viernes, 8 de marzo de 2024

BOGOTÁ: UN POSTRE UN TANTO INDIGESTO

  De buena mañana abandoné Armenia en autobús, rumbo a Bogotá. Como parece haber quedado claro tras mi últimas entradas, la capital del Quindío no es la ciudad más recomendable del mundo. Aun así, hubo gente de Armenia que me previno, mostrándome un panorama mucho peor respecto a la ciudad de Bogotá. Mi avión salía de allí y ya tenía la reserva del albergue hecha, así que seguí mi plan previsto sin alteraciones.

 Los bonitos paisajes y las pocas ganas que tenía por llegar a mi destino, hicieron que el largo trayecto en autocar no se me hiciera muy pesado. No perdí mi oportunidad para seguir haciendo probatinas gastronómicas en una humilde área de servicio. Probé el tamal (una masa de carne envuelta en hoja de plátano) y una bebida llamada masato, de sabor ligeramente ácido. ¿Cuál es el peor trato que puede darle el personal a un cliente en un bar? Escupirle en la bebida. Eso pensaba que me habían hecho cuando me informé de que al elaborar la receta tradicional del masato, la persona que lo prepara utiliza su propia saliva para ayudar en la fermentación. 

 Los efectos que semejante mejunje estaban obrando en mi organismo me preocupaban bastante poco comparado con el temor que me inspiraba la megaurbe que conforma la capital de Colombia. Conforme nos internábamos por sus atestadas y amenazadoras (al menos para mí) avenidas, aumentaba mi inquietud.

 Una vez en la estación, me empecé a relajar un poco comprobando que nadie me venía a asaltar y la gente andaba tan confiada por los pasillos. En previsión de posibles incidentes, o aún peor, una clavada de enjundia, reservé un taxi a través de una popular aplicación. Al rato, el conductor me llamó y me comentó que para entrar en la estación tenía que dar un rodeo muy largo. Me pidió que saliera a una avenida a encontrarme con él. No es el recibimiento más plácido para un turista atemorizado, pero por fortuna pude localizar el vehículo sin muchos problemas. 

La Candelaria: calles con encanto añejo

 Mi albergue estaba situado en la zona de la Candelaria, que fue el núcleo a partir del que se originó la ciudad. Abundan en ella los monumentos, iglesias, y elementos arquitectónicos destacados. Su particular estilo recuerda mucho al de las zonas antiguas que puede haber en algunas localidades de Castilla La Vieja o Extremadura, aunque con más colorido.

 En consonancia con su entorno, mi alojamiento tenía un encanto especial. Estaba situado en una casa solariega reformada y contaba incluso con chimenea. Se trataba de un remanso de paz en la ciudad más bulliciosa de un país no precisamente tranquilo como Colombia.

Un oasis de paz, en un desierto de agitación

 Era viernes por la noche, y la Candelaria, si en algo destaca, es por su animación nocturna. Así que me confundí entre la juventud, como si fuese uno de ellos y salí a dar un voltio por la zona. Mi inspección me sirvió tanto para valorar el encanto arquitectónico de la zona como para comprobar que, sin llegar al nivel de Armenia, Bogotá cuenta con un número significativo de vagabundos pedigüeños. Menos mal que ya tenía el callo hecho y pude retirarme a descansar sin incidentes que merezca la pena nombrar.

 Al día siguiente tenía planeada una excursión a Monserrate,  un  imponente cerro que constituye un más que necesario pulmón verde para la harto congestionada ciudad de Bogotá. Se puede acceder a la cumbre utilizando un teleférico o caminando por una senda. Huelga decir cual fue la opción que elegí, aunque por razones de fuerza mayor, tuve que decantarme por la primera. 

A correr se ha dicho

 Cuando llegué a las faldas de la montaña, observé un gentío y un bullicio inesperados. Se trataba de una carrera de montaña que partía de allí y concluía en la cima. Como consecuencia de ello, los accesos a pie al cerro estaban vetados durante toda la mañana para visitantes. Sin posibilidad de apuntarme a la carrera ni tomar el camino de subida, me vi obligado a utilizar el teleférico. 

 El día había salido bastante nublado, por lo que las vistas desde la cima de Monserrate, uno de los mayores atractivos de la visita, se veían comprometidos. Mientras el funicular iba ganando altura, las nubes se iban cerrando más. Así que cuando llegué a la cima, la densa niebla que la rodeaba impedía cualquier atisbo de vista panorámica. Sin mucho que hacer en el lugar, esperé a que llegaran los primeros atletas de la carrera y descendí de vuelta a la ciudad. 

No lo vi nada claro

 Esperando tener más suerte que en mi visita a Monserrate, me dirigí a una céntrica plaza donde comenzaba el "Free Tour", que nunca puede faltar en mis viajes. El paseo por las zonas más emblemáticas del centro de la capital fue más que interesante. Aunque se pasó de puntillas por el periodo virreinal, que era el que más curiosidad me despertaba. Al llegar a una plaza nos encontramos una peana huérfana de estatua que sustentar. Se nos explicó que recientemente se había vandalizado la figura de Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador de la ciudad. Más allá de la discusión sobre lo que nuestros antepasados hicieron en tierras americanas, es evidente que fundar una ciudad, y más una tan importante como Bogotá, es un hecho destacable y positivo. Aunque los que en su día deshonraron su figura hablaron de él como "más grande masacrador, torturador ladrón y violador". Estos personajes cuyo único mérito es la difamación y el vandalismo urbano y que para mayor INRI ni siquiera son bogotanos, no le llegan ni a la suela de los zapatos a don Gonzalo. Y a las obras me remito.

 En un intento de restablecer la figura del fundador de la ciudad, y por extensión de los conquistadores españoles, había conseguido agenciar dos citas para esa tarde-noche. Debería haber aprendido de mi no del todo exitosa experiencia en Cartagena. Pero a veces, el sentido del honor exige sacrificios que hay que asumir.

 Por si no me estuviera complicando suficientemente la existencia, se me antojó visitar la Zona Rosada, una de las áreas más acomodadas de la ciudad, que cuenta con gran número de bares, clubes y restaurantes. Para ello tenía que tomar el Transmilenio. Se trata de un intento, no del todo exitoso, de descongestionar el pesado tráfico que soporta la capital. Las líneas de autobús que la componen cuentan con carriles exclusivos, lo cual limita bastante el tiempo de unos trayectos que, en condiciones normales serían mucho más lentos. Ciertamente es un alivio, y funciona razonablemente bien. Pero lo que pide a gritos una ciudad como Bogotá es un metro en condiciones. 

 El trayecto era amenizado por todo tipo de personajes (en su mayoría venezolanos) que tanto podían cantar un rap, venderte cualquier cosa o contarte su lacrimógena historia para ganarse unos pesos. No había descanso. En cuanto uno de ellos se bajaba del autobús, otro entraba presto a ocupar su lugar y en ocasiones hasta se solapaban.

 Con más pena que gloria pasó mi visita por la Zona Rosada. A esas horas de la tarde apenas había actividad, y no vi nada que me llamara la atención especialmente. Por lo visto, lo más destacable del lugar es su vida nocturna. Yo iba a tener bastante movida esa tarde-noche, pero no en ese lugar.

 El día se me empezó a complicar cuando mi primera cita me propuso quedar en un centro comercial al que, según ella, era muy fácil acceder a utilizando el Transmilenio. Aunque a la sazón yo estaba viviendo en Madrid, mi pasado oscense se dejó notar cuando en un momento me di cuenta de estaba montado en un autobús que no sabía a donde iba y no tenía ni idea de dónde estaba. Dando más lástima que otra cosa, conseguí que mi cita accediera a acercarse a la Candelaria, que era donde tenía mi alojamiento y me podía orientar mínimamente. Ahora el problema era volver allí. El autobús seguía su trayecto impertérrito mientras yo empezaba a desesperarme. Una amable pasajera detectó mi agobio y se ofreció a ayudarme.  Me explicó donde debía bajarme y qué línea debía tomar para llegar a mi destino. Menos mal, porque a saber dónde podía haber acabado. Aun así, a pesar de las indicaciones, tampoco tenía muy clara la estación donde debía apearme tras cambiar de línea. Se me apoderó la impaciencia y me bajé antes de tiempo. Por suerte contaba con una ayuda. La calles bogotanas se sitúan en forma de damero de norte a sur, en una disposición paralela a la sierra. Gracias a ello pude orientarme y, por lo menos, saber la dirección en la que me tenía que mover para acabar llegando al centro. El problema es que me encontraba en una zona un tanto áspera, en una avenida de cuatro carriles que acababa pasando debajo de un viaducto. No parecía la zona más segura de Bogotá, así que empecé a caminar con paso firme intentando no mostrar mis inseguridades. No fue un paseo plácido pero, afortunadamente, al rato encontré una calle que me conducía a la plaza Bolívar, donde había estado esa misma mañana en el tour. Allí nos había advertido la guía de dos lugares que era mejor evitar. El primero era el barrio de Egipto, situado en la falda de la montaña. El segundo era la zona que estaba recorriendo en ese momento. 

Plaza Bolívar:¡Salvado!

 Con la tensión en el cuerpo aún presente, me encontré con mi cita. Afortunadamente, su carácter cálido y amistoso hizo que mi presión arterial volviera pronto a sus valores habituales. Me contó que era la primera vez que hablaba con un español en persona, y parecía que le hacía ilusión. Es curioso comprobar como lo que para unas personas es rutina, para otras es exotismo. La cita fue muy agradable, pero mi compañera se tenía que retirar a una hora decente. Yo, que no lo soy tanto, aproveché para cuadrar la segunda cita. Otra compatriota suya, con más ánimo festivo ocupó su lugar. Era sábado noche y la zona estaba muy animada. Nos tomamos un par de chichas (bebida alcohólica típica de la ciudad) que parecieron espolear a mi amiga, a la que se le apoderaba el baile. No era mi caso. Al día siguiente me esperaba un madrugón de enjundia y se me estaba acabando el efectivo. Viendo que mi compañera me había otorgado la prerrogativa de abonar las consumiciones en exclusiva, que me tocaba sacar dinero en un cajero (con el consiguiente riesgo y la comisión asociada) y que en el rato que llevábamos mi corazón no había caído aún rendido a sus encantos, decidí que lo mejor sería concluir la cita. No se lo tomó muy bien. Pero no siempre se puede agradar a todo el mundo. Esa noche lo había conseguido con una de dos. Tampoco es mal porcentaje.

 Gracias a mi espantada, pude dormir un poco esa noche. Pero todavía de madrugada tomé un taxi rumbo al aeropuerto. Mis sudores y ajetreos del día anterior en el Transmilenio iba a ser pecata minuta con lo que me esperaba allí. 

 No me funcionaba el "checking-online" por lo que tuve que hacer cola para sacar mi tarjeta de embarque. Por suerte iba con tiempo de sobra. Pero sólo había dos mostradores abiertos, por lo que la cola avanzaba más lentamente de lo deseado y me demoré bastante. Solo me faltaba pasar a la zona de embarque y esperar tranquilamente mi vuelo. Pero me encontré con una cola kilométrica. Y no contenta con ser kilométrica, tampoco avanzaba. Mientras mi margen de maniobra menguaba inexorablemente, me preguntaba cómo iba a salir de esa, y sobre todo, cuánto dinero me iba a costar. Parece ser que el aeropuerto cuenta con un déficit de empleados de inmigración y ese día se estaban dejando notar sus efectos con toda su crudeza. Viendo cómo estaba el panorama, a alguien se le debió encender una bombilla y la cola empezó a moverse. No sé si metieron más personal o éste se relajó en su celo, pero el milagro se produjo. No se puede decir que llegara muy sobrado, pero conseguí entrar en mi avión a tiempo. Las 10 horas de vuelo fueron un agradable pasatiempo comparado con los percances que me habían ocurrido en las últimas horas.

 Y así concluyó mi viaje por tierras colombianas.  Lo que me llevó a ellas fue un retiro de calma e introspección. Aunque lo que mayormente me encontré fue una sucesión de acontecimientos en un entorno bullicioso y agitado. Todos los momentos de apuro que pasé en mi periplo, se dan por bien empleados por haber podido visitar una tierra con unos paisajes cuya belleza solo es comparable a la del corazón de sus gentes.

miércoles, 14 de febrero de 2024

ARMENIA: SOLO PARA LOS MUY CAFETEROS

    Filandia, como su nombre puede sugerir, me había dejado un poco frío la noche anterior. Quise darle una oportunidad a plena luz del día. Las casas de colores lucían un poco más, pero tampoco sufrí el "Síndrome de Stendhal". Me di un paseo hasta un mirador de las afueras y ya me gustó un poco más la cosa. Los verdes paisajes semimontañosos que rodeaban la localidad tenían su encanto. 

Paisajes filandeses

 Aprovechando que el albergue ofrecía café a los huéspedes, me tomé mi primer (y también único) "tinto" de mi viaje. No me pareció gran cosa. Pero mi opinión en este ramo no es muy válida, ya que no me gusta ni el sabor del café ni sus efectos excitantes. Más fiable fue la impresión de un compañero italiano al que tampoco pareció entusiasmarle. Por lo que me han contado, el mejor café que se produce en Colombia se destina a la exportación, por lo que el que se consume en el país suele ser "de batalla".

 Siguiendo con mi exploración acerca del popular cultivo tenía pensado visitar el Parque del Café, un establecimiento temático que me habían recomendado, y que estaba situado en la localidad de Montenegro. Para llegar a ella, debía volver a Armenia y tomar allí otro transporte. El turismo nominal me daba la oportunidad de estar en el mismo día en Filandia, Armenia y Montenegro, lo cual es un hito muy difícil de conseguir.

 En poco más de 45 minutos un pequeño autobús me dejó en la estación de transporte de Armenia. Aproveché la cercanía del albergue para cambiarme de ropa (el día anterior había salido con lo puesto) y, sin perder mucho tiempo, volví a la estación para tomar el microbús para Montenegro. El vehículo hacía una ruta por varios pueblos. A su paso por Montenegro hizo parada en un par de calles y siguió. Yo esperaba que se detuviera en una estación de autobuses, pero cuando me quise dar cuenta, ya estábamos fuera del casco urbano, camino de Quimbayá. Apenas entramos en esta localidad, me bajé del autobús. No era lo previsto, pero aproveché la situación para conocer otro lugar.

Quimbayá

 Siendo una localidad fundada a principios del siglo XX, no es Quimbayá un lugar con mucha historia. Pero quedará en mi memoria y en la de la gastronomía niunclavelista el estupendo almuerzo que me metí entre pecho y espalda por unos humildes 11000 pesos (poco más de dos euros al cambio).

 No tuve que esperar mucho hasta que mi transporte salió rumbo a Montenegro. Me bajé, esta vez sí, a tiempo y me puse a explorar la forma de llegar al Parque del Café. El lugar estaba a unos 6 kilómetros de la localidad y se accedía por una carretera con escaso arcén. Eso de morirse tan lejos de casa es un jaleo, así que busqué transporte por el pueblo sin mucho éxito. Hasta que en una calle de las afueras me encontré con una oficina que anunciaba la visita al parque. Lamentablemente, la amable empleada me comunicó que  ya había pasado la hora que habilitaba el último acceso. Tenía planeado abandonar la zona al día siguiente, por lo que mi visita al Parque del Café se dejó para mejor ocasión. Tampoco me causó ningún trauma, ya que he dejado claro que no soy ningún fan de la popular bebida. Más me preocupaba el hecho de que, siendo apenas las dos de la tarde, se me habían acabado los planes para el día. Eso me enfrentaba a mi destino. No podía seguir evitándolo. Me tocaba enfrentarme a la amenazadora e inquietante Armenia.

Montenegro

 Una vez en la ciudad, me planteé la posibilidad de quedarme en mi amplio y cómodo cuarto, libre de todo peligro. Pero mi ansia exploradora se me apoderó, así que, aprovechando que aún quedaban unas horas de luz natural, me dirigí al centro de Armenia. 

 Mis primeros pasos, por una estrecha acera en una calle de cuatro carriles con abundante tráfico, no invitaban al optimismo. Pero al rato empezó a mejorar la cosa y pude alcanzar un casco urbano más amable con el peatón. En cuanto alcancé la calle principal, repleta de comercios y con mucha gente paseando tranquilamente, se disolvieron mis temores. Armenia no era tan fiera como me la habían pintado y me estaba pareciendo un lugar bastante agradable. Eso sí, tampoco es que compita con Florencia o Viena en manifestaciones artísticas. No en vano, aparte de ser una ciudad bastante moderna, fue devastada en un terremoto en 1999. Por ello, sus edificios carecían totalmente de solera, aunque alguno no estaba exento de interés. 

 Aproveché para seguir haciendo probatinas con la comida callejera, hasta que llegó la hora del ocaso. Las calles se empezaron a despoblar y cual si fueran vampiros nocturnos, una gran cantidad de vagabundos despertaron de su letargo. No buscaban, empero, sangre, sino dinero. Los fui sorteando como pude hasta que me alejé lo suficiente del centro como para que su presencia empezara a menguar. Nunca había visto nada igual. Mis primeras y poco favorables impresiones que recibí nada más poner pie en Armenia, se habían cumplido. El motivo de tamaña cantidad de personas sin hogar se debe a una política municipal muy amable para las personas sin techo que además ejerce un efecto llamada para los vagabundos de otras zonas. Puestos a importar, yo prefiero rubiones suecas, pero allá cada cual.

Armenia antes del anochecer

 Con la inquietud en el cuerpo, pero sin mayores incidentes, conseguí llegar a mi alojamiento.  Salí a comprar a un supermercado cercano y en ese momento comenzó a descargar una tormenta de auténtica enjundia. Esperé resguardado un rato para ver si escampaba, pero no había manera. Así que salí a la carrera y busqué un lugar donde cenar. Aunque la atmósfera no era tan tétrica como en el centro, se trataba de una zona bastante humilde. Tampoco soy de frecuentar estrellas Michelín y no estaba el tiempo para dar muchas vueltas. Así que me metí al primer local que vi abierto a esas horas. No se puede decir que la experiencia culinaria brillara con luz propia, pero en ese momento me pareció un regalo poder saciar mi hambre y estar a resguardo, además a precio de risa. La tormenta que reinaba en el exterior, se quedó pequeña ante la que se montó en el interior del local. Mientras estaba empezando a devorar el pollo rebozado, entró un individuo y se dirigió a mí, como único cliente, en busca de comida o dinero. La reacción furibunda de la dueña fue replicada y aumentada por el pedigüeño, conmigo como testigo de la violenta discusión. Pronto vinieron dos familiares de la encargada para despedir al sobresaltado personaje, que no se fue de muy buen grado. Ya más calmada, me explicó que era venezolano, y que de un tiempo a esa parte habían proliferado súbditos de esa nacionalidad por la zona, causando algún que otro problema. También me pidió disculpas por el incidente, pero yo en ningún momento me sentí agraviado. Más bien agradecido de que hubiera defendido con tanta vehemencia a su cliente. 

 Con el pulso aún acelerado tras las emociones vividas en las últimas horas, me retiré a mi alojamiento. Era mi única noche en Armenia, pero a pesar de ello, no tenía ninguna gana de hacer una incursión nocturna como despedida. Había sobrevivido a un pelotón de vagabundos, a un aguacero y a una reyerta. No era cuestión de seguir tentando a la suerte.

jueves, 1 de febrero de 2024

VALLE DEL COCORA, SALENTO Y TURISMO CUASINOMINAL

  Uno de los lugares que más me habían recomendado visitar en Colombia era el Valle del Cocora, que alberga numerosos ejemplares de la palma de cera del Quindío. Se trata de una gigantesca palmera que puede alcanzar los 70 metros de altura. Para acceder a tan pintoresco lugar había que dirigirse primero a la localidad de Salento. 

 Hay veces en la vida que en el camino que nos lleva a lo que deseamos, aparece lo que necesitamos. Algo de eso hubo en este caso, ya que, aunque mi objetivo era visitar el Valle del Cocora, lo que más me gustó de la jornada fue Salento. Esta pequeña localidad es una pequeña delicia. Se sitúa en un entorno privilegiado, rodeada de montañas. El colorido de sus casas y el ambiente apacible que se respira paseando por sus calles contrastan con la bulliciosidad que me acompañó en la mayor parte de mi periplo por el país. 

 Ya tendría tiempo de explorar el pueblo. Lo que me tocaba en ese momento era encontrar transporte para Cocora. En la plaza principal de Salento había aparcados unos todoterreno que, en cuanto se llenaban, salían hacia el parque.  Se fue sumando gente a la expedición, pero a partir de la séptima, paró el conteo. Como en el vehículo cabíamos (bastante apretados, eso sí) diez personas, nos tocaba esperar pacientemente. A menos que a alguien le entraran las prisas. Fue el caso de una familia colombiana, aunque residente en los Estados Unidos, que tenía más dinero que tiempo. Se ofrecieron a pagar a los 3 ocupantes fantasma si salíamos ipso-facto. El resto de pasajeros no pudimos sino ver con muy buenos ojos esta iniciativa que, además de ahorrarnos un tiempo de espera, nos iba a permitir un viaje más desahogado. No contento con hacernos este favor, el padre de familia, con la alegría y el poder que da volver a su tierra habiendo triunfado en un país más próspero, hizo esfuerzos por darnos conversación  y crear un ambiente de grupo en el trayecto.

Valle de Cocora

 Al llegar al valle, el incipiente grupo se dispersó y dispuse de mi individualidad para recorrerlo. La verdad es que el paisaje, dotado de una vegetación frondosa con las altísimas palmas de cera, es espectacular. Había una ruta de varias horas que hubiera hecho muy a gusto. Pero tenía que asegurarme que podía coger el transporte de vuelta. La última expedición salía a media tarde. Por ello, me limité a una pateada más modesta, que fue suficiente para hacerme una idea de la majestuosidad del lugar.

Paisajes majestuosos

 Si a la ida había podido ir bastante holgado, parecía que no iba a ser el caso de la vuelta. Estábamos bastantes personas esperando y solo había en ese momento un coche. Se nos ofreció a los tres últimos ir de pie en la parte trasera. Como no me apetecía esperar al siguiente transporte y me apetecía algo de adrenalina, acepté.  Un servidor y un par de jovencitos franceses lo pasamos pipa agarrados a una barra mientras el conductor del vehículo hacía de las suyas.

 Con más tiempo ahora que por la mañana, pude explorar convenientemente Salento. Sus bonitas calles estaban bastante animadas, con tiendas y locales llenos de encanto. Además cerca del centro había unas escaleras que daban acceso a un mirador con unas vistas excepcionales.

Salento

 En ese momento, en plena tarde, se me abrían varias opciones. Lo lógico hubiera sido volver a Armenia, que era donde tenía reservado el alojamiento. Pero se me hacía muy cuesta arriba volver a un lugar tan áspero desde otro tan plácido.  Salento me estaba gustando mucho y había posibilidad de encontrar alojamiento a precio razonable. Aunque ya había recorrido todo el pueblo y no tenía nada más que ver. Así que aposté por una tercera vía no exenta de riesgo. Me había fijado que en la plaza principal de Salento se podía tomar un transporte a la localidad de Filandia. La tentación de hacer turismo cuasi-nominal fue demasiado fuerte. Así que me subí a la furgoneta y en poco más de media hora de travesía por una irregular carretera, pude alcanzar mi tercer destino del día.

 Mi primera e importante tarea era buscar alojamiento. En internet había encontrado un par de albergues. Me acerqué al de precio más competitivo, pero me indicaron que estaba completo. Me extrañó, porque unos minutos antes se podía reservar a través de una aplicación. Así que salí a la calle, y pasándome de listo, reservé por internet. Volví a entrar al momento para enseñarle al empleado mi flamante reserva. Supuse que la aplicación contaba con un cupo de reservas independiente de las que se pudieran hacer directamente.

 Ir de sobrado por la vida no suele tener buenos resultados. Así, el sorprendido recepcionista, me comentó que debía haber un error en la aplicación, y me confirmó que estaba completo. Aun así, me comentó que podría ocupar una cama en una habitación destinada al personal si así lo deseaba. No estaba en una situación para andarme con exigencias, así que acepté. La habitación en cuestión era bastante humilde. Pero no era eso lo que me preocupaba, sino que mi cama estaba pegada a la contigua. Si me tocaba una motosierra esa noche, estaba vendido.

 Con esa preocupación amenazando mi horizonte nocturno, salí a explorar Filandia. El mayor encanto de la localidad lo proporciona los vivos colores de sus bonitas casas de arquitectura tradicional. Muy bonito, sí, pero en media hora me había recorrido el pueblo. Eran poco más de las 7 de la tarde, ya de noche, y apenas había ambiente en las calles. Salento tampoco es que fuera Nueva York, pero daba la impresión de dar mucho más juego que Filandia. Había cometido un pequeño pero craso error.

Calle filandesa

 Las penas con pan son menos, así que acudí a un humilde restaurante a cenar. Cuando uno no está inspirado, no está inspirado. El establecimiento distaba mucho de la alta cocina, pero el plato elegido (salchipapas) dejaba por manjares mis más desafortunadas probatinas culinarias. 

 Habiendo ya recorrido varias veces las calles con algo que ver en la localidad, me rendí y volví al albergue con la esperanza de que hubiera algo de ambiente en las zonas comunes. No fue así, por lo que, cabizbajo, me retiré a mi habitación. Con bastantes horas por delante antes de poder dormir y sin nada que hacer, me invadió el pesimismo.

 Pero si algo caracteriza a los albergues, es que siempre tienen un margen para la sorpresa, unas veces positivas, otras negativas. Al entrar en el cuarto estaba presente uno de mis compañeros. Se trataba de un joven que llevaba unos días trabajando de recepcionista en el albergue. Era argentino y le gustaba hablar. No hace falta decir más. Normalmente no me gusta escuchar las chapas de la gente, pero en este caso, y dada mi situación, su perorata fue muy bien recibida. Además se trataba de un personaje interesante, por lo que la charla fue bastante entretenida. Así, casi sin darme cuenta se acabó haciendo la hora de dormir. Se puede decir que había salvado la jornada. Y más teniendo en cuenta que mis compañeros de cuarto renunciaron al motosierrismo.

 La improvisación y el talento natural que despliego en mis viajes suelen obtener resultados irregulares. Es lo que me había sucedido esta jornada. Manteniendo la misma estrategia para el día siguiente, era de esperar, como así fue, un resultado parecido.

viernes, 19 de enero de 2024

MANIZALES Y ARMENIA: DOS CARAS DE DISTINTA MONEDA

  Unos 300 km separaban la Reserva Natural Zafra de Manizales, que era donde, gracias a la hospitalidad de una de mis compañeras del retiro iba a pasar la noche. No iba a ser esa la única muestra de generosidad, ya que otra persona nos iba a llevar en su coche.

 Ni las carreteras ni la orografía colombianas son como las españolas. Así que el viaje nos iba a consumir casi todo el día. No hay problema. Con tan buena compañía y atravesando tan exuberantes paisajes, el viaje puede durar todo lo que quiera. 

 A medio camino nos paramos en un restaurante de carretera. Aprovechando lo competitivo de sus precios, me pude tirar un farol e invité a mis acompañantes. Es lo menos que podía hacer con quienes tan bien se estaban portando conmigo. 

A nuestro paso por Medellín, despedimos a uno de los participantes del retiro que iba en nuestro coche. Vivía en Barranquilla, y había conocido a su pareja (era quien me invitó a su casa de Manizales) en otro retiro de Tantra Yoga. ¿No les parece maravilloso? A mí sí.

Ya era de noche cuando llegamos a Manizales, ciudad de tamaño mediano, situada en el llamado Eje Cafetero del país. Me llamó la atención la orografía de la ciudad, situada sobre un sistema de colinas y valles, que hacen que incluso tenga un teleférico para el transporte público.

 El viaje había sido largo y el cansancio provocó que no hiciera la clásica inspección que me gusta realizar cuando arribo a una nueva ciudad. Lo dejé para la mañana siguiente, con el cuerpo restablecido y el alma plena tras haber sido agraciado con la mítica hospitalidad paisa. Me despedí de mi amiga Marlene, totalmente agradecido, en busca de mi siguiente destino. Pero antes quise explorar un poco la ciudad. Como las distancias en la ciudad son grandes y estaba a las afueras, tomé un autobús urbano. Para un pateador de enjundia como yo, hacer uso de un autobús es un atentado a mi amor propio. Por eso me cuesta orientarme con ellos. Por suerte, le pregunté a un caballero en la parada, que daba la casualidad que había trabajado de conductor en la compañía, y me orientó con gran amabilidad.

Estampa manizaleña

 Manizales fue fundada a mediados del siglo XIX. Por ello carece de un casco histórico con solera. Tiene algunas iglesias destacadas, y como buena ciudad colombiana, mucha actividad comercial. Lo cual no es suficiente para, según mi humilde opinión, considerarlo como un lugar muy atractivo desde el punto de vista turístico. Así que mi paso por la capital del departamento de Caldas no duró mucho. En cuanto recorrí unas pocas calles del centro, me dirigí a la estación del teleférico donde tomé tan particular medio de transporte para apearme en la estación de autobuses. Allí me esperaba un microbús que me iba a llevar a un lugar bastante más áspero que "la Ciudad de las Puertas Abiertas", que es con justicia el sobrenombre de la acogedora ciudad de Manizales.

Manizales desde el aire

 Mi destino no era otro que Armenia, una ciudad estratégicamente situada como base de operaciones para visitar el Eje Cafetero. Pero me habían avisado de que poblaban la ciudad un gran número de vagabundos. Un breve paseo desde la estación de autobuses hasta mi alojamiento, confirmó esa impresión. Pude observar un buen número de personas de apariencia rufianesca, pero afortunadamente aparentaban estar bastante calmados.

 Aprovechando un precio sin competencia, había reservado una habitación individual con cama doble y televisión. Aunque tuviese baño compartido, superaba con mucho mi habitual habitación de hostel, abundante en literas y motosierras. Pero tampoco era cuestión de quedarme todo el día en mi cuarto. Y dado que mis primeras impresiones de Armenia habían sido manifiestamente mejorables, volví raudo a la estación de autobuses en busca de algún destino más apetecible donde pasar la jornada.

jueves, 23 de noviembre de 2023

RETIRO DE TANTRA YOGA: CALIDEZ COLOMBIANA Y SIMPATÍA CATALANA

  El gran día que daba sentido a mi viaje había llegado. El retiro de Tantra Kriya Yoga comenzaba esa misma tarde. Se preveía una jornada de emociones fuertes, por lo que iba a precisar de mucha energía. Nada mejor para ello que meterme entre pecho y espalda un auténtico "desayuno paisa" que, por menos de dos euros al cambio, me ofreció un contundente plato compuesto por arroz, fríjoles, huevos pericos, una arepa con queso, un croissant y un chocolate. Ya podía enfrentarme con todo lo que viniera.

Desayuno paisa: no apto para dietas hipocalóricas

 El retiro iba a tener lugar en una reserva natural situada a algo más de 100 kilómetros de Medellín. Llegar en transporte público hubiera supuesto una odisea. Por suerte, pude acoplarme a una expedición formada por dos participantes del curso que también partían de la capital antioqueña y contaban con vehículo propio. El trayecto de unas dos horas con dos damas con tanta sabiduría como elegancia y simpatía fue un auténtico placer. Y no fue sino un aperitivo de lo que me esperaba en mi destino, que era la Reserva Natural Zafra, un lugar privilegiado para desconectar del mundanal ruido, del que en Colombia van más que sobrados. 

 Solo estábamos 5 alumnos más la profesora, un número perfecto para desarrollar la actividad y confraternizar entre nosotros. Esto último se me facilitó con una de las alumnas con las que tuve la fortuna de compartir una enorme cabaña de dos plantas en la que el espacio vital per cápita superaba con mucho la media de mis alojamientos más habituales. 


La casa por la ventana

 Antes de entrar en materia tuvimos unas horas libres en las que nos dedicamos a explorar la redolada. Aparte de un río muy apetecible para el baño, también había otra zona de retiros bastante competente. Por lo que me contaron, hace unos años, esta zona estaba infestada de guerrilleros, lo que contrasta con la paz que, hoy en día se respira en la zona. 

 Como aún sobraba tiempo, y no me gusta estar ocioso en mis viajes, decidí visitar la cercana localidad de San Rafael de Antioquia, situada a unos 6 kilómetros del retiro a través de una pista sin asfaltar. 

 A pesar de su pequeño tamaño, San Rafael distaba de ser un remanso de paz. Por todas partes se escuchaba música a todo volumen, y el tráfico, a pesar de no ser intenso, sí era ruidoso. No es de extrañar que, viniendo de un entorno tan apacible, no perdiera mucho tiempo en la exploración del lugar. Además, se trataba de una localidad de urbanismo relativamente reciente, por lo que no me llamó la atención desde el punto de vista arquitectónico.

Parroquia San Rafael Arcángel

 A la vuelta me sorprendió el ocaso, por lo que tuve que recorrer el camino con más cuidado. Cada cierto tiempo me tenía que apartar para dejar pasar algún vehículo. Dejando aparte estos momentos, el paseo por un lugar tan apartado fue de lo más agradable. La sensación de estar en un lugar perdido en medio de la nada era total. 

 Los siguientes días transcurrieron en una bendita rutina en la que hacíamos sesiones de Tantra Yoga y comíamos deliciosos manjares vegetarianos en un entorno inmejorable, muy alejado del bullicio (externo e interno) en el que nos encontramos la mayor parte del tiempo. Sin entrar en muchos detalles, las prácticas del Tantra Kriya Yoga consiguen desbloquear canales energéticos y movilizar esa energía. Si eso es algo que nunca viene mal, en mi caso, en mitad de unos mis viajes, siempre extenuantes, fue maná caído del cielo.  

 Aparte de un grupillo con los que compartí el tour por Medellín, apenas había encontrado compatriotas en mi viaje por Colombia. Para mi sorpresa, una mañana que fuimos al bañarnos al río, nos encontramos con una joven de Manresa haciendo sus abluciones. Nos comentó que trabajaba de profesora en uno de los barrios más humildes de Medellín y que estaba conociendo el país aprovechando unos días de vacaciones. Me dio una cura de humildad al contarme los precios a los que había conseguido reservar alojamientos en su recorrido. Además de por su habilidad niunclavelística, se ganó a nuestro grupo por su bonhomía. Tanto que la invitamos a compartir una de nuestras sesiones de yoga, a la que se sumó con agrado.

 Una práctica tan profunda como ésta y en un grupo tan pequeño, hizo que se estableciera una relación muy bonita entre los participantes. Me sirvió también para conocer con detalle el carácter colombiano. Y una de las características que lo definen, además de su dulzura, es su hospitalidad. Prueba de ello es, una vez que comenté que pensaba seguir mi viaje visitando el Eje Cafetero, una persona se ofreció a llevarme en su coche y otra a pernoctar en su casa. Menos mal que no había hecho caso a los agonías que mostraban cara de susto cuando les decía que iba a ir de viaje a Colombia...

miércoles, 8 de noviembre de 2023

BAJOS FONDOS PERO ESPÍRITUS ELEVADOS EN MEDELLÍN

  La ciudad de Medellín se asienta sobre un valle. Los barrios periféricos se desparraman sobre las laderas del mismo y, en líneas generales, cuanto más altos y más alejados del centro están, más humildes son. Una muestra de este urbanismo tan áspero es la Comuna 13, antaño una de las zonas más peligrosas de Medellín. Y eso es mucho decir en la ciudad más violenta de uno de los países más inseguros del mundo en su época. En definitiva, un lugar que un turista debería evitar a toda costa. Pero en muchas ocasiones, yo no soy el turista al uso. Y si en su día visité un lugar como la zona de exclusión de Chernóbil, no iba a desaprovechar la ocasión de poner pie en un entorno con unas circunstancias tan extremas. Pero aunque sea alternativo, no soy un inconsciente. Hoy en día la Comuna 13 ya no es lo que era. Cuentan que ni la policía osaba acercarse a sus calles. Pero una acertada política de renovación ha pacificado la zona y ahora se ha convertido en un lugar muy visitado. De ello dio fe la cantidad de guías turísticos que me asaltaron apenas salí de la boca de metro. Fiel a mis estándares europeos, entre los que aparece una cierta planificación, yo ya tenía reservada la visita.

¡Vamos allá! Pero sin "dar papaya"

 A pesar de los esfuerzos del guía por tranquilizarnos, mi inquietud iba en aumento mientras trepábamos por la ladera y nos internábamos por las angostas callejuelas. Como en todo viaje mínimamente organizado que se precie, nuestra ruta coincidía con ciertos eventos destinados a aportar más ingresos, entre los que hubo espectáculos callejeros, tiendas de recuerdos o galerías de arte. Mi desacuerdo con esta política encontraba consuelo en el hecho de pensar que, en otras circunstancias, los malotes de aspecto rufianesco que nos cantaban un rap o nos dedicaban un baile de break-dance, no se hubieran conformado con los 4000 pesos de propina con los que les obsequié y tan gustosamente recibieron. 

¡Sisas parce! (jerga local)

 Dejando aparte estos temas, el paseo amenizado por las explicaciones del guía, natural del barrio, me sirvieron para ponerme en situación. La vida en este lugar hace unos años era miserable. La autoconstrucción y la improvisación dotaban a la zona de un urbanismo anárquico y carente de servicios. Si a eso se le sumaba su aislamiento, el resultado es que florecieron los negocios  ilegales, especialmente los relacionados con el narcotráfico. Los intentos represivos (contundentes redadas del ejército incluidas) no consiguieron revertir la situación. Mas al contrario, hicieron que el barrio se encerrara en sí mismo y viese con malos ojos a cualquier forastero. Las cosas empezaron a cambiar cuando la política de mano dura cambió por otra más inteligente. Para salvar las empinadas cuestas, se instalaron unas escaleras mecánicas. Se fomentó la creación artística local en forma de murales que dieron otro aire más amable a la zona. Los vecinos empezaron a cuidar más su entorno. Gracias a ello y a la pacificación del lugar, empezó a llegar el turismo, que es actualmente la mayor fuente de ingresos de la comuna.

Urbanismo agreste

 Para esa tarde quería hacerme otro tour por el centro de la ciudad. Tenía tiempo y, después de haber sobrevivido a la Comuna 13, ya no le temía a nada. Por ello decidí hacer los más de 6 kilómetros que me separaban del centro a pie.  Para no complicarme mucho la vida tomé una gran avenida (San Juan) y la seguí sin más. No se puede decir que fuese un paseo muy agradable. La avenida, contaba con un tráfico muy denso y carecía de elementos de interés para un turista, aunque sea tan alternativo como yo. El escaso nivel estético que presentaba la travesía, se desplomó cuando atravesé una zona industrial repleta de talleres. Se me estaba haciendo largo el tema. Por suerte, el paso por debajo de un viaducto me metió de nuevo en la "civilización" y pude llegar, por fin, al lugar de encuentro.

 Mi presunta nostalgia por estar alejado de mi patria, se atenuó grandemente al comprobar que la mayoría de los miembros del tour eran españoles. No fue lo habitual durante mi periplo colombiano, en el que no me encontré con muchos compatriotas. Medellín es una ciudad vibrante, con gran actividad comercial y cultural. Pero no se puede decir que, arquitectónicamente sea muy reseñable. Por ello, lo más interesante del tour fueron las explicaciones del guía. Nos contó cómo era la vida en los años 90 en la ciudad, en la que era un peligro real pasear por sus calles tras el ocaso y cómo había mejorado espectacularmente la seguridad gracias a unas acertadas políticas municipales.  Se lamentaba que muchos visitantes tengan como referencia a Pablo Escobar, aunque por fortuna, personajes como el escultor Pablo Botero han ayudado a aportar otros referentes más luminosos. La gran cantidad de gente que paseaba por las arterias comerciales de la ciudad a esas horas de la tarde, eran la viva señal de que los años de plomo de Medellín habían pasado a la historia. Y me alegré sinceramente que una gentes tan vitales y hospitalarias (de lo mejor de Colombia) pudieran mirar al presente y al futuro con esperanza.

Explorando Medellín

 Además de eso, me encontré con un viejo amigo: el guarapo o jugo de caña, que nos vendieron en un puesto ambulante. Nunca podré recomendar bastante la cata de esta bebida que, por desgracia, es harto difícil (si no imposible) encontrar en España.

 El día había sido bastante completo. Pero a la hora de conocer un país, no hay nada como intimar con sus habitantes, y más si, como es el caso, no andan precisamente escasos de encanto y belleza. Gracias a mi trabajo en el mundo virtual, había apalabrado una cita para esa misma noche. Para ello me desplacé en metro a la zona de Bello, en las afueras. La estampa urbana compuesta por miles de luces que cubrían las laderas del valle en el que descansa la ciudad, era un espectáculo que aún no he podido olvidar. 

 Dicen que la ignorancia es atrevida. Nada más encontrarme con mi cita, me dijo que pensaba que no iba a acudir. Me explicó que la zona de Bello no es de las mejores de Medellín, y que eso echaba para atrás a la mayoría de pretendientes mejor informados que yo. Pero la cosa se complicó cuando empezamos a andar y nos internamos por unas barriadas que no tenían mucho que envidiar a la Comuna 13 que había visitado esa misma mañana. Así que, en cuanto quise darme cuenta, acabé en una humildísima casa de una chica que acababa de conocer, en un barrio a las afueras de Medellín. Pero si algo me caracteriza, es mi sangre fría dentro y fuera de las canchas. Por ello, en esos momentos, en los que lo fácil hubiera sido aceptar la cortés invitación de dormir en su casa, decidí que era más prudente volverme a la mía, en previsión de males mayores. Y es que, dejando cuestiones de seguridad personal aparte, tampoco me gusta precipitar los acontecimientos en temas de pototeo, y esto iba demasiado acelerado para mi gusto. Le expliqué la situación a mi cita, añadiendo que, al día siguiente a primera hora, debía abandonar la ciudad. Pese a una cierta decepción, se lo tomó con deportividad. Y menos mal, porque si no me llega a acompañar a la boca del metro, además de haberme perdido, es probable que hubiera tenido algún encuentro indeseado, habida cuenta de lo humilde del lugar y lo tardío de la hora.

 Mi estancia en Medellín me había causado un gran impacto. A falta de grandes hitos arquitectónicos e históricos, la ciudad ofrece una gran cantidad de contrastes y una energía especial. Y por encima de todo, una genuina representación del pueblo paisa que, en su inmensa bonhomía y hospitalidad, no duda en abrirte las puertas de sus hogares y hacerte sentir como en casa.

viernes, 3 de noviembre de 2023

MEDELLÍN: LO MÁS PELIGROSO FUE LA CARNE DE RES

 Para alcanzar mi siguiente destino (Medellín), tenía dos opciones. Tomar un autobús en una estación a las afueras de Cartagena que iba a emplear unas 14 horas, o coger un vuelo que se ventilaba el asunto en poco más de una hora. Por un lado me apetecía ver paisajes y pasar por pueblos y ciudades para conocer más el país. Pero ello implicaba un madrugón muy importante para tomar el transporte, dejando aparte la paliza del propio viaje. Aunque el vuelo salía más caro, la diferencia no fue tanta para que mi niunclavelismo decidiera. Además, el aeropuerto no estaba lejos de mi alojamiento, así que tras una carrera taxi de apenas 15 minutos, puse el pie en el aeropuerto. Estuve más tiempo esperando en la terminal que volando. 

 El aeropuerto José María Córdova se sitúa a unos 30 km del centro de Medellín. Por seguridad y comodidad, me habían recomendado tomar un taxi al llegar. Buen chico yo para semejantes derroches. Así que tomé un más incómodo pero mucho más barato autobús que me dejó en un lugar relativamente cercano a mi alojamiento. En este caso, la precaución, a la que acompañaba la poco tranquilizadora fama que arrastra la ciudad, vencieron al espíritu aventurero. Por ello ahora sí me rendí y tomé un taxi que, por un módico precio, me llevó hasta mi destino. 

 Se trataba de un albergue de mayor calidad al que estoy acostumbrado, con habitaciones individuales y una decoración bastante aparente. Además estaba situado en El Poblado, una de las zonas más prósperas de la ciudad. A pesar de ello, el precio de la habitación era realmente competitivo, en línea con lo que me pude encontrar en la mayor parte de lugares que formaron parte de mi viaje.

 Como expliqué al principio de mis crónicas colombianas, la "excusa" para visitar ese bello país era realizar un retiro de yoga tántrico. Esta variante la conocí a través de un podcast. Precisamente uno de los autores pasaba consulta en su casa de Medellín como asesor espiritual y sentimental. No podía perder la oportunidad que se me presentaba, así que agencié una sesión con él.

 Su consulta estaba situada en la zona de Laureles, un tanto alejada de donde me alojaba. Pero no tanto como para no hacerlo andando, con lo cual, aparte de ahorrarme unos pesos y hacer algo de ejercicio, me permitía conocer la ciudad. Con cierta precaución (la palabra Medellín aún acojona) pero con el ánimo elevado, empecé a patear por las bulliciosas calles de la capital de Antioquia.

En Medellín también se venera al cineasta turolense

 A medio camino me encontré con una estación de autobuses, que contaba con gran cantidad de establecimientos de comida. Era la primera oportunidad para degustar la gastronomía local, y no se puede decir que fuera muy exitosa. El plato de res era abundante y variado, además de económico. Pero la carne de bóvido no parecía de la mejor calidad y presentaba una textura correosa. No es de extrañar que, habida cuenta del esfuerzo energético que hizo mi organismo para digerir el ágape, otros sentidos redujeran sus prestaciones. Es lo que sucedió con mi orientación. Empecé a dar vueltas por la redolada sin acertar con la ruta a seguir, hasta que me di cuenta de que el tiempo se me iba y no iba a llegar a la cita. Me tuve que rendir y contratar un taxi que, con menor emoción pero mayor seguridad, me dejó en la zona de Laureles. Es esta una zona acomodada, al igual que el Poblado. Ya tendría tiempo de conocer otros barrios más ásperos al día siguiente.

 Esteban me recibió en su casa, que sentí como mía en todo momento, tal fue su trato cercano y hospitalario. Además, teniendo en cuenta mi desplazamiento y que solo íbamos a tener una sesión presencial, el terapeuta puso todo de su parte para maximizar el efecto de la consulta. Por si eso fuera poco, cuando acabamos me acompañó a la boca de metro más cercano y me ayudó a comprar el bono de transporte.

 Antes de regresar a mi albergue hice una visita a un hipermercado cercano. Aparte de curiosear por los numerosos productos nuevos ante mis ojos, compré algo de comida para hacerme la cena. En un país donde la restauración es tan barata, no es gran ahorro prepararse la comida. Pero, astuciosamente,  confiaba en alternar en el hostel mientras me preparaba la cena. Además pude comprar algunas piezas de fruta tropical, que tanto echo de menos cuando estoy en España.

Una habitación para mí solo. Todo un lujo

 Mi jugada dio sus frutos, ya que cuando llegué a la cocina del albergue había un joven súbdito francés preparándose la cena. Tras una animada conversación, nos retiramos a nuestros aposentos. Casi no me creía que iba a tener una habitación (pequeña, eso sí) para mí solo. Como nunca la felicidad es completa, el aislamiento acústico brillaba por su ausencia, por lo que se escuchaban nítidos los ruidos del pasillo y de la terraza. Pero nada comparable a las motosierras que me he encontrado en mis viajes. Así que pude descansar en condiciones. Al día siguiente iba a necesitar energía para enfrentarme a todo lo que una gran urbe como Medellín puede ofrecer.