jueves, 27 de febrero de 2025

OTEANDO LA OTRA ACERA

 Como dice el famoso refrán, "allá donde fueres, pototea lo que pudieres". Siempre es bueno dejarse guiar por la sabiduría popular. Así que previamente a viajar a Tailandia me apunté a una página llamada "Thaifriendly", con la que, según me prometían, iba a encontrar el amor. Lamentablemente, esta promesa solo se estaba cumpliendo a medias, porque lo que abundaba en los contactos que estaba consiguiendo era el amor mercenario. Eso en el mejor de los casos. Porque por otro lado, también estaban otras dizque mujeres que usaban la aplicación como cebo para engancharme en operaciones con criptomonedas. No tengo nada en contra del llamado "oficio más antiguo del mundo", ni del universo de la inversión, pero como me dijo un profesor en su día, "cada cosa a su tiempo y en su lugar". Cuando ya estaba a punto de rendirme, contacté con un perfil que trabajaba en un sector no relacionado con el lenocinio y no me hablaba de las bondades de abrirme una cuenta en Binance. Además parecía simpática y aunque digan que eso no importa, a ustedes no puedo mentirles, importa mucho, sus fotos mostraban a una persona muy atractiva. ¿Demasiado buena para ser verdad? No, era un perfil auténtico. Entonces, ¿dónde está el truco? No hay truco. Bueno, hay un detalle con cierta relevancia... Se trataba de una mujer transexual. Entonces, ante la disyuntiva de tener sexo de pago, invertir en criptomonedas bajo la tutela de una desconocida o quedar con una mujer transgénero, elegí esta última. También podía no haber hecho nada, pero yo no viajo a miles de kilómetros de mi casa para seguir con mi rutina habitual. Además, hay que tener en cuenta que la presencia habitual de "ladyboys" es algo que caracteriza al país asiático, por lo que la cita iba a tener un componente cultural costumbrista. Vamos, que si me pongo estupendo, hasta podría pedir una subvención al Ministerio de Cultura, al de Igualdad, o a ambos dos.

Un buen pototeador tiene que estar bien alimentado

 Para una cita, y más siendo poco habitual como la que tenía, hay que ir bien alimentado. Por ello, acudí a un restaurante vegetariano situado cerca de mi albergue. Que fuera vegetariano, no quiere decir que fuera inofensivo. Los platos que me pedí, guiado solamente por su aspecto visual, picaban como demonios, por lo que ni siquiera pude terminarlos. Encendido por el ardor estomacal, me dirigí a mi cita, que iba a ser en la zona de Siam. Se trata de una zona comercial situada a aproximadamente una hora de donde me encontraba. Aprovechando que tenía tiempo de sobra, decidí ir caminando hacia mi destino. Como creo que he dejado claro en mis anteriores entradas, Bangkok no es el lugar ideal para darse un paseo. Pero en este caso, dejando aparte algunos tramos de tráfico denso, pude transitar por calles más o menos soportables y observar algo del día a día de los sufridos vecinos de la capital tailandesa. En el camino me preguntaba si acudir a una cita de esas características era de ser muy hombre o muy poco hombre. Pero a estas alturas de mi vida, tampoco es que sea algo que me preocupe demasiado.

El futuro ya está aquí

 
La zona de Siam me sorprendió por su ambientación futurista. Trenes elevados, pasarelas peatonales, anuncios luminosos, rascacielos... Enseguida volví al presente en cuanto apareció mi cita. Contrariamente a lo que suele suceder, el filtro de la realidad, le sentaba mejor que el de sus fotos. Además de ser alta y tener un tipo estupendo. Con esas características, uno pensaría que se trataría de una "cara estaca" o una persona soberbia. Nada más lejos de la realidad. Se mostró muy simpática y accesible. De hecho, ese día estaba trabajando, y dejó sus faenas (no debía tener un día muy ocupado) para estar hablando conmigo durante bastante rato. Lo único malo de la cita fue la clavada que nos metieron en el local (Starbucks). Para que se hagan una idea, con lo que me costaron las dos consumiciones, me podría haber dado un masaje tailandés de una hora. Pero esa clavada se da por bien empleada por el rato tan agradable que pasé.

 Y si en el Starbucks me habían tomado el pelo de forma figurada, en otro humilde local que encontré en mi camino de vuelta, lo iban a hacer de forma literal. Un trámite como un simple corte de pelo, puede ser una nueva experiencia si se hace como parte de un viaje al extranjero. Cuando hay interés y ganas, las barreras de comunicación se salvan fácilmente. Aunque el peluquero no hablaba inglés (ni yo tailandés) nos pudimos apañar. Me enseñó unas fotos de modelos capilares y elegí un corte degradado que iba a causar furor durante mi viaje. Además, para rematar la faena, me puso una toalla caliente por el cuello y me hizo un masaje. Todo por 140 baths (4 €), que completé con una merecida propina.

Como niño con peinado nuevo

 El crepúsculo se estaba apoderando de Bangkok. La zona de Chula estaba plagada de restaurantes y puestos de comida. La desbordante vitalidad de la ciudad, que al principio me abrumaba, estaba empezando a conquistarme. A tal punto de que, aprovechando la flexibilidad con la que había programado mi viaje, decidí quedarme otro día en la capital. También influyó en mi decisión la buena disposición de mi cita para volver a vernos al día siguiente. ¿Cruzaría la última frontera?

Chula: por fin algo de turismo nominal


jueves, 13 de febrero de 2025

SEGUNDO DÍA EN BANGKOK: PENITENCIA PARA EL ALMA Y PARA EL CUERPO

 Tras la noche pecaminosa, el nuevo día me permitía expiar mis pecados relacionados con la lascivia visitando algunos de los numerosos templos con los que cuenta la ciudad.

 Mi primer destino fue el denominado Gran Palacio de Bangkok, situado a una distancia fácilmente caminable de mi albergue. Se trata de un complejo de edificios que incluye el antiguo palacio real y algunos templos. La cosa prometía, y más cuando comprobé las oleadas de turistas que se encaminaban al lugar. Miles de personas no pueden estar equivocadas. 

 El acceso al complejo es bastante raro. Se tiene que bajar por unas escaleras mecánicas a un gigantesco subterráneo desde donde se pueden tomar distintas salidas. Una de ellas lleva a la puerta del Palacio. 500 baths me costó la broma. Menos mal que se podía pagar con tarjeta. El efectivo es un valor preciado en Tailandia. En muchos sitios es la única forma de pago admitida. El caso es que no puedo decir que esos 15 € al cambio fueran una buena inversión. El conjunto monumental tenía su aquél, pero a mí no me dijo mucho. A ello contribuyó la gran cantidad de gente que abarrotaba el complejo. Casi antes de abandonarlo vi que había un museo de trajes incluido en la entrada, entre los que se podían ver modelitos de la reina de Tailandia. Fue lo único que me llamó la atención de la visita.

El Palacio no me acaba de convencer 

 A la salida del recinto me agencié un sombrero Trilby para sobrellevar el sol tropical y me dispuse a pasar el Rubicón. En este caso el Chao Prayha, que es el río que atraviesa Bangkok. En el muelle se podían coger barcos que hacen una ruta entre paradas (como una línea de metro pero por el río), unos barcos turísticos que te enseñan la ciudad  o uno que simplemente pasa de lado a lado sin complicarse la vida. Ese es el que me convenía, sobre todo por su bajo precio (4,5 baths). En un santiamén estaba en la otra margen, donde me encontré un bullicioso mercado frecuentado en su mayoría por gente local. Es curioso como a los turistas nos gusta encontrar lugares para no turistas, como si renegáramos de nuestra naturaleza. El caso es que yo estuve tan a gusto chafardeando por los puestos, con precios realmente económicos pero con la pena que supone la limitación de viajar sin una maleta digna de tal nombre a la hora de adquirir mercancías.

Atascos hasta en el río

 Di un paseo por la margen derecha del Chao Prayha hasta que me encontré con un templo (Wat Arun). En este solo cobraban 200 baths, y además daban una botella de agua con la entrada, así que decidí visitarlo. Esta vez acerté de pleno. La decoración del edificio, a base de conchas marinas, le da un toque peculiar. Además, me metí en uno de los templos, me puse en la postura del loto mirando a Buda y, por primera vez desde que había puesto el pie en el aeropuerto de Madrid, encontré la calma.

Este sí que me gustó

 Con algo más de claridad mental, volví a la margen izquierda del río tomando otro barquito desde un muelle situado junto al templo y seguí pateando la ciudad. Un turista cutre como quien les escribe no podía dejar de visitar Khao San Road, la denominada "zona de los mochileros". Se trata de un conjunto de calles repletas de bares, puestos de venta y alojamientos enfocados a los visitantes extranjeros que acuden a la capital tailandesa. Resumiendo, es un concentrado de los tópicos que uno espera cuando visita el país asiático. Contrariamente a la tónica poco amable para el peatón que caracteriza Bangkok, las calles de Khao San Road son tranquilas y apacibles para el paseo, aunque en algunos tramos la densidad de viandantes sea un poco elevada. Aproveché mi visita para hacerme con una guía de viajes de segunda mano, muy actualizada y sobre todo, a un precio más que competitivo. Ya podía visitar el país convenientemente informado.

Khao San Road

 Entre los numerosos cantos de sirena que sonaban por Khao San Road a un viajero ávido de experiencias locales como yo, destacaba el de los masajes tailandeses. La cantidad de locales que ofrecen ese servicio en el país es enorme. Como también es habitual que el personal de los mismos (mayoritariamente femenino) esté en la puerta intentando captar clientela. Si me dieran un euro por cada vez que escuché la palabra "massage" al pasar delante de una de estos locales en mi viaje, ahora sería cieneurista. 

 En este caso, hice gala de mi sangre fría, asociada a mi ya mítico niunclavelismo, para postergar la experiencia y acudir a un salón más económico, que había visto en una calle menos comercial. En el imaginario colectivo (o por lo menos el mío), la idea de un masaje tailandés implica la presencia de una señorita de muy buen ver haciendo unos pases sensuales y delicados. Ese constructo mental se empezó a resquebrajar cuando comprobé que mi masaje iba a ser realizado por un congénere. Y se derrumbó totalmente cuando el buen señor empezó a apretarme los gemelos con tanta fuerza que pensaba que me los iba a arrancar. Es que un masaje tailandés bien hecho (y este lo era) no consiste en suaves caricias. Implica presiones profundas y el uso de la fuerza. No se puede decir que pasara un rato plácido y agradable, pero la sensación que dejó en mi cuerpo fue intensa y reparadora. Y el precio, de escándalo. 250 baths (poco más de 7 euros) por una hora.

 Los masajes tailandeses, aparte de dejarte molido y provocarte agujetas por todo el cuerpo, dan mucha hambre. Nada mejor para solucionar esta circunstancia que un paseo por Chinatown. Su calle principal era un hervidero de puestos callejeros de comida, bares y restaurantes. Aproveché la gran oferta y lo competitivo de los precios para hacer probatinas de todo tipo a cuenta de mi estómago, que resistió bien el envite. Así, manjares desconocidos por mis lares españoles como bolas de taro fritas o el helado de durián engrosaron mi lista de experiencias culinarias. Con este epílogo gastronómico di por concluida mi jornada y me retiré a mi albergue, que estaba a una distancia razonable y paseable. Mis problemas para conciliar el sueño a una hora decente continuaban, pero cuando estoy de viaje siento una energía casi inagotable, por lo que no me preocupó demasiado.

Foto desenfocada de Chinatown: si no les gusta, no entienden de arte

 Bangkok seguía siendo una ciudad áspera y abrumadora, pero estaba empezando a apreciar lo mucho que puede ofrecer a quien esté dispuesto a darle una oportunidad de conocerla.