jueves, 28 de julio de 2022

PERIPLO BÚLGARO

 Hace 5 años, realicé un viaje que me llevó a Grecia, pasando por Nápoles y Albania. Mientras circulaba en coche con dos amigos locales, junto a la ciudad de Kavala, divisamos unas montañas. Me dijeron que al otro lado estaba la misteriosa Bulgaria. No me faltaron ganas de haber continuado mi recorrido por allí, pero me desvié hacia Atenas y acabé en los Países Bajos.

 Un tiempo después, y tras más de dos años sin hacer un viaje en condiciones, el cuerpo me pedía movimiento con urgencia. Las primeras opciones eran Colombia y Tailandia, pero el astronómico precio de los vuelos, me echó para atrás. Parecía que el destino elegido iba a acabar siendo la vieja Europa, y fue entonces cuando vi la posibilidad de retomar la ruta que en su momento descarté. Iba a visitar Bulgaria. 

 Aprovechando el tirón, busqué la posibilidad de incluir en el itinerario otro país cercano. Un vuelo de vuelta a precio competente desde Belgrado pintaba muy bien. Lo que no pintaba tan bien era el hecho de que, por estar Serbia fuera de la UE, se exigiera a los pasajeros del vuelo hacia España que presentaran una PCR negativa al llegar o que tuviesen la pauta completa de 3 vacunas. No voy a entrar en debates sobre el tema que tanta polémica ha levantado. Simplemente diré que no estaba dispuesto a ponerme otra dosis de la vacuna solo para viajar, ni me apetecía tener que buscarme la vida por Belgrado para que me hiciesen una prueba médica. Así que iba a ser un viaje 100 % búlgaro. Eso sí, no pude evitar preguntarme qué hubiera pasado si no hubiera cumplido ninguno de los requisitos y me hubiera presentado en la policía de fronteras del Aeropuerto de El Prat. ¿Me hubieran prohibido la entrada a mi propio país? ¿Y dónde me tenía que quedar? ¿En tierra de nadie? De locos.

 Decidido el país a visitar, tocaba establecer un plan de ruta. Ciertamente no conocía gran cosa de Bulgaria, y sólo tenía claro que iba a pasar por la capital Sofía y quería visitar Varna, además de alguna otra ciudad costera. Así que en un par de días, que era el tiempo que tenía hasta tomar el vuelo, iba a tomar un curso acelerado de "Bulgaridad" para decidir qué ruta seguir. Además de informarme sobre los posibles destinos turísticos, intenté estudiar un poco el alfabeto cirílico para familiarizarme con los letreros que me iba a encontrar, dando ya por imposible aprender algo de búlgaro.

 Una sorpresa inesperada apareció cuando fui a comprar los billetes de avión. Las compañías de bajo coste han reducido las dimensiones de la maleta de cabina a poco más de una mochila. Mi entrañable maleta pequeña, que tantos kilómetros me ha acompañado, iba a tener que quedarse al margen so pena de pagar un sobrecoste considerable en cada trayecto. No tenía mucho tiempo, y sobre todo no me apetecía nada recorrerme las tiendas de Huesca con un metro en la mano esperando encontrar el bolso de viaje reglamentario. Así que consulté en una tienda on-line y me aseguré de dos cosas: de que la maleta tuviera las dimensiones reglamentariamente niunclavelistas, y de que el envío llegara a tiempo. Por suerte, el martes por la tarde recibí una mochila de dudoso gusto estético (dadas las circunstancias eso me importaba más bien poco) en la que así a primera vista calculaba que me entrarían tres calzoncillos, un par de camisetas, y con suerte, un jersey. Pero la condenada valija parecía que tuviera un doble fondo, ya que iba engullendo prenda tras prenda hasta completar un ajuar competente para, por lo menos, sobrevivir con un poco de decencia durante unos días.

                                La pobre no sabía el tute que le esperaba

 El martes a última hora tenía la maleta hecha, comprados los billetes de avión y reservado el alojamiento para las 3 primeras noches. Como estaba saturado, decidí que el resto del itinerario lo iría reservando sobre la marcha, lo cual no es mala idea, si se hace bien, porque permite adaptarlo a las circunstancias.

 El horario de los vuelos me permitió hacer el trayecto en el mismo día desde Huesca, aunque para ello tuviera que tomar un autobús a las 6 de la mañana, que me dejó en Barcelona. De allí salió mi primer vuelo a Nápoles.  No me faltaron ganas de quedarme en la capital de la Campania, que tan grato recuerdo me había dejado en un viaje anterior. Pero Bulgaria también prometía mucho. Así que tras una espera de unas dos horas en el caótico y bullicioso aeropuerto napolitano, tomé mi segundo vuelo hacia Sofía, a donde arribé ya avanzada la tarde. En el metro que me iba a llevar hacia el centro pagué mi primera novatada. No sabía muy bien cómo usar el billete. Lo pasé por un lector y se abrió súbitamente una compuerta. Cuando quise darme cuenta, ésta se cerró. Pasé de nuevo el billete por el lector, pero me aparecía el mensaje: "billete ya utilizado". Pensé en saltar el torno, pero no quería empezar a tener problemas tan pronto en un país desconocido, así que compré otro billete pagando religiosamente las 1,60 levas (80 céntimos, que no me iban a sacar de rico) y accedí al andén. Media hora después, me apeé en la estación de Serdika y subí las escaleras para poner pie en las calles de Sofía, a la que volvería 11 días después tras un intenso y bien aprovechado periplo.