Pedro Delgado, el gran favorito y vencedor de la edición anterior, sufrió un despiste en la salida de Luxemburgo que le hizo ir a remolque durante toda la carrera. Gracias a una gran remontada consiguió acabar en el podio, pero tuvo que hincar la rodilla ante el francés Laurent Fignon y el estadounidense Greg Lemond. Este último, gracias a su inteligencia en carrera y sin dar una pedalada de más, consiguió llegar vivo a la última etapa contrarreloj.
Ayudado por su condición de gran contrarrelojista y el innovador manillar de triatleta, consiguó vencer a Fignon por unos exiguos 8 segundos, que ha sido la menor diferencia de toda la historia en la "Grande Bucle".
Aunque en su momento me alegré de la victoria del corredor americano, bastante más simpático que el parisino, Laurent Fignon se mostró mucho más valiente e hizo más méritos para llevarse el triunfo. Pero el día decisivo fue superado y eso le costó la victoria.
En la portada de la revista "Ciclismo a Fondo" de la época aparecía un radiante Greg Lemond ocupando toda la página, mientras que en una esquina, un abatido Laurent Fignon digería el amargo trago de la cruel derrota.
Había superado la gran criba de mi proceso selectivo, pero aún quedaba un paso más. Se trataba de un examen práctico de ofimática. Consistía en transcribir un texto, corrigiendo las faltas de ortografía, completar una tabla Excel con 20 operaciones y realizar una maquetación en Word. Para todo ello se contaba con una escuálida media hora.
Pero en este caso no se trataba de completarlo todo en ese tiempo (tarea cuasi-imposible), sino en hacer lo máximo posible para quedar entre los 1350 elegidos. Es decir, en esta segunda parte pasábamos 2 de cada 3 candidatos. Al lado del tajo que había supuesto la primera selección (pasamos 1 de cada 25 inscritos) esto parecía un paseo. Pero nada más lejos de la realidad. Si en el primer examen muchos no se presentaban, habiendo bastante gente que iba a "pasar el día" y no se lo había preparado en condiciones, en el segundo no sobraba nadie. Es como si te sirven un pescado y le quitas la cabeza, la espina, la piel y te queda sólo el lomo. Pues a ese lomo, todo él perfectamente comestible y delicioso, todavía hay que quitarle un buen tajo.
Habida cuenta de que no las tenía todas conmigo para pasar el primer examen y que estuve "entretenido" prepararando otras convocatorias, dejé pasar dos meses de preparación hasta que se confirmó mi éxito. Aún quedaban casi dos meses más. ¿Serían suficientes?
El primer ensayo que hice en la academia no pudo ser más descorazonador. Las más de dos horas que me llevó completar la prueba hicieron ver que habría que trabajar duro para tener alguna posibilidad.
Así lo hice, dedicándome en cuerpo y alma a aporrear el teclado intentando ganar velocidad. No podía perdonar ni un día, así que mientras mis rivales se entretenían cantando villancicos o celebrando cotillones yo le empezaba a coger cariño al BUSCARV, las coordenadas relativas, las tabulaciones y las tablas de datos.
El trabajo acabó dando fruto y de la torpeza inicial, pasé a una velocidad no supersónica, pero en teoría suficiente para poder afrontar el desafío en condiciones honrosas.
El examen tenía lugar en Madrid, concretamente en la Universidad Autónoma.
Técnicamente hubiera sido posible ir y volver en el día, pero preferí ahorrarme el madrugón y reservar noche en una pensión. Para aprovechar más el viaje, reservé otra noche más para visitar la capital tras el examen.
Astuciosamente cambié la más cara (dentro de mi humildad) pensión del primer día por un albergue para el segundo. Era clave descansar bien la noche antes del examen, quimera más que improbable en caso de dormir rodeado de motosierras alberguistas.
Como buen visitante de provincias que soy, la pensión que escogí estaba ubicada junto a la Puerta del Sol. Allí me encontré con un compañero de la academia que también había pasado el primer examen.
En consonancia con mi espartana condición, el alojamiento era muy modesto. Destacaba su decoración recargada y absolutamente pasada de moda. En estos casos se suele decir que necesita una reforma, pero yo, en cambio, valoré su solera y genuinidad. También me llamó la atención el dueño, un entrañable y provecto personaje, ávido de compartir con nosotros anécdotas y chascarrillos históricos.
Regreso al Pasado |
Salimos a cenar por los alredores en una velada en la que se conjugaban la ilusión y las expectativas puestas en un futuro mejor, con la tensión de los momentos previos a las citas importantes.
Tocaba descansar. Mi silenciosa habitación individual parecía el lugar indicado. Pero la noche fue menos plácida de lo esperado.
Debido a un problema con la calefacción, empecé a sentir un frío ante el que poco podía hacer la escuálida y decadente manta que cubría mi cama. Acudí a recepción pero no había nadie.
Seguí inspeccionando y vi luz a través de una puerta entreabierta. Me asomé y vi, que entre una gran cantidad de cachivaches había un individuo viendo la televisión. Se trataba de un extranjero ya talludito, que vivía en la pensión. Me dijo que el dueño estaba durmiendo y me indicó la puerta. Llamé con cierta precaución (era ya de madrugada), y apareció soñoliento el encargado, que me facilitó un par de frazadas más competentes para sobrellevar el frío nocturno.
Eso no quiere decir que durmiera bien. Me costó bastante conciliar el sueño, que además fue de escasa calidad.
Tampoco sacaba muy buena cara mi compañero de fatigas esa mañana, pero con esos bueyes nos iba a tocar arar.
La Universidad Autónoma está situada muy a las afueras de Madrid. Tanto que el tren de cercanías que nos condujo al campus atravesaba campos de cultivo y zonas rurales.
No se puede decir que los edificios universitarios fueran un prodigio estético. Arquitectura del desarrollismo totalmente desfasada, muy en la línea de lo que me había encontrado en la pensión.
Mis objeciones artísticas pasaron a un segundo plano cuando entramos en el edificio del examen y empezamos a respirar la agobiante atmósfera que dominaba su interior.
Como si cientos de aspirantes atacados de los nervios no crearan suficiente tensión, los estrechos pasillos del inmueble estaban atestados de padres, abuelos y hasta niños de corta edad. Eso parecía más una romería o una comunión que un examen.
Es muy difícil abstraerse de ese ambiente, por más que yo sea una persona fría y calculadora, y haya hecho unos cuantos retiros espirituales. Y aunque no intentara pensar mucho en ello, sabía que me jugaba mucho en la siguiente media hora.
Se nos distribuyó a los 2025 aspirantes en 6 turnos y en cada uno de ellos, se nos ubicaba en laboratorios pequeños, tocando a 25 personas por aula.
En la media hora que se nos daba, se podía seguir el orden que se prefiriera, e incluso dejarse alguno de los 3 bloques en blanco.
Empecé por la transcripción de texto. En los meses previos había conseguido aprender mecanografía, pero no había desarrollado aún mucha velocidad. Las pruebas previas me mostraban que tecleaba más rápido a dos dedos y mirando el teclado.
Nada más sonar el pistoletazo de salida empecé a escuchar un frenético sonido de tecleado que contrastaba con la velocidad de niño pequeño al que me condenaban mis agarrotadas extremidades superiores. Procuré concentrarme en mi faena y sin llegar, ni mucho menos, a la velocidad que alcanzaba en los ensayos, pude completar el ejercicio y repasarlo. Había invertido más tiempo del previsto en esta parte, pero necesitaba los dos puntos que otorgaba como el agua.
Pasé al ejercicio de Excel, y vi que la tónica continuaba. La cabeza me funcionaba, pero los dedos no respondían con la celeridad y la precisión que la ocasión requería. En ese momento me invadió una sensación de pánico. Para superar el examen necesitaba que 675 personas hiciesen un examen más flojo que el mío, y al ritmo que iba, lo daba por algo totalmente imposible. Por lo menos no me vine abajo y pude mantener la calma.
Viendo que me costaba un mundo escribir las funciones más complejas, decidí saltármelas y hacer sólamente las más simples. No sabía si puntuaban igual, pero no podía atascarme en el Excel, que sólo otorgaba 3 puntos.
El plato fuerte era el maquetado de Word, con sus jugosos 5 puntos. No iba a poder degustar mucho del mismo. Seguía sin poder teclear a buen ritmo. Y cuando lo incrementaba, cometía errores. Parecía un coche sobre una carretera helada, que en cuanto acelera un poco, se sale de la pista. Así que seguí a una velocidad prudencial hasta que se acabó el tiempo.
Habían sucedido muchas cosas en esa media hora, pero se me había pasado volando. Salí muy decepcionado del examen. En los ensayos que había hecho en casa, conseguía llegar al 7 de forma habitual. En este caso, calculaba que rondaría el 5, y gracias.
A la salida me junté con mi compañero, cuya cara era un poema aún más trágico que el que adornaba la mía. Su carácter nervioso le había penalizado sobremanera, a pesar de su habilidad previa con las herramientas ofimáticas.
Por muchos simulacros que se hayan hecho en casa o incluso en la academia con más gente, nada tiene que ver con la intensidad y la presión que reinan en ese momento. Es como si entrenas pachangas de baloncesto con tus colegas y te sacan a jugar como visitante en el ateniense Palacio de la Paz y la Amistad, ante 10000 hinchas enfervorizados. A no ser que te apellides Petrovic y te llames Drazen, lo normal es que se te encoja el brazo y baje tu rendimiento. Quedaba esperar si al resto, o por lo menos a una parte significativa de nuestros competidores, les había sucedido lo mismo.
Mi macilento estado de ánimo mejoró esa tarde. Una visita al Museo del Prado con mi prima y una cena con ella y su novio sirvieron para cargar un poco las pilas después de la tensión sufrida esa mañana.
Ya de vuelta a casa sólo quedaba esperar. Al igual que tras el primer examen, sabía que iba a estar rozando el poste. Quedaba saber si por dentro o por fuera de la portería.
Y en eso llegó Fidel...
Estaba yo planeándome una escapadita que inspirara mis futuras entradas del blog cuando, nos tocó la china (en este caso el chino). El Coronavirus y la madre que lo parió no sólo causó una gran problema sanitario en todo el mundo, sino una crisis económica que aún no estamos en condiciones de evaluar en su totalidad.
Si en condiciones normales, la diferencia entre aprobar la oposición o suspenderla era abismal, en las nuevas e inciertas circunstancias era casi cuestión de vida o muerte.
Como efecto secundario, se retrasó la publicación de los resultados. Casi mejor. En el periodo de más férreo confinamiento hubiera sido más angustioso digerir un fracaso y más complicado celebrar como se merecía una victoria.
Tras más de tres meses de agónica espera, una mañana recibí un mensaje de mi compañero, pero no lo leí. Intuyendo por donde iban los tiros y queriendo evitar un "spoiler" acudí a la página del INAP para descargarme el listado de aprobados, que tardó un mundo en aparecer ante mis ojos.
Desgraciadamente, mi nombre no aparecía en la lista. Maldije mi linaje viendo con malsana envidia como 1350 apellidos pasaban a engrosar la lista de empleados públicos, mientras el mío se quedaba a las puertas. La nota del último de ellos, que marcaba el corte, había sido de 5,08 puntos. La mía, 4,92.
Dieciséis míseras centésimas que marcaban la diferencia entre la gloria y el llanto que, figuradamente porque no soy muy expresivo, me invadía en esos duros momentos.
En nada me consoló (más bien al contrario) que mi compañero tampoco hubiera pasado. Habíamos hecho una preparación bastante exhaustiva, pero nos falló una mayor rapidez mecanográfica y saber lidiar mejor con la tensión del momento.
Será complicado que a corto plazo aparezca una convocatoria tan jugosa en plazas como ésta. Y más con una economía en recesión, que sumada al gobierno tan rumboso que tenemos, va a dejar las arcas del Estado en los huesos.
Así que esta vez me ha tocado hacer el papel de Laurent Fignon. Tras muchos días de lucha, pinché el día decisivo y fui superado por un suspiro.
La derrota por la mínima me ha dejado tocado. Pero al igual que hizo el ciclista parisino, he dado todo lo que tenía. Y seguiré haciéndolo, aunque no tenga la certeza de que algún día llegaré a alcanzar la gloria.