Una vez instalado en el albergue fui a
dar una vuelta por el pueblo. Lo primero que pensé, al ver su
reducido tamaño y escasa animación, es que los dos días que iba
a pasar allí se me iban a hacer un poco largos.
En un colmado me aprovisioné de
comida y, no menos importante por estos lares, unas gafas y un tubo
de buceo.
No tardé en emplearlas en una playa
cercana. A unos 100 metros de la orilla asomaban los mástiles de un
pequeño velero naufragado. Por unos momentos me sentí un
cazatesoros descubriendo hallazgos de incalculable valor.
Pero el pecio del velero distaba mucho del San José. Era un humilde
barco de recreo contemporáneo, pero por algo se empieza. ¿Y qué mejor que darme el primer baño de mi vida en el Caribe rememorando viejas (o no tanto) historias de naufragios?
Barco parecido al que "descubrí" |
Del albergue, aparte de su estilo
hawaiano, me llamó la atención la gran cantidad de personal con que
contaba. Según mis cuentas, salían más empleados que clientes.
Aquéllos eran voluntarios venidos de los Estados Unidos. Si a eso le
sumamos que los pocos huéspedes eran anglohablantes hizo que me
viese un poco fuera de juego. Por mucha caña que le haya metido al
inglés, me sigue costando entrar en la conversaciones de grupos.
Estuve investigando sobre los
principales atractivos turísticos de la isla, y por lo visto, la
estrella era la bahía Mosquito. Debido a una elevada concentración
de ciertos microorganismos bioluminiscentes , el agua de la bahía se
iluminaba por la noche. O por lo menos eso es lo que vendían.
Los 50 dólares que costaba la visita
se antojaban demasiado en mi estado de falta de liquidez en metálico,
así que esperé al ocaso y me dirigí a dicha bahía, que distaba
unos 5 kilómetros del albergue. Pasear de noche por la isla tiene su
encanto. Los ruidos que se escuchan son totalmente distintos a los
que se estilan por Europa. Entre ellos destaca el de una rana
bautizada como “coqui”, ya que emite sin cesar un soniquete muy
parecido a esa palabra.
Al llegar a la bahía me encontré con
un par de furgonetas con barcas y un mar de lo más oscuro. Le
pregunté a dos hombres que estaban manipulando las barcas (se
trataba de guías de las compañías que enseñaban la bahía) y me
dijeron que desde la orilla no se veía nada y que si me metía un
poco en el agua lo detectaría. De todas formas, me explicaron que, al
haber luna llena, el fenómeno se veía muy atenuado.
No me había traído bañador, pero ya
que estaba allí quería ver algo de bioluminiscencia. Así que
esperé a ponerme fuera de la vista de los guías, y me metí en
las aguas caribeñas tal y como vine al mundo.
Lo único que pude
apreciar es que al mover las manos dentro del agua se producía un efecto parecido al
de remover el fondo marino. Es decir, nada del otro mundo, aunque
quizá haciendo el tour en piragua se pueda ver algo más lustroso. Eso sí, el nombre de la bahía estaba más que justificado, dado el gran número de dípteros que poblaban la zona. Menos mal que tenía a mano el Relec extra fuerte. Tan fuerte que al final me parecía menos nocivo ser picado por los mosquitos que embadurnarme con semejante mejunje .
La cena en el albergue me sirvió para degustar una tradicional receta caribeña llamada sancocho, a base de vegetales de la zona (se puede hacer con carne, pero no era el caso). Por supuesto era de lata. Si no cocino ni en mi casa, tampoco es cuestión de hacerlo en mis viajes, y menos para elaborar recetas desconocidas. Por cierto, muy bueno el sancocho de lata. Intentaré encontrarlo en alguna tienda de Huesca.
Mi cuarto contaba con 8 camas, pero
sólo lo compartí con un compañero que, además no se dejó notar mucho,
por lo que pude dormir en condiciones. Las sensaciones que me había dejado la jornada eran un poco agridulces. Me encontraba en un lugar privilegiado, pero me sentía algo aislado. Aún me quedaba otro día para decantar la balanza a uno u otro lado.
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