de que me estaba hablando en español. Se trataba de Fernando, un argentino muy simpático que había deducido mi condición de hispanohablante al leer la leyenda de mi camiseta.
 Para amenizar el trayecto, en la furgoneta se nos proyectó un reportaje sobre el accidente de la central. A mí me recordó a la película "Aterriza como puedas". En una escena, les ponen a los sufridos pasajeros una película de desastres aéreos.
 El documental no elevó precisamente la moral de la expedición, pero no se puede negar que nos pusiera en situación.
 Por aquello de seguir con el canguelo, al rato nos tuvimos que detener para pasar un control militar. Nos internábamos en un área restringida a la que no se podía acceder libremente. Tampoco es que apetezca mucho hacerlo alegremente.
 A primera vista, el paisaje que nos encontramos no parecía muy distinto a cualquier otro. Hasta que la furgoneta se detuvo junto a un bosque. Nos internamos un poco en el mismo y nos encontramos con un conjunto de casas en estado calamitoso. Se trataba de un pueblo abandonado.
 En los primeros momentos, el gobierno soviético intentó ocultar el suceso y no tomó medidas en la zona. Pero en cuanto se dieron cuenta de la dimensión del problema, se ordenó la evacuación de forma inminente. 
 Los residentes tuvieron que salir con lo puesto, y no pudieron volver a recuperar sus enseres. Así, dentro de las casas se podían ver juguetes, libros, periódicos y otros objetos. Si no fuera por el evidente deterioro sufrido, se podría decir que en estos lugares se había parado el tiempo. 
Creo que este año no pasa la ITV
 Al reservar la excursión se podía alquilar un detector de radiación. Yo preferí no hacerlo. Ojos que no ven, bolsillo que no lo siente. Pero era curioso ver cómo la radiación se acumulaba en algunos sitios más que en otros. Especialmente en el suelo. De todas formas, se nos aclaró que la visita no suponía ningún riesgo para la salud. Al ver la buena cara que lucía nuestra guía, que recorre la zona todos los días, me quedé más tranquilo.
 Proseguimos nuestra ruta y tuvimos que pasar otro control militar. Estábamos entrando en la zona cero.
 Al poco rato, nos desviamos de la ruta para tomar una carretera secundaria. Nos esperaba algo totalmente inesperado y sorprendente. Se trataba del Duga-3 o "Pájaro Carpintero Ruso", un gigantesco radar usado como detector de misiles intercontinentales en los tiempos de la Guerra Fría. Su sobrenombre se explica porque esta monumental estructura generaba una señal de radio en onda corta, que recordaba al monótono canto de la popular ave al picotear un árbol.
¡¡Detectado peligro nuclear venido de Occidente!!
 Se nos explicó que tanto la existencia como la ubicación de este radar era un secreto de estado en tiempos de la U.R.S.S.
 Hoy en día sobrecoge. No solo por sus colosales dimensiones, sino por la historia que tiene detrás.
 Y tras estos contundentes preliminares, llegamos por fin a las inmediaciones de la central nuclear. Por sorprendente que parezca, después de la catástrofe los reactores que quedaron "sanos" siguieron en funcionamiento, ya que entonces no había otro modo de cubrir la demanda energética de la región.
 Hoy en día, la central está inactiva, aunque se realizan labores de mantenimiento. El reactor ha sido cubierto por un inmenso sarcófago que evita que pueda emitir radiación a la atmósfera. Así que podíamos estar tranquilos mientras nos hacíamos "selfies" a escasa distancia del mismo.
Reactor 4 contundentemente sellado
 Por si no nos hubiéramos arriesgado lo suficiente acercándonos peligrosamente a la central, nos llevaron a comer a su cantina. Se nos avisó de que nuestro menú era similar al que en su día disponían los empleados.
 Si observamos los fríos datos, sólo 31 trabajadores de la central murieron directamente en el accidente, a pesar de lo espectacular del mismo. Si se me permite la licencia, no exenta de malicia, una persona acostumbrada a una dieta basada en lo que nos dieron para comer ese día, podría sobrevivir a casi cualquier cosa.
Alta cocina soviética

 En este caso, y más teniendo en cuenta que tengo un estómago a prueba de bombas, no valoré el menú por su discutible calidad gastronómica. Fue una experiencia muy interesante poder comer en ese lugar tan humilde y proletario menú. Y el placer culinario fue sustituido por las risas que me eché con mi compañero argentino y un fichaje de relumbrón que se nos unió en el ágape. Nada menos que Monique, una cantante profesional estadounidense todo simpatía. Su bonhomía y carisma no solo amenizaron nuestra excursión, sino que disolvieron de un plumazo las reservas que me habían surgido durante esos días respecto a las personas melanodermas, a cuenta de mi lamentable experiencia con la camerunesa Julie.
Tras estos momentos de distensión, tocaba ponerse serios, ya que nos dirigimos a Prípiat. Esta ciudad se construyó ex-profeso para acoger a los empleados de la central y sus familias. Debido a que estaba sólo a 3 kilómetros del reactor, la carga radioactiva que recibió fue inmensa, y debió ser desalojada. Hoy en día es una ciudad fantasma, totalmente inhabitable para el ser humano.
 Resulta sobrecogedor pasear por sus avenidas y ver cómo la vegetación ha empezado a poblar la calzada y las aceras. Los edificios, en su mayoría colmenones estilo socialista, están bastante deteriorados debido a la falta de mantenimiento. Algunos, incluso se han derrumbado parcialmente.

Desolador

 Quizá lo que más impresiona es una zona de atracciones en estado tan decrépito como el resto de la ciudad. Esa noria y esos autos de choque oxidados son el siniestro símbolo de cómo ha acabado lo que fue una ciudad pujante en su día, llena de vida y con una edad media muy joven. Debido a su alto índice de natalidad y su diseño vanguardista fue llamada "La Ciudad del Futuro". Desgraciadamente se convirtió en una ciudad sin futuro y con un amargo pasado.
 Ya de vuelta, nos encontramos con la otra cara de la moneda. Pudimos ver algunos animales salvajes, que desde que se confinó la zona para los humanos, han proliferado sin su competidor natural.
 Antes de abandonar la zona de exclusión, nuestra furgoneta se detuvo en la localidad de Chernóbil, capital de la región a la que da nombre, y por la que se conoce a la central nuclear. Al igual que el resto del área, tuvo que ser desalojada tras la catástrofe. Sin embargo, hoy en día viven en ella trabajadores relacionados con la central. E incluso permite alojarse a turistas que reserven tours de varios días por la zona.
 A las afueras de la ciudad, pudimos visitar un memorial dedicado a los "liquidadores". Con ese nombre se conoce a las personas (unas 600.000) que se dedicaron a limpiar la central y la zona de exclusión para minimizar su carga radioactiva. A riesgo de su vida y de su salud, ya que algunos de ellos murieron rápidamente y otros muchos sufrieron en sus cuerpos las altas radiaciones en forma de graves enfermedades.
Loor a los héroes
 Tanto la labor de estos valientes como la historia del accidente están magistralmente reflejados en la serie televisiva "Chernobyl", que recomiendo encarecidamente. Afortunadamente, su emisión fue posterior a mi visita. Parece ser que la publicidad que dio la serie al evento multiplicó el interés por visitar la zona. Y francamente, puestos a visitar un lugar desolado, que sea con poca gente.

 Y con este sentido homenaje concluyó nuestra excursión. No se puede decir que fuese divertida, pero sí intensa y tremendamente interesante.
 Al llegar a Kiev, hice mi última visita a mi querido restaurante Puzata Hata, acompañado de Fernando, mi compañero de excursión argentino. Gran tipo al que espero poder visitar algún día en Tailandia, que es donde reside.
 Esa misma noche debía tomar el vuelo de vuelta. A pesar de mis esfuerzos, me fue imposible encontrar transporte público para ir al aeropuerto. Miedo me daba tomar un taxi, y más tras mi amarga experiencia en Járkov. Pero gracias al poder de Uber (que utilicé por primera vez en mi vida) conseguí hacer el trayecto sin sustos para mi corazón y mi bolsillo.
 El vuelo de vuelta fue mucho más plácido que el de ida. No en vano, mis temores y decepciones iniciales acabaron convirtiéndose en gratas experiencias, que me han dejado un buen recuerdo de mi paso por Ucrania.