jueves, 29 de junio de 2023

DE LA CIÉNAGA AL PARAÍSO

 Marzo de 1741. En un episodio más de la "Guerra de la Oreja de Jenkins" entre Gran Bretaña y España, la mayor flota jamás vista, al mando del almirante Vernon se interna en la bahía de Cartagena de Indias. Se trata de una ciudad situada a orillas del Caribe que era en ese momento una de las más importantes de la América Española. Confiado en su abrumadora superioridad, el oficial británico manda un correo a Inglaterra para informar de su victoria. Apenas 600 hombres defienden la plaza atrincherados en el imponente Castillo de San Felipe. Con lo que no contaban los ingleses fue con la bravura de estos defensores encabezados por el almirante Blas de Lezo que, gracias a su brillante estrategia consiguió provocar enormes pérdidas a los atacantes. Estos, tras un asedio de más de un mes tuvieron que abandonar la ciudad. De haber caído Cartagena, la situación de España en América se hubiera visto comprometida, y seguramente lo que me hubiera encontrado al visitar la ciudad (caso de haberlo hecho), hubiera sido muy distinto.

 Mientras pensaba en la hazaña de Blas de Lezo y sus soldados, mi autobús se alejaba de Santa Marta y se acercaba a la localidad de Ciénaga. Este hito vino a engrosar mi querida lista de turismo nominal. No quiero hacer analogías muy evidentes, pero mi paso en el vehículo por la ciudad no me permitió observar nada destacable desde el punto de vista turístico. Poco después la carretera se situó en un brazo de tierra dejando el mar a mano derecha y una gigantesca albufera a la izquierda. El paisaje, de gran potencial biológico, estaba un poco descuidado. Pasamos por algunas poblaciones de arquitectura muy discutible. Enseguida me di cuenta que ello no se debía a la falta de sentido estético de sus habitantes, sino a la escasez de recursos. La visión de un niño desnudo paseando solo junto a charcos llenos de suciedad no es de las que se olvidan fácilmente.

 Pronto vendría la ciudad de Barranquilla para distraer de nuevo mi atención. Nos metimos por dentro del casco urbano, por calles más bien anodinas, para acabar parando en una avenida. Allí debíamos recoger más viajeros. Pero el chófer se lo tomó con calma. Tanto que nos dio tiempo a estirar las piernas, comprar deliciosos jugos tropicales en un bar y hasta presenciar un incidente de tráfico entre un joven motorista y un conductor de coche con algo más de edad, pero no de madurez. Casi llegan a las manos, pero gracias a algunas personas que mediaron en la trifulca, no llegó la sangre al río. Como he comentado en alguna otra entrada, la conducción en Colombia es bastante temeraria, por lo que deduzco que estos incidentes deben de ser moneda corriente en el país.

 Afortunadamente a nuestra furgoneta no le pasó nada y pudimos arribar a la legendaria ciudad de Cartagena de Indias a una hora prudencial de la tarde. Si Santa Marta me había parecido movida, Cartagena se me antojaba frenética, habida cuenta del abundante y caótico tráfico que soporta. También tenía cierta precaución por mi seguridad personal. Me habían contado alguna historia de la ciudad que hizo que no bajase la guardia en mi trayecto al albergue. Pasé junto a las murallas de la zona histórica, que me llamaban a gritos. Pero preferí seguir mi camino y poder degustar posteriormente esa parte con calma, libre de mochilas.

 La zona donde tenía mi alojamiento estaba a una distancia razonable del centro y parecía bastante tranquila y segura. No me causó tan buena impresión el albergue, un tanto cutre hasta para mis humildes estándares. Para completar mi, no del todo positiva experiencia, mi cuarto daba a un patio que contaba con un mini bar, en el que no dejaba de sonar machaconamente música local. Evidentemente, una ciudad como Cartagena ofrecía atractivos mucho más poderosos que estar tumbado en una maltrecha litera escuchando rumbas y merengues a todo trapo, así que paré poco tiempo en el lugar.

 La ciudad amurallada de Cartagena cuenta con dos zonas. La primera (Getsemaní), antaño una zona un tanto depauperada, es ahora una zona de moda con gran actividad artística. Muy bonito el arte y todo eso, pero yo lo que quería era palpar la historia. Para ello se prestaba más el Centro. Nada más poner pie en él, me encontré con dos circunstancias desagradables. La primera era la gran cantidad de "acosaturistas" a los que había que sortear continuamente para poder continuar la ruta. El segundo, mucho más doloroso, era la gran cantidad de adolescentes vestidas con ropas ligeras ofreciendo sus servicios carnales. Una vez que conseguí abstraerme de esto, pude empezar a asombrarme ante la maravilla arquitectónica y cultural que supone el Centro Histórico de Cartagena. Calles empedradas, mansiones de vivos colores, iglesias imponentes, plazas singulares... Por momentos me trasladaba en el espacio, a alguna de las maravillas que tenemos en España, o en el tiempo, a los siglos XVII o XVIII. Todo ello bañado por el mítico mar Caribe, que encierra miles de historias de piratas, corsarios y batallas. 

Calles desbordantes de encanto, al que le sumé el mío

 Evidentemente, tamaño despliegue de belleza y buen gusto no estaba exento de unos precios al mismo nivel. Por ello, una vez acabada mi inspección de reconocimiento volví a la zona más humilde de la que procedía para cenar una arepa, una especie de torta hecha a base de maíz. Se trata de un clásico en Colombia, al que me iba a hacer muy aficionado. 

 En un mismo día me había encontrado con dos entornos arquitectónicos absolutamente dispares: el urbanismo improvisado y paupérrimo del entorno de Ciénaga de Santa Marta y el cuento de hadas hecho ciudad que es el Centro Histórico de Cartagena de Indias. Ambos son caras de una misma moneda: Colombia. Un lugar de contrastes con sus maravillas y sus miserias. Como cualquier lugar del mundo, pero en este caso a lo grande.

viernes, 2 de junio de 2023

MINCA

  Con solo dos días en la ajetreada Santa Marta, me había ganado el derecho a un descanso. Nada mejor para ello que Minca, una pequeña población no muy lejana en la distancia, pero con un ambiente muy distinto, en las estribaciones de la Sierra Nevada.

 Pero antes de la calma, hubo que pasar por la tempestad. La furgoneta que debía tomar partía del mercado de Santa Marta, un bullicioso conglomerado de puestos en los que se mezclaban todo tipo de productos, gente, imágenes y olores. Algunos de estos dos últimos no son a los que un habitante del aséptico occidente esté muy acostumbrado. Afortunadamente no tuve que esperar mucho tiempo en un entorno tan abrumador, ya que la furgoneta no tardó en llenarse y partir. En ella me encontré a una joven pareja de franceses no del todo bien avenida. El chico (Félix) me explicó que vivía en Lima y que llevaba un tiempo viajando por Sudamérica. A mitad de camino se unió a su periplo su amiga Astrid, con lo que su libertad de movimientos quedó limitada. Además no eran pareja, por lo que tampoco pototeaban. Me sorprendió la confianza con la que me contaba eso, sobre todo teniendo en cuenta que si me hubiera ido de la lengua con su compañera, le habría metido en un lío. 

 Tras poco más de media hora llegamos a Minca. Llamar a eso pueblo sería pecar de generoso. 4 ó 5 calles, una plaza y algunas casas dispersas. Eso sí, los decibelios per cápita mantenían la media colombiana. Buscando más tranquilidad dentro de la tranquilidad, había reservado un albergue situado a unos 3 kilómetros del pueblo. Así que me despedí de mis compañeros galos y seguí en la misma furgoneta que me dejó en un desvío. Tras un paseo de unos 15 minutos llegué a un idílico enclave junto a un río en el que se ubicaba mi albergue. No perdí mucho tiempo allí, así que me registré, dejé la mochila y acudí a una cascada cercana. La gran cantidad de motos que me adelantaban y los grupos de caminantes que me encontré me hicieron pensar que mi destino no iba a ser un paraje solitario. Así fue. Apenas cabía un alma más en el paraje, del que no puede apreciar su encanto natural.

Al fondo hay sitio

 Me habían recomendado un par de lugares en Minca para ver el atardecer. Así que, tras el fiasco de la cascada, dirigí mis pasos hacia el pueblo. A pesar de su diminuto tamaño, contaba con mucha animación, que alcanzaba su culmen en un recodo junto al río donde se agolpaban decenas, sino cientos de personas solazándose. No duré mucho en tan masificado entorno, y me interné por un camino para buscar una buena puesta de sol. Como en Minca nos conocemos todos, me acabé encontrando con la pareja francesa con la que había compartido transporte. Formando un terceto hispano galo, caminamos un buen rato entre bosques semitropicales y paisajes inigualables. Nuestros pasos nos llevaron a un albergue aún más recóndito que el mío. Con la excusa de probar el chocolate que vendían, lo visitamos y descubrimos un mirador perfecto para nuestros intereses. La vista sobre la sierra, con Santa Marta y el mar de fondo nos dejaron sin palabras. El chocolate, en cambio, de textura bastante líquida, no me pareció gran cosa. Aunque tomado en un lugar tan privilegiado y en tan buena compañía, me supo a gloria.

Sobran las palabras

 Si el momento del ocaso fue memorable, no le fue a la zaga el descenso por un camino oscuro bajo las estrellas, arrullados por los cantos de los innumerables pájaros e insectos que pueblan el lugar.

 En Minca les dije "bon nuit" a mis compañeros y proseguí en solitario por la carretera que subía a mi albergue. Afortunadamente a esas horas no había mucho tráfico, pero tenía que tener cuidado para apartarme cada vez que venía un vehículo.

Hogar, dulce hogar
 Pude llegar a tiempo a mi alojamiento para cenar y me retiré pronto a descansar. Ello me permitió levantarme al alba y visitar la cascada que el día anterior por la tarde no cabía un alfiler. El madrugón valió la pena, ya que me encontré el paraje sin un alma, aparte de la mía , claro. La experiencia agobiante de mi primera visita se convirtió en todo un canto a la paz y el sosiego. 
Esto es otra cosa

 Aún me dio tiempo esa mañana para juntarme en el poblado con la pareja francesa. Dimos un paseo por un camino a las afueras hasta que se me hizo la hora. Me despedí definitivamente de la pareja y volví al apeadero de Minca para salir de tan privilegiado paraje. Como suele pasar en entornos informales, las furgonetas no tienen hora fija de salida, sino que parten en cuanto están llenas. Tuve suerte esta vez, porque fui el último que pudo entrar en el atestado vehículo. Tenía un enlace después y quién sabe cuándo hubiera salido el siguiente transporte.

Amistad franco-española

 La furgoneta me dejó en Santa Marta. Recorrí por última vez sus calurosas calles hasta una mini estación de transporte donde tomé un autobús. Mi estancia en Minca me había cargado las pilas. En buena hora, ya que mi siguiente destino me iba a exigir emplear muchas de mis energías.