miércoles, 14 de febrero de 2024

ARMENIA: SOLO PARA LOS MUY CAFETEROS

    Filandia, como su nombre puede sugerir, me había dejado un poco frío la noche anterior. Quise darle una oportunidad a plena luz del día. Las casas de colores lucían un poco más, pero tampoco sufrí el "Síndrome de Stendhal". Me di un paseo hasta un mirador de las afueras y ya me gustó un poco más la cosa. Los verdes paisajes semimontañosos que rodeaban la localidad tenían su encanto. 

Paisajes filandeses

 Aprovechando que el albergue ofrecía café a los huéspedes, me tomé mi primer (y también único) "tinto" de mi viaje. No me pareció gran cosa. Pero mi opinión en este ramo no es muy válida, ya que no me gusta ni el sabor del café ni sus efectos excitantes. Más fiable fue la impresión de un compañero italiano al que tampoco pareció entusiasmarle. Por lo que me han contado, el mejor café que se produce en Colombia se destina a la exportación, por lo que el que se consume en el país suele ser "de batalla".

 Siguiendo con mi exploración acerca del popular cultivo tenía pensado visitar el Parque del Café, un establecimiento temático que me habían recomendado, y que estaba situado en la localidad de Montenegro. Para llegar a ella, debía volver a Armenia y tomar allí otro transporte. El turismo nominal me daba la oportunidad de estar en el mismo día en Filandia, Armenia y Montenegro, lo cual es un hito muy difícil de conseguir.

 En poco más de 45 minutos un pequeño autobús me dejó en la estación de transporte de Armenia. Aproveché la cercanía del albergue para cambiarme de ropa (el día anterior había salido con lo puesto) y, sin perder mucho tiempo, volví a la estación para tomar el microbús para Montenegro. El vehículo hacía una ruta por varios pueblos. A su paso por Montenegro hizo parada en un par de calles y siguió. Yo esperaba que se detuviera en una estación de autobuses, pero cuando me quise dar cuenta, ya estábamos fuera del casco urbano, camino de Quimbayá. Apenas entramos en esta localidad, me bajé del autobús. No era lo previsto, pero aproveché la situación para conocer otro lugar.

Quimbayá

 Siendo una localidad fundada a principios del siglo XX, no es Quimbayá un lugar con mucha historia. Pero quedará en mi memoria y en la de la gastronomía niunclavelista el estupendo almuerzo que me metí entre pecho y espalda por unos humildes 11000 pesos (poco más de dos euros al cambio).

 No tuve que esperar mucho hasta que mi transporte salió rumbo a Montenegro. Me bajé, esta vez sí, a tiempo y me puse a explorar la forma de llegar al Parque del Café. El lugar estaba a unos 6 kilómetros de la localidad y se accedía por una carretera con escaso arcén. Eso de morirse tan lejos de casa es un jaleo, así que busqué transporte por el pueblo sin mucho éxito. Hasta que en una calle de las afueras me encontré con una oficina que anunciaba la visita al parque. Lamentablemente, la amable empleada me comunicó que  ya había pasado la hora que habilitaba el último acceso. Tenía planeado abandonar la zona al día siguiente, por lo que mi visita al Parque del Café se dejó para mejor ocasión. Tampoco me causó ningún trauma, ya que he dejado claro que no soy ningún fan de la popular bebida. Más me preocupaba el hecho de que, siendo apenas las dos de la tarde, se me habían acabado los planes para el día. Eso me enfrentaba a mi destino. No podía seguir evitándolo. Me tocaba enfrentarme a la amenazadora e inquietante Armenia.

Montenegro

 Una vez en la ciudad, me planteé la posibilidad de quedarme en mi amplio y cómodo cuarto, libre de todo peligro. Pero mi ansia exploradora se me apoderó, así que, aprovechando que aún quedaban unas horas de luz natural, me dirigí al centro de Armenia. 

 Mis primeros pasos, por una estrecha acera en una calle de cuatro carriles con abundante tráfico, no invitaban al optimismo. Pero al rato empezó a mejorar la cosa y pude alcanzar un casco urbano más amable con el peatón. En cuanto alcancé la calle principal, repleta de comercios y con mucha gente paseando tranquilamente, se disolvieron mis temores. Armenia no era tan fiera como me la habían pintado y me estaba pareciendo un lugar bastante agradable. Eso sí, tampoco es que compita con Florencia o Viena en manifestaciones artísticas. No en vano, aparte de ser una ciudad bastante moderna, fue devastada en un terremoto en 1999. Por ello, sus edificios carecían totalmente de solera, aunque alguno no estaba exento de interés. 

 Aproveché para seguir haciendo probatinas con la comida callejera, hasta que llegó la hora del ocaso. Las calles se empezaron a despoblar y cual si fueran vampiros nocturnos, una gran cantidad de vagabundos despertaron de su letargo. No buscaban, empero, sangre, sino dinero. Los fui sorteando como pude hasta que me alejé lo suficiente del centro como para que su presencia empezara a menguar. Nunca había visto nada igual. Mis primeras y poco favorables impresiones que recibí nada más poner pie en Armenia, se habían cumplido. El motivo de tamaña cantidad de personas sin hogar se debe a una política municipal muy amable para las personas sin techo que además ejerce un efecto llamada para los vagabundos de otras zonas. Puestos a importar, yo prefiero rubiones suecas, pero allá cada cual.

Armenia antes del anochecer

 Con la inquietud en el cuerpo, pero sin mayores incidentes, conseguí llegar a mi alojamiento.  Salí a comprar a un supermercado cercano y en ese momento comenzó a descargar una tormenta de auténtica enjundia. Esperé resguardado un rato para ver si escampaba, pero no había manera. Así que salí a la carrera y busqué un lugar donde cenar. Aunque la atmósfera no era tan tétrica como en el centro, se trataba de una zona bastante humilde. Tampoco soy de frecuentar estrellas Michelín y no estaba el tiempo para dar muchas vueltas. Así que me metí al primer local que vi abierto a esas horas. No se puede decir que la experiencia culinaria brillara con luz propia, pero en ese momento me pareció un regalo poder saciar mi hambre y estar a resguardo, además a precio de risa. La tormenta que reinaba en el exterior, se quedó pequeña ante la que se montó en el interior del local. Mientras estaba empezando a devorar el pollo rebozado, entró un individuo y se dirigió a mí, como único cliente, en busca de comida o dinero. La reacción furibunda de la dueña fue replicada y aumentada por el pedigüeño, conmigo como testigo de la violenta discusión. Pronto vinieron dos familiares de la encargada para despedir al sobresaltado personaje, que no se fue de muy buen grado. Ya más calmada, me explicó que era venezolano, y que de un tiempo a esa parte habían proliferado súbditos de esa nacionalidad por la zona, causando algún que otro problema. También me pidió disculpas por el incidente, pero yo en ningún momento me sentí agraviado. Más bien agradecido de que hubiera defendido con tanta vehemencia a su cliente. 

 Con el pulso aún acelerado tras las emociones vividas en las últimas horas, me retiré a mi alojamiento. Era mi única noche en Armenia, pero a pesar de ello, no tenía ninguna gana de hacer una incursión nocturna como despedida. Había sobrevivido a un pelotón de vagabundos, a un aguacero y a una reyerta. No era cuestión de seguir tentando a la suerte.

jueves, 1 de febrero de 2024

VALLE DEL COCORA, SALENTO Y TURISMO CUASINOMINAL

  Uno de los lugares que más me habían recomendado visitar en Colombia era el Valle del Cocora, que alberga numerosos ejemplares de la palma de cera del Quindío. Se trata de una gigantesca palmera que puede alcanzar los 70 metros de altura. Para acceder a tan pintoresco lugar había que dirigirse primero a la localidad de Salento. 

 Hay veces en la vida que en el camino que nos lleva a lo que deseamos, aparece lo que necesitamos. Algo de eso hubo en este caso, ya que, aunque mi objetivo era visitar el Valle del Cocora, lo que más me gustó de la jornada fue Salento. Esta pequeña localidad es una pequeña delicia. Se sitúa en un entorno privilegiado, rodeada de montañas. El colorido de sus casas y el ambiente apacible que se respira paseando por sus calles contrastan con la bulliciosidad que me acompañó en la mayor parte de mi periplo por el país. 

 Ya tendría tiempo de explorar el pueblo. Lo que me tocaba en ese momento era encontrar transporte para Cocora. En la plaza principal de Salento había aparcados unos todoterreno que, en cuanto se llenaban, salían hacia el parque.  Se fue sumando gente a la expedición, pero a partir de la séptima, paró el conteo. Como en el vehículo cabíamos (bastante apretados, eso sí) diez personas, nos tocaba esperar pacientemente. A menos que a alguien le entraran las prisas. Fue el caso de una familia colombiana, aunque residente en los Estados Unidos, que tenía más dinero que tiempo. Se ofrecieron a pagar a los 3 ocupantes fantasma si salíamos ipso-facto. El resto de pasajeros no pudimos sino ver con muy buenos ojos esta iniciativa que, además de ahorrarnos un tiempo de espera, nos iba a permitir un viaje más desahogado. No contento con hacernos este favor, el padre de familia, con la alegría y el poder que da volver a su tierra habiendo triunfado en un país más próspero, hizo esfuerzos por darnos conversación  y crear un ambiente de grupo en el trayecto.

Valle de Cocora

 Al llegar al valle, el incipiente grupo se dispersó y dispuse de mi individualidad para recorrerlo. La verdad es que el paisaje, dotado de una vegetación frondosa con las altísimas palmas de cera, es espectacular. Había una ruta de varias horas que hubiera hecho muy a gusto. Pero tenía que asegurarme que podía coger el transporte de vuelta. La última expedición salía a media tarde. Por ello, me limité a una pateada más modesta, que fue suficiente para hacerme una idea de la majestuosidad del lugar.

Paisajes majestuosos

 Si a la ida había podido ir bastante holgado, parecía que no iba a ser el caso de la vuelta. Estábamos bastantes personas esperando y solo había en ese momento un coche. Se nos ofreció a los tres últimos ir de pie en la parte trasera. Como no me apetecía esperar al siguiente transporte y me apetecía algo de adrenalina, acepté.  Un servidor y un par de jovencitos franceses lo pasamos pipa agarrados a una barra mientras el conductor del vehículo hacía de las suyas.

 Con más tiempo ahora que por la mañana, pude explorar convenientemente Salento. Sus bonitas calles estaban bastante animadas, con tiendas y locales llenos de encanto. Además cerca del centro había unas escaleras que daban acceso a un mirador con unas vistas excepcionales.

Salento

 En ese momento, en plena tarde, se me abrían varias opciones. Lo lógico hubiera sido volver a Armenia, que era donde tenía reservado el alojamiento. Pero se me hacía muy cuesta arriba volver a un lugar tan áspero desde otro tan plácido.  Salento me estaba gustando mucho y había posibilidad de encontrar alojamiento a precio razonable. Aunque ya había recorrido todo el pueblo y no tenía nada más que ver. Así que aposté por una tercera vía no exenta de riesgo. Me había fijado que en la plaza principal de Salento se podía tomar un transporte a la localidad de Filandia. La tentación de hacer turismo cuasi-nominal fue demasiado fuerte. Así que me subí a la furgoneta y en poco más de media hora de travesía por una irregular carretera, pude alcanzar mi tercer destino del día.

 Mi primera e importante tarea era buscar alojamiento. En internet había encontrado un par de albergues. Me acerqué al de precio más competitivo, pero me indicaron que estaba completo. Me extrañó, porque unos minutos antes se podía reservar a través de una aplicación. Así que salí a la calle, y pasándome de listo, reservé por internet. Volví a entrar al momento para enseñarle al empleado mi flamante reserva. Supuse que la aplicación contaba con un cupo de reservas independiente de las que se pudieran hacer directamente.

 Ir de sobrado por la vida no suele tener buenos resultados. Así, el sorprendido recepcionista, me comentó que debía haber un error en la aplicación, y me confirmó que estaba completo. Aun así, me comentó que podría ocupar una cama en una habitación destinada al personal si así lo deseaba. No estaba en una situación para andarme con exigencias, así que acepté. La habitación en cuestión era bastante humilde. Pero no era eso lo que me preocupaba, sino que mi cama estaba pegada a la contigua. Si me tocaba una motosierra esa noche, estaba vendido.

 Con esa preocupación amenazando mi horizonte nocturno, salí a explorar Filandia. El mayor encanto de la localidad lo proporciona los vivos colores de sus bonitas casas de arquitectura tradicional. Muy bonito, sí, pero en media hora me había recorrido el pueblo. Eran poco más de las 7 de la tarde, ya de noche, y apenas había ambiente en las calles. Salento tampoco es que fuera Nueva York, pero daba la impresión de dar mucho más juego que Filandia. Había cometido un pequeño pero craso error.

Calle filandesa

 Las penas con pan son menos, así que acudí a un humilde restaurante a cenar. Cuando uno no está inspirado, no está inspirado. El establecimiento distaba mucho de la alta cocina, pero el plato elegido (salchipapas) dejaba por manjares mis más desafortunadas probatinas culinarias. 

 Habiendo ya recorrido varias veces las calles con algo que ver en la localidad, me rendí y volví al albergue con la esperanza de que hubiera algo de ambiente en las zonas comunes. No fue así, por lo que, cabizbajo, me retiré a mi habitación. Con bastantes horas por delante antes de poder dormir y sin nada que hacer, me invadió el pesimismo.

 Pero si algo caracteriza a los albergues, es que siempre tienen un margen para la sorpresa, unas veces positivas, otras negativas. Al entrar en el cuarto estaba presente uno de mis compañeros. Se trataba de un joven que llevaba unos días trabajando de recepcionista en el albergue. Era argentino y le gustaba hablar. No hace falta decir más. Normalmente no me gusta escuchar las chapas de la gente, pero en este caso, y dada mi situación, su perorata fue muy bien recibida. Además se trataba de un personaje interesante, por lo que la charla fue bastante entretenida. Así, casi sin darme cuenta se acabó haciendo la hora de dormir. Se puede decir que había salvado la jornada. Y más teniendo en cuenta que mis compañeros de cuarto renunciaron al motosierrismo.

 La improvisación y el talento natural que despliego en mis viajes suelen obtener resultados irregulares. Es lo que me había sucedido esta jornada. Manteniendo la misma estrategia para el día siguiente, era de esperar, como así fue, un resultado parecido.