domingo, 9 de junio de 2019

ALONA BEACH: MÁS DURA PUDO HABER SIDO LA CAÍDA

 Después de haber pasado dos días en una gran urbe, el cuerpo me pedía algo de relax (dentro de lo que yo entiendo por tal). La cercana isla de Bohol parecía el lugar indicado.
 Me despedí de las populosas calles de Cebú con un paseo de unos 25 minutos hasta el puerto. 
 Mientras estaba en la sala de espera,  me vino una mujer ofreciendo un masaje. Aunque el producto era el mismo (más o menos) que se me había ofrecido en mi primera noche en Cebú, el enfoque era completamente distinto. Se trataba de unas mujeres de mediana edad con atuendo de enfermeras, y sus masajes se limitaban al cuello y los hombros, careciendo del "final feliz" que se le presuponía a las anteriores.
 El trayecto en barco no pasó de las dos horas, y sentado en la cubierta fue de lo más agradable.
Surcando el estrecho de Cebú

 Arribamos a Tagbilaran, capital de la isla de Bohol.  Había estudiado la posibilidad de haberme quedado a pernoctar allí. Pero, a pesar de ser una ciudad costera, no tiene mucho encanto. Así que en su lugar, reservé alojamiento en Alona Beach, que como su nombre promete, es un destino playero. No está situado exactamente en Bohol, sino en una isla más pequeña pegada a aquélla y unida por un puente, que obedece al nombre de Panglao.
  Para llegar a Alona Beach tomé un triciclo que empleó una media hora.
Humilde pero espacioso y colorido

 En busca de un poco más de espacio vital, esta vez había reservado un habitáculo igualmente humilde, pero algo menos opresivo. Se trataba de un albergue de estilo hawaiano, muy apropiado para el entorno que lo rodeaba.
 No tardé en salir a explorar ese entorno tan sugerente.
 Así que tomé rumbo a lo que, según mi guía turística, se trataba de una playa apartada y paradísiaca.
El segundo apelativo era un poco exagerado, pero el primero estaba bastante bien traído. Ya que tras la pateada reglamentaria, me encontraba alejado de todo rastro de civilización, en una playa bastante salvaje. Yo seguía caminando en espera de encontrarme con la madre de todas las playas, pero tras un buen rato, ya casi a punto de salirme del mapa, me encontré con un manglar que detuvo mi camino. Mi espítitu robinsoniano había ya cumplido su cuota y decidí regresar.
Playa Danao

 Las altas temperaturas estaban empezando a pasarme factura, por lo que decidí comprar un helado en un humilde colmado. No pude evitar la experimentación adquiriendo un polo con sabor a queso que, como era de esperar con ese gusto, no resultó nada refrescante.
  Para esa noche había reservado una excursión para ver luciérnagas en un río. Astuciosamente no lo hice en el albergue, sino en una agencia del pueblo, ahorrándome 200 pesos. En sí la idea de ver luciérnagas no me decía mucho. Lo que más me atraía era hacer una ruta por el río de noche.
 Una furgoneta nos llevó a un embarcadero situado a unos 30 km, en la isla grande (Bohol).  En la furgoneta íbamos sólo 4 personas, pero en el destino nos juntamos con otros tours y nos montamos en una barca.
 Dando fe de la laxa política en materia laboral del país, unos adolescentes  hacían de guías gobernando  la nave y dando algunas explicaciones. 
  Poco después de comenzar la travesía acercaron el barco a una orilla arbolada y lo detuvieron.
 El tinajero jefe nos señaló uno de los árboles en el que se podían apreciar cientos de puntos luminosos en movimiento, conformando una destacable estampa.
  Seguimos la ruta parando en 4 ó 5 puntos. Era curioso ver cómo las luciérnagas se concentraban en unos cuántos árboles aislados, ignorando al resto. En una de las paradas nos acercamos un poco más y algunas de las luciérnagas se pusieron a nuestro alcance. Uno de los guías atrapó una y nos la fue pasando. Eso sí, aclaro que la interfecta sobrevivió al envite, por lo que puedo afirmar y afirmo que ningún animal fue dañado en la realización de esta entrada.
  Mientras la furgoneta nos llevaba de vuelta al albergue, reflexionaba sobre qué iba a hacer al día siguiente. La idea era clara: visitar la isla de Bohol. Pero podía dejarme llevar por un tour turístico o alquilar una motocicleta y hacerlo por mi cuenta. El espíritu aventurero venció al prudente y me decanté por la segunda.
  Nada más llega al albergue hablé con la encargada y me consiguió el deseado vehículo.  Ya sólo faltaba por pulir un pequeño detalle: no sé conducir motos. La confiada mujer le restó importancia y me puso en contacto con una alberguista que, generosamente, me dio un curso acelerado de arranque y conducción.
 No parecía muy complicado. Pero aun así, solicité hacer una prueba por las inmediaciones.
 Los primeros 10 segundos fueron como la seda. Ángel Nieto ya tenía sucesor. Pero cuando intenté detener el vehículo, pareció tomar vida propia y dejó de responder a mis deseos. Tuve que apearme mientras la moto siguió unos metros en solitario antes de caer estrepitosamente al suelo.
 Si eso me había sucedido en una carretera solitaria, no quería ni imaginarme el tamaño del estropicio que podía causar en un poblado con tráfico denso o en una bajada pronunciada.
 Así que, escarmentando en cabeza propia, le devolví la moto a la señora del albergue, que ya no veía con tan buenos ojos su arrendamiento.
 Ahora sí que estaba claro. Tour guiado en furgoneta, que si se estrella el vehículo, por lo menos no será por mi culpa.
 Aún podía haber rascado 50 pesos reservando la excursión en la agencia de las luciérnagas, pero después del susto que le dí a la señora con la moto, decidí contratarlo en el albergue.
 Ya con el pulso restablecido, me retiré a mis aposentos a descansar. Aunque antes de caer en brazos de Morfeo hice un trabajo de campo en la aplicación de pototeo que daría sus frutos al día siguiente.