Ya era de
noche cuando arribé a la ciudad costera. En esas circunstancias, y teniendo en
cuenta que el taxi al centro no era muy caro (unos 6 o 7 euros), la opción
lógica hubiera sido hacer uso de uno de ellos. Pero mis viajes no suelen estar
determinados por la lógica. Fueron el niunclavelismo y mi afán de aventura los
que me llevaron a tomar el autobús, que me sirvió para tener mi primera toma de
contacto con la población local, que era la que dominaba en el vehículo. Tenía
que estar atento para bajarme, ya que la ruta del autobús no acababa en el
centro sino que seguía hasta las afueras. La esperada amabilidad colombiana se
puso de manifiesto cuando mi compañera de asiento me indicó el lugar exacto para
descender, junto con una sugerencia que no me tranquilizó mucho. Me dijo por qué
calle debería meterme para evitar problemas. A fe que le hice caso para recorrer con cautela mis primeros pasos por la ciudad, atravesando una zona repleta de bares y
restaurantes. Las calles del centro contaban con la animación propia de un viernes por la noche, incrementada por el ambiente tropical. Sin ningún
incidente reseñable conseguí llegar a mi albergue. La estructura de calles en
cuadrícula no es la más bonita, pero es bastante práctica para orientarse.
El
establecimiento escogido no estaba exento de encanto, dentro de su humildad.
Se hallaba situado en un edificio de aire colonial y presentaba un buen aspecto.
Además, mi cuarto estaba bastante despoblado, por lo que presentía una noche
tranquila.
El cansancio del viaje al que se sumaba la diferencia horaria, se
empezaba a acusar. Pero estaba inquieto por empezar a degustar los encantos
culinarios del lugar, así que hice una inspección que concluyó en un humilde
restaurante. Estando a unos pasos de la playa, no pude evitar decantarme por el
pescado. Así que me pedí un plato de mojarra (pez local muy sabroso) acompañado
de arroz, ensalada y patacones (plátano frito). Delicioso y a precio muy
competitivo.
Aún dicen que el pescado es caro... |
El buen sabor que me había dejado el pescado, se tornó en amargo
cuando descubrí a otro animal, en este caso vivo y del género blatodeo
correteando por el lavabo del albergue. Creo que la repulsión fue mutua, ya que
la cucaracha enseguida encontró un agujero por donde meterse y librarse de mi
incómoda presencia. No fue este el preludio deseado para un descanso reparador,
pero pronto me encontraría con otro impedimento mayor para desplomarme en brazos de
Morfeo. Los altavoces de un bar cercano al albergue derrochaban vatios como si
no hubiera un mañana, lo que hizo imposible mi descanso hasta que se calmaron. Al día siguiente me esperaba un destino menos ruidoso y más bucólico que la bulliciosa Santa Marta.
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