martes, 10 de marzo de 2015

Constanza

 Habiendo visitado ciudades comunistas, enclaves montañosos y cascos urbanos medievales, ya casi sólo me faltaba un día de playa para redondear mi periplo por la Europa oriental. El destino elegido fue Constanza, localidad bañada por el Mar Negro, y principal puerto de Rumanía. 
 No faltó quién me miró con extrañeza por visitar una ciudad portuaria, recomendándome que, en su lugar acudiera a Mangalia, donde,por lo visto había mucho más ambiente.
 Pero seguro que ellos no tienen un mítico atlas de los años 70 como yo, donde aparececían un par de fotos del puerto de Constanza. Una de las mejores cosas de hacerse mayor es que puedes llegar a lugares donde de niño sólo podías soñar.
 El viaje de unas 3 horas en autobús transcurrió por una anodina autopista, cuyo hito más reseñable fue el ver a lo lejos la única central nuclear con la que cuenta el país.
Puerto de Constanza
 Tampoco el panorama iba a mejorar mucho una vez alcanzada la estación de Constanza. A falta de una orientación clara a la hora de buscar el centro urbano, me dirigí hacia el mar. Atravesando vías férreas y paisajes desolados, conseguí llegar al puerto, donde destacaban la gran cantidad de grúas y el tonelaje de los buque amarrados. Turismo alternativo 100 %.
 Estuve un buen rato vagando entre muelles y almacenes semiabandonados hasta que pude encontrar una salida a la "civilización".
 Bordeando la costa, me encontré con un impresionante casino estilo "Art Nouveau", que, por las pintas muy descuidadas, daba la impresión de llevar muchos años cerrado.
Casino
 Tras pasar junto a un humilde puerto recreativo pude, por fin, alcanzar el centro histórico, donde aparte de un par de palacetes y unas ruinas romanas, no había mucho más destacable.
 Mi paseo fue brevemente interrumpido por una joven que estaba haciendo una colecta para ayudar a un niño al que no recuerdo muy bien qué problema le acuciaba. Le ofrecí 1 leu (unas 40 pts.), que fue recibido con muy poco entusiasmo, y hasta diría que desprecio.
 Allí aprendí una lección importante: es mejor no dar nada que dar poco. En el primer caso, sólo piensan que eres un "agarrao". En el segundo caso, piensan lo mismo, y además que eres un pusilánime. Otra opción es dar mucho, pero yo no duermo en albergues y llevo un móvil de antepenúltima generación para andar luego haciendo gala de desprendimiento.
 Visto que el casco urbano no daba mucho más de sí (es una ciudad relativamente grande, pero de arquitectura, cuando menos discutible), me dirigí a la playa.
 Si no hubiera ido en plan "talento natural", podría haber visitado un complejo turístico bastante potable llamado Mamaia, que estaba a apenas 3 km de la ciudad. Pero no fue así y debido a mi ignorancia, me tuve que conformar con las playas de Constanza, que no son gran cosa, pero tienen su punto.
 Sin llegar a las masificaciones levantinas, las playas estaban bastante concurridas. El baño en el mar Negro era mi objetivo evidente. Lo malo es que en mi mochila llevaba la cartera, el móvil y el billete de vuelta. Demasiados huevos en el mismo cesto, y más teniendo en cuenta el susto que me había llevado en Varsovia con el extravío de mi cartera. Y por qué no negarlo, también pesaba el prejuicio que se ha ido formando en mi mente cada vez que leo en el periódico que "un rumano" ha cometido un delito en España.  Por ello, mi baño, duró apenas un minuto, que además no pude disfrutar relajadamente.
No es Benidorm, pero se defiende
 En este caso, mis prejuicios estaban bastante injustificados. El ambiente de la playa era muy tranquilo y familiar. Bastante gente dejaba confiadamente sus bolsas en la arena mientras se bañaban, había un puesto de venta de libros e incluso en los urinarios públicos quedaba papel. En resumen, en cualquier playa española se percibe más riesgo de que tu bolsa "vuele" si la dejas sola mientras te bañas.
 Si el baño no fue relajante, si lo fue la cerveza "Skol" que me tomé en un chiringuito en primera línea de playa al pírrico coste de 3 lei (menos de 1 euro).
 Aún me sobraba algo de tiempo para callejear por la ciudad, sin ver nada destacable. Da la impresión de que Constanza ha vivido tiempos mejores y presenta una cierta decadencia.
 Otras tres horas de viaje de vuelta y llegada ya de noche a Bucarest. Como era mi última noche, no quise dejar de visitar una réplica del Arco del Triunfo, a la que llegué tras una larga pateada. Mi decepción fue mayúscula al comprabar que estaba en obras y lo habían tapado con un toldo. 
  La vuelta al albergue sirvió para que los "amigos" de las "señoritas de vida alegre" (eufemismo desacertado donde los haya) que poblaban la calle del mismo, me hicieran su última invitación, que fue cortésmente rechazada.
 Al día siguiente me esperaba un viaje al corazón de Rumanía.

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