domingo, 14 de febrero de 2016

Pateando Vieques

 La idea para mi, teóricamente, único día completo en Vieques, era visitar todas las playas que estuvieran a una distancia asumible a pie.
De buena mañana, salí del albergue con espíritu explorador y me dirigí al oeste. A falta de un sendero tuve que caminar por la carretera que, además no tenía apenas vistas al mar. Por suerte, el tráfico era prácticamente nulo. La isla de Vieques es un lugar apacible, y más en temporada baja.
3 poderosos canes
 Tras más de media hora, me encontré con un letrero que señalaba una senda que bajaba a la “playa Negra”. Estuve a punto de quedarme sin verla cuando 3 poderosos canes se interpusieron en mi camino y comenzaron a ladrarme. Pero cuando vi que no avanzaban hacia mí, me di cuenta de que estaban de farol, proseguí mi camino y los perros se apartaron ante mi osadía.
Más amable fue el recibimiento de unos cangrejos que tenían sus madrigueras en los márgenes del camino y se ocultaban a mi paso. Me llamó la atención verlos en mitad del bosque. 
Como era de esperar, la “playa Negra” no era otra cosa que una cala con arena silícea de color negro. Bastante pequeña y con un fuerte oleaje que no hacía muy apetecible el baño.
Playa Negra
 Volví a la carretera y seguí un rato más hacía el oeste, visitando un par de calas absolutamente desiertas.
 Ya me había alejado bastante de Esperanza (el poblado donde estaba el albergue), así que volví, no sin pararme en una tienda para tomar algo refrescante que mitigara el efecto del caluroso sol tropical. Me decidí por un producto de la tierra, una lata de agua de coco. Lo malo es que al leer la letra pequeña, comprobé que no era de la tierra viequense sino tailandesa. La globalización no hay quien la pare.
 Aproveché mi estancia en el albergue para comer y descansar un poco antes de mi expedición vespertina.
 Me hubiera gustado visitar las playas en compañía, pero no me acababa de encontrar cómodo con los pocos clientes del albergue. Así que seguí en solitario mi excursión, esta vez en dirección este.
 Le eché el ojo a un par de calas más allá de la bahía bioluminiscente, que no parecían muy lejanas en el mapa. Lo malo es que había que andar por una carretera que no seguía la costa, y que la escala del plano (el típico de propaganda) distaba mucho de ser atinada. De esto me empecé a dar cuenta cuando llevaba casi una hora caminando. En ese momento dejé la carretera y cogí un camino que parecía dirigirse a la costa, pero que en realidad no llevaba a ninguna parte. 
 Desanimado, decidí volver al punto de partida, no sin antes clavarme una espina de enjundia en el pie. Pero en los peores momentos aparecen los grandes personajes, y apenas hube enfilado la carretera para volver, una ranchera se paró y su conductor me invitó amablemente a subir. Se trataba de un joven muy simpático que se alegró cuando le comenté que era español, ya que me contó que tenía ascendencia cántabra. 
 Casi llegando a Esperanza me dijo que había quedado con un amigo para echarse un baño en el muelle y me invitó a acompañarlos. Aparte de los chapuzones en el muelle también hablamos un poco de la vida en la isla de Vieques y en Puerto Rico en general.  Fue lo que necesitaba en un momento en el que mi moral empezaba a flaquear.
 Cuando mis dos improvisados compañeros volvieron a sus quehaceres recorrí las playas cercanas, algunas de ellas sin más compañía que unos cuantos caballos que, extrañamente poblaban sus alrededores. La experiencia de vivir el ocaso en tan paradisiaco entorno hizo que olvidara los avatares menos afortunados de la jornada. Entre ellos, el olvido de mi cámara de fotos en una cala.
 Afortunadamente seguía en el mismo sitio cuando volví azorado a buscarla media hora más tarde.
Playas poco concurridas

 Ya de vuelta al albergue, me encontré un nuevo compañero de cuarto. Se trataba de Javier, un mexicano que estaba viviendo en San Juan. Me comentó que había venido también otra pareja de compatriotas suyos, pero que ya se habían acostado. A diferencia de lo que me había sucedido con el resto de huéspedes, enseguida me encontré cómodo con Javier, ya fuera por hablar el mismo idioma, por la afinidad cultural, por su carácter abierto, o por las tres cosas a la vez.
Al día siguiente tenía pensado abandonar la isla de Vieques, pero una razón de fuerza mayor me iba a hacer cambiar de planes.

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