domingo, 24 de marzo de 2019

TAYTAY: LA ATRACCIÓN TURÍSTICA FUI YO

 Cuando me vino a buscar una furgoneta al albergue, me las prometía muy felices al ver que era el único pasajero. Ya estaba haciéndome cábalas sobre la ausencia de rentabilidad del viaje, hasta que el conductor me dejó en un apeadero de Puerto Princesa y me dijo que esperara.
 Como era de prever, al rato me tocó acomodarme en un furgón bastante más optimizado y con menos espacio vital por cabeza.
 Mi destino no era otro que Taytay, la antigua capital de la isla de la Paragua, que así se llamaba Palawan durante el periodo español.
 El viaje duraba más de 3 horas, pero se hacía bastante ameno, sobre todo por lo pintoresco de los paisajes, que alternaban las zonas costeras con los arrozales del interior, todo ello con una vegetación exhuberante.
 No faltó una parada en una humilde área de servicio donde nos dieron tiempo para comer. El clásico sistema de pasar con la bandeja y elegir los platos a la vista se complicaba ante la ausencia de carteles. Pregunté a la camarera por algunos: descarté los hígados de pollo y la caldereta para decantarme por una ternera que no aparentaba contener casquería. Eso sí, estaba tan dura que la dejé por imposible. Por lo menos el arroz que allí acompaña casi cualquier cosa me hizo matar el gusanillo. Definitivamente, las Filipinas no son el destino gastronómico por excelencia.
 Un rato después, nos aproximamos a un núcleo urbano y me pareció ver un cartel que indicaba Taytay.  El conductor del furgón prosiguió su camino sin inmutarse mientras yo empezaba a inquietarme.  Enchufé el GPS de mi móvil y cuando tuvo a bien situarse en el mapa, habíamos dejado muy atrás la ciudad a la que me dirigía. Le eché un grito al conductor que no se dio por enterado y le expliqué mi situación a otros viajeros que enseguida le explicaron la situación al chófer.
 Éste detuvo inmediatamente el vehículo al margen de la carretera y me sacó la maleta del vehículo. Se disculpó y me dijo que nadie le había dicho que tenía que parar en Taytay.  Eso sí, creo que ni se le pasó por la cabeza volver para dejarme. Vio una furgoneta en lontananza circulando en sentido contrario y me dijo que la parara.
 Sin tiempo para pensar que se había librado de mí de mala manera, hice un ademán al conductor de la nueva furgoneta, que se detuvo. Donde caben 15, caben 16, así que no hubo mucho problema en que me embutiera en el ya atestado vehículo, que me dejó sin gran problema en el cruce de Taytay por una módica cantidad.

 Desde el cruce aún tuve que tomar un triciclo que me dejó en mi destino. Por una vez, y contrariamente a mis usos y costumbres, fui indulgente conmigo mismo, y reservé un alojamiento de campanillas. El coqueto establecimiento estaba formado por un conjunto de casitas de madera  en un entorno ajardinado, que contaban con par de camas, baño y porche.
Toda una casa para mí solo

 Apenas dejé el maletón en mi flamante chalet me dirigí a la Real Fuerza y Presidio de Santa Isabel, imponente fortaleza en piedra erigida unos siglos atrás por nuestros aguerridos compatriotas para defender la ciudad de los piratas moros que frecuentaban la zona.
 Para acceder a su interior, me cobraron 50 pesos, tasa de la que estaban exentos los habitantes locales. Estuve a punto de protestar, ya que como español, podía argumentar que fueron mis paisanos quienes la construyeron, por lo que tenía tanto derecho como los locales para acceder libremente. En aras de evitar un conflicto diplomático aboné la entrada y entré.
Fortaleza de Santa Isabel
 Eso sí, los 50 pesos fueron una buena inversión.La fortaleza está muy bien conservada y las vistas sobre la bahía son muy destacables. Me llamó la atención que en el centro de la explanada que coronaba el recinto se erigiera una iglesia. 
 Haciendo bueno el popular refrán, "A Dios rogando y con el cañón amenazando", no faltaban algunas culebrinas y otras piezas de artillería apuntando al mar para recordarnos que las aguas que bordean la fortaleza habían sido menos apacibles en otros tiempos.
 Aparte de la ya visitada construcción militar, y una antigua iglesia, Taytay no tiene mucho más que ofrecer al turista, además de tranquilidad y sosiego. A estas alturas de viaje, y tras el ajetreo de Manila, eso es precisamente lo que necesitaba.
 Mi paseo por las poco pintorescas calles Taytayteñas me proporcionó una experiencia hasta ahora desconocida para mí en mis viajes. Se me acercaban muchos niños a saludarme. Al principio pensaba que me vendrían a pedir dinero o algo. Pero lo hacían simplemente por curiosidad. Les debía llamar la atención encontrarse con extranjeros, que no se dejan ver mucho por un lugar tan alejado de los circuitos turísticos habituales.
Paseando por Taytay

  En el albergue pregunté por el ambiente nocturno de la ciudad y me dijeron que, aparte de algún karaoke, poco más había. Así que aproveché la noche para hacer alguna reserva de vuelo y alojamiento para días posteriores y me retiré a mis aposentos para descansar. Mi próximo destino prometía ser mucho más movido.

miércoles, 13 de marzo de 2019

PUERTO PRINCESA

 A falta de un transporte público conveniente, me tocó tirar de taxi para ir al aeropuerto de Manila. No está muy alejado del centro, pero los sempiternos atascos manileños hacen que haya que dejar un margen grande de tiempo para evitar disgustos.
 Aunque para disgustos, el que me  llevé cuando me cobraron más de 20 € por facturarme la maleta en el aeropuerto. Lo cual es una barbaridad, teniendo en cuenta que el vuelo apenas superaba los 60 €.
 En poco más de una hora, puse el pie en el coqueto aeropuerto de Puerto Princesa, la capital de la pintoresca isla de Palawan. 
 Desde el albergue que había reservado, me habían escrito un correo donde recomendaban tomar un triciclo (un sidecar muy empleado en el país) que no debería costarme más de 100 pesos. Éste fue el montante que me solicitó el primer conductor al que pregunté, lo cual me evitó el latoso proceso de regateo.
 Las calles de Puerto Princesa presentaban el bullicio habitual de las urbes filipinas, pero viniendo de Manila, me parecieron de lo más plácido.
Colorido isleño

 En poco más de 10 minutos llegué al albergue, donde a falta de huéspedes, me recibió un abundante cortejo de gatos y perros.
Pronto apareció el anfitrión que, aparte de mostrarme su hospitalidad, me ofreció un par de excursiones para el día siguiente: una a un río subterráneo y otra a las islas de una bahía cercana. No sonaban mal, sobre todo la última, pero antes tenía que estudiar la situación con la inteligencia que me caracteriza dentro y fuera de la cancha.
 Mi principal objetivo en la ciudad era visitar una fortaleza española, que tenía entendido que estaba por la zona. Pronto me enteré de que esa construcción no estaba allí, sino en Taytay, una ciudad bastante al norte. Esto es lo que pasa cuando se improvisa.
De AxeEffect - Trabajo propio, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=18361323

 Salí a inspecionar la ciudad y aparte de una iglesia bastante competente y un paseo marítimo muy tranquilo, no vi gran cosa destacable.
 ¿Quién iba a pensar que una ciudad con un nombre tan sugerente como Puerto Princesa, situada en una isla paradisiaca iba a ser tan poco atractiva? ¿Nadie me podía haber avisado de eso antes de haber reservado dos noches?
 Mientras daba un garbeo por los incontables comercios (de eso no le faltaba) de la ciudad, me planteaba la estrategia a seguir.
 Aunando niunclavelismo, gastronomía local y una cierta salubridad, cené en un Jolybee, cadena filipina de restaurantes de comida rápida bastante competente.
 De vuelta al albergue, ya de noche, me costó orientarme por las escasamente iluminadas calles en forma de cuadrícula.
 Mientras consultaba el mapa del móvil para ver dónde andaba, se combinó el bocinazo de un triciclo con la irregularidad del terreno para que, en un momento de despiste, perdiera el equilibrio y cambiase abruptamente mi posición vertical por la horizontal.
 Un golpe en el hombro y unas laceraciones en las rodillas fueron las limitadas consecuencias de tan aparatoso incidente.
  Mi móvil de escaso coste demostró su rusticidad al no sufrir ni un rasguño, a pesar de haber salido despedido. Yo tuve, en cambio, que adquirir algodón y desinfectante en una farmacia cercana.
 Por suerte no estaba lejos del albergue donde pude lamerme las heridas. 
 Para acabar de rematar la jugada, se me despegó el enésimo apaño que llevan mis legendarias e inmortales gafas, quedando suelto un cristal.
 Viendo que no era mi noche, decidí prescindir de la prevista expedición nocturna por la ciudad y fui a charlar un rato con el anfitrión del albergue. Antes de nada, le comenté que sólo iba a estar una noche aunque había reservado dos y que no iba a hacer ninguna de las excursiones que me había propuesto.
  No se lo tomó nada mal. Además me dijo que como ya lo había pagado por internet no me podía devolver la noche de más (yo contaba con ello), pero que me podría quedar otro día sin coste a la vuelta de mi periplo isleño si lo solicitaba.
Humilde pero acogedor

 A pesar de las heridas de guerra dormí bastante bien esa noche. Y a ello ayudó que fuera el único huésped del albergue. Un poco triste, pero bueno para el descanso nocturno.
 A la mañana siguiente sólo me faltó un bastón y un lazarillo mientras andaba por las borrosas calles de Puerto Princesa en busca de una ferretería. En ella pude comprar pegamento para reparar mis maltrechas a la par que indispensables gafas. 
 La isla de Palawan aún tenía mucho que ofrecerme y yo quería verlo claro.