viernes, 31 de enero de 2025

GOLFEANDO POR BANGKOK

 Astuciosamente, había reservado mi albergue junto a una parada de metro (Sam Yoit). Este detalle, importante en cualquier ciudad, es capital en una megalópolis como Bangkok, un lugar muy poco amable para el peatón. Así que, una vez que me situé espacialmente al salir de la estación, un breve paseo de apenas 3 minutos me dejó en mi destino.

 La idea que llevaba in mente de encontrarme con un lugar cutre y lleno de insectos se desmoronó cuando descubrí que había reservado un albergue moderno, limpio y con instalaciones dignas de un buen hotel. La cama era grande y contaba con una cortina que conseguía crear una cierta sensación de intimidad, a pesar de compartir cuarto con varias personas.

Calles bulliciosas 
                    

 Dicen que los malos tragos es mejor pasarlos cuanto antes. Así que no perdí mucho tiempo tomando posesión de mi nueva morada y salí a explorar los barrios rojos de Bangkok. Estaban bastante alejados de mi ubicación, por lo que tomé de nuevo el metro hasta la estación de Sukhumvit. A la salida, más me costó orientarme que llegar a mi destino, que no era otro que la calle Soi Cowboy. Era más bien corta, pero se me hizo muy larga (ojo al doble sentido). Se trata de una travesía rica en deslumbrantes luces de neón y alta en decibelios que provienen de numerosos bares de gogós. Pueblan la calle un gran número señoritas muy ligeras de ropa que intentan seducir a los potenciales clientes para que entren a sus locales.  Ciertamente, creo que el cuerpo femenino es digno de admirar, pero tantos de golpe y con tanto  estímulo auditivo y lumínico  me saturaron rápido. Así que, con paso firme y evitando mirar directamente a las empleadas, conseguí llegar de una pieza al final de la calle.  No ha quedado en mi memoria de este evento ninguna de las estridentes melodías que salían de las puertas de los baretos. Muy a juego con el nombre de la calle, esta visita me ha hecho recordar la melodía de una de las series de dibujos animados que veía en mi infancia (Lucky Luke). En su sintonía de cierre decía: "Soy un cowboy solitario, siempre lejos de su hogar...cabalgando sin cesar...".

 Mi siguiente hito era una zona un poco más amplia llamada Nana Plaza. No estaba muy lejos, por lo que me di un paseo siguiendo una muy concurrida avenida. Sin llegar a la densidad de Soi Cowboy, no faltaban en esta travesía mujeres de muy bien ver interesadas en hacer negocios carnales. Hice un alto en el camino y me senté a comer un tentempié cuando una jovencita muy discreta me miró sonriente. Viendo que su aspecto distaba mucho de la señoritas de la zona, y revelando mi ingenuidad, le di un poco de conversación hasta que me ofreció "pum-pum". Cortésmente decliné su oferta y seguí mi camino.

 Enseguida llegué a Nana Plaza. Se trata de una galería comercial de 3 pisos que dan a una pequeña plaza. En ella se concentran decenas de bares con las mismas características que los referidos en la calle Soi Cowbow. Se le conoce como "el patio de recreo para adultos más grande del mundo". Aun sabiendo que no era un lugar de mi agrado, no pude evitar recorrerme las tres plantas. Eso sí, manteniendo mi estrategia de paso firme y mirada al frente, que fue suficiente para pasar sin pena ni gloria por el lugar.

Mi noche loca por los tugurios bangkokenses ya no podía dar más de sí. Con un grado más de golfería quizá hasta me hubiese divertido, pero no es el caso. Ya no había metro a esas horas, por lo que podía coger un taxi (lo más lógico) o volver andando (lo más barato). Como era de esperar dada mi trayectoria, se impuso la segunda opción. Nada mejor que una caminata de un par de horas para tomarle el pulso a una ciudad. La impresión que me quedó en esta primera toma de contacto es que Bangkok no es una ciudad armónica desde el punto de vista arquitectónico (hablando en plata, es fea de cojones), que a cualquier hora del día y de la noche hay movimiento humano y que los pasos de cebra están de adorno. También, y por fortuna, se trata de un lugar seguro. Ya fuera por calles atestadas de gente como por zonas solitarias, en ningún momento vi amenazada mi integridad. Sí lo fue, sin embargo, puesta en entredicho mi libertad sexual. Andaba cerca de mi hostel, cuando una mujer ya talludita y poco agraciada me abordó abruptamente y me agarró del brazo intentando arrastrarme a los pecados de la carne. Con esas formas, ni aun siendo Miss Tailandia (nada más lejos), me hubiera puesto en situación.

 La caminata y los acontecimientos vividos me habían abierto el apetito. Aún no me fiaba de los puestos callejeros, por lo que elegí un Burger King para mi primera cena en el país. Intenté buscar el toque local eligiendo un plato de arroz con pollo rebozado que me reveló la tendencia que iba a marcar mis experiencias culinarias tailandesas: precios más que competitivos y abuso del picante.

 Alta cocina tailandesa
                                           

 Sin más incidentes que reseñar, llegué al albergue. La cama era cómoda y estaba cansado del vuelo, las pateadas y las emociones vividas. Además, mi habitación estaba huérfana de motosierras.  En esas condiciones Morfeo no debería haberse hecho esperar mucho. Pero el jet lag (6 horas de diferencia tienen la culpa) hizo que hasta pasadas las 3 de la madrugada no consiguiera pegar ojo. 

 La primera impresión que me había brindado Bangkok no había sido muy positiva. Una ciudad bulliciosa, caótica, con un tráfico infernal, aceras estrechas (en el caso de que las hubiere), ruidosa e impregnada de olores muy fuertes y poco agradables. Mientras daba vueltas en la cama me preguntaba si las tres jornadas que había programado pasar en la capital iban a ser demasiadas.

martes, 28 de enero de 2025

RUMBO A SIAM

 La vida del funcionario es cómoda pero, en general, poco emocionante. Esa es una de las razones de mi largo periodo sin publicar en el blog. Espero que me disculpen mis estimados lectores, a los que les prometo un buen ramillete de entradas con bastante miga en las próximas semanas.

 Durante 2024 apenas me tomé días libres. Eso ha hecho que, para evitar perder días de vacaciones, me viera obligado a tomarme libre casi todo el mes de enero. Haciendo de la necesidad una virtud, aproveché ese periodo tan poco asociado en nuestras latitudes con las vacaciones para viajar a tierras con climas más cálidos que los que nos ofrece nuestro invierno.

 Tras estudiar las diversas opciones y comparar precios, decidí que mi destino iba a ser Tailandia. Lo malo es que apenas tenía referencias de los lugares a visitar. Le pregunté a mi jefe, que había estado el año anterior y me dio un esquema básico: Bangkok, la zona de Chiang Mai, al norte (montaña) y las islas al sur. Suficiente para ir tirando.

 Los días previos consulté todo tipo de guías y foros para ir haciéndome una ruta, pero tanta información me abrumaba. Así que me limité a reservar mis 3 primeras noches en Bangkok y ya iría montando el viaje sobre la marcha.

 Había que apurar los días para maximizar mi estancia, evitando los días más críticos. Así que contraté un vuelo que salía el día 1 de enero desde Madrid. Eso hacía que no pudiera pasar la nochevieja con la familia en Huesca. Tampoco me apetecía ir a un cotillón ni tenía plan para ello, por lo que me iba a tocar afrontarla en solitario. Pero como dijo el popular marinero Chanquete, uno nunca está solo del todo. Así que esa tarde me junté con mis compañeros de carreras por el Retiro y aparte de despedir el año trotando, que está muy bien, hicimos un humilde e improvisado brindis de fin de año comprando bebidas en un bazar oriental. Para mí esto fue mucho mejor que pasar la noche en un garito bebiendo y gastando sin freno. 

Brindis con mis panas de Retiro Running

 Por poco dinero me monté una cena de campanillas y disfruté de un maratón de documentales de Queen que echaban por televisión. Me acosté pronto para reservar fuerzas ante el largo vuelo que me esperaba.

 A fe que me iban a hacer falta esas fuerzas. Al hacer la facturación del vuelo me indicaron que iba con retraso. Y no pequeño. Nada menos que 7 horas. Dado que mi casa está bastante cerca de aeropuerto, barajé la idea de ir a echarme una siesta y volver más tarde. Pero me advirtieron de que existía la posibilidad de que se buscase una solución alternativa y ese retraso se redujese. Por ello me recomendaron que me quedara en el aeropuerto. Además me ofrecían una comida durante el tiempo de espera. Pensando que las posibilidades de que perdiera el vuelo si me volvía a casa eran pocas, pero el resultado hubiera sido catastrófico, me quedé esperando. La comida, consistente en un pollo (o algo parecido) rebozado con patatas ya frías y una ensalada de batalla, en poco o casi nada contribuyó a paliar las molestias de la espera.

Casi mejor pasar hambre

 Las 7 horas se acabaron convirtiendo en 8. Y más que la tediosa espera en el aeropuerto, me preocupaba si íbamos a llegar a tiempo de tomar el enlace a mi segundo vuelo en Amán.

 En todo caso, una vez montado en el avión, poco podía hacer. Esta primera parte de mi periplo transcurrió en un avión un tanto cutre. Los asientos no tenían pantalla de entretenimiento y mi bandeja no estaba bien sujeta por lo que se caía continuamente. Yo me esperaba algo más lujoso de una compañía llamada Royal Jordanian, además de un poco más de puntualidad.

 Mis peripecias en el aeropuerto de Amán, tampoco ayudaron a mejorar mi impresión del país mediooriental. Nada más llegar, vi que el vuelo a Bangkok aún no había salido, por lo que, cual si fuera un aeroplano de Royal Jordanian, volé sobre los pasillos del aeropuerto para llegar a tiempo. Pero no iba a ser tan fácil. Al doblar una esquina me esperaba un control de equipajes. ¿Para qué? Si ya llegaba de un vuelo...  No contentos con detener mi avance, me revisaron la mochila, con la espera correspondiente. Luego le pregunté a un empleado por dónde tenía que seguir para coger el vuelo y al enseñarle el billete, vio la hora de embarque y me dijo que ya había salido. Estaba en Babia el hombre, así que seguí a otro pasajero más despierto y conseguí llegar a la puerta de embarque, donde acababa de comenzar la entrada al avión. A falta de explicaciones oficiales, no sé realmente qué pasó. Si el vuelo esperó a los enlaces o también se retrasó por razones endógenas. En todo caso, iba a poder llegar a Bangkok, lo haría a una hora razonable y además me evitaba la escala de 3 horas en el aeropuerto. No salí tan mal parado.

 Esta segunda parte del vuelo era más larga, pero el avión era más competente. No se me caía la bandeja y en la pantalla de entretenimiento pude ver algún telefilme. La comida estaba bastante bien, así que, aunque el viaje fue un tanto accidentado, no se puede decir que se me hiciera muy pesado.

 Se acercaba la hora de llegada y mi inquietud aumentaba. ¿Sería capaz de llegar en metro a mi alojamiento? ¿Conseguiría agenciarme con éxito una tarjeta SIM local con datos? Similares inquietudes rondaban a mis compañeros de asiento, una pareja menorquina con la que no tardé en hacer buenas migas. Decidimos afrontar en equipo nuestros primeros pasos tras el aterrizaje. Cuando uno llega a un país extranjero (y Tailandia es muy extranjero respecto a España) siente una sensación de orfandad. En este caso fue sustituida por otra de hermandad. No tardamos en encontrar un puesto donde una eficaz a la par que encantadora empleada nos instaló en un santiamén las tarjetas de teléfono tailandesas a pesar de que sus largas uñas de fantasía no eran las más indicadas para un trabajo tan minucioso. Tampoco supuso mucho problema comprar los vales de metro en las máquinas y dirigirnos a nuestro destino. Compartimos un tramo en el tren y nos despedimos. Me enfrenté a partir de allí en solitario a una travesía por el antiguo Reino de Siam que no me iba a dejar indiferente, y espero que a ustedes, mis queridos lectores, tampoco.