Nada más levantarme acudí a
preguntarle al personal del albergue si había hecho acto de
presencia el encargado de mantenimiento. Nadie sabía nada mientras mi
cartera y mi pasaporte se situaban fuera de mi alcance, a un candado
sin llave de distancia.
Para que me cundiera un poco el día,
necesitaba coger un transbordador matinal, por lo que no paré de dar
por saco a la recepcionista que, viendo que el “manitas” del
albergue no aparecía, me remitió a un compañero suyo para que se
ocupara del asunto. Se trataba de un imponente joven de mi misma
altura, el doble de musculatura y el pelo aún más corto. Cuando vi
a semejante “matután” armado con un cortafríos, sabía que, con
mayor o menor nivel de destrozo, la taquilla no se le iba a resistir.
En unos segundos mi candado pasó a la historia y pude acceder a mi
preciada cartera.
Playas de Vieques: Más caballos que personas |
Ya nada me retenía allí, así que
llamé al mismo taxista que nos llevó el día de la tormenta y no
tardó en aparecer por el albergue. Supongo que poniendo el piloto
automático para turistas, el taxista me hablaba en inglés. Pero yo
no había viajado a un país con 4 siglos de presencia española para
eso. Así que ante mi insistencia, acabó pasándose al castellano.
En mi anterior trayecto con él, nos comentó que de joven había vivido en el
barrio neoyorquino del Bronx. Por supuesto le pregunté
sobre ese periodo de su vida, del que me contó unas cuantas
anécdotas.
Una vez que compré el billete de ferri
en Isabel II, aún tenía más de media hora, que aproveché para
visitar una fortaleza española del siglo XIX (Fuerte Conde de
Mirasol). Me recordaba ligeramente a la imponente San Felipe del
Morro, aunque a una escala mucho menor.
Vista desde el fuerte |
El trayecto en barco hasta Fajardo,
transcurrió sin novedad, pero no iba a tardar mucho en complicarme
la vida llevado por mi niunclavelismo. Al llegar al muelle, no me
dejé arrastrar por los cantos de sirena de los taxistas que me
tentaban para llevarme a San Juan. Esperando repetir la astuciosa
jugada que había hecho a la ida, sabía que si cogía el transporte
desde el centro de Fajardo, me saldría mucho más barato que si lo
hacía desde el puerto.
Mientras caminaba, viendo cómo me
superaban los taxis-furgoneta se me ocurrió que si recogían a los
pasajeros en el muelle, quizá no hubiera mucha gente en el centro de
Fajardo solicitando transporte.
Aproveché la caminata para visitar el
centro de la localidad, que cuenta con algunos coloridos edificios de
arquitectura colonial.
Centro de Fajardo |
Mis peores presagios se cumplieron al
arribar a una estación totalmente vacía, no sólo de vehículos,
sino también de personas. Me había pasado de listo, y ahora no
sabía cuánto tiempo tendría que esperar para coger un transporte a
San Juan. Viendo la poca demanda del momento, me temía que bastante.
Pero en ese mismo momento, como salida
de la nada, apareció una furgoneta de la que
bajaron dos compañeras indias con las que había estado en el
albergue. Éstas también se habían “pasado de listas”
pidiéndole al taxista que les llevara del muelle al centro de
Fajardo por un módico precio, para coger luego otro transporte a San
Juan ahorrándose el arbitrario suplemento por hacer el trayecto
entero.
El taxista, viendo que estábamos los
tres totalmente colgados se ofreció llevarnos al Viejo San Juan
por un precio muy poco competitivo. Normalmente no hubiera aceptado,
o hubiera intentado negociar. Pero en esa estación desierta, no
tenía muchos ases en la manga para hacer faroles. También pensé en que
me ahorraría mucho tiempo si me dejaba en el Viejo San Juan, en
lugar de la reglamentaria estación a las afueras, así que acepté.
Solucionado el problema del transporte,
me quedaba hacerlo con el del alojamiento. Las compañeras me
comentaron que habían reservado plaza en un albergue del Viejo San
Juan que salía bien de precio. Amablemente me dejaron su móvil
estadounidense para llamar y la recepcionista me dijo que tenía una habitación
individual libre a precio razonable, pero sólo podía reservarla a
través de internet. Cometiendo un pequeño, pero craso error, me
lancé alegremente a navegar a través de mi móvil español hasta
que al minuto se me cortó la conexión y me llegó un mensaje
advirtiendo de que me había excedido del límite de datos en
roaming. Bien se me valió, porque aun así, la factura que me llegó
luego, me dejó temblando. Hasta el mejor escribiente niunclavelista
tiene un borrón.
El taxista nos dejó junto al albergue
y me dirigí a la recepción confiando en que la habitación siguiera
libre. Así era, aunque me quisieron tentar con otra más cara, pero
más grande y con mejores vistas. En realidad, con vistas, ya que mi
cuarto no tenía ni ventana. Pero para pasar una noche era más que
suficiente.
El nombre del albergue era Posada San
Francisco. Hacía honor a tan cristiano nombre con una tarjeta a modo de llave decorada con una estampa de la Virgen María con el niño, y un
crucifijo colgado en mi cuarto. Mal lugar éste para un laicista
acérrimo.
Terraza de enjundia (se nota que me gusta esa palabra) |
Quiso la casualidad (o quién sabe si
la causalidad) que uno de mis compañeros de albergue en Vieques, el
mexicano Javier, estaba trabajando en un bar cercano a mi posada. Así
que le fui a hacer una visita. Se trataba de un hotel de enjundia con
una terraza que tenía unas vistas de tanta enjundia o más que el
hotel. Javier me invitó a un mojito de categoría (espero que su
jefe no lea este blog) mientras vi cómo se codeaba con clientela de
alcurnia. Lo dejé preparando cócteles y fui a darme una vuelta por
la zona. Habíamos quedado en que le iría a recoger a la salida del
trabajo para “janguear” (salir de fiesta)
un rato.
Me dirigí a la imponente fortaleza de
San Felipe del Morro, que ya había visitado unos días atrás. Como
estaba cerrada, esta vez la rodeé siguiendo un bonito paseo
marítimo.
Paseo marítimo junto a la fortaleza |
Seguí paseando descubriendo los muchos
encantos del viejo San Juan hasta que se me hizo la hora de volver al
hotel de Javier, no sin antes cenar en mi albergue. Mientras mi amigo acababa de cuadrar cuentas y recoger, me
entretuve charlando con una compañera suya muy simpática y agradable al
principio. Hasta que le salió su vena indigenista y me sacó las
uñas. ¡Cuánto daño ha hecho y sigue haciendo la Leyenda Negra!
Poniendo un poco de voluntad por ambas
partes se pudo calmar la situación y Javier y yo fuimos a cenar a un
bareto cercano. En mi caso era recenar, pero a un amigo mexicano no se le puede hacer
un feo y le acepté la amable invitación, que espero poder
devolverle cuando visite España.
Luego fuimos a un garito a echar unos
bailes y saborear la agitada vida nocturna del Viejo San Juan.
Javier tenía que trabajar al día
siguiente, y yo había tenido una jornada bastante movida, así que
nos retiramos pronto. Me despedí de Javier, esperando volver a
coincidir con él en el futuro, ya que se trata de una
persona muy amable y entrañable.
Era mi última noche en Puerto Rico. Al
día siguiente tomaba el avión de vuelta a España por la tarde.
Pero aún quedaban cosas por hacer en San Juan...