jueves, 1 de febrero de 2024

VALLE DEL COCORA, SALENTO Y TURISMO CUASINOMINAL

  Uno de los lugares que más me habían recomendado visitar en Colombia era el Valle del Cocora, que alberga numerosos ejemplares de la palma de cera del Quindío. Se trata de una gigantesca palmera que puede alcanzar los 70 metros de altura. Para acceder a tan pintoresco lugar había que dirigirse primero a la localidad de Salento. 

 Hay veces en la vida que en el camino que nos lleva a lo que deseamos, aparece lo que necesitamos. Algo de eso hubo en este caso, ya que, aunque mi objetivo era visitar el Valle del Cocora, lo que más me gustó de la jornada fue Salento. Esta pequeña localidad es una pequeña delicia. Se sitúa en un entorno privilegiado, rodeada de montañas. El colorido de sus casas y el ambiente apacible que se respira paseando por sus calles contrastan con la bulliciosidad que me acompañó en la mayor parte de mi periplo por el país. 

 Ya tendría tiempo de explorar el pueblo. Lo que me tocaba en ese momento era encontrar transporte para Cocora. En la plaza principal de Salento había aparcados unos todoterreno que, en cuanto se llenaban, salían hacia el parque.  Se fue sumando gente a la expedición, pero a partir de la séptima, paró el conteo. Como en el vehículo cabíamos (bastante apretados, eso sí) diez personas, nos tocaba esperar pacientemente. A menos que a alguien le entraran las prisas. Fue el caso de una familia colombiana, aunque residente en los Estados Unidos, que tenía más dinero que tiempo. Se ofrecieron a pagar a los 3 ocupantes fantasma si salíamos ipso-facto. El resto de pasajeros no pudimos sino ver con muy buenos ojos esta iniciativa que, además de ahorrarnos un tiempo de espera, nos iba a permitir un viaje más desahogado. No contento con hacernos este favor, el padre de familia, con la alegría y el poder que da volver a su tierra habiendo triunfado en un país más próspero, hizo esfuerzos por darnos conversación  y crear un ambiente de grupo en el trayecto.

Valle de Cocora

 Al llegar al valle, el incipiente grupo se dispersó y dispuse de mi individualidad para recorrerlo. La verdad es que el paisaje, dotado de una vegetación frondosa con las altísimas palmas de cera, es espectacular. Había una ruta de varias horas que hubiera hecho muy a gusto. Pero tenía que asegurarme que podía coger el transporte de vuelta. La última expedición salía a media tarde. Por ello, me limité a una pateada más modesta, que fue suficiente para hacerme una idea de la majestuosidad del lugar.

Paisajes majestuosos

 Si a la ida había podido ir bastante holgado, parecía que no iba a ser el caso de la vuelta. Estábamos bastantes personas esperando y solo había en ese momento un coche. Se nos ofreció a los tres últimos ir de pie en la parte trasera. Como no me apetecía esperar al siguiente transporte y me apetecía algo de adrenalina, acepté.  Un servidor y un par de jovencitos franceses lo pasamos pipa agarrados a una barra mientras el conductor del vehículo hacía de las suyas.

 Con más tiempo ahora que por la mañana, pude explorar convenientemente Salento. Sus bonitas calles estaban bastante animadas, con tiendas y locales llenos de encanto. Además cerca del centro había unas escaleras que daban acceso a un mirador con unas vistas excepcionales.

Salento

 En ese momento, en plena tarde, se me abrían varias opciones. Lo lógico hubiera sido volver a Armenia, que era donde tenía reservado el alojamiento. Pero se me hacía muy cuesta arriba volver a un lugar tan áspero desde otro tan plácido.  Salento me estaba gustando mucho y había posibilidad de encontrar alojamiento a precio razonable. Aunque ya había recorrido todo el pueblo y no tenía nada más que ver. Así que aposté por una tercera vía no exenta de riesgo. Me había fijado que en la plaza principal de Salento se podía tomar un transporte a la localidad de Filandia. La tentación de hacer turismo cuasi-nominal fue demasiado fuerte. Así que me subí a la furgoneta y en poco más de media hora de travesía por una irregular carretera, pude alcanzar mi tercer destino del día.

 Mi primera e importante tarea era buscar alojamiento. En internet había encontrado un par de albergues. Me acerqué al de precio más competitivo, pero me indicaron que estaba completo. Me extrañó, porque unos minutos antes se podía reservar a través de una aplicación. Así que salí a la calle, y pasándome de listo, reservé por internet. Volví a entrar al momento para enseñarle al empleado mi flamante reserva. Supuse que la aplicación contaba con un cupo de reservas independiente de las que se pudieran hacer directamente.

 Ir de sobrado por la vida no suele tener buenos resultados. Así, el sorprendido recepcionista, me comentó que debía haber un error en la aplicación, y me confirmó que estaba completo. Aun así, me comentó que podría ocupar una cama en una habitación destinada al personal si así lo deseaba. No estaba en una situación para andarme con exigencias, así que acepté. La habitación en cuestión era bastante humilde. Pero no era eso lo que me preocupaba, sino que mi cama estaba pegada a la contigua. Si me tocaba una motosierra esa noche, estaba vendido.

 Con esa preocupación amenazando mi horizonte nocturno, salí a explorar Filandia. El mayor encanto de la localidad lo proporciona los vivos colores de sus bonitas casas de arquitectura tradicional. Muy bonito, sí, pero en media hora me había recorrido el pueblo. Eran poco más de las 7 de la tarde, ya de noche, y apenas había ambiente en las calles. Salento tampoco es que fuera Nueva York, pero daba la impresión de dar mucho más juego que Filandia. Había cometido un pequeño pero craso error.

Calle filandesa

 Las penas con pan son menos, así que acudí a un humilde restaurante a cenar. Cuando uno no está inspirado, no está inspirado. El establecimiento distaba mucho de la alta cocina, pero el plato elegido (salchipapas) dejaba por manjares mis más desafortunadas probatinas culinarias. 

 Habiendo ya recorrido varias veces las calles con algo que ver en la localidad, me rendí y volví al albergue con la esperanza de que hubiera algo de ambiente en las zonas comunes. No fue así, por lo que, cabizbajo, me retiré a mi habitación. Con bastantes horas por delante antes de poder dormir y sin nada que hacer, me invadió el pesimismo.

 Pero si algo caracteriza a los albergues, es que siempre tienen un margen para la sorpresa, unas veces positivas, otras negativas. Al entrar en el cuarto estaba presente uno de mis compañeros. Se trataba de un joven que llevaba unos días trabajando de recepcionista en el albergue. Era argentino y le gustaba hablar. No hace falta decir más. Normalmente no me gusta escuchar las chapas de la gente, pero en este caso, y dada mi situación, su perorata fue muy bien recibida. Además se trataba de un personaje interesante, por lo que la charla fue bastante entretenida. Así, casi sin darme cuenta se acabó haciendo la hora de dormir. Se puede decir que había salvado la jornada. Y más teniendo en cuenta que mis compañeros de cuarto renunciaron al motosierrismo.

 La improvisación y el talento natural que despliego en mis viajes suelen obtener resultados irregulares. Es lo que me había sucedido esta jornada. Manteniendo la misma estrategia para el día siguiente, era de esperar, como así fue, un resultado parecido.

2 comentarios:

Tyrannosaurus dijo...

Realmente las vistas del valle de Cocora parecen espectaculares. Supongo que como en la mayor parte de los países tropicales, el turismo "natural" o de la naturaleza, supera con creces al que el turismo urbano puede ofrecer. Supongo que la fauna también sería interesante aunque quizás por la presencia cercana del Homo sapiens decidiera no hacer acto de presencia.

Rufus dijo...

Ciertamente lo que más me llamó la atención del viaje fue la exhuberancia de los paisajes tropicales. Me imagino que en su día, esa sensación fue mucho mayor cuando los españoles de la época arribaron a estas latitudes, viniendo de un lugar tan seco como muchas partes de la Península.
Aparte de algún caballo utilizado para el turismo y algún ave indeterminada, poca fauna me encontré, dejando aparte la humana.