domingo, 18 de diciembre de 2016

SURCADO EL TITICACA

 A la mañana siguiente, nuestro anfitrión nos advirtió de que, debido al fuerte viento previsto, se esperaba un fuerte oleaje en el Titicaca. Por ello, debíamos cambiar nuestro itinerario, obviando visitar la isla de Taquile. Al ver nuestra cara de pena, accedió a incluirla en la ruta, pero tuvimos que adelantar un par de horas la salida.
 Nos pareció algo exagerado el hombre. Al fin y al cabo, estamos hablando de un lago, no del Gran Sol. 
 Nos tragamos nuestras palabras cuando a mitad de travesía, el barco se balanceaba más de lo que algunos estómagos de la expedición podían resistir. Pese a ello, la pericia del capitán hizo que pusiéramos pie en Taquile sin sufrir bajas. 
 Nada más llegar, nos encontramos con una empinadísima  cuesta, que nos condujo a una plaza de armas repleta de turistas y tiendas, especialmente de tejidos artesanales. Esa era la única área "civilizada" de la isla (suponiendo que a los turistas se nos considere como civilizados). Ciertamente las islas del Titicaca son un buen lugar para desconectar del mundanal ruido.
Plaza de Armas de Taquile

 Ya de vuelta, esperando a algunos rezagados del grupo, un par de valientes de nuestra expedición, se zambullieron en las aguas del lago. No resistieron más de un minuto en sus gélidas aguas, pero ahí queda la gesta. Si hubiera ido con la ropa adecuada, creo que me hubiera animado (no apetecía nada, sólo hubiera sido por engrosar mi historial), pero afortunadamente no tenía mi bañador a mano.
 Las aguas estaban algo más calmadas y pudimos tener una travesía más relajada en nuestra vuelta a Puno.
Marinero de agua dulce

  La experiencia de la cooperativa de Amantani me había decepcionado un poco. No sólo porque me habían "tangado" 5 soles de una hipotética tasa de visita a Taquile, sino porque los anfitriones habían pasado bastante de nosotros. En los  folletos promocionales se prometía hacer una fiesta con trajes regionales donde se juntaban todos los visitantes, de la que no tuvimos noticia. Por lo menos, tuve suerte con el grupo que me tocó, que hicieron que la experiencia valiera la pena. 
 Al llegar a Puno, nuestro grupo se dispersó y cada cual se fue por su lado.
  Afortunadamente, unos de los componentes (el suizo) se iba a quedar dos días más en la ciudad y además no tenía alojamiento, por lo que se vino conmigo al hotel que tenía reservado. Allí no tuvo problemas en encontrar una habitación libre.
 Mi nuevo compañero de fatigas me propuso un plan irrechazable para esa tarde. Ir al mirador del Puma, desde donde se tenía una inmejorable vista sobre la ciudad y el lago. Había una buena caminata, pero imprimí mi sello a la excursión y fuimos caminando. 
 Al principio la cosa fue relajada, pero pronto nos encontramos con unas rampas de enjundia, que nos llevaban a internarnos por barrios que siendo generoso bautizaré con el eufemismo de "humildes".
Mirador del Puma
 En lo alto de una colina, nos esperaba una colosal estatua de un puma furioso que parecía estar velando por la defensa de la ciudad. Las vistas desde allí eran soberbias, y justificaron con creces el esfuerzo invertido en llegar al mirador.
 Habida cuenta de que se acercaba el atardecer, la vuelta la hicimos por avenidas principales, con menos encanto, pero más seguras. 
 Así a lo tonto, desde el desayuno, no habíamos probado bocado (en este viaje mi disciplina alimentaria fue muy relajada). Mi compañero helvético tenía curiosidad por probar los "chifas" y yo, que empezaba a notar un gran vacío cósmico en mi estómago le acepté el envite. La ilusión con la que mi amigo saboreó su contundente plato me recordó a mis primeras incursiones en los restaurantes chinos, que para mí eran como abrir la puerta al exotismo del misterioso Oriente.
Mmmm..¡qué güeno!

 De vuelta al hotel, comprobamos en primera persona por qué Puno es considerada como la capital del folkore peruano. En un local cercano había una ruidosa banda de cumbia cuyo potente sonido hacía indeseado acto de presencia en la habitación de mi amigo. En mi caso, a pesar de no sufrir tan incómoda serenata, no me las iba a prometer tan felices.  En mi cuarto sonaba un molesto zumbido procedente de la azotea.  Subí a ver de qué se trataba y me encontré con un gigantesco calentador ubicado exactamente encima de mi pieza.
 Esperé a la hora de ir a dormir, y como quiera que el estridente ruido no cejaba en su empeño, bajé a comentarle el problema al conserje. Me dijo que no me preocupara, que enseguida apagaría el calentador. Así lo hizo, y pude dormirme sin novedad. Hasta que a primera hora de la mañana, el contundente zumbido vino a turbar mi sueño, no pudiendo ya retomarlo. Hice de la necesidad una virtud y aproveché para recoger el cuarto, hacerme la maleta y pasar a despedirme de mi colega helvético.
 A la hora de abonar mi habitación surgió un ligero incidente que me volvió a congraciar con mi, últimamente algo dejado de lado, niunclavelismo. La reserva la había realizado en una página que me mostraba el valor en euros. Pero había que pagar en soles. El recepcionista hizo sus cuentas que implicaban pagar un sol más que el cambio oficial (poco más de 30 céntimos de euro). Luché ese sol como un jabato hasta que el empleado cedió, no de muy buen grado.  Pocas veces me he sentido tan cutre, pero mi obstinación tenía una razón. Ese día debía abandonar el Perú y cambiar de divisa. Si hubiera pagado ese sol de más, hubiera tenido que cambiar un billete, y arrastrar toda la calderilla durante el resto de mi viaje. En todo caso, un hotel donde te sitúan en un cuarto con un ruido que te despierta antes de las 7 de la mañana, no merece que se le pague ni un céntimo de más.
 Al subirme a un moderno y acogedor autobús en la cercana terminal terrestre, poco me podía imaginar que lo que en teoría debería haber sido un viaje de rutina, se convertiría en toda una epopeya.







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