jueves, 23 de noviembre de 2023

RETIRO DE TANTRA YOGA: CALIDEZ COLOMBIANA Y SIMPATÍA CATALANA

  El gran día que daba sentido a mi viaje había llegado. El retiro de Tantra Kriya Yoga comenzaba esa misma tarde. Se preveía una jornada de emociones fuertes, por lo que iba a precisar de mucha energía. Nada mejor para ello que meterme entre pecho y espalda un auténtico "desayuno paisa" que, por menos de dos euros al cambio, me ofreció un contundente plato compuesto por arroz, fríjoles, huevos pericos, una arepa con queso, un croissant y un chocolate. Ya podía enfrentarme con todo lo que viniera.

Desayuno paisa: no apto para dietas hipocalóricas

 El retiro iba a tener lugar en una reserva natural situada a algo más de 100 kilómetros de Medellín. Llegar en transporte público hubiera supuesto una odisea. Por suerte, pude acoplarme a una expedición formada por dos participantes del curso que también partían de la capital antioqueña y contaban con vehículo propio. El trayecto de unas dos horas con dos damas con tanta sabiduría como elegancia y simpatía fue un auténtico placer. Y no fue sino un aperitivo de lo que me esperaba en mi destino, que era la Reserva Natural Zafra, un lugar privilegiado para desconectar del mundanal ruido, del que en Colombia van más que sobrados. 

 Solo estábamos 5 alumnos más la profesora, un número perfecto para desarrollar la actividad y confraternizar entre nosotros. Esto último se me facilitó con una de las alumnas con las que tuve la fortuna de compartir una enorme cabaña de dos plantas en la que el espacio vital per cápita superaba con mucho la media de mis alojamientos más habituales. 


La casa por la ventana

 Antes de entrar en materia tuvimos unas horas libres en las que nos dedicamos a explorar la redolada. Aparte de un río muy apetecible para el baño, también había otra zona de retiros bastante competente. Por lo que me contaron, hace unos años, esta zona estaba infestada de guerrilleros, lo que contrasta con la paz que, hoy en día se respira en la zona. 

 Como aún sobraba tiempo, y no me gusta estar ocioso en mis viajes, decidí visitar la cercana localidad de San Rafael de Antioquia, situada a unos 6 kilómetros del retiro a través de una pista sin asfaltar. 

 A pesar de su pequeño tamaño, San Rafael distaba de ser un remanso de paz. Por todas partes se escuchaba música a todo volumen, y el tráfico, a pesar de no ser intenso, sí era ruidoso. No es de extrañar que, viniendo de un entorno tan apacible, no perdiera mucho tiempo en la exploración del lugar. Además, se trataba de una localidad de urbanismo relativamente reciente, por lo que no me llamó la atención desde el punto de vista arquitectónico.

Parroquia San Rafael Arcángel

 A la vuelta me sorprendió el ocaso, por lo que tuve que recorrer el camino con más cuidado. Cada cierto tiempo me tenía que apartar para dejar pasar algún vehículo. Dejando aparte estos momentos, el paseo por un lugar tan apartado fue de lo más agradable. La sensación de estar en un lugar perdido en medio de la nada era total. 

 Los siguientes días transcurrieron en una bendita rutina en la que hacíamos sesiones de Tantra Yoga y comíamos deliciosos manjares vegetarianos en un entorno inmejorable, muy alejado del bullicio (externo e interno) en el que nos encontramos la mayor parte del tiempo. Sin entrar en muchos detalles, las prácticas del Tantra Kriya Yoga consiguen desbloquear canales energéticos y movilizar esa energía. Si eso es algo que nunca viene mal, en mi caso, en mitad de unos mis viajes, siempre extenuantes, fue maná caído del cielo.  

 Aparte de un grupillo con los que compartí el tour por Medellín, apenas había encontrado compatriotas en mi viaje por Colombia. Para mi sorpresa, una mañana que fuimos al bañarnos al río, nos encontramos con una joven de Manresa haciendo sus abluciones. Nos comentó que trabajaba de profesora en uno de los barrios más humildes de Medellín y que estaba conociendo el país aprovechando unos días de vacaciones. Me dio una cura de humildad al contarme los precios a los que había conseguido reservar alojamientos en su recorrido. Además de por su habilidad niunclavelística, se ganó a nuestro grupo por su bonhomía. Tanto que la invitamos a compartir una de nuestras sesiones de yoga, a la que se sumó con agrado.

 Una práctica tan profunda como ésta y en un grupo tan pequeño, hizo que se estableciera una relación muy bonita entre los participantes. Me sirvió también para conocer con detalle el carácter colombiano. Y una de las características que lo definen, además de su dulzura, es su hospitalidad. Prueba de ello es, una vez que comenté que pensaba seguir mi viaje visitando el Eje Cafetero, una persona se ofreció a llevarme en su coche y otra a pernoctar en su casa. Menos mal que no había hecho caso a los agonías que mostraban cara de susto cuando les decía que iba a ir de viaje a Colombia...

miércoles, 8 de noviembre de 2023

BAJOS FONDOS PERO ESPÍRITUS ELEVADOS EN MEDELLÍN

  La ciudad de Medellín se asienta sobre un valle. Los barrios periféricos se desparraman sobre las laderas del mismo y, en líneas generales, cuanto más altos y más alejados del centro están, más humildes son. Una muestra de este urbanismo tan áspero es la Comuna 13, antaño una de las zonas más peligrosas de Medellín. Y eso es mucho decir en la ciudad más violenta de uno de los países más inseguros del mundo en su época. En definitiva, un lugar que un turista debería evitar a toda costa. Pero en muchas ocasiones, yo no soy el turista al uso. Y si en su día visité un lugar como la zona de exclusión de Chernóbil, no iba a desaprovechar la ocasión de poner pie en un entorno con unas circunstancias tan extremas. Pero aunque sea alternativo, no soy un inconsciente. Hoy en día la Comuna 13 ya no es lo que era. Cuentan que ni la policía osaba acercarse a sus calles. Pero una acertada política de renovación ha pacificado la zona y ahora se ha convertido en un lugar muy visitado. De ello dio fe la cantidad de guías turísticos que me asaltaron apenas salí de la boca de metro. Fiel a mis estándares europeos, entre los que aparece una cierta planificación, yo ya tenía reservada la visita.

¡Vamos allá! Pero sin "dar papaya"

 A pesar de los esfuerzos del guía por tranquilizarnos, mi inquietud iba en aumento mientras trepábamos por la ladera y nos internábamos por las angostas callejuelas. Como en todo viaje mínimamente organizado que se precie, nuestra ruta coincidía con ciertos eventos destinados a aportar más ingresos, entre los que hubo espectáculos callejeros, tiendas de recuerdos o galerías de arte. Mi desacuerdo con esta política encontraba consuelo en el hecho de pensar que, en otras circunstancias, los malotes de aspecto rufianesco que nos cantaban un rap o nos dedicaban un baile de break-dance, no se hubieran conformado con los 4000 pesos de propina con los que les obsequié y tan gustosamente recibieron. 

¡Sisas parce! (jerga local)

 Dejando aparte estos temas, el paseo amenizado por las explicaciones del guía, natural del barrio, me sirvieron para ponerme en situación. La vida en este lugar hace unos años era miserable. La autoconstrucción y la improvisación dotaban a la zona de un urbanismo anárquico y carente de servicios. Si a eso se le sumaba su aislamiento, el resultado es que florecieron los negocios  ilegales, especialmente los relacionados con el narcotráfico. Los intentos represivos (contundentes redadas del ejército incluidas) no consiguieron revertir la situación. Mas al contrario, hicieron que el barrio se encerrara en sí mismo y viese con malos ojos a cualquier forastero. Las cosas empezaron a cambiar cuando la política de mano dura cambió por otra más inteligente. Para salvar las empinadas cuestas, se instalaron unas escaleras mecánicas. Se fomentó la creación artística local en forma de murales que dieron otro aire más amable a la zona. Los vecinos empezaron a cuidar más su entorno. Gracias a ello y a la pacificación del lugar, empezó a llegar el turismo, que es actualmente la mayor fuente de ingresos de la comuna.

Urbanismo agreste

 Para esa tarde quería hacerme otro tour por el centro de la ciudad. Tenía tiempo y, después de haber sobrevivido a la Comuna 13, ya no le temía a nada. Por ello decidí hacer los más de 6 kilómetros que me separaban del centro a pie.  Para no complicarme mucho la vida tomé una gran avenida (San Juan) y la seguí sin más. No se puede decir que fuese un paseo muy agradable. La avenida, contaba con un tráfico muy denso y carecía de elementos de interés para un turista, aunque sea tan alternativo como yo. El escaso nivel estético que presentaba la travesía, se desplomó cuando atravesé una zona industrial repleta de talleres. Se me estaba haciendo largo el tema. Por suerte, el paso por debajo de un viaducto me metió de nuevo en la "civilización" y pude llegar, por fin, al lugar de encuentro.

 Mi presunta nostalgia por estar alejado de mi patria, se atenuó grandemente al comprobar que la mayoría de los miembros del tour eran españoles. No fue lo habitual durante mi periplo colombiano, en el que no me encontré con muchos compatriotas. Medellín es una ciudad vibrante, con gran actividad comercial y cultural. Pero no se puede decir que, arquitectónicamente sea muy reseñable. Por ello, lo más interesante del tour fueron las explicaciones del guía. Nos contó cómo era la vida en los años 90 en la ciudad, en la que era un peligro real pasear por sus calles tras el ocaso y cómo había mejorado espectacularmente la seguridad gracias a unas acertadas políticas municipales.  Se lamentaba que muchos visitantes tengan como referencia a Pablo Escobar, aunque por fortuna, personajes como el escultor Pablo Botero han ayudado a aportar otros referentes más luminosos. La gran cantidad de gente que paseaba por las arterias comerciales de la ciudad a esas horas de la tarde, eran la viva señal de que los años de plomo de Medellín habían pasado a la historia. Y me alegré sinceramente que una gentes tan vitales y hospitalarias (de lo mejor de Colombia) pudieran mirar al presente y al futuro con esperanza.

Explorando Medellín

 Además de eso, me encontré con un viejo amigo: el guarapo o jugo de caña, que nos vendieron en un puesto ambulante. Nunca podré recomendar bastante la cata de esta bebida que, por desgracia, es harto difícil (si no imposible) encontrar en España.

 El día había sido bastante completo. Pero a la hora de conocer un país, no hay nada como intimar con sus habitantes, y más si, como es el caso, no andan precisamente escasos de encanto y belleza. Gracias a mi trabajo en el mundo virtual, había apalabrado una cita para esa misma noche. Para ello me desplacé en metro a la zona de Bello, en las afueras. La estampa urbana compuesta por miles de luces que cubrían las laderas del valle en el que descansa la ciudad, era un espectáculo que aún no he podido olvidar. 

 Dicen que la ignorancia es atrevida. Nada más encontrarme con mi cita, me dijo que pensaba que no iba a acudir. Me explicó que la zona de Bello no es de las mejores de Medellín, y que eso echaba para atrás a la mayoría de pretendientes mejor informados que yo. Pero la cosa se complicó cuando empezamos a andar y nos internamos por unas barriadas que no tenían mucho que envidiar a la Comuna 13 que había visitado esa misma mañana. Así que, en cuanto quise darme cuenta, acabé en una humildísima casa de una chica que acababa de conocer, en un barrio a las afueras de Medellín. Pero si algo me caracteriza, es mi sangre fría dentro y fuera de las canchas. Por ello, en esos momentos, en los que lo fácil hubiera sido aceptar la cortés invitación de dormir en su casa, decidí que era más prudente volverme a la mía, en previsión de males mayores. Y es que, dejando cuestiones de seguridad personal aparte, tampoco me gusta precipitar los acontecimientos en temas de pototeo, y esto iba demasiado acelerado para mi gusto. Le expliqué la situación a mi cita, añadiendo que, al día siguiente a primera hora, debía abandonar la ciudad. Pese a una cierta decepción, se lo tomó con deportividad. Y menos mal, porque si no me llega a acompañar a la boca del metro, además de haberme perdido, es probable que hubiera tenido algún encuentro indeseado, habida cuenta de lo humilde del lugar y lo tardío de la hora.

 Mi estancia en Medellín me había causado un gran impacto. A falta de grandes hitos arquitectónicos e históricos, la ciudad ofrece una gran cantidad de contrastes y una energía especial. Y por encima de todo, una genuina representación del pueblo paisa que, en su inmensa bonhomía y hospitalidad, no duda en abrirte las puertas de sus hogares y hacerte sentir como en casa.

viernes, 3 de noviembre de 2023

MEDELLÍN: LO MÁS PELIGROSO FUE LA CARNE DE RES

 Para alcanzar mi siguiente destino (Medellín), tenía dos opciones. Tomar un autobús en una estación a las afueras de Cartagena que iba a emplear unas 14 horas, o coger un vuelo que se ventilaba el asunto en poco más de una hora. Por un lado me apetecía ver paisajes y pasar por pueblos y ciudades para conocer más el país. Pero ello implicaba un madrugón muy importante para tomar el transporte, dejando aparte la paliza del propio viaje. Aunque el vuelo salía más caro, la diferencia no fue tanta para que mi niunclavelismo decidiera. Además, el aeropuerto no estaba lejos de mi alojamiento, así que tras una carrera taxi de apenas 15 minutos, puse el pie en el aeropuerto. Estuve más tiempo esperando en la terminal que volando. 

 El aeropuerto José María Córdova se sitúa a unos 30 km del centro de Medellín. Por seguridad y comodidad, me habían recomendado tomar un taxi al llegar. Buen chico yo para semejantes derroches. Así que tomé un más incómodo pero mucho más barato autobús que me dejó en un lugar relativamente cercano a mi alojamiento. En este caso, la precaución, a la que acompañaba la poco tranquilizadora fama que arrastra la ciudad, vencieron al espíritu aventurero. Por ello ahora sí me rendí y tomé un taxi que, por un módico precio, me llevó hasta mi destino. 

 Se trataba de un albergue de mayor calidad al que estoy acostumbrado, con habitaciones individuales y una decoración bastante aparente. Además estaba situado en El Poblado, una de las zonas más prósperas de la ciudad. A pesar de ello, el precio de la habitación era realmente competitivo, en línea con lo que me pude encontrar en la mayor parte de lugares que formaron parte de mi viaje.

 Como expliqué al principio de mis crónicas colombianas, la "excusa" para visitar ese bello país era realizar un retiro de yoga tántrico. Esta variante la conocí a través de un podcast. Precisamente uno de los autores pasaba consulta en su casa de Medellín como asesor espiritual y sentimental. No podía perder la oportunidad que se me presentaba, así que agencié una sesión con él.

 Su consulta estaba situada en la zona de Laureles, un tanto alejada de donde me alojaba. Pero no tanto como para no hacerlo andando, con lo cual, aparte de ahorrarme unos pesos y hacer algo de ejercicio, me permitía conocer la ciudad. Con cierta precaución (la palabra Medellín aún acojona) pero con el ánimo elevado, empecé a patear por las bulliciosas calles de la capital de Antioquia.

En Medellín también se venera al cineasta turolense

 A medio camino me encontré con una estación de autobuses, que contaba con gran cantidad de establecimientos de comida. Era la primera oportunidad para degustar la gastronomía local, y no se puede decir que fuera muy exitosa. El plato de res era abundante y variado, además de económico. Pero la carne de bóvido no parecía de la mejor calidad y presentaba una textura correosa. No es de extrañar que, habida cuenta del esfuerzo energético que hizo mi organismo para digerir el ágape, otros sentidos redujeran sus prestaciones. Es lo que sucedió con mi orientación. Empecé a dar vueltas por la redolada sin acertar con la ruta a seguir, hasta que me di cuenta de que el tiempo se me iba y no iba a llegar a la cita. Me tuve que rendir y contratar un taxi que, con menor emoción pero mayor seguridad, me dejó en la zona de Laureles. Es esta una zona acomodada, al igual que el Poblado. Ya tendría tiempo de conocer otros barrios más ásperos al día siguiente.

 Esteban me recibió en su casa, que sentí como mía en todo momento, tal fue su trato cercano y hospitalario. Además, teniendo en cuenta mi desplazamiento y que solo íbamos a tener una sesión presencial, el terapeuta puso todo de su parte para maximizar el efecto de la consulta. Por si eso fuera poco, cuando acabamos me acompañó a la boca de metro más cercano y me ayudó a comprar el bono de transporte.

 Antes de regresar a mi albergue hice una visita a un hipermercado cercano. Aparte de curiosear por los numerosos productos nuevos ante mis ojos, compré algo de comida para hacerme la cena. En un país donde la restauración es tan barata, no es gran ahorro prepararse la comida. Pero, astuciosamente,  confiaba en alternar en el hostel mientras me preparaba la cena. Además pude comprar algunas piezas de fruta tropical, que tanto echo de menos cuando estoy en España.

Una habitación para mí solo. Todo un lujo

 Mi jugada dio sus frutos, ya que cuando llegué a la cocina del albergue había un joven súbdito francés preparándose la cena. Tras una animada conversación, nos retiramos a nuestros aposentos. Casi no me creía que iba a tener una habitación (pequeña, eso sí) para mí solo. Como nunca la felicidad es completa, el aislamiento acústico brillaba por su ausencia, por lo que se escuchaban nítidos los ruidos del pasillo y de la terraza. Pero nada comparable a las motosierras que me he encontrado en mis viajes. Así que pude descansar en condiciones. Al día siguiente iba a necesitar energía para enfrentarme a todo lo que una gran urbe como Medellín puede ofrecer. 

jueves, 10 de agosto de 2023

CARTAGENA DE INDIAS: QUIEN MUCHO ABARCA, ABARCUDO

 Aprovechando que el intenso sol tropical no había desplegado todo su potencial acudí a primera hora al Castillo de San Felipe de Barajas. Gracias a su imponente estructura, la ciudad resistió el asedio inglés en el episodio citado en mi anterior entrada. Antes de visitarla, rendí honores a la estatua de Blas de Lezo, situada junto a la fortaleza.Una vez en la misma, no paré de intentar imaginar a los bravos defensores luchando y derrotando a los ingleses hace casi 3 siglos. Y bien digo imaginar, porque un escenario como ese pedía a gritos una representación o como mínimo unos dioramas y paneles explicativos. Nada de ello había, por lo que los actuales encargados de la explotación de la fortaleza se limitan a sacar rédito de una maravilla de la arquitectura construida en el siglo XVII y la leyenda asociada a su defensa.  Afortunadamente, mi pasión por la historia, sumada a mi desbordante imaginación, hicieron que me sintiera por momentos inmerso en la batalla, intentando expulsar a los hijos de la Pérfida Albión de los dominios del Virreinato de Nueva Granada.

Blas de Lezo: Honor y gloria a los héroes
 Mi visita a la fortaleza no había saciado mi sed cultural, por lo que me dirigí al centro para unirme al "Free Tour", que nos iba a narrar la historia de la ciudad paseando por sus hermosas calles. Muchas cosas se nos relataron en esas más de dos horas de caminata. Entre otras, el triste hecho de que Cartagena fuera un puerto de entrada de esclavos a la región o los numerosos ataques que sufrió la ciudad a manos de piratas y otras potencias extranjeras. 
Al vendedor insistente, ni agua
 También me llamó la atención otro hecho más desenfadado y agradable. En la acera de una de las principales plazas del Centro Histórico, hay un mosaico que con en sugerente título de "Portal de las Reinas", muestra fotos de cartageneras que han destacado en concursos de belleza a través de la historia. Viendo la calidad y cantidad que ofrecía el elenco, el siguiente paso en mi visita debía ser, sin duda, conocer a alguna mujer local en persona. Para ello había hecho uso de una conocida aplicación que, en lugares como Huesca da escasos frutos, pero en el lugar donde me encontraba daba réditos más que interesantes. Tantos que para ese día tenía apalabradas dos citas, lo cual suena muy bien, pero no es tan sencillo de gestionar.
 La cartagenera más fea hace relojes
  La primera impresión que me causó mi primera cita no pudo ser mejor. Evidentemente, el físico no ha de ser un factor capital en este tipo de situaciones, y más si hablamos de una persona tan espiritual y reflexiva como yo. Pero reconozco que el hecho de que superara el 1,80 y tuviese un físico más que llamativo hicieron que mi interés por ella se acentuase. No parecía que yo produjera el mismo efecto en ella, ya que, pese a mostrarse cortés, no parecía que en su caso temblara de emoción ante mi presencia. Me enseñó algunos lugares interesantes de la ciudad y presenciamos una bonita puesta de sol sobre la bahía. A pesar de tan idílico escenario, no parecía que las llamas del amor fueran a prender. A su actitud algo distante se unía el que tuviese en mente a mi cita dos, intentando buscar la forma de cuadrar la velada. Por ello, cuando mi amiga manifestó al cabo de un rato que se encontraba cansada y que en breve debería irse a casa, no puse la resistencia que se supone que debía ofrecer. Apenas nos despedimos escribí a mi segunda cita, que accedió a acercarse al lugar donde me encontraba. Parecía que mi plan estaba marchando a la perfección. Esta sensación se confirmó cuando bajó del taxi. No tenía nada que envidiar a mi primera cita, y además parecía más simpática y cercana. Cometí un pequeño, pero craso error al ir a un bar donde nos cobraron el mojito a precios de zona turística europea. Mal empezamos. Además, pronto me di cuenta de que mi cita tenía unos cambios de humor un tanto desconcertantes, pasando del entusiasmo desbordante a la queja más absurda en cuestión de segundos. Al rato me di cuenta de que el final feliz de esta segunda cita era que cada uno se fuera a su casa y tan amigos, como así sucedió. Al llegar al albergue, me encontré con un mensaje sugerente de mi primera cita, en el que me comentó que, en lugar de dar paseos por la ciudad, hubiera preferido algo más relajado, como haber ido a un jacuzzi que conocía. A buenas horas. 
De paseo por Cartagena de Indias
 Mi experiencia con mis dos citas cartageneras me enseño la valiosa lección de que en esta vida hay que centrarse en un objetivo y no dispersarse. Si a este valiosísimo aprendizaje le sumamos que había visitado una de las ciudades más hermosas de América, se puede decir que mi estancia en Cartagena no había caído en saco roto. Tocaba abandonar el cálido Caribe colombiano en busca de otras latitudes más frías desde el punto de vista climatológico, pero no menos cálidas desde el humano.

jueves, 29 de junio de 2023

DE LA CIÉNAGA AL PARAÍSO

 Marzo de 1741. En un episodio más de la "Guerra de la Oreja de Jenkins" entre Gran Bretaña y España, la mayor flota jamás vista, al mando del almirante Vernon se interna en la bahía de Cartagena de Indias. Se trata de una ciudad situada a orillas del Caribe que era en ese momento una de las más importantes de la América Española. Confiado en su abrumadora superioridad, el oficial británico manda un correo a Inglaterra para informar de su victoria. Apenas 600 hombres defienden la plaza atrincherados en el imponente Castillo de San Felipe. Con lo que no contaban los ingleses fue con la bravura de estos defensores encabezados por el almirante Blas de Lezo que, gracias a su brillante estrategia consiguió provocar enormes pérdidas a los atacantes. Estos, tras un asedio de más de un mes tuvieron que abandonar la ciudad. De haber caído Cartagena, la situación de España en América se hubiera visto comprometida, y seguramente lo que me hubiera encontrado al visitar la ciudad (caso de haberlo hecho), hubiera sido muy distinto.

 Mientras pensaba en la hazaña de Blas de Lezo y sus soldados, mi autobús se alejaba de Santa Marta y se acercaba a la localidad de Ciénaga. Este hito vino a engrosar mi querida lista de turismo nominal. No quiero hacer analogías muy evidentes, pero mi paso en el vehículo por la ciudad no me permitió observar nada destacable desde el punto de vista turístico. Poco después la carretera se situó en un brazo de tierra dejando el mar a mano derecha y una gigantesca albufera a la izquierda. El paisaje, de gran potencial biológico, estaba un poco descuidado. Pasamos por algunas poblaciones de arquitectura muy discutible. Enseguida me di cuenta que ello no se debía a la falta de sentido estético de sus habitantes, sino a la escasez de recursos. La visión de un niño desnudo paseando solo junto a charcos llenos de suciedad no es de las que se olvidan fácilmente.

 Pronto vendría la ciudad de Barranquilla para distraer de nuevo mi atención. Nos metimos por dentro del casco urbano, por calles más bien anodinas, para acabar parando en una avenida. Allí debíamos recoger más viajeros. Pero el chófer se lo tomó con calma. Tanto que nos dio tiempo a estirar las piernas, comprar deliciosos jugos tropicales en un bar y hasta presenciar un incidente de tráfico entre un joven motorista y un conductor de coche con algo más de edad, pero no de madurez. Casi llegan a las manos, pero gracias a algunas personas que mediaron en la trifulca, no llegó la sangre al río. Como he comentado en alguna otra entrada, la conducción en Colombia es bastante temeraria, por lo que deduzco que estos incidentes deben de ser moneda corriente en el país.

 Afortunadamente a nuestra furgoneta no le pasó nada y pudimos arribar a la legendaria ciudad de Cartagena de Indias a una hora prudencial de la tarde. Si Santa Marta me había parecido movida, Cartagena se me antojaba frenética, habida cuenta del abundante y caótico tráfico que soporta. También tenía cierta precaución por mi seguridad personal. Me habían contado alguna historia de la ciudad que hizo que no bajase la guardia en mi trayecto al albergue. Pasé junto a las murallas de la zona histórica, que me llamaban a gritos. Pero preferí seguir mi camino y poder degustar posteriormente esa parte con calma, libre de mochilas.

 La zona donde tenía mi alojamiento estaba a una distancia razonable del centro y parecía bastante tranquila y segura. No me causó tan buena impresión el albergue, un tanto cutre hasta para mis humildes estándares. Para completar mi, no del todo positiva experiencia, mi cuarto daba a un patio que contaba con un mini bar, en el que no dejaba de sonar machaconamente música local. Evidentemente, una ciudad como Cartagena ofrecía atractivos mucho más poderosos que estar tumbado en una maltrecha litera escuchando rumbas y merengues a todo trapo, así que paré poco tiempo en el lugar.

 La ciudad amurallada de Cartagena cuenta con dos zonas. La primera (Getsemaní), antaño una zona un tanto depauperada, es ahora una zona de moda con gran actividad artística. Muy bonito el arte y todo eso, pero yo lo que quería era palpar la historia. Para ello se prestaba más el Centro. Nada más poner pie en él, me encontré con dos circunstancias desagradables. La primera era la gran cantidad de "acosaturistas" a los que había que sortear continuamente para poder continuar la ruta. El segundo, mucho más doloroso, era la gran cantidad de adolescentes vestidas con ropas ligeras ofreciendo sus servicios carnales. Una vez que conseguí abstraerme de esto, pude empezar a asombrarme ante la maravilla arquitectónica y cultural que supone el Centro Histórico de Cartagena. Calles empedradas, mansiones de vivos colores, iglesias imponentes, plazas singulares... Por momentos me trasladaba en el espacio, a alguna de las maravillas que tenemos en España, o en el tiempo, a los siglos XVII o XVIII. Todo ello bañado por el mítico mar Caribe, que encierra miles de historias de piratas, corsarios y batallas. 

Calles desbordantes de encanto, al que le sumé el mío

 Evidentemente, tamaño despliegue de belleza y buen gusto no estaba exento de unos precios al mismo nivel. Por ello, una vez acabada mi inspección de reconocimiento volví a la zona más humilde de la que procedía para cenar una arepa, una especie de torta hecha a base de maíz. Se trata de un clásico en Colombia, al que me iba a hacer muy aficionado. 

 En un mismo día me había encontrado con dos entornos arquitectónicos absolutamente dispares: el urbanismo improvisado y paupérrimo del entorno de Ciénaga de Santa Marta y el cuento de hadas hecho ciudad que es el Centro Histórico de Cartagena de Indias. Ambos son caras de una misma moneda: Colombia. Un lugar de contrastes con sus maravillas y sus miserias. Como cualquier lugar del mundo, pero en este caso a lo grande.

viernes, 2 de junio de 2023

MINCA

  Con solo dos días en la ajetreada Santa Marta, me había ganado el derecho a un descanso. Nada mejor para ello que Minca, una pequeña población no muy lejana en la distancia, pero con un ambiente muy distinto, en las estribaciones de la Sierra Nevada.

 Pero antes de la calma, hubo que pasar por la tempestad. La furgoneta que debía tomar partía del mercado de Santa Marta, un bullicioso conglomerado de puestos en los que se mezclaban todo tipo de productos, gente, imágenes y olores. Algunos de estos dos últimos no son a los que un habitante del aséptico occidente esté muy acostumbrado. Afortunadamente no tuve que esperar mucho tiempo en un entorno tan abrumador, ya que la furgoneta no tardó en llenarse y partir. En ella me encontré a una joven pareja de franceses no del todo bien avenida. El chico (Félix) me explicó que vivía en Lima y que llevaba un tiempo viajando por Sudamérica. A mitad de camino se unió a su periplo su amiga Astrid, con lo que su libertad de movimientos quedó limitada. Además no eran pareja, por lo que tampoco pototeaban. Me sorprendió la confianza con la que me contaba eso, sobre todo teniendo en cuenta que si me hubiera ido de la lengua con su compañera, le habría metido en un lío. 

 Tras poco más de media hora llegamos a Minca. Llamar a eso pueblo sería pecar de generoso. 4 ó 5 calles, una plaza y algunas casas dispersas. Eso sí, los decibelios per cápita mantenían la media colombiana. Buscando más tranquilidad dentro de la tranquilidad, había reservado un albergue situado a unos 3 kilómetros del pueblo. Así que me despedí de mis compañeros galos y seguí en la misma furgoneta que me dejó en un desvío. Tras un paseo de unos 15 minutos llegué a un idílico enclave junto a un río en el que se ubicaba mi albergue. No perdí mucho tiempo allí, así que me registré, dejé la mochila y acudí a una cascada cercana. La gran cantidad de motos que me adelantaban y los grupos de caminantes que me encontré me hicieron pensar que mi destino no iba a ser un paraje solitario. Así fue. Apenas cabía un alma más en el paraje, del que no puede apreciar su encanto natural.

Al fondo hay sitio

 Me habían recomendado un par de lugares en Minca para ver el atardecer. Así que, tras el fiasco de la cascada, dirigí mis pasos hacia el pueblo. A pesar de su diminuto tamaño, contaba con mucha animación, que alcanzaba su culmen en un recodo junto al río donde se agolpaban decenas, sino cientos de personas solazándose. No duré mucho en tan masificado entorno, y me interné por un camino para buscar una buena puesta de sol. Como en Minca nos conocemos todos, me acabé encontrando con la pareja francesa con la que había compartido transporte. Formando un terceto hispano galo, caminamos un buen rato entre bosques semitropicales y paisajes inigualables. Nuestros pasos nos llevaron a un albergue aún más recóndito que el mío. Con la excusa de probar el chocolate que vendían, lo visitamos y descubrimos un mirador perfecto para nuestros intereses. La vista sobre la sierra, con Santa Marta y el mar de fondo nos dejaron sin palabras. El chocolate, en cambio, de textura bastante líquida, no me pareció gran cosa. Aunque tomado en un lugar tan privilegiado y en tan buena compañía, me supo a gloria.

Sobran las palabras

 Si el momento del ocaso fue memorable, no le fue a la zaga el descenso por un camino oscuro bajo las estrellas, arrullados por los cantos de los innumerables pájaros e insectos que pueblan el lugar.

 En Minca les dije "bon nuit" a mis compañeros y proseguí en solitario por la carretera que subía a mi albergue. Afortunadamente a esas horas no había mucho tráfico, pero tenía que tener cuidado para apartarme cada vez que venía un vehículo.

Hogar, dulce hogar
 Pude llegar a tiempo a mi alojamiento para cenar y me retiré pronto a descansar. Ello me permitió levantarme al alba y visitar la cascada que el día anterior por la tarde no cabía un alfiler. El madrugón valió la pena, ya que me encontré el paraje sin un alma, aparte de la mía , claro. La experiencia agobiante de mi primera visita se convirtió en todo un canto a la paz y el sosiego. 
Esto es otra cosa

 Aún me dio tiempo esa mañana para juntarme en el poblado con la pareja francesa. Dimos un paseo por un camino a las afueras hasta que se me hizo la hora. Me despedí definitivamente de la pareja y volví al apeadero de Minca para salir de tan privilegiado paraje. Como suele pasar en entornos informales, las furgonetas no tienen hora fija de salida, sino que parten en cuanto están llenas. Tuve suerte esta vez, porque fui el último que pudo entrar en el atestado vehículo. Tenía un enlace después y quién sabe cuándo hubiera salido el siguiente transporte.

Amistad franco-española

 La furgoneta me dejó en Santa Marta. Recorrí por última vez sus calurosas calles hasta una mini estación de transporte donde tomé un autobús. Mi estancia en Minca me había cargado las pilas. En buena hora, ya que mi siguiente destino me iba a exigir emplear muchas de mis energías.

sábado, 29 de abril de 2023

TAYRONA Y SANTA MARTA: ENTORNOS PRIVILEGIADOS Y CANTANTES DESAFINADOS

  Intuyendo que mi primer destino no me iba a dar mucho juego, había reservado una excursión al Parque Nacional Tayrona, cercano a Santa Marta. Lo más destacable de este entorno natural es que aúna los entornos de vegetación tropical de montaña con las míticas playas caribeñas. Existía la posibilidad de llegar al lugar en transporte público, pero viendo que la agencia no cobraba un precio disparatado, y no controlando todavía los transportes locales, contraté el servicio. 

 Aunque el precio en pesos no era muy elevado, si tuve que pagar otro peaje en forma de madrugón. Estaba citado a las 6.20 de la mañana para que me pasaran a recoger. Debido a su latitud, en Colombia las horas del amanecer y el ocaso se mantienen constantes durante todo el año, y ambos fenómenos acontecen alrededor de las 6. Así que, por lo menos y para mi consuelo, ya era de día cuando salí del albergue.

 La furgoneta callejeó un rato por Santa Marta recogiendo a los miembros de la expedición hasta que salimos de la ciudad. Varias cosas me llamaron la atención en los primeros momentos: la gran actividad que presentaban las calles a pesar de lo temprano de la hora, que ya hubiera gente bañándose en la playa y la sensación de inseguridad que tenía al ver el comportamiento caótico y frenético del tráfico. Las motos se nos colaban por todos los lados y los peatones cruzaban la calzada apurando al máximo, ante la imperturbabilidad de nuestro chófer. 

 Tras algo más de media hora de trayecto llegamos a una de las entradas del parque (cuenta con tres) donde tuvimos que esperar un rato para que se nos permitiera el acceso. Se me había olvidado en el albergue mi gorra, así que, haciendo de la necesidad virtud, adquirí un sombrero panamá bastante más elegante y adaptado al medio. 

Elegancia tropical

 Una vez que accedimos al parque, contábamos con un par de guías que nos indicaban el camino a seguir. En realidad no hacían mucha falta, ya que apenas había bifurcaciones y la ruta estaba señalizada. Enseguida nos vimos rodeados de una tupida vegetación tropical. La sensación de estar perdidos en una selva remota se desvanecía cuando aparecían comerciantes de casi cualquier cosa apostados junto al camino. En Colombia no hay lugar, por recóndito que sea, en el que uno se pueda librar de vendedores incansables.

La selva encierra grandes peligros

 El paseo fue amenizado por una pareja venezolana con la que hice buenas migas. Evidentemente, aproveché la ocasión para interpelarles con todo tipo de cuestiones acerca de la situación en su país. No era tan apocalíptica como me imaginaba, aunque un dato me hizo reflexionar. Vivían cerca de la frontera con Colombia, y en su ciudad utilizaban el peso colombiano como moneda corriente. Que una divisa tan devaluada como la colombiana sirviera de valor refugio en parte de Venezuela, habla a las claras de la complicada situación económica en el país bolivariano.

 De vez en cuando nos encontrábamos con playas muy sugerentes, pero no aptas para el baño, debido a las fuertes corrientes. No fue así con la última, que coincidía con el final de nuestro camino. Se trataba de la clásica playa caribeña con cocoteros que se supone creada para mandar fotos y dar envidia. No la tengan ustedes, queridos lectores. El agua estaba fría y en cuanto algún bañista se alejaba un poco de la orilla nadando, un socorrista le apercibía airadamente a golpes de ruidoso silbato.  Eso sí, el entorno era privilegiado, como pueden comprobar en la instantánea que acompaña al relato. 

La caminata mereció la pena

 La vuelta la hicimos por el mismo camino, por lo que la poca sensación de aventura que tuvimos en la ida, se esfumó por completo. Ya de vuelta a Santa Marta, me ocupé de un asunto no menor. Se trataba de conseguir una tarjeta SIM que evitara los altos costes que incurría el uso de mi teléfono móvil en itinerancia. La tarjeta en sí no fue difícil de encontrar. Me costó más encontrar un lugar donde conseguir una tarifa de datos. Pero la búsqueda mereció la pena, ya que por un coste muy pequeño obtuve llamadas y datos de sobra para moverme durante 15 días por el país.

 Un día tan movido requería unos momentos de relax. Esa era mi intención cuando me junté de nuevo con la pareja venezolana para tomar algo en una terraza. A pesar de que el lugar tenía cierta enjundia, los precios eran razonables, por lo que además de pedirme un trago, seguí con mis probatinas culinarias. No pude degustar el plato con la tranquilidad que precisaba, ya que pronto fuimos objeto de artistas callejeros en busca de propina. El primero se instaló casi delante de nosotros y con toda solemnidad, empezó a cantar arias de ópera. Cuando se cansó, presto ocuparon su plaza unos jóvenes rapeadores que nos rodearon y compusieron un rap en nuestro honor. Para ello se sirvieron de su intuición y de la información que nos sonsacaron. Viendo la jugada de lejos, yo me hice el sueco y seguí comiendo sin prestarles atención. Ser importunados por una serenata mientras cenamos por algo tan poco armónico como el rap no merece ser recompensado, más al contrario, censurado. No pensaron así mis compañeros, quienes aflojaron algunos pesos, quiero pensar que más por cortesía que por valorar el lado artístico. Aún tendría que soportar otra ruidosa sesión de rumba colombiana desde la cama de mi albergue antes de poder descansar en condiciones. Como se puede comprobar, Santa Marta no es el lugar más indicado para un retiro de silencio e introspección.

 La mañana siguiente decidí hacer el clásico "free tour" esperando que me desvelara encantos de Santa Marta que se me hubieran pasado inadvertidos. La caminata de más de dos horas bajo el fuerte sol tropical vino a darme la razón en mi apreciación sobre la ciudad. Se nos contó que, a pesar de haber sido la primera ciudad que los españoles fundaron en la actual Colombia, no contaba con un patrimonio artístico y monumental destacado. La razón para ello se encuentra en la gran cantidad de ataques piratas que sufrió. Esa infeliz circunstancia hizo que no se invirtiera mucho en la ciudad, prefiriéndolo hacer en lugares del interior u otros más protegidos como Cartagena de Indias. También se nos explicó que Santa Marta fue el lugar donde falleció Simón Bolívar, el prócer más destacado de la América Hispana.

 Un día tan caluroso invitaba a darse un bañito en la playa. Pero teniendo en cuenta que la más cercana al centro no es muy lucida y que se encuentra junto al puerto, decidí que mi último recuerdo playero fuera el del día anterior en  Tayrona. Era hora de abandonar Santa Marta. Una ciudad con mucha historia, la cual, desgraciadamente, apenas se refleja en sus calles. No era el caso de otros destinos que esperaban mi visita y de los que daré cuenta en posteriores entradas.

He visto playas más apetecibles

viernes, 21 de abril de 2023

ATERRIZAJE EN COLOMBIA: PRIMEROS CONTACTOS CON LA FAUNA LOCAL

 Después de las más de 10 horas que había durado el vuelo de Madrid a Bogotá, la hora y media del que me dejó en Santa Marta, se me pasó volando (juas,juas). 
 Ya era de noche cuando arribé a la ciudad costera. En esas circunstancias, y teniendo en cuenta que el taxi al centro no era muy caro (unos 6 o 7 euros), la opción lógica hubiera sido hacer uso de uno de ellos. Pero mis viajes no suelen estar determinados por la lógica. Fueron el niunclavelismo y mi afán de aventura los que me llevaron a tomar el autobús, que me sirvió para tener mi primera toma de contacto con la población local, que era la que dominaba en el vehículo. Tenía que estar atento para bajarme, ya que la ruta del autobús no acababa en el centro sino que seguía hasta las afueras. La esperada amabilidad colombiana se puso de manifiesto cuando mi compañera de asiento me indicó el lugar exacto para descender, junto con una sugerencia que no me tranquilizó mucho. Me dijo por qué calle debería meterme para evitar problemas. A fe que le hice caso para recorrer con cautela mis primeros pasos por la ciudad, atravesando una zona repleta de bares y restaurantes. Las calles del centro contaban con la animación propia de un viernes por la noche, incrementada por el ambiente tropical. Sin ningún incidente reseñable conseguí llegar a mi albergue. La estructura de calles en cuadrícula no es la más bonita, pero es bastante práctica para orientarse. 
 El establecimiento escogido no estaba exento de encanto, dentro de su humildad. Se hallaba situado en un edificio de aire colonial y presentaba un buen aspecto. Además, mi cuarto estaba bastante despoblado, por lo que presentía una noche tranquila.  
 El cansancio del viaje al que se sumaba la diferencia horaria, se empezaba a acusar. Pero estaba inquieto por empezar a degustar los encantos culinarios del lugar, así que hice una inspección que concluyó en un humilde restaurante. Estando a unos pasos de la playa, no pude evitar decantarme por el pescado. Así que me pedí un plato de mojarra (pez local muy sabroso) acompañado de arroz, ensalada y patacones (plátano frito). Delicioso y a precio muy competitivo. 
Aún dicen que el pescado es caro...

 El buen sabor que me había dejado el pescado, se tornó en amargo cuando descubrí a otro animal, en este caso vivo y del género blatodeo correteando por el lavabo del albergue. Creo que la repulsión fue mutua, ya que la cucaracha enseguida encontró un agujero por donde meterse y librarse de mi incómoda presencia. No fue este el preludio deseado para un descanso reparador, pero pronto me encontraría con otro impedimento mayor para desplomarme en brazos de Morfeo. Los altavoces de un bar cercano al albergue derrochaban vatios como si no hubiera un mañana, lo que hizo imposible mi descanso hasta que se calmaron. Al día siguiente me esperaba un destino menos ruidoso y más bucólico que la bulliciosa Santa Marta.

viernes, 14 de abril de 2023

RUMBO A COLOMBIA

   Como parece haber quedado claro viendo la temática de la mayoría de las entradas de mi blog, no hace falta pincharme mucho para tomar mi petate y moverme "mundo alante". En este caso, un retiro yóguico de tres días que tenía lugar en una reserva natural colombiana, fue el resorte que me impulsó para organizar un viaje al entrañable país sudamericano. Evidentemente, ya que cruzaba el charco, reservé más días para conocer Colombia, hasta hacer un total de 16.

 Una vez encontrado un vuelo asequible de ida y vuelta a Bogotá, faltaba construir el esqueleto del viaje, lo cual no me resultó nada sencillo. Es difícil elegir entre la gran cantidad de lugares interesantes y con encanto con los que cuenta una tierra tan bendecida por la madre naturaleza. Teniendo en cuenta que podía visitar Bogotá a la vuelta, decidí astuciosamente reservar un vuelo que me condujera al norte del país sin salir del aeropuerto de la capital, para posteriormente ir bajando al sur. Este planteamiento acotaba la ruta a seguir, pero aún seguía habiendo muchas variables a considerar. Dada mi tendencia a darle más vueltas a la cabeza de las necesarias, decidí que sería buena idea informarme bien para ir decantando mi ruta. Para ello me hice con una exhaustiva guía de viajes, que fue mi libro de cabecera durante varios días y consulté con todos mis amigos que tuvieran relación con el país. Esto resultó de gran ayuda. No lo fue tanto comentar mi futuro viaje con otras personas que, con menos conocimientos y más prejuicios, me metieron el miedo en el cuerpo avisándome de los incalculables peligros que me esperaban en el país andino en relación con mi seguridad personal. Afortunadamente, las personas que sí habían estado en Colombia me tranquilizaron, explicándome que, tomando las lógicas precauciones, mi visita iba a ser razonablemente segura y que esos miedos eran infundados. Y sobre todo, el mejor consejo que me dieron fue el de no llevar todo el viaje organizado, (lo cual me estaba dando muchos quebraderos de cabeza), sino ir resolviendo sobre la marcha el tema de desplazamientos y alojamiento. Así que me limité a reservar mis primeros movimientos y dejar que el propio viaje me fuera conduciendo.

 Tras haber padecido en anteriores vuelos el minimalismo aplicado a los bultos permitidos en la cabina del avión, me las prometía muy felices cuando vi que podía llevar una maleta en el vuelo transoceánico. Pero cuando empecé a ver la necesidad de tomar vuelos internos y viendo que las compañías colombianas habían tomado buena nota de las europeas, me di cuenta de que tendría que apañarme con una humilde mochila, o pagar un sobrecoste bastante oneroso. Ni que decir tiene que escogí la primera opción, aunque lo hice demasiado tarde. Mi matrioska hecha mochila estaba en Huesca, y mi vuelo salía en 3 días. Así que no me quedó otra opción que comprarme otra similar, que aun así me salía más económico que pagar las penalizaciones. Además, sin pretenderlo, las codiciosas aerolíneas me hicieron un favor. Llevar una mochila a la espalda es infinítamente más cómodo que arrastrar una maleta, por pequeña que sea. Y desde el punto de vista filosófico-espiritual, que era el que me había motivado a realizar el viaje, me sirvió para sentirme más libre y desapegado de objetos materiales, que muchas veces portamos sin necesidad.

 Todavía debía sortear otro escollo antes de tomar el vuelo. Aunque parezca estar casi olvidado, aún no nos hemos librado del Covid y sus servidumbres. En este caso, para entrar en Colombia exigen una pauta de vacunación completa o una prueba, ya sea de antígenos o PCR negativa. No teniendo la primera, tuve que pasar por una clínica para conseguir el certificado de marras. No le veo ninguna lógica. Como si el virus no estuviera ya campando a sus anchas por todo el mundo. Y aparte de eso, ya ha quedado demostrado que estar vacunado no libra de contraer la enfermedad ni contagiar. Pues eso, otro trámite más para añadir a la burocracia que implica viajar. Y menos mal que di negativo, si no...

 Acostumbrado a realizar largos viajes en el pasado para acceder a aeropuertos con mayor enjundia que el oscense, el trayecto en cercanías desde Atocha a Barajas me pareció un paseo. Vivir en Madrid tiene sus inconvenientes, pero también sus ventajas.

Como en familia

 Más pesadas se me hicieron las más de 10 horas de vuelo, pero gracias a la magia de viajar al oeste, apenas pasaba el mediodía cuando puse pie en el aeropuerto El Dorado de Bogotá. Allí me esperaba un cálido recibimiento. No, todavía no se había corrido la voz de mi llegada entre la población local. Casualmente, un primo mío había estado de viaje de negocios por Colombia y volvía a España ese mismo día. Nuestros caminos se cruzaron en el aeropuerto. Aparte del impulso moral que me dio ese encuentro, me sirvió para recopilar los últimos capítulos de mi particular libro para sobrevivir en un viaje a Colombia. 

 Sin salir de la terminal, tomé un vuelo a Santa Marta, localidad del Caribe Colombiano donde iban a empezar mis aventuras (las más) y desventuras (las menos).