viernes, 25 de octubre de 2019

NEGROS: NO EMPEZÓ LA COSA CON BUEN PIE

 Tras dos días muy bien aprovechados, me tocaba despedirme de Panglao y Bohol. Para ir al puerto de Tagbilaran disponía de un económico servicio de autobús. Pero su frecuencia irregular y el rodeo que daba hicieron que me viera obligado a recurrir a otros medios de desplazamientos más informales para llegar a tiempo.
 Un motorista se ofreció a llevarme por 250 pesos. Demasiado, si además se tiene en cuenta que no habría sido nada operativo llevar conmigo el maletón.  Por 50 pesos más lo pude hacer con la relativa, aunque mucho mayor, comodidad que me ofrecía un triciclo.


 En el barco me senté junto a un señor occidental de mediana-avanzada edad, que pronto me vio como uno de los suyos y empezó a hablar del pototeo que nos esperaba en nuestro siguiente destino.  Poco se podía imaginar el pintoresco personaje que mi mayor motivación para viajar por las Filipinas proviene de mi gran interés por la historia y cultura del archipiélago.
 Tras poco más de una hora, nuestro buque arribó al puerto de Dumaguete, ciudad situada al sur de la isla de Negros.
Llegando a Dumaguete

  Afortunadamente ya estaba advertido y no contraté un triciclo en el puerto. La abusiva tarifa de 100 pesos, descendía dramáticamente a 10 fuera de las dependencias portuarias (a menos de 100 metros). Y todavía resultaba más económico no cogerlo. Así que aproveché el paseo hasta mi alojamiento para ir tomándole el pulso a la ciudad, que daba la impresión de ser algo menos caótica y bulliciosa que las urbes filipinas que ya había visitado.

 Dentro de mis humildes estándares, me había estirado un poco para reservar un albergue un poco lustroso. El Casa Arrieta contaba con unas críticas superlativas, tanto por sus instalaciones como por la amabilidad de su personal. La encantadora mujer que me atendió y las modernas e impolutas dependencias del establecimiento confirmaron los buenos augurios.
 A pesar de lo acogedor del lugar, no perdí mucho tiempo y enseguida partí a explorar los alrededores. 
 Todavía quedaban bastantes horas de luz, así que le pedí a la anfitriona que me explicara cómo llegar a unas cataratas cercanas. Me desaconsejó la excursión, ya que se preveía lluvia. Pero yo no había ido al otro lado del globo para asustarme por 4 gotas.
 Para llegar a mi destino tuve que acercarme al centro de Dumaguete y tomar un jeepney  al municipio de Valencia, situado a unos 10 km. Como suele pasar por aquellos lares, el espacio del vehículo estaba aprovechado al milímetro, por lo que no se puede decir que tuviese un trayecto muy cómodo.
Parece que el futuro de la cantera del Valencia Basket está asegurado

 Tras una breve visita por la ciudad (que en nada recordaba a su homónima española) intenté buscar la forma de llegar a las cataratas. La oficina de turismo estaba cerrada, por lo que pregunté a un individuo que encontré por la calle. Los tratos informales son moneda de cambio habitual en el país. Así que a los dos minutos estaba montado en su moto rumbo a la aventura. 
 Menos mal que no tuve mucho tiempo de pensar en las consecuencias de una caída en tal circunstancia, teniendo en cuenta que no llevaba casco. Por no hablar de que iba por una carretera desconocida en la moto de un tío al que acababa de conocer.
 En poco más de 5 minutos llegamos a un aparcamiento situado junto al acceso a las cataratas Casaroro. Mi chófer (que se llamaba Fernando, por si ustedes deciden visitar la zona) me dijo que me esperaba allí para cuando volviera.
 Había que pagar entrada para visitar el lugar. Además ofrecían la posibilidad de alquilar un guía. El niunclavelismo se unió a la soberbia y empecé a descender en solitario los cientos de escalones que bajaban al cauce de un río encajonado en un agreste cañón. Todo ello adornado con una frondosa vegetación selvática, que lo hacía ciertamente espectacular.
 Los augurios de mi anfitriona se cumplieron y empezó a llover ligeramente. Lo suficiente para que las rocas por las que debía caminar empezaran a resbalar peligrosamente. Si a eso le sumamos que llegué a un punto donde se acababa la senda y no sabía por donde tirar, el resultado es que me tuve que tragar mi orgullo y volver sobre mis pasos en busca de un guía.
 El conductor seguía cerca de la entrada. Al explicarle mi situación se ofreció para acompañarme hasta la catarata.
 La verdad es que la ruta se las traía, y con la lluvía había que tener mucho cuidado. Ya casi al final me tuve que descalzar para vadear un río con tan mala fortuna que me hice una herida en la planta del pie. 
 Por lo menos, la imponente estampa de las cataratas Casaroro compensó lo accidentado del trayecto que me había conducido hasta ellas.
Llegué salvo y casi sano

 La herida en sí no había sido muy profunda, pero su estratégica situación iba a causarme algunos problemas en el futuro, habida cuenta de mi condición de pateador impenitente.
 La vuelta a Valencia no tuvo, afortunadamente, más incidentes dignos de mención. Me hubiera apetecido darme otro voltio por la ciudad, pero Fernando me advirtió de que el jeepney que estaba a punto de salir era el último del día. Me despedí agradecido de mi improvisado cicerone, al que le pagué lo acordado por el paseo en moto, más un extra por sus servicios de guía, y volví "a casa".
 El sábado por la noche prometía en una ciudad universitaria como Dumaguete. Pero no tenía el pie para muchos bailes y además había reservado una excursión para el día siguiente a una hora temprana.
 Así que me lo tomé con calma e intenté aprovechar la tesitura para descansar. Al fin y al cabo estaba en un lugar cómodo, tranquilo y acogedor. ¿Qué podía fallar?
  Que mi compañero de cuarto se pusiera en plan motosierra, como así fue.
 Mi gozo en un pozo. Aunque al final las emociones y acontecimientos vividos en el día acabaron pesando y terminé visitando la habitación del sueño.