jueves, 26 de marzo de 2015

Brasov

 El viaje en tren desde Bucarest hasta Brasov fue largo, pero se hizo ameno por  los paisajes. Una vez que abandonamos la llana y más bien seca Valaquia, nos adentramos en los Montes Cárpatos que ofrecían unas vistas de gran belleza.
 Ya en Brasov, tocó la habitual pateada desde la estación al hostel, atravesando impersonales barrios de estética comunista.  Mientras caminaba me temía que me habían dado el "tocomocho" al decirme que se trataba de una de las ciudades más pintorescas de Rumanía.
 Me instalé en el albergue, que no sólo era barato y tenía muy buena pinta, sino que además regalaba un cervezón por cada día de estancia. El recepcionista me ofreció también un viaje por los castillos cercanos para el día siguiente. Lo dejé en suspenso a expensas de ver lo que me podía ofrecer la ciudad.
 El centro ya era otra cosa. La arquitectura típica de la zona, con edificios muy bien restaurados, y el entorno montañoso dan un encanto especial a la ciudad.
 Aproveché lo moderado de los precios para comer de menú en una terraza como un marqués. No me extraña que en Rumanía los McDonald's y similares no tenga mucho predicamento. Por menos de lo que cuesta en España una hamburguesa con patatas y refresco, puedes comer muy decentemente en Rumanía. La jugada de pedir a ciegas (mis conocimientos de rumano no dan para mucho) no salió mal, destacando una sopa vegetal de auténtica enjundia.
 
Visita guiada, con el mítico letrero al fondo
 A las 6 de la tarde me esperaba el ya tradicional "free tour" por la ciudad. Una intensa y repentina lluvia lo puso en peligro, pero al rato amainó y nos pudimos deleitar con las historias con que nos obsequió la simpática guía. Dejando mi tradicional "niunclavelismo" a un lado le obsequié con una razonable y merecida propina al final del acto.
 Volví al albergue donde me preparé una humilde cena y pude practicar mi oxidado francés con una pareja suiza.
 Habiendo ya recorrido lo más vistoso de la ciudad, y teniendo un día más, decidí reservar el viaje por los castillos cercanos para el día siguiente. La recepcionista (no había cambiado de sexo, era el siguiente turno) me comentó que habían reservado dos compañeros más.
 A la mañana siguiente, nos vino a recoger un individuo a la puerta. Se habían apuntado un luxemburgués y un australiano. Nuestro chófer se mostró muy simpático y servicial al principio, pero conforme avanzaba el día, sus maneras fueron cambiando, no precisamente a mejor. Lo primero que nos empezó a llamar la atención fue que no paraba de hablar por teléfono mientras conducía, mostrando gran habilidad para tomar curvas cerradas empleando una sola mano.
Castillo de Peles
 Nuestro primer destino fue el castillo de Peles, en Sinaia. Construido a finales del siglo XIX, cuenta con una exquisita y lujosa decoración, además de estar ubicado en un lugar privilegiado en medio de las montañas.
 No me dejó tan buenas sensaciones el castillo de Bran, popularmente conocido como "castillo de Drácula".  Según dicen pudo inspirar la novela de Stoker, y la verdad es que, visto de lejos parece ser el marco perfecto para la historia. El encanto se rompió al visitarlo y ver que su interior es muy espartano. Tampoco ayuda que esté saturado de turistas y en sus inmediaciones cuente con decenas de tiendas de recuerdos, la mayoría alusivos al célebre vampiro.
Castillo de Bram: Mucho ruido, pocas nueces...y muchos turistas
 El tercer y último destino era la fortaleza de Rasnov, edificación medieval que se asienta en la cima de una colina. El conductor nos dejó en la base de la colina y nos dijo que "volvería en 1 hora a buscarnos". Allí había una suerte de "tren chispita" para subir y bajar. A pesar de que sólo valía unos pocos lei, nos dimos cuenta de que habíamos hecho el primo. No costaba más de 10 minutos hacer el trayecto andando, que además discurría por una agradable sendero arbolado.
 La fortaleza se trataba de un recinto amurallado que albergaba un pequeño pueblo en piedra relativamente bien conservado. El estar en la cima de una colina le otorgaba unas vistas muy notables.
 Para bajar, prescindimos del trenecito y buscamos al chófer, que tardó media hora en aparecer. Ya era notorio el descontento con él entre la expedición. La puntilla la puso cuando, ante la más que razonable petición de nuestro compañero luxemburgués, de conducirnos a un lugar estratégico para hacerle una foto al castillo desde abajo, se negó argumentando que eso nos desviaría de nuestra ruta. Finalmente cedió ante la insistencia de nuestro compañero. El tan inconveniente "desvío de ruta" supuso una demora de unos 3 minutos...
Fortaleza de Rasnov: la foto de la discordia

  Pocas risas se escucharon en el trayecto de Rasnov a Brasov. Como último servicio, el conductor se ofreció a dejarnos donde quisiéramos. Yo aproveché para ahorrarme una caminata y le pedí (no sin cierta precaución)  que lo hiciera en la estación de tren. No lo hizo de muy buena gana, pero lo hizo.
 Compré el billete para mi viaje del día siguiente y volví al centro, a tiempo para una nueva incursión en la gastronomía transilvana. Me metí en un restaurante que me habían recomendado vivamente y probé suerte con dos platos del menú al azar. El primero era una sopa que no tenía mala pinta...hasta que metí la cuchara y saqué unas tripas de vaca en tiras...¡Error!
 Estuve a punto de devolverla tal cual, pero me pareció una situación tan embarazosa, que intenté comer sólo el líquido. No estaba mal del todo, aunque cuando aparecieron los tropezones, tuve que desistir.
 Me lo jugaba todo al segundo plato. El camarero trajo un cuenco con una sustancia amarilla horneada no identificada. Podía ser cualquier cosa, pero el primer tiento me sirvió para descartar la casquería. Ya sin ese temor, pude paladearlo para descubrir que se trataba de una polenta (a base de harina de maíz) que estaba deliciosa. ¡Menos mal!
 De vuelta al albergue, me encontré con el australiano con el que había compartido la ruta matinal y le propuse que me acompañara a dar un paseo, lo cual aceptó. Mi idea era subir a una colina cercana a la  ciudad donde destaca un letrero similar al de "Hollywood", pero con el nombre de "Brasov".
 Se podía subir en funicular, pero ya habíamos tenido bastante con el "tren chispita" de esa mañana, así que subimos a pie por empinados caminos de montaña. Nos habían comentado que por la noche se podían encontrar osos por esa zona, lo que daba más emoción al asunto.
Cartel que parecía poca cosa desde abajo
 El letrero era imponente visto de cerca, y no menos lo eran las vistas sobre la ciudad, que además coincidían con el ocaso. Presenciando tamaño espectáculo nos encontramos con un grupo de 3 jóvenes con el que entablamos conversación. Nos los volvimos a encontrar en la bajada y nos ofrecieron acompañarles a cenar a un restaurante. Uno de ellos, un "traje" local de más de 2 metros, me explicó que había conocida a la pareja que le acompañaba (un australiano y una bucarestina),  haciendo "couchsurfing", modalidad que yo aún no he probado, pero algún día tiene que caer.
 Esta vez me dejé de experimentos y me conformé con un plato de pasta. Me sorprendió (y no agradablemente), que la gente se pusiera a fumar entre plato y plato, cosa que está permitida en el país. A pesar del humo, el trío nos causó una muy grata impresión. Eso de encontrarse un grupo de gente y acabar cenando con ellos no es muy habitual. Nos despedimos de ellos y. tras un breve paseo por las desiertas, pero bonitas calles del centro de Brasov, nos volvimos a dormir al albergue.
 Al día siguiente tocaba la última etapa de mi periplo por tierras dacias.
 


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