jueves, 3 de diciembre de 2015

San Juan (II)

 De buena mañana y en ayunas (el humilde albergue no ofrecía desayuno) salí a recorrer la ciudad. Lo primero que hice fue visitar un supermercado para echar un bocado y, sobre todo curiosear por los anaqueles, que es una de mis experiencias favoritas cuando viajo al extranjero. En este caso, y a semejanza de lo que ofrece el país, se presentaba una curiosa mezcla hispano-estadounidense-caribeña, a precios poco populares.
 Un mango y una papaya deliciosos borraron la no del todo grata impresión del guanajito y me dieron fuerzas para afrontar el día. El sol tropical demostraba su merecida fama pegando de lo lindo a una hora tan temprana como las 9 de la mañana.
 Dirigí mis pasos hacia el Viejo San Juan, para ver de día lo que tan grata impresión me había causado de noche. Las calles seguían igual o más bonitas, pero lo que más me interesaba visitar era el Castillo de San Felipe del Morro, imponente fortaleza construida por los españoles en el siglo XVI, para defender la ciudad de sus numerosos y poco amigables pretendientes.
Nada más entrar, me recibió un empleado que vestía como el guarda forestal del  parque de Jellystone (el del oso Yogui). No en vano, los guardias del fuerte pertenecen al departamento de los parques nacionales de Estados Unidos.
Haciendo guardia frente a San Felipe
 La fortaleza es un edificio impresionante, y no me extraña que fuera inexpugnable durante más de 3 siglos, a pesar de los intentos de conquista, sobre todo por parte de holandeses e ingleses.  Me llamó la atención el detalle de que en el recinto ondearan 3 banderas: la estadounidense, la puertorriqueña y la cruz de Borgoña, antigua bandera militar de España.
 La entrada daba derecho a visitar el castillo de San Cristóbal, al otro lado del Viejo San Juan. Aproveché la jugada como era de esperar. El segundo no era tan espectacular como San Felipe del Morro, pero tenía su enjundia.
Vista desde San Cristóbal
 En España, antes de coger el vuelo, había cambiado algunos euros a dólares. Pero pensaba convertir el grueso en San Juan, esperando un cambio más favorable. Para mi sorpresa, no puede ver ninguna oficina de cambio de divisas en el Viejo San Juan. Pregunté en la oficina de turismo y me dijeron que no había ninguna, pero que en una joyería, quizá me pudieran cambiar. Probé en un lugar más lógico, como un banco, pero me dijeron que tenía que ser cliente. Luego me dí cuenta de lo que pasaba.  La gran mayoría de turistas que visitan San Juan son estadounidenses, por lo que no necesitan cambiar. El resto ha de apañarse como pueda. 
 Por lo menos, a la salida del banco me llevé una alegría. Llevaba puesta una camiseta de la Carrera del Ebro y un hombre me paró, hablamos un rato y me comentó que su abuelo era español (de Tarragona).
 Viendo que lo de conseguir dólares se me negaba, comencé la búsqueda de un adaptador de enchufe europeo a americano.  No encontré ninguno en todo el Viejo San Juan.  Ya de vuelta al albergue, pasando por un barrio humilde, probé suerte en una ferretería. Esta vez si hubo suerte, no sólo porque pude comprar el adaptador, sino porque el dependiente tenía ancestros asturianos, lo que dio pie a una animada conversación.
 Ya en las cercanías del albergue, el hambre apretaba. Así que visité un establecimiento de comida rápida para homenajearme con un bocadillo de 2 dólares, pagado con tarjeta de débito (no podía malgastar ninguno de mis preciados dólares en efectivo).
 El albergue no estaba muy lejos de la playa de Condado. Desde niño, había soñado en bañarme en  la típica playa con cocoteros. El gran momento se iba a hacer realidad. Aunque el trayecto hacia allí no fuera precisamente paradisíaco, teniendo que cruzar debajo de una autopista, en un entorno urbano poco agraciado. Pero allí estaba la playa con cocoteros (y muchos hoteles). Me sorprendió lo caliente que estaba el agua, parecían baños termales, y no es lo que apetecía bajo ese sol despiadado. Así que no estuve mucho tiempo.
Playa con cocoteros ¡Por fin!

 Como suele pasar, nuestros sueños son mucho más bonitos en nuestra imaginación que en la realidad. Ya habría tiempo de visitar playas más competentes.
 Un paseo por los alrededores del albergue me sirvieron para confirmar que, más allá del Viejo San Juan, la capital boricua no es una ciudad desbordante de encanto. Modelo usense con grandes avenidas y nula armonía arquitectónica.  Por si acaso, no está de más recordar que el Viejo San Juan coincide con lo que era la ciudad en la época española y el resto se edificó bajo el dominio estadounidense.  Como dijo Bernd Schuster: “No hace falta decir nada más”.
 Me aprovisioné de viandas en un Walmart para cenar en el albergue. En el gigantesco supermercado, casi se me saltan las lágrimas al escuchar a un niño decirle a su padre que tenía una peseta en el bolsillo. Y es que en Puerto Rico llaman así a las monedas de un cuarto de dólar (a los dólares los llaman pesos).
 El albergue estaba poblado de curiosos personajes. Entre ellos destacaba un ex-empleado del mismo, al que despidieron en su momento porque descuidó un rato sus labores en recepción para irse a echar un bocado en otro lugar. Esto fue aprovechado por unos cacos para desvalijar las taquillas del albergue. Evidentemente, eso no me hizo sentir muy seguro allí. Pero estábamos en el Caribe y había que tomarse las cosas tan relajadamente como quien le permitía pasarse por allí y estar como Pedro por su casa después de haberle despedido.
Al día siguiente tocaba madrugar, así que me fui pronto a la cama y pude dormir aceptablemente, a pesar del molesto aire acondicionado.



2 comentarios:

Tyrannosaurus dijo...

Si bien viajar es un aliciente en sí, reconozco que seguramente yo me hubiera decantado por cuba como país caribeño, ya que me han hablado del elevado nivel de vida que hay en Puerto Rico, lo que nos lo pone difícil a los niunclavelistas.

Supongo que no te dio tiempo a visitar el celebre telescopio de Arecibo, que tengo entendido que llegó a ser el más grande del mundo en su día.

Rufus dijo...

Es cierto, en Puerto Rico hay que hilar fino para no gastar más de la cuenta. Pero uno tiene ya sus tablas.
No pude ir a Arecibo. Se me quedaron muchas cosas en el tintero.