martes, 26 de febrero de 2019

TRAS LA HUELLA HISPÁNICA EN MANILA

 Mi caminata de aproximación a Intramuros no fue todo lo apacible que hubiera esperado. Por el camino me encontré bastante gente que tenía como único techo el cielo de Manila.
 Una vez entré en el recinto amurallado, fui objetivo de los conductores de coches de caballos empeñados en llevarme en su calesa para recorrerlo.
 Cuando ya me pude centrar un poco en mi paseo, empecé a apreciar la destacable arquitectura colonial, hermosa mezcla de los estilos español y asiático...hasta que aparecía un edificio de los 70 que rompía totalmente la armonía.
 Y es que Intramuros, que aguantó estoicamente durante más de 3 siglos fue casi totalmente devastado durante la Segunda Guerra Mundial, en la batalla en la que Estados Unidos reconquistó Manila de sus invasores japoneses. Y digo casi, porque fueron los propios usenses los que remataron lo poco que quedó en pie con el pretexto de limpiar la zona y evitar derrumbamientos.
 Entre tal devastación, sólo un edificio resistió incólume: la iglesia de San Agustín. A ella me dirigí, no sólo para contemplar un hermoso ejemplo de arquitectura religiosa española, sino para orar y recordar a los miles de habitantes de Intramuros (la mayoría de habla hispana) que murieron en el cruento fuego cruzado entre nipones y estadounidenses.
 El recordar el sufrimiento de esa comunidad y el pensar en lo que fue Intramuros antes de la guerra y lo que era ahora (se ha restaurado en parte, pero no es lo mismo) hizo que la tristeza se apoderara de mí.
 No mejoró mucho mi ánimo, sino al contrario, mi vuelta paseando por las caóticas, y en algunos puntos con escenas muy crudas de pobreza, calles de las zona de Ermita y Malate. Las emociones negativas acumuladas en tan poco tiempo me estaban pasando factura. Se supone que unas vacaciones son para disfrutar, y yo en esos momentos estaba penando más que otra cosa.
Protegido por San Jorge y San Miguel, nada malo podía sucederme.

 En tan sombrío estado me presenté ante mi cita de la tarde anterior. Como las penas con pan son menos, nos fuimos a cenar a un restaurante de cocina filipina con cierta enjundia. El poder beberme una San Miguel (la marca nació en Filipinas en 1890) y poder saborear platos con nombres tan españoles como Adobo o Puto, sumados a la buena compañía, hicieron que mi ánimo remontase.
 Esa noche, sea por el jet lag, o porque me costó digerir la emociones, me costó dormirme y a la mañana siguiente me desperté bastante tarde.
 Con energías renovadas, decidí darle otra oportunidad a Intramuros con la intención de hacer un recorrido más exhaustivo.
  Pero primero me detuve en el Parque Rizal, nombrado en honor del héroe filipino José Rizal, que fue fusilado en ese mismo lugar  por el gobierno español de la época, condenado por sedición.
 Médico, escritor, político, zoólogo, políglota...Se trataba sin duda de un personaje excepcional y hoy en día es venerado en las Filipinas, siendo extraña la localidad que no cuenta con una estatua o una calle nombrada en su honor. 
Fuerte de Santiago... y en primer término, el fuerte de Huesca.

 En Intramuros me esperaban de nuevo los insistentes conductores de calesas y, tras zafarme de ellos, visité la Casa Manila. 
 Se trata de una magnífica reproducción de una casa colonial española, con una decoración y un mobiliario de auténtica enjundia.
 También visité el imponente Fuerte de Santiago y me encontré con dos estatuas en memoria de los reyes españoles Felipe e Isabel II. 
Con mi amigo Felipe

 A pesar del desastre que supuso su destrucción en la Segunda Guerra Mundial, la visita a Intramuros es muy interesante y la historia se respira en cada recodo.  
 Salvando las distancias, Manila y San Juan de Puerto Rico tienen algo en común: una parte antigua con una atmósfera relajada y una arquitectura fascinante, rodeada de una ciudad bulliciosa sin demasiado encanto. Y no es casualidad que la parte antigua corresponda con el periodo español y la moderna con el estadounidense. Y es que, con raras excepciones, las ciudades usenses no destacan ni por su belleza ni por su personalidad.
 Salí de Intramuros y crucé el río Pasig para visitar el Barrio Chino y la zona de Quiapo. Pronto me empecé a agobiar con las multitudes y el denso tráfico, así que dejé esta inspección para mejor ocasión y volví al hotel a descansar.
  Me esperaba el auténtico plato fuerte de mi visita a Manila. 
  Desde que empecé a investigar y a informarme sobre la situación del idioma español en Filipinas, me encontré con la referencia de Guillermo Gómez-Rivera, un escritor en lengua castellana, ardiente defensor de la cultura hispánica. He seguido sus artículos en Facebook y le escribí para ver si podríamos conocernos en persona. Aceptó y me dijo que me pasara por su casa esa tarde.
 Intenté conseguir un taxi desde el hotel, pero no me funcionaba la aplicación, así que me tocó ir andando. O mejor corriendo, ya que no disponía de mucho tiempo. Preguntando y utilizando el GPS del móvil me pude orientar y pude llegar un tanto alterado al domicilio de mi anfitrión.
 Guillermo Gómez-Rivera pertenece a una de las últimas generaciones de hispanohablantes que sobrevivieron al empuje del inglés, ante la agresiva política lingüística de los invasores yanquis.
 Aparte de escribir, ha sido profesor de español en la universidad, ha impartido clases de flamenco, ha grabado discos de música tradicional filipina en español y ha luchado a nivel institucional para que nuestro idioma se siguiera enseñando en las islas.
 Con semejante currículum a sus espaldas, no es de extrañar que mi velada con Don Guillermo fuera una auténtica delicia.
  Pocas veces he encontrado un paladín tan contumaz de la lengua y cultura españolas, y ni mucho menos esperaba encontrarlo fuera de nuestras fronteras.  Aunque hablando con él, y a pesar de que se trate de un filipino de los pies a la cabeza, tenía la sensación de estar hablando con un compatriota.

  No sólo me invitó a cenar en un restaurante, sino que también me regaló un libro suyo y dos CD's de música hispano-filipina cantados por él.
Enorme Don Guillermo.

 En definitiva, un auténtico personaje al que he tenido la gran fortuna y el honor de conocer en persona.
 La visita al Señor Gómez-Rivera fue el postre perfecto a mi visita a Manila. Al día siguiente iba a salir de la interesante, aunque bulliciosa y algo asfixiante megalópolis, para conocer otros lugares más plácidos de las Islas Filipinas.

viernes, 15 de febrero de 2019

PRIMEROS (Y CAUTELOSOS) PASOS POR MANILA

 Rellenar un humilde formulario y presentar mi pasaporte fueron los únicos y livianos trámites que se me exigieron para entrar en las Filipinas como turista. Eso sí, no pude dejar de pensar en que si el almirante Montojo hubiera estado algo más atinado en la batalla de Cavite, quizá me hubiera bastado con presentar mi DNI. 
 Aunque tampoco me puedo quejar, habida cuenta de las peripecias que, según me contaron, deben hacer los filipinos para poner pie en nuestro continente.
 Es muy importante mantener la sangre fría al aterrizar en un aeropuerto para evitar gastos innecesarios. Estuve a punto de cometer un pequeño, pero craso error, cuando acudí a los cantos de sirena de un chiringuito que ofrecía una tarjeta SIM con llamadas ilimitadas y 7 GB de datos por 1000 pesos (unos 17 €). Mientras unas poco eficaces empleadas intentaban que esa onerosa tarjeta funcionara en mi móvil, pensé que ni mucho menos iba a usar tantos datos y que en cualquier sitio me saldría mucho más barata.
 Afortunadamente, y a pesar de todas las probatinas que estaban haciendo, pasaba el tiempo y no acababa de funcionar el invento. Así que, con la coartada de la prisa que todo occidental debe tener, les dije que no podía esperar más, les devolví la SIM y me marché a buscar un taxi que me llevara a mi hotel.
 Esta vez actué con mayor inteligencia, y tras burlar los cantos de sirena de los taxis convencionales, busqué un puesto de Grab, una especie de Uber asiática. Allí me consiguieron un taxi a precio cerrado, que en una ciudad en continuo atasco como Manila, es algo a agradecer.
 Aprovechando los competitivos precios del país, y pensando en descansar tras el largo viaje, había reservado nada menos que una "Suite Deluxe"  en la zona de Malate, bastante cerca del centro.
 Como me esperaba, la rimbombante denominación estaba bastante inflada, aunque no estoy acostumbrado a disponer de tanto espacio vital en mis alojamientos. Además contaba con un balcón, pero la puerta no cerraba bien, por lo que el ruido de la calle, que no era poco, entraba en mi cuarto con total libertad.
 No tuve mucho tiempo para descansar, ya que había concertado una cita gracias a una página de pototeo filipina bastante competente. Ya se dice en la Biblia aquello de que "no es bueno que el hombre esté solo". No le iba yo a enmendar la plana, y menos en un país tan católico.
 Mis primeros pasos por las bulliciosas calles manileñas estuvieron presididos por la cautela. El barrio era bastante humilde y las miradas de curiosidad que despertaba en la gente me hacían estar inquieto. Las pocas aceras transitables estaban ocupadas por vendedores o gente ociosa, llegándome a encontrar a individuos durmiendo sobre esterillas. Esto hacía que, a pesar del denso tráfico, fuera más cómodo caminar por la calzada. Me estaba empezando a dar cuenta de que Manila es una ciudad poco agradable para pasear.
Jeepney manileño (foto tomada de "Mochileando por el Mundo")

 Ya en buena compañía, y aprovechando su conocimiento de las costumbres locales, conseguí una SIM filipina por 40 pesos, monté en un "jeepney"(llamativa e incómoda furgoneta de transporte urbano de pasajeros) y tomé contacto con la gastronomía del país.
 No pudimos visitar el cercano Parque Rizal, por estar cerrado al público. Al día siguiente se iba a celebrar una fiesta religiosa (Nazareno) y se habían tomado importantes medidas de seguridad. Entre ellas, alguna tan contundente como cortar las señales de teléfono e internet durante casi todo el día en todo el centro de la ciudad.
 No conseguí encontrar tapones para los oídos a pesar de visitar varias farmacias. Aun así, y a pesar del poco aislamiento acústico de mi habitación, el cansancio hizo que no los echara de menos y pudiera descansar en condiciones.
 Se me acumulaba la faena, y a la mañana siguiente tenía otra cita. Esta vez habíamos quedado en Makati, centro financiero del país, sede de numerosas multinacionales. Pero en este caso, el móvil no era económico sino cultural. Mi amiga quería practicar español y nada me podía motivar más que poner mi granito de arena para que nuestra lengua volviera a renacer en la tierra donde no hace mucho tuvo un papel preponderante.
Makati (foto tomada de "makeitmakati.com")

 Si por algo destaca Makati es por sus imponentes rascacielos que recuerdan a cualquier gran capital occidental. No tiene, sin embargo, mucho valor turístico. Aunque tras mucho buscar y ante mi interés, pudimos visitar una antigua iglesia española.
 Volvimos al centro en el tren ligero, que no es sino un necesario pero insuficiente intento de reducir el inmenso volumen de tráfico que colapsa las calles de la capital.
 Mi amiga se marchó a una entrevista de trabajo, en la cual parece que le sirvió de mucho mi curso acelerado de conversación en español. Ello me volvía a dejar sólo en la gran ciudad, pero me dio la libertad de elegir mi próximo destino. 
 Intramuros, la legendaria ciudad amurallada, máximo exponente de la presencia hispana en las Filipinas, aguardaba pacientemente mi visita.

martes, 5 de febrero de 2019

RUMBO A LAS FILIPINAS

 A diferencia de otros años, en los que me tocaba tomarme vacaciones en agosto, este año me han correspondido en enero.  Esto, que pudiera parecer un castigo, ha sido toda una bendición. Sólo hay que saber dónde ir.
 Habiendo ya recorrido media Europa y parte de América, el embrujo oriental estaba llamándome con fuerza. Si a eso le sumamos mi especial interés en los países hispánicos y mi tendencia niunclavelista, es obvio que las Islas Filipinas eran un objetivo que tarde o temprano tenía que caer.
 Con tres semanas de vacaciones en enero, en plena estación seca en el sudeste asiático, no tuve duda de que había llegado la hora de visitar el entrañable archipiélago. Con ello además conseguía cambiar 3 semanas de crudo invierno en Huesca por otras tantas de cálidas temperaturas tropicales.
 Por si fueran pocos argumentos, también iba a poder cerrar mi trilogía del 98, tras mis viajes anteriores a Puerto Rico y Cuba.Tenía curiosidad por ver cuánto del legado que habían dejado más de 300 años de presencia hispana permanecía en las Filipinas.
 La verdad es que, desgraciadamente, nuestro país hermano es un gran desconocido en España.  Aparte de Isabel Preysler, Manny Pacquiao, algún tifón de vez en cuando y para avanzados, "Los últimos de Filipinas" y los zapatos de Imelda Marcos, poco más se sabe de la antigua provincia de Ultramar.
 Henchido de espíritu aventurero, me limité a comprar los billetes de avión de ida y vuelta y reservar las tres primeras noches de alojamiento. El resto lo iría decidiendo sobre la marcha, ayudado por una guía de viaje que iba a ser mi compañera inseparable.
 A la espera de que nuestro coqueto pero infrautilizado aeropuerto Huesca-Pirineos flete vuelos directos a Manila, me vi obligado a pernoctar en Barcelona para coger el vuelo a la mañana siguiente.
 Y como si de un presagio de las aventuras y desventuras que me esperaban se tratase, el humilde hotel elegido tomaba el nombre de Elcano, compañero de fatigas de Magallanes en su vuelta al Mundo, hasta que el portugués falleció en la filipina isla de Mactán.
 El vuelo empleó unas 15 horas de nada, incluida una pequeña escala en Hong Kong. Se hace un poco pesado, pero teniendo en cuenta que, en su día el Galeón de Manila tardaba varios meses, no me puedo quejar.
 Apenas pude pegar ojo en el avión. Pero el cansancio se desvaneció cuando puse pie en el aeropuerto de Manila. El frío invernal español había dejado paso a un sol de justicia que agradecí sobremanera. Las Filipinas (y las filipinas) me esperaban...