Un mango y una papaya deliciosos borraron la no del todo grata impresión del guanajito y me dieron fuerzas para afrontar el día. El sol tropical demostraba su merecida fama pegando de lo lindo a una hora tan temprana como las 9 de la mañana.
Dirigí mis pasos hacia el Viejo San Juan, para ver de día lo que tan grata impresión me había causado de noche. Las calles seguían igual o más bonitas, pero lo que más me interesaba visitar era el Castillo de San Felipe del Morro, imponente fortaleza construida por los españoles en el siglo XVI, para defender la ciudad de sus numerosos y poco amigables pretendientes.
Nada más entrar, me recibió un empleado que vestía como el
guarda forestal del parque de Jellystone (el del oso Yogui). No en vano, los guardias del fuerte pertenecen al departamento de los
parques nacionales de Estados Unidos.
Haciendo guardia frente a San Felipe |
La fortaleza es un edificio impresionante, y no me extraña
que fuera inexpugnable durante más de 3 siglos, a pesar de los intentos de
conquista, sobre todo por parte de holandeses e ingleses. Me llamó la atención el detalle de que en el recinto ondearan 3 banderas: la estadounidense, la puertorriqueña y la cruz de Borgoña,
antigua bandera militar de España.
La entrada daba derecho a visitar el castillo de San
Cristóbal, al otro lado del Viejo San Juan. Aproveché la jugada como era de
esperar. El segundo no era tan espectacular como San Felipe del Morro, pero
tenía su enjundia.
Vista desde San Cristóbal |
En España, antes de coger el vuelo, había cambiado algunos euros a dólares. Pero
pensaba convertir el grueso en San Juan, esperando un cambio más favorable. Para
mi sorpresa, no puede ver ninguna oficina de cambio de divisas en el Viejo San Juan.
Pregunté en la oficina de turismo y me dijeron que no había ninguna, pero que
en una joyería, quizá me pudieran cambiar. Probé en un lugar más lógico, como
un banco, pero me dijeron que tenía que ser cliente. Luego me dí cuenta de lo
que pasaba. La gran mayoría de turistas
que visitan San Juan son estadounidenses, por lo que no necesitan cambiar. El
resto ha de apañarse como pueda.
Por lo menos, a la salida del banco me llevé
una alegría. Llevaba puesta una camiseta de la Carrera del Ebro y un hombre me
paró, hablamos un rato y me comentó que su abuelo era español (de Tarragona).
Viendo que lo de conseguir dólares se me negaba, comencé la
búsqueda de un adaptador de enchufe europeo a americano. No encontré ninguno en todo el Viejo San
Juan. Ya de vuelta al albergue, pasando
por un barrio humilde, probé suerte en una ferretería. Esta vez si hubo suerte,
no sólo porque pude comprar el adaptador, sino porque el dependiente tenía
ancestros asturianos, lo que dio pie a una animada conversación.
Ya en las cercanías del albergue, el hambre apretaba. Así
que visité un establecimiento de comida rápida para homenajearme con un
bocadillo de 2 dólares, pagado con tarjeta de débito (no podía malgastar
ninguno de mis preciados dólares en efectivo).
El albergue no estaba muy lejos de la playa de Condado. Desde
niño, había soñado en bañarme en la
típica playa con cocoteros. El gran momento se iba a hacer realidad. Aunque el
trayecto hacia allí no fuera precisamente paradisíaco, teniendo que cruzar
debajo de una autopista, en un entorno urbano poco agraciado. Pero allí estaba
la playa con cocoteros (y muchos hoteles). Me sorprendió lo caliente que estaba
el agua, parecían baños termales, y no es lo que apetecía bajo ese sol
despiadado. Así que no estuve mucho tiempo.
Playa con cocoteros ¡Por fin! |
Como suele pasar,
nuestros sueños son mucho más bonitos en nuestra imaginación que en la realidad.
Ya habría tiempo de visitar playas más competentes.
Un paseo por los alrededores del albergue me sirvieron para
confirmar que, más allá del Viejo San Juan, la capital boricua no es una ciudad desbordante de encanto. Modelo usense con grandes avenidas y nula armonía
arquitectónica. Por si acaso, no está de
más recordar que el Viejo San Juan coincide con lo que era la ciudad en la
época española y el resto se edificó bajo el dominio estadounidense. Como dijo Bernd Schuster: “No hace falta decir
nada más”.
Me aprovisioné de viandas en un Walmart para cenar en el albergue. En el gigantesco supermercado, casi se me saltan las lágrimas al escuchar a un niño decirle a su padre que tenía una peseta en el bolsillo. Y es que en Puerto Rico llaman así a las monedas de un cuarto de dólar (a los dólares los llaman pesos).
El albergue estaba poblado de curiosos personajes. Entre ellos destacaba un ex-empleado
del mismo, al que despidieron en su momento porque descuidó un rato sus labores
en recepción para irse a echar un bocado en otro lugar. Esto fue aprovechado
por unos cacos para desvalijar las taquillas del albergue. Evidentemente, eso
no me hizo sentir muy seguro allí. Pero estábamos en el Caribe y había que
tomarse las cosas tan relajadamente como quien le permitía pasarse por allí y
estar como Pedro por su casa después de haberle despedido.
Al día siguiente tocaba madrugar, así que me fui pronto a la
cama y pude dormir aceptablemente, a pesar del molesto aire acondicionado.
2 comentarios:
Si bien viajar es un aliciente en sí, reconozco que seguramente yo me hubiera decantado por cuba como país caribeño, ya que me han hablado del elevado nivel de vida que hay en Puerto Rico, lo que nos lo pone difícil a los niunclavelistas.
Supongo que no te dio tiempo a visitar el celebre telescopio de Arecibo, que tengo entendido que llegó a ser el más grande del mundo en su día.
Es cierto, en Puerto Rico hay que hilar fino para no gastar más de la cuenta. Pero uno tiene ya sus tablas.
No pude ir a Arecibo. Se me quedaron muchas cosas en el tintero.
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