sábado, 4 de enero de 2014

Barcelona es bona

 Dediqué mi última mañana en Estocolmo a visitar con más calma los lugares que había recorrido a la carrera con mi amigo Johan. La capital sueca volvía a ser la ciudad luminosa, pulcra y ordenada que esperaba. A última hora me encontré con el museo Abba que no visité por falta de tiempo, y sobre todo por los 25 euros que costaba la entrada.
A pesar de ello, si alguien se merece un museo, es el cuarteto sueco. ¿Quién no ha tarareado alguna vez una de sus canciones? ¿Qué fiesta pachanguera que se precie no incluye uno o varios de sus "hits"? Su música directa y vibrante ha llegado a todo tipo de público y sigue tan vigente hoy como desde sus orígenes en los setenta. Todo ello sin caer en el mal gusto, y por mucho que les pese a los críticos musicales. Dan, sin duda, una imagen muy positiva de Suecia al resto del mundo.
Museo de(L) Abba
 Antes de coger el autobús al aeropuerto me di un pequeño homenaje. En este viaje, mis comidas habían sido, por lo general muy humildes. Así que aproveché el buffet libre de un Pizza Hut para ponerme hasta arriba de pizza, recuperando uno o dos kilos de los que, seguramente había perdido esos días.
 En el autobús hacia el aeropuerto, se sentó delante de mí un rubión que ya me era familiar. La había visto en el barco que me trajo de Gotland, se sentó también delante mio en el autobús que llevaba a Estocolmo desde el ferry, la veía ahora y me la volví a encontrar en el avión a Barcelona. Está visto que la repetida frase de que "en Huesca nos conocemos todos", se puede aplicar también a cualquier lugar del mundo.
 Llegué a Barcelona a última hora de la tarde. Ya no había conexión con Huesca, así que hice de la necesidad una virtud y decidí ampliar mi viaje un día más, haciendo noche en la ciudad condal.
 Para ello había reservado un albergue en la zona de Sants. Ya me hacía la idea de que mi viaje internacional había concluido y esperaba un ambiente español. Nada más lejos de la realidad, y no porque la atmósfera fuera independentista. El albergue estaba lleno de extranjeros. En mi cuarto coincidí con un mexicano, un británico y una pareja finlandesa. Hice buenas migas con esta última y me comentaron que, como muchos de los alberguistas, se alojaban allí para ir a ver la final de la supercopa de fútbol entre el F.C.Barcelona y el Atlético de Madrid.
 Me invitaron a acompañarlos al estadio y lo hice para ver el ambientillo, ya que ni tenía entrada ni estaba dispuesto a pagar en la reventa por ver ese partido (al fútbol sólo voy cuando me sale gratis, no solamente por niunclavelismo, sino porque no me motiva mucho).
 Durante el paseo hacia el estadio, la marea humana se hacía mayor por momentos, hasta llegar al tumulto en las proximidades del Nou Camp. La chica me comentó que le habían robado la mochila el día anterior mientras hacía acrobacias con su monopatín cerca de las Ramblas. Se sorprendía del hecho de que en unos instantes en que dejó de prestar atención a su mochila, ésta había "volado". Ya pueden hacer esfuerzos Ana Botella con divertidas ocurrencias  o Artur Mas mandando cartas por el mundo para vender la moto, que el recuerdo que se llevará esta pareja (no sin cierta razón) es que España (o Cataluña, para el caso será lo mismo) es una tierra de chorizos.
 Al llegar a la puerta de entrada me despedí de mis amigos fineses y volví al hostel. Allí copaban la sala de estar y la cocina un enorme grupo de franceses. Le pregunté a la que parecía la monitora y me comentó que se trataba de un grupo que estudiaba arte dramático y habían venido a Barcelona a hacer un espectáculo callejero.
 Esa noche dormí bastante bien. Definitivamente me había habituado a las habitaciones compartidas.
 El desayuno del albergue fue de auténtica enjundia, en calidad, cantidad y variedad. Y eso que iba incluido en los módicos 13 euros de la reserva.
 Seguí apurando mis vacaciones y decidí pasar casi todo el día en Barcelona. Dejé la maleta en la consigna del albergue y fui a ver mundo.  Cogí dirección norte y vi al fondo la imponente silueta de la iglesia del Tibidabo y allí me dirigí.
Vista desde el Tibidabo
 Patea que te patea llegué a la base del teleférico. Allí pregunté si se podía ir andando y me dijeron que me llevaría un rato, pero que era factible. Tomé una senda que rodeaba la montaña y empecé a andar. Debí coger mal algún desvío porque veía que el Tibidabo se alejaba. Pregunté a un hombre y me dijo que, más adelante podría coger otro camino para retomar la ruta. Seguimos andando un rato de animada charla, presenciando unas vistas privilegiadas sobre Barcelona. Tomé el desvio y me perdí, apareciendo en la base de la torre de Collserola.  De allí fui al parque de atracciones del Tibidabo.
 Había estado de niño y quería evocar recuerdos. De hecho me planteé pagar la entrada y visitarlo. Pero eran 28 €, y pude visitar una parte de libre acceso. Ahí me di cuenta de que muchos recuerdos infantiles están muy mitificados. Y que cosas que parecen enormes cuando eres pequeño, no son tan espectaculares cuando se es adulto ( fisiológicamente,al menos).
 Ya no me quedaban ganas de subir las escaleras hacia el templo del Tibidabo, así que volví por otra senda y tras un buen rato montaña abajo, regresé a la "civilización". Aún apuré mis últimas horas para callejear por Barcelona antes de coger el autobús de vuelta a casa. A diferencia de otras ciudades, con un centro monumental y un extrarradio anodino, Barcelona me parece una ciudad en la que no hay desperdicio, toda ella es interesante. Ya lo dice el refrán: "Barcelona es bona si la bolsa sona". Y en mi caso, incluso si la bolsa no sona.
 Con esta entrada cierro el ciclo dedicado a mis viajes estivales. A partir de ahora volveré a hablar de la actualidad. Aunque tal y como andan las cosas actualmente no sé si será buena idea.


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