domingo, 6 de enero de 2019

EINDHOVEN: FIN DE TRAYECTO

 Convenientemente para mis intereses finacieros, mi vuelo de vuelta a España no partía desde Ámsterdam, sino desde la ciudad de Eindhoven. Precio de sonora carjadada, gracias a la denostada y poco querida Ryanair.
 Pero no me iba a limitar a ir al aeropuerto y ya está. Quería visitar la ciudad, y ya de paso, hacer lo propio con Utrech, que me pillaba casi de camino.
 Así que, aprovechando la ya mencionada excelencia ferroviaria neerlandesa, me presenté en la estación y pillé el primer tren para Utrech, tras una efímera espera.
 Ir cargado con una maleta, aunque sea de cabina, no es la mejor forma de explorar una ciudad. Así que intenté dejarla en la consigna. Pero aquéllo tenía muy mala pinta. Se trataba de unas taquillas automáticas de pago con tarjeta. Se las veía bastante acorazadas y el hecho de que no hubiera personal ni se le esperara, me hizo desconfiar un poco. Aun así hice una intentona metiendo la maleta en una taquilla. Al intentar hacer el pago, la máquina me lo rechazó. Pero la puerta se había quedado cerrada. Mal asunto. Por suerte, tras 5 sufridos minutos de tocar todos los botones posibles para anular la operación, la puerta se abrió milagrosamente y desistí de intentarlo de nuevo. 
 Con el alivio por la recuperación de la valija y la carga de su peso, empecé a recorrer las bonitas calles de Utrech, que como buena ciudad neerlandesa, contaba con numerosos canales y edificios históricos.
Estampa utrechina

 Pronto me encontré con la oficina de turismo, donde pregunté (masoquista que es uno) si me podían indicar el lugar exacto donde se firmó en 1713 el humillante tratado de Utrech, que aparte de traer a España la casa de Borbón, implicó unas pérdidas territoriales enormes, destacando la de Gibraltar.
 No sé si es que yo soy muy "frikie" de la historia o el joven empleado estaba allí pasando el rato. Pero no tenía ni idea del evento. Afortunadamente, un compañero suyo estaba más avezado en la historia de su ciudad y me indicó el lugar.
 Además de tan valiosa información, me agencié con un mapa de la ciudad que me iba a dar una idea poco afortunada. Entre los hitos que destacaba , aparecía una casa de los años 20, de la que se afirmaba que era un hito de la arquitectura moderna, y que está en la lista de Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
 El problema es que tan publicitada casa aparecía fuera del mapa. Confiando en que no estuviera muy alejada de los bordes del mismo afronté con ilusión la caminata.
 Una vez fuera de los límites de mi plano, tuve que ir preguntando a la gente, y para mi desasosiego, parecía que el villorrio de marras no era muy popular entre sus conciudadanos.
 Por suerte, me encontré a un joven al que tampoco le sonaba, pero que contaba con un potente teléfono con GPS y me pudo indicar con aplomo. Aún me quedaban unos 10 minutos más, pero por lo menos mi agonía ya tenía un final definido.
Para gustos, los casones

 Tras más de media hora de pateada y ya con calambres en los brazos, me topé de bruces con la Casa Rietveld-Schröder, a la que yo añadí la coletilla de "y la madre que la parió". Porque la verdad, es que por mucha UNESCO que la avale, a mí me pareció una mala copia de la Casa Polo de Huesca, que no tiene tanto predicamento. Curiosamente, el simpático individuo que me ayudó a encontrar la casa, apareció mientras estaba yo jurando en holandés para echarle un vistazo.
 Me tocó la inevitable caminata de vuelta al centro, y sin muchas ganas de seguir explorando la ciudad, tomé el primer tren que partía hacia Eindhoven.
Estación de Eindhoven

 Siguiendo con la tónica del día me tocó otra pateadica de una media hora hasta mi alojamiento. Ya había leído que Eindhoven había sido asazmente bombardeada en la Segunda Guerra Mundial, habiendo dejado su casco histórico reducido a la mínima expresión.  Pude dar fe de ello mientras recorría sus pulcras y modernas avenidas hasta llegar a mi destino.
 La oferta hostelera en la ciudad era bastante pobre. Pocos y caros. El que escogí yo, por lo menos tenía un punto de originalidad. Se trataba de un hotel-albergue ubicado en una antigua fábrica de Phillips. No quiere decir que durmiéramos entre puentes grúa y tornos, pero la decoración era de un estilo industrial bastante curiosa. 
Si esto es un hotel, yo soy Rufus


 La habitación no contaba con ventanas, lo cual la hacía muy silenciosa (por lo menos para los ruidos externos) pero un pelín claustrofóbica. Además de ello, el establecimiento no contaba con salas comunes ni cocina, tan solo un bar-restaurante en su piso inferior.
 Salí en cuanto pude de la cueva en pos de la inspección de la capital de Brabante Septentrional.
 No tardé en toparme con, quizá el "monumento" más característico de la localidad, que no era otro que el Phillips Stadium, estadio de fútbol del PSV Eindhoven.
 Segunda vez que menciono Phillips (y aún hay un museo con tal nombre), por lo que se deduce la importancia que la compañía electrónica ha tenido y tiene en la ciudad.
 El tiempo, que hasta ahora estaba siendo estupendo, sacó su cara más neerlandesa, y el cielo se encapotó bruscamente, comenzando a llover. 
 Perdiendo mi proverbial sangre fría, me metí en un Primark para comprar el paraguas más económico que me pudiera sacar del apuro. A pesar de que me costó sólo 5 €, se puede decir que es uno de los paraguas más caros del mundo. A los dos minutos de estrenarlo, dejó de llover, por lo que ponderando costes, me salió a 2,50 €/min.
 Se resistió un poco, pero al fin pude ver algo de casco histórico. Muy poca cosa, la verdad. Pero no es culpa de los Eindhovitas que les cayeran bombas a diestro y siniestro. Sí que lo es que se se cobre a los turistas un suplemento de 3,50 €/noche.  Es la puntilla por si a algún "despistao" se le ocurre hacer turismo en un lugar tan sosainas.
Por lo menos intentan ponerle algo de alegría

 Si no andaba precisamente eufórico, el remate fue pasar por delante del único albergue digno de tal nombre en la ciudad. Los 33 € por habitación compartida me habían parecido un abuso, así que me decanté por mi hotel industrial. 
 Pero a través de los ventanales se veía el salón del albergue con el clásico ambiente mochilero del que carecía absolutamente mi frío y funcional alojamiento. Era la última noche de mi viaje, y la estaba pasando en solitario mientras los huéspedes de aquel albergue disfrutaban de su mutua compañía. Por momentos me sentí como el pobre muchacho de las novelas de Dickens que observa desde la calle hambriento, muerto de pena y envidia como una familia pudiente celebra una cena de alto copete.
Ya de vuelta a "casa" me dediqué a dar una vuelta por los aldededores del hotel. Había leído recomendaciones sobre la zona, pero en un primer vistazo no me pareció nada interesante. Mi segundo escaneo me permitió ver que el área tenía cierto interés. Todos los edificios de la zona estaban diseñados con un estilo industrial, que no se puede catalogar como bello, pero sí como original. Lástima que a esa hora todos los establecimientos estuvieran cerrados, porque ver el barrio en plena actividad hubiera tenido su encanto.
Si esto es un hotel, yo soy Rufus (parte 2)

 Sin mucho más que rascar me retiré a mi funcional pero poco entrañable habitación a dormir. Aún pude pototear un poco a modo de despedida con una estudiante neerlandesa, la cual aún apreció aún menos que yo los "encantos" del hotel.
 Con este gris epitafio, concluyó mi viaje estival en el que había podido enfrentar el imprevisible y entrañable sur de Europa con el poderoso y ordenado norte. En tamaña disputa sólo hubo un vencedor, que fue un servidor.
 

miércoles, 2 de enero de 2019

RECORRIENDO LA REDOLADA DE ÁMSTERDAM

 Ámsterdam es una ciudad que da para varios días de inspección tranquila y exhaustiva. Pero como cuando viajo no soy ni lo uno ni lo otro, en un día y medio ya me la había "ventilado" (con la jugosa propina de La Haya incluida).
 El día que me sobraba iba a ser incluso aún más provechoso que los anteriores.
 En la oficina de turismo me había agenciado una tarjeta que daba derecho a viajar ilimitadamente en transporte público por Ámsterdam y su región.  Mi niunclavelismo, unido a mi afán exploratorio hicieron que la sufrida tarjeta acabara sacando la bandera blanca en señal de rendición conforme avanzaba la exhaustiva jornada.
 Como me suele pasar, la información que había recabado para mi tarea era nula, así que me guié por un mapa que ofrecían con la tarjeta, al que sumé mi legendario talento natural.
 Mi primer destino fue el pueblo de Zaamdam, elegido por puro azar. La apuesta prometía cuando nada más salir de la estación me encontré con algunos curiosos edificios de madera. Pero pronto me di cuenta de que la población elegida no andaba sobrada de encanto.
Zaamdam: De más a menos

 Sin mucho tiempo para lamentarme, busqué un valor seguro y tomé un tren hacia Zaamze Schans. En el mapa aparecían unos molinos muy bonitos y la cosa prometía. 
 En este caso, acerté de pleno. A escasa distancia del pueblo, me encontré con todos los tópicos de Holanda hechos deliciosa realidad: canales, prados, vacas frisonas, casitas de madera pintadas en llamativos colores y unos molinos de auténtica enjundia. Para redondear la jugada, no faltaban las tiendas donde un personal muy folklóricamente ataviado ofertaba queso,  zuecos y otros productos regionales.
Más típico imposible

 El paseo fue de lo más agradable, y no lo fue menos la vuelta al pueblo en una pequeña barca fletada por entrañables personajes locales.
 Yo con esto ya había hecho el día, y había justificado mi viaje a Holanda. Pero aún era pronto y más rincones singulares me esperaran.
 No pude evitar la tentación de engrosar mi ya mítico listado de turismo nominal, al tomar un autobús que me dejó en Edam. No tuve tiempo para degustar sus afamados quesos, pero pude por lo menos llevarme una buena impresión de tan apacible villa.
 Me compliqué un poco la vida intentando llegar andando a la cercana y costera población de Volendam, pero a medio camino vi que me había desviado bastante de la ruta óptima. Así que esperé pacientemente a que apareciera un autobús.
 Mi título de transporte, que hasta entonces había operado de forma impecable, pareció pedirme un descanso, negándose a validar mi trayecto. Puse cara de buen chico a la conductora y me dejó subir. Por lo visto se me había olvidado pasar la tarjeta al bajar de un tren y la pobre ya no sabía ni dónde estaba.
 Entre la inquietud que me había provocado el último suceso y la gran turistada que poblaba sus calles,  no acabé de disfrutar plenamente de los encantos de la pintoresca ciudad pesquera de Volendam.
Volendam

 En el animado paseo marítimo había un puesto de información atendido por una persona de rasgos caribeños. Y no precisamente de las Antillas Holandesas, ya que el curioso personaje parecía ser cubano. Le pedí ayuda con mi problema logístico y con el salero y la gracia que derrochan por esos lares, me dijo mucho, pero no me solucionó nada. Aun así fue un momento divertido e inesperado.
 Como quiera que en Vollendam no había estación de autobuses, volví andando a Edam, donde ya había estado anteriormente.
 La oficina de la estación estaba cerrada. Así que sólo me quedó musitar una oración y subirme en el primer autobús que se dirigía a Monickendam. Parece que el descanso le sentó bien a mi querida tarjeta, que me franqueó el acceso al vehículo y ya no me iba a fallar en todo el día.
 El ya referido pueblo de Monickendam, no era sino una escala en pos del más interesante para mis intereses Marken.
 Pero parece que en Holanda el más tonto hace relojes, y el paseo por el centro de la villa, canales incluidos, no fue, ni mucho menos, tiempo perdido.
 Mi siguiente destino (Marken) era un pequeño pueblo de casitas de madera rodeado por las aguas del mar, excepto por una estrecha lengua de tierra. La sensación de estar en un lugar apartado del mundo era impresionante. Parece mentira que estuviera a sólo unos 20 km de la bulliciosa y cosmopolita Ámsterdam.
"Marken" este pueblo en su agenda y visítenlo

 Visité un museo local, bastante humilde, pero muy ilustrativo sobre cómo era la vida antaño en tan peculiar emplazamiento. De hecho, hasta hace sólo unos años, la actual península era una isla, y hasta que no construyeron la carretera sobre un dique, Marken sólo se comunicaba con el resto del mundo por vía marítima. Sin duda esa es una clave para otorgarle su particular idiosincrasia.
 Me di un paseo por la zona del puerto y decidí cambiar de tercio. Volví en autobús a la Estación Central de tren de Ámsterdam, y sin pensármelo mucho, ya que no quedaban muchas horas de luz, me dirigí en tren a Zandvoort aan Zee. Ese nombre que, así en frío, no da muchas pistas, es la localidad que alberga la playa más cercana a la capital. 
Zandvoor ann Zee

 Con el día tan bueno que hacía, no es extraño que estuviera a rebosar. La verdad es que era una playa bastante competente, aunque me había gustado más la que había visitado en La Haya. 
 Ni iba preparado ni tenía tiempo para darme un baño. Ya que tenía otro destino in mente, que ya había atravesado en el trayecto en tren que me había llevado allí
 Después de haber viajado tanto ese día, no podía ser más atinado el nombre de la ciudad a visitar. Un auténtico Globetrotter no podía dejar de visitar Haarlem.
 La ciudad que dio nombre al popular barrio neoyorquino y a su viajero equipo de baloncesto-espectáculo, fue una inesperada sorpresa. Me esperaba encontrar algo tranquilo, con algunos canales y casas apañadas, pero lo que me encontré fue un centro histórico de gran empaque, muy animado a la par que bonito.
Haarlem

 Quizá hubiera sido buena idea dedicar medio día a tan soberbio escenario. Pero el dios Ra había cumplido su jornada, y ya tocaba regresar a mis cuarteles de invierno.
 Ya en la capital, pensé que aún se le podía sacar algo de jugo a mi ya más que amortizada tarjeta de transporte. Así que, para culminar mi peripecia casi olímpica, tomé un tranvía para visitar el estadio que albergó los juegos de la IX Olimpiada, en 1932.
Espíritu olímpico

 No pude ver gran cosa, ya que el coqueto recinto estaba cerrado a cal y canto, así que sólo pude dar una vuelta de honor por fuera, y bedankt ("gracias" en neerlandés).
 Y en todas las competiciones de gran fondo, y ésta lo había sido, lo último que se espera ver, es el farolillo rojo. 
 Así que, protocolo obliga, cerré mi maratoniana jornada con un paseo por el popular barrio de lenocinio, donde abundan las luminarias de tal color. Tras el tute que me había pegado, huelga decir que se trató de una mera visita de cortesía. Mis energías ya habían sido empleadas en otros menesteres más divulgativos y menos íntimos...