martes, 30 de abril de 2019

CEBÚ: EL SANTO NIÑO Y LA SANTA NIÑA

 Lejos de haber sido una experiencia claustrofóbica, mi primera noche en una cápsula había sido bastante plácida y pude descansar en condiciones.
 Casualmente, muy cerca del albergue se situaba el Casino Español de Cebú, al que no dudé en poner rumbo en mi primera salida del día. Me las prometía muy felices comiendo paella (aunque no me guste mucho) y conversando con los últimos hispanohablantes de la ciudad, cuando una segurata me impidió el paso al recinto. Mi condición de súdbito español fue papel mojado, ante el triste hecho de que el acceso al recinto estaba permitido exclusivamente a los socios.
Casino Español de Cebú: el elitismo se impuso al patriotismo

  Las penas con pan son menos. Así que mi siguiente destino era un restaurante vegetariano (una rara avis en un país claramente carnívoro) que recomendaba mi guía de viaje. Gasté con creces las calorías que iba a ingerir, habida cuenta de lo recóndito del lugar. Aparte de estar lejos, costaba bastante encontrarlo, y al toparme con un recinto tan humilde, no pude evitar una cierta decepción.  Pero lo que cuenta en este caso es la comida, y por poco más de un euro, me puse como el Quico a base de suculentos  y nutritivos platos.
Ternera parece, carne no es..¿qué es? Vaya usted a saber, pero estaba rico

 Era hora ya de dirigirme hacia el centro histórico, que como sucede en toda ciudad filipina que se precie había quedado hecho papilla en la Segunda Guerra Mundial.
 Ajenos a añoranzas históricas, miles de cebuanos colapsaban las bulliciosas calles del centro de la ciudad.
Esto se anima

 El cogollo central contaba con un control de seguridad para acceder. En la ciudad habían comenzado las fiestas del Santo Niño, en las que se venera a una efigie del Niño Jesús que trajo Magallanes en su visita a la isla de Cebú.
 Todavía no habíamos llegado al día grande de las fiestas, pero la iglesia donde se guarda la reliquia (que es además la primera iglesia católica erigida en el país)  y las calles aledañas estaban a rebosar.
 Iba un poco pillado de tiempo, por lo que no me quedé a escuchar la homilía, que además iba a ser en cebuano, idioma con el cual aún no estaba familiarizado.
¡Viva Pit Señor!

 Junto a la iglesia, y en medio de una plaza, se encuentra otro hito histórico-religioso: la Cruz de Magallanes.  En ese lugar, el marino portugués y sus acompañantes plantaron una cruz de madera, que se puede considerar como el germen del cristianismo en el archipiélago.
 Como con la cruz iba la espada, no muy lejos de allí se erige el Fuerte de San Pedro, fortaleza de forma triangular erigida por los españoles para defender la plaza de los invasores moros. 

 Por si quedaba alguna duda de la impronta española en la zona, junto al fuerte se puede encontrar una estatua de Don Miguel López de Legazpi, primer gobernador de la Capitanía General de las Filipinas.
Estatua de Legazpi

 Ya de vuelta al albergue, alargué un poco la ruta para visitar el Parián de Cebú. Los parianes eran los barrios donde se asentaba la comunidad china, que en un número considerable se instaló en el país durante el dominio español. Al igual que ahora, esta comunidad destacaba por su dinamismo comercial. Con el tiempo, estos chinos acabaron naturalizándose españoles, adoptando el idioma e incluso hispanizando sus apellidos.
 A pesar de que hoy en día estos parianes no están reservados para ciudadanos chinos, en las pocas casas antiguas que se conservan, sí que se puede apreciar una arquitectura característica con influencias del país asiático. 
 Intenté visitar el Museo Casa Gorordo (típico ejemplo de arquitectura colonial española) pero estaba cerrado. Más suerte tuve con la casa Yap-Sandiego, erigida en el siglo XVII, lo cual la convierte en una de las casas más antiguas de las Filipinas.  Está excelentemente conservada, y es una visita de lo más recomendable.
Casa Yap-Sandiego (tomada de https://www.choosephilippines.com/)

 Ya me había culturizado bastante, así que volví al albergue para satisfacer otras necesidades menos intelectuales.
 Probé suerte con la página de pototeo que he comentado en anteriores entradas y como se suele decir en Aragón, "no adubía". La combinación de ciudad muy poblada, a la vez que no demasiado turística, sumada a mi irresistible alias "Legazpi", se revelaba muy favorable a mis intereses.
 Pero uno tiene ya una edad y algo de experiencia para pensar en hacer alardes. Quien mucho abarca, "abarcudo". Así que en cuanto apalabré una cita, concluí mi escaneo virtual.
 Se me acumulaba la faena, ya que aún tenía que decidir a dónde ir al día siguiente, con reserva de alojamiento incluida, y no había cenado.
 Viendo que mi encuentro se iba a demorar, me acerqué a un supermercado "7-Eleven" muy cercano al albergue para picar algo. Descubrí una jugada que iba como anillo al dedo para mi austeridad e interés por la gastronomía local. Había algunos platos preparados que se podían calentar en el establecimiento y comerlos alí mismo. No estamos hablando de alta cocina, pero al menos era un plato caliente  a precio de risa. 
 Mientras cenaba, seguía en contacto con mi "amiga" que, por lo que me decía en sus mensajes al móvil, tenía ciertos problemas para encontrar el albergue. La verdad es que la cita tenía mucho de improvisación. Al comentarle que no sabía dónde iba a ir al día siguiente, me sugirió que fuéramos juntos a Oslob, localidad costera cercana donde se puede bucear junto a los imponentes tiburones-ballena.
 Dada la familiaridad con la que me propuso el plan, vi claro que no era la primera vez que hacía algo así. Evidentemente, y más con el niunclavelismo que me caracteriza, no me apetecía mucho jugar el papel de "extranjero rico que lo paga todo". Porque ni soy rico, ni en Filipinas me sentía del todo extranjero.
 Pero como parecía estar a punto de llegar, pensé que sería mejor discutir esos detalles en persona.
 Las siguientes dos horas fueron un interminable intercambio de mensajes en los que no cesaba de dar pistas a mi cita para que pudiera llegar al lugar convenido.
 Siendo ya casi la una de la noche, y con el planteamiento del día siguiente aún por perfilar, tenía mi líbido por los suelos.  Bajo tierra se ocultó cuando apareció una jovencita escuálida y bajita, que si no fuera por su pelo moreno y rasgos asiáticos, hubiera podido confundir fácilmente con mi sobrina.
 Si no me había mentido en su edad (según ella 25), sí lo había hecho en su lugar de procedencia. Me había explicado que vivía en un barrio cercano, pero en realidad estaba en una pedanía tan lejana que había tenido que tomar 3 jeepneys y alquilar una moto para llegar al destino. Por lo menos no se le puede negar interés y perseverancia.
 Si tenemos en cuenta que la conversación entre nosotros tampoco era muy fluida (su inglés no era muy allá), me encontraba en una situación un tanto incómoda. 
 Descartada por completo la idea de ir con ella a Oslob, y sin ni siquiera plantearme todo asomo de ejercer actos de "intimidad compartida", debía moverme entre la diplomacia y la asertividad para evitar daños propios y colaterales.
 Cuando le dije que había descartado "llevarla" a Oslob mostró una cierta decepción, pero creo que hasta ella se daba cuenta de que era algo absolutamente forzado. Estuvimos charlando un poco y dentro de la cordialidad vimos ambos que allí no había mucho que rascar. Así que le pagué un taxi y se volvió a su casa sin más novedad.
 Evidentemente mi elección no había sido la más adecuada. Pero como dice el mítico Berges, no estábamos allí para taladrar.
 Una vez recuperada mi individualidad, me metí en la cápsula y organizé en un rato mis siguientes dos días por las Filipinas.
 En mi siguiente destino iba a intentar encontrar el contrapunto con el ajetreo de la populosa ciudad de Cebú, que si bien al principio me asustó un poco, me acabó pareciendo un lugar de lo más interesante.
 
 




 

viernes, 19 de abril de 2019

ENCAPSULADO EN CEBÚ

  Un poco antes de las 6 de la mañana, me desperté en la cama del albergue. Antes de girarme para volver en brazos de Morfeo, observé que mi móvil no estaba en la cabecera, que era donde recordaba haberlo dejado. 
 Tras tantear el resto de la cama y no encontrarlo, intenté buscar por el suelo. Tarea nada fácil, ya que estaba cubierto por bolsas, ropas y mochilas, con idéntico resultado.
 Como no había mucho más que hacer, intenté dormir hasta que se fuera despertando la gente. Este intento fue tan poco fructífero como el de la búsqueda.
 Conforme se iban despertando mis compañeros de cuarto, les preguntaba si habían encontrado un móvil. Se me pasó por la cabeza que hasta algún caco podía haber entrado durante la noche y haberlo sustraído. 
 La verdad es que por un teléfono de menos de 70 € no hay que penar mucho. Pero en este caso se trataba de mi medio para reservar el viaje, buscar información, además de contener muchas de las fotos que había hecho. Por no hablar de la cantidad de información que esos bichos llevan sobre nosotros, que es mejor que no caigan en según qué manos.
 Después de unas horas de inquietud y de infructuosa búsqueda, el humilde pero deseado celular apareció cuando se me ocurrió la feliz idea de buscarlo en un bolsillo de mi pantalón. Y eso que la noche anterior sólo me había bebido una San Miguel...
 Con el alivio de recuperar lo que nunca había perdido recogí mis cosas para montarme en la furgoneta que me iba a llevar a Puerto Princesa. Además de unos cuantos locales, coincidí con el compañero de albergue que dormía debajo de mi cama.
Se trataba de un pedazo de armario finlandés barbudo y rapado al cero.  Su más que rudo aspecto contrastaba con su carácter amistoso y su interesante conversación.
 La furgoneta me dejó en el aeropuerto de Puerto Princesa. Como tenía unas 2 horas hasta que salía mi vuelo, me fui a dar un voltio por la ciudad, tras haber facturado mi maleta. El aeropuerto está tan cerca que se puede ir andando sin problemas.
 Como ya comenté en una entrada anterior, Puerto Princesa es una ciudad poco destacable en el aspecto turístico, a pesar de su sugerente nombre. Tampoco es, ni mucho menos, una referencia a nivel gastronómico. Por lo menos si se toma de referencia la pizza que me sirvieron en un local con nombre italiano. Una masa excesivamente gruesa, una estética muy discutible y una gran cantidad de cebolla prácticamente cruda, hicieron que la filipina desbancara a la cubana en mi particular palmarés de pizzas poco afortunadas. En atención a mi estómago, no me atreví a probar ninguna más en mi viaje, así que me queda la duda de si en otros lugares del archipiélago tienen más tino en prepararlas.
 Aparte de un retraso de una hora y media, el  corto vuelo no presentó ningún problema. Por lo menos desde el punto de vista externo. 
  Mi moral, que suele estar a un nivel muy alto en mis viajes, estaba empezando a resquebrajarse.
 Había reservado dos noches en Cebú (la segunda ciudad de Filipinas) y no tenía ningún plan para hacer  después. En esos momentos pensaba que las 3 semanas de viaje se me iban a hacer largas sin saber muy bien qué hacer.
  Además, al encontrarme de bruces con una gran ciudad que, a primera vista desde el aire me recordaba a Manila, era un contraste demasiado fuerte con el aire relajado y los maravillosos paisajes de Palawan.
 Más allá de consideraciones anímicas y filosóficas, me enfrentaba a un problema más inmediato y mundano: cómo llegar al albergue. 
 Por supuesto, pensé en mi viejo amigo Grab (Uber versión asiática). No había wifi en el aeropuerto, así que busqué un mostrador de la aplicación como el que ya había utilizado en Manila. Al no encontrarlo pregunté en información. Me dijeron que no lo había, pero se ofrecieron a hacerme la gestión. 
 Era hora punta y costó un poco. Sólo me pudieron conseguir un taxi Grab sin tarifa prefijada. No estaba para exigir mucho así que acepté. Mientras caminaba al lugar de recogida, vi como gracias a esta jugada maestra, me saltaba una cola de unas 100 personas que esperaban pacientemente a ser recogidas por un taxi convencional.
 A pesar de que, atascos mediante, la carrera duró más de media hora, la tarifa se mantuvo dentro de lo razonable.
Hogar, pequeño hogar

 El albergue reservado para la ocasión era algo novedoso para mí. En lugar de pernoctar en una habitación compartida, iba a hacerlo en una cápsula.  La idea de dormir en un habitáculo de unos 2 metros de largo por 1 de alto y unos 80 cm de ancho, suena un poco claustrofóbica. Pero tiene sus ventajas, ya que se evitan los clásicos y molestos ronquidos de las motosierras de rigor. 
 Por lo demás, el albergue contaba con el resto de servicios (duchas o salón) en tamaño estándar. Quizá el mayor problema era el manejarse a la hora de abrir la maleta, ya que se tenía que hacer en un estrecho pasillo lleno de mochilas.
 Antes de probar la nueva experiencia de dormir encapsulado, quise dar un paseo de inspección por la ciudad.
 Pronto me encontré con una calle bastante animada, con algunos garitos abiertos.  Para mi sorpresa se me acercó una joven bien parecida con una actitud muy amistosa. Mi ego empezó a crecer exponencialmente, hasta que escuchó la palabra "masaje". Me deshice cortésmente de mi nueva "amiga", hasta que otra vino rauda a ocupar su lugar. En ese preciso momento mi espalda no estaba particularmente contracturada, así que decliné su tentadora oferta.
 La situación, que al principio casi tenía su gracia, empezó a tornarse incómoda cuando la tercera masajista  (o algo más) intentaba vencer mi recelo, a la vez que un siniestro personaje me ofrecía por la banda contraria un paquete de píldoras de forma romboidal.
 Entre salir por Huesca y no sumar ni por milagro divino y lo que me estaba pasando en Cebú tiene que haber un prudente término medio.
   Viendo el panorama, di por finiquitada la expedición y volví al albergue con paso firme y mirada perdida, sorteando como pude las acometidas de las insistentes señoritas.
 Me esperaba una confortable cápsula, toda para mí solito.
 
 

 


miércoles, 10 de abril de 2019

EL NIDO

 Aproveché mi primera y última mañana en Taytay para despedirme de la Fortaleza, antes de tomar una furgoneta para El Nido, uno de los lugares más turísticos de las Filipinas.
 Esta vez el trayecto fue bastante llevadero, ya que tras apenas hora y media de haber partido, nos encontramos con los primeros hoteles. La placidez de Taytay había quedado atrás.
 Volví a hacer gala de mi humildad tras haber dormido en una "suite de Luxe" en Manila, en un hostel para mí solo en Puerto Princesa y en un chalet en Taytay. Esta vez me tuve que conformar con una angosta habitación sin ventanas donde se apilaban 8 literas, dejando un escaso espacio vital per cápita. Pero lo que este albergue tenía de humilde, lo tenía de estratégico, dada su privilegiada situación: casi en primera línea de playa, a un par de minutos de la estación de autobuses y junto a un enorme supermercado.
 Enseguida me lancé a inspeccionar la zona. En sólo 3 minutos me planté en la playa de Corong Corong, que era tan bonita como poco práctica. Las aguas cristalinas, los cocoteros y la arena blanca prometían mucho, pero su escaso calado la hacía impracticable para el baño.
 Buscando emociones más fuertes enfilé mis pasos hacia el pueblo de El Nido, que distaba alrededor de 1 km de mi alojamiento. Numerosos triciclos se prestaron a llevarme por 50 pesos, pero evidentemente preferí hacerlo andando por una transitada carretera.
 El pueblo es bastante pequeño, pero presenta mucha animación. Está atestado de alojamientos, restaurantes, baretos y tiendas. La playa mejoraba un poco la de Corong Corong, pero tampoco era para echar cohetes.
Atardecer en Corong Corong

 La hora del ocaso se acercaba, y calculé que en la primera playa, por su orientación, podría haber una puesta de sol competente. Así que volví a ella en desigual carrera contra el Astro Rey que, sin embargo, conseguí ganar.  Pude llegar a tiempo para ver un atardecer de auténtica enjundia.
 Todas estas emociones y caminatas me habían abierto el apetito. El albergue carecía de cocina, lo cual me obligaba a cenar fuera. En un país tan asequible, eso no es ningún problema. Así que hice una inspección por la zona buscando un equilibrio entre la exagerada humildad de unos establecimientos con la previsible clavada que esperaba en otros.
 Y lo que encontré, no sólo cumplía esos requisitos, sino que ofrecía una experiencia culinaria inesperada y novedosa: carne de cocodrilo. La curiosidad venció a la prevención y me senté a cenar. 

Alta cocina palawanesa

 Me sacaron una cazuela con carne picada especiada un poco picante.  Por su aspecto, podría haber pasado fácilmente por ternera. La verdad es que me gustó bastante. Y además, según decía un letrero en el restaurante, es una carne de lo más sana.
  Sin duda es mucho más sano comer cocodrilo que ser comido por uno. Allí les doy la razón.
 Al volver al albergue me encontré con un barcelonés al que le comenté mi nuevo hallazgo gastronómico, que despertó su interés. Tanto que se animó a catarlo. Le acompañé y aproveché  que no le entusiasmó tanto como a mí para rematar su ración, que había quedado a medias. Ya sé que hacer eso no es precisamente el colmo del protocolo. Pero, ¿quién sabe cuándo podría volver a tener la oportunidad de comer cocodrilo?
 Para el día siguiente había reservado un tour por el archipiélago de Bacuit. Hay 4 tipos distintos (A,B,C y D). No me maté mucho la cabeza y elegí el más recomendado. Estando en un lugar tan turístico, ya no colaba dármelas de alternativo.
  Junto con otro compañero alberguista fuimos recogidos a primera hora de la mañana por un triciclo que nos llevó al pueblo de El Nido, ya que desde allí partía la excursión. 
 Casi me emociono cuando el guía nos contaba diciendo para sí :"dose,trese,catorse,quinse...". Los números son uno de los muchos aportes que el español legó a las lenguas locales.
 Nos acomodamos en un típico barco filipino y empezamos a navegar por las bonitas aguas de la bahía.
Típico barco filipino
 Se supone que nuestra primera parada era una playa llamada "Siete Comandos", que por lo que se comenta, es la bomba. Pero en una decisión totalmente unilateral, el patrón del barco decidió que nos la saltábamos porque a esa hora "había demasiados turistas".

 Parece que tan endeble excusa no se aplicó de allí en adelante, puesto que nuestra ruta fue todo menos solitaria.
Pronto hice migas con un uruguayo al que sus rasgos centroeuropeos me hicieron confundir al principio con un alemán cualquiera.  Curiosamente, mi compañero de albergue sí que era alemán, pero su piel morena, sugería un origen más "americano". No hay que fiarse de las apariencias.
 Nuestra primera escala fue en otra playa "solitaria"  (otros 5 ó 6 barcos habían tenido la misma idea) donde hicimos un poco de buceo. No se veían grandes maravillas, pero estuvo bien.
 Luego llegó el turno del "Secret Lagoon" (Laguna Secreta), que dio lugar a muchas coñas, habida cuenta de nos la encontramos en hora punta. El desembarco en la isla de Miniloc fue un poco complicado debido al fondo rocoso por el que tuvimos que acceder. Afortunadamente había alquilado unas sandalias de goma que evitaron que mis pies sufrieran más de la cuenta.
Si algún día me pierdo, búsquenme por aquí

 Dejando aparte las rocas y las hordas turísticas, el enclave era totalmente privilegiado. Lo que uno espera cuando le hablan de islas paradisiacas.
 La gracia de la visita consistía en meterse por un pasadizo que daba acceso a una pequeña laguna, rodeada por una pared rocosa. Le quitaba mucho encanto al asunto el tener que esperar un buen rato en una más que concurrida cola que avanzaba muy lentamente.
 Nada mejor que superar esa pequeña decepción con una buena comida. Nos fuimos con el barco a un lugar más discreto y mientras echamos un buceo por las inmediaciones, nos prepararon un banquete de enjundia. Me esperaba algo "de batalla" para salir del paso, pero la comida fue de lo mejorcito que pude probar en todo mi periplo filipino.
Solo nos faltó cocodrilo

 Y no pudo haber mejor postre para tan suculento ágape que la visita más interesante del todo el recorrido. Se trataba del "Big Lagoon" (Laguna Grande) que consistía en una especie de laguna marina a la que se accedía por un estrecho brazo de mar. Para ello había que alquilar un kayak que compartí con mi compañero uruguayo. Nuestra poca pericia piragüista hizo que nos costara llevar un rumbo mínimamente recto. Pero en cuanto nos conseguimos sincronizar, empezamos a disfrutar de la experiencia de navegar plácidamente por un entorno tan privilegiado.
 Ya de vuelta a El Nido nuestro patrón decidió meterle caña a su bajel, lo que sumado a que el mar estaba un poco picado, hizo que acabáramos totalmente empapados. Afortunadamente, me había agenciado antes del tour una bolsa impermeable, que evitó males mayores en mis aparatos electrónicos.
Fin de trayecto

 A pesar de la turistada y de habernos escamoteado la primera playa, la visita por las Islas Bicuit había merecido la pena. Me hubiera gustado hacer alguno de los otros tours, pero al día siguiente iba a abandonar la isla de Palawan y lo dejaré para mejor ocasión.
 Lo suyo hubiera sido una salida nocturna por el Nido, que se empezaba a animar a la caída de la noche. Pero no andaba yo sobrado de energías y me retiré pronto a mi congestionado pero entrañable albergue. 
 Tras haber visto una parte de las maravillas que contiene este rincón de la isla de Palawan, me preguntaba qué prisa tenía en abandonarla.  Apenas había pasado un día y medio en ella.  
 Esta es la parte negativa de mis viajes relámpago. En cuento me encariño con un lugar, es hora de abandonarlo.
 Pero por otro lado, la perspectiva de conocer nuevos lugares, compensaba con creces la melancolía.
 Otros rincones de las Filipinas esperaban mi visita.