miércoles, 13 de marzo de 2019

PUERTO PRINCESA

 A falta de un transporte público conveniente, me tocó tirar de taxi para ir al aeropuerto de Manila. No está muy alejado del centro, pero los sempiternos atascos manileños hacen que haya que dejar un margen grande de tiempo para evitar disgustos.
 Aunque para disgustos, el que me  llevé cuando me cobraron más de 20 € por facturarme la maleta en el aeropuerto. Lo cual es una barbaridad, teniendo en cuenta que el vuelo apenas superaba los 60 €.
 En poco más de una hora, puse el pie en el coqueto aeropuerto de Puerto Princesa, la capital de la pintoresca isla de Palawan. 
 Desde el albergue que había reservado, me habían escrito un correo donde recomendaban tomar un triciclo (un sidecar muy empleado en el país) que no debería costarme más de 100 pesos. Éste fue el montante que me solicitó el primer conductor al que pregunté, lo cual me evitó el latoso proceso de regateo.
 Las calles de Puerto Princesa presentaban el bullicio habitual de las urbes filipinas, pero viniendo de Manila, me parecieron de lo más plácido.
Colorido isleño

 En poco más de 10 minutos llegué al albergue, donde a falta de huéspedes, me recibió un abundante cortejo de gatos y perros.
Pronto apareció el anfitrión que, aparte de mostrarme su hospitalidad, me ofreció un par de excursiones para el día siguiente: una a un río subterráneo y otra a las islas de una bahía cercana. No sonaban mal, sobre todo la última, pero antes tenía que estudiar la situación con la inteligencia que me caracteriza dentro y fuera de la cancha.
 Mi principal objetivo en la ciudad era visitar una fortaleza española, que tenía entendido que estaba por la zona. Pronto me enteré de que esa construcción no estaba allí, sino en Taytay, una ciudad bastante al norte. Esto es lo que pasa cuando se improvisa.
De AxeEffect - Trabajo propio, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=18361323

 Salí a inspecionar la ciudad y aparte de una iglesia bastante competente y un paseo marítimo muy tranquilo, no vi gran cosa destacable.
 ¿Quién iba a pensar que una ciudad con un nombre tan sugerente como Puerto Princesa, situada en una isla paradisiaca iba a ser tan poco atractiva? ¿Nadie me podía haber avisado de eso antes de haber reservado dos noches?
 Mientras daba un garbeo por los incontables comercios (de eso no le faltaba) de la ciudad, me planteaba la estrategia a seguir.
 Aunando niunclavelismo, gastronomía local y una cierta salubridad, cené en un Jolybee, cadena filipina de restaurantes de comida rápida bastante competente.
 De vuelta al albergue, ya de noche, me costó orientarme por las escasamente iluminadas calles en forma de cuadrícula.
 Mientras consultaba el mapa del móvil para ver dónde andaba, se combinó el bocinazo de un triciclo con la irregularidad del terreno para que, en un momento de despiste, perdiera el equilibrio y cambiase abruptamente mi posición vertical por la horizontal.
 Un golpe en el hombro y unas laceraciones en las rodillas fueron las limitadas consecuencias de tan aparatoso incidente.
  Mi móvil de escaso coste demostró su rusticidad al no sufrir ni un rasguño, a pesar de haber salido despedido. Yo tuve, en cambio, que adquirir algodón y desinfectante en una farmacia cercana.
 Por suerte no estaba lejos del albergue donde pude lamerme las heridas. 
 Para acabar de rematar la jugada, se me despegó el enésimo apaño que llevan mis legendarias e inmortales gafas, quedando suelto un cristal.
 Viendo que no era mi noche, decidí prescindir de la prevista expedición nocturna por la ciudad y fui a charlar un rato con el anfitrión del albergue. Antes de nada, le comenté que sólo iba a estar una noche aunque había reservado dos y que no iba a hacer ninguna de las excursiones que me había propuesto.
  No se lo tomó nada mal. Además me dijo que como ya lo había pagado por internet no me podía devolver la noche de más (yo contaba con ello), pero que me podría quedar otro día sin coste a la vuelta de mi periplo isleño si lo solicitaba.
Humilde pero acogedor

 A pesar de las heridas de guerra dormí bastante bien esa noche. Y a ello ayudó que fuera el único huésped del albergue. Un poco triste, pero bueno para el descanso nocturno.
 A la mañana siguiente sólo me faltó un bastón y un lazarillo mientras andaba por las borrosas calles de Puerto Princesa en busca de una ferretería. En ella pude comprar pegamento para reparar mis maltrechas a la par que indispensables gafas. 
 La isla de Palawan aún tenía mucho que ofrecerme y yo quería verlo claro.

2 comentarios:

Tyrannosaurus dijo...

Las caídas mas tontas a veces pueden resultar desastrosas. El 31 de diciembre pasado (para acabar bien el año), sufrí una cuando jugaba al fútbol con mi vástago. Lo que al principio no parecía ser nada más que un doloroso golpe acabo revelándose con el paso de los días como una rotura de los ligamentos del dedo pulgar, lo que me obligo, incluso, a tener que pasar por el quirofano y actualmente, aún sigo en rehabilitación. Me alegro que en tu caso todo quedara en unas magulladuras y un cristal despegado.
Supongo que la isla de Palawan promete sorpresas en tus próximas entregas. Me preguntaba si tuviste oportunidad de ver algún tarsier, esos monitos diminutos típicos de Filipinas que parecen primos hermanos de Amedio, el inseparable compañero de nuestro entrañable Marco.

Rufus dijo...

Los tarsiers los vi, pero no en Palawan, sino en la ilsa de Bohol. En su día hablaré de ellos.
Espero que te recuperes pronto y vuelvas por tus fueros.