miércoles, 13 de agosto de 2014

Múnich (y II)

Había que mejorar urgentemente la austeridad de mi dormitorio. Así que lo primero que hice en mi primera mañana en Múnich fue ir a comprar un cojín al que había echado ojo la tarde anterior. Por sólo 2,5 € ya tenía el problema del confort resuelto.
 Antes de visitar el centro, y como me pillaba más cerca, me dirigí rumbo a la zona que albergó los Juegos Olímpicos de verano de 1972, tristemente recordados por el secuestro de parte de la delegación israelí a manos de terroristas palestinos.
Espíritu olímpico
 La mayoría de recintos utilizados en dicho evento siguen en pie, pero no parece que se les haya dado mucho uso últimamente. De hecho, algún pabellón parecía tapiado y la mayoría de ellos mantienen el entrañable aire de los 70. Lo cual no quiere decir que la zona esté descuidada, ya que las instalaciones cuentan con un lago rodeado de una especie de parque bastante agradable. Además había instaladas unas ferias con gran número de atracciones y chiringuitos.
 Tras empaparme del espíritu olímpico era hora de, por fin, visitar el centro. Como el resto de ciudades alemanas, Munich también fue gravemente dañada en la Segunda Guerra Mundial. Pese a ello, una muy buena labor de reconstrucción ha dejado un centro histórico bastante interesante, que conjuga bien edificios monumentales y comerciales. La afluencia tanto de turistas como consumidores, hace que estas calles tenga una actividad frenética.
Todavía no
 Quizá el edifico más característico es la torre del ayuntamiento, en el que destaca un simpático carillón compuesto por un gran número de personajes. Como iban a ser las 2 en punto me quedé mirando para arriba como un pasmarote, desistiendo tras unos minutos en los que allí no se movía nada. Luego me enteré de que la "representación" sólo tenía lugar a las 11,12 y 17 horas (esta última sólo en verano).

Seguí pateando por las inmediaciones del centro hasta que el cielo se encapotó de repente. Lo que parecía una tormenta de verano se asentó como una lluvia en condiciones, de la que ya convenía guarecerse, ante la ausencia de paraguas o chubasquero. Me refugié en un soportal esperando en vano que amainara el temporal. Hasta que me di cuenta de que ese portal era la entrada a una exposición fotográfica gratuita. La verdad es que unas fotos se ven mucho más bonitas si estás en un lugar cerrado y afuera llueve a mares. Cuando parecía que  la lluvia amainaba, salí de mi refugio, rumbo al Jardín Inglés, que es el mayor parque de la ciudad. Allí presencié una escena de lo más curiosa. En un río que atravesaba el parque había una zona de rápidos que era aprovechada por unos individuos para hacer "surfing", ante la atenta y sorprendida mirada de numeroso público desde un puente.
"Surfing" urbano
 Ya se acercaban las 5 de la tarde, así que marché pitando a la plaza del ayuntamiento. Diez minutos antes de la hora, volvió a llover con fuerza. Allí no tenía refugio, así que acabé empapado. Pero por lo menos pude ver el simpático espectáculo del carillón, que debió durar más de 10 minutos.
 Tras un rato de más pateada, y viendo que la lluvia no cesaba, decidí que era hora de volver "a casa". Para evitar mojarme tenía dos opciones: coger el tranvía o comprar un paraguas. El precio era parecido, pero pensé que el paraguas me podría servir en el futuro. Así que compré víveres para hacerme la cena y fui andando al albergue protegido por mi flamante paraguas.
 La lluvia paró justo a tiempo para que pudiese deleitarme con un delicioso atardecer a mi paso por un palacio cercano al albergue, que contaba con su correspondiente lago.
 Lo primero que hice nada más llegar fue pedir una manta más en recepción. No sólo no me pusieron ninguna objeción, sino que la empleada me ofreció otra más, sabiendo cómo se las gasta la noche muniquesa en esa carpa.
Delicioso atardecer
 Después de cenar, vi que, otra vez se había montado la fiesta en torno a una hoguera como la noche anterior. Todos parecían amigos de toda la vida, y me vi un poco aislado ante tanta camaradería. Era pronto para dormir, así que fui a dar una vuelta para ordenar mis ideas. El entorno del albergue no tenía ningún interés a esa horas, así que tuve que volver y enfrentarme a la soledad rodeado de gente, que es la peor de todas. Pero no me quise rendir y me puse alrededor del fuego, en segunda fila. Allí vi que, aunque mucha gente estaba en animada conversación, otros estaban simplemente mirando el fuego. Y me di cuenta de que mucha gente se debía sentir como yo, aunque lo estuviera disimulando. Así que usé un truco que se me había ocurrido y le pregunté a una coreana que dónde dormía. Como el 80 % de los alberguistas, me dijo que en la carpa, a lo que yo le dije con forzada sorpresa que éramos compañeros de habitación. Eso bastó para ponerme a hablar con ella y un chaval de Boston que estaba al lado. Luego me di cuenta de que la mayoría de la gente reaccionaba muy bien cuando les hablabas. Ya había entendido la filosofía del lugar. Lástima que fuera mi última noche.
Gracias a las dos mantas de más y a mi nuevo cojín, pude dormir en unas condiciones mucho mejores. La capacidad de adaptación del "Homo Viajerus" es impresionante.


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