jueves, 20 de marzo de 2025

CHIANG RAI: TEMPLOS DE COLORES, TRIÁNGULO Y ALBERGUE DE ORO

 El trayecto en taxi hasta mi albergue, aparte de ser un tanto accidentado, me sirvió para hacerme a la idea de que la ciudad de Chiang Rai no parecía que pudiera dar mucho juego. Por ello, nada más llegar a mi alojamiento reservé una ruta turística en furgoneta por la región para el día siguiente.

 Habiendo pagado mi albergue en efectivo y previendo que debía hacer lo propio en la excursión, salí en busca de un cajero para tener algo de dinero contante y sonante en mi bolsillo. Para viajar a Tailandia es mejor llevar euros y cambiar a baths, que sacar dinero en los cajeros, ya que cobran una comisión bastante alta. A esas horas las casas de cambio estaban cerradas, por lo que solo me quedaba la opción del  cajero. Entre que algunos de ellos no funcionaban y que otros no me admitían una de mis tarjetas y tuve que volver a por otra al albergue, estuve más de una hora pululando por las casi desiertas calles de Chiang Rai. Nada que ve con la bulliciosa Bangkok, que a todas horas presenta una incesante actividad. 

 Mis viajes son un no parar. Lo normal tras la paliza del día anterior hubiera sido tomarme un día de descanso para recuperarme. Pero para eso ya tengo mi trabajo de funcionario. Así que a las 7:30 de la mañana ya estaba tomando un modesto pero nutritivo desayuno que me preparó la madre de la dueña del hostel. Poco antes de las 8 pasó a recogerme una furgoneta que, tras un periplo por distintos alojamientos de la ciudad salió de la misma en dirección sur. Tras un breve trayecto, llegamos a nuestra primera parada del día, el Templo Blanco o Wat Rong Khun. Es un recinto que se empezó a construir en 1997 y que aún no está terminado. Se trata de una propuesta personal de un artista que dio rienda suelta a su creatividad para hacer una obra muy singular y un tanto inquietante.

Templo Blanco: parece que no me acaba de convencer

 Nada más llegar vi que había una casa de cambio a precios razonables. De haberlo sabido me hubiera ahorrado la comisión y el peregrinaje en busca de cajeros del día anterior.

 Nuestro siguiente hito fue la visita al Templo Azul o Wat Rong Suea Ten. También se trata de un templo moderno, pero de corte más clásico. Como se suele decir, y en este caso con bastante propiedad, para gustos, los colores. El templo Azul me gustó mucho más que el Blanco y sobre todo me transmitió mucha más sensación de paz, que es lo que se supone que tiene que aportar un recinto sagrado.

Templo Azul 🙏

 Si al artista que había diseñado el Templo Blanco daba la impresión de que se le había ido un poco la pinza, al que diseñó nuestra siguiente visita (Templo Negro o Museo Bandaam) se le había ido totalmente. Se trataba de un conjunto de 40 edificaciones de color negro tan turbadoras como inclasificables. Además, en uno de los edificios había cuadros del mismo artista en los que, usando un código QR, se podían ver en movimiento. Paranoia total, aunque no se puede negar la originalidad y el impacto de la propuesta. 

Autor del Templo Negro: ¿Se está riendo de nosotros?

 El precio de la excursión incluía la comida, que hicimos en un modesto restaurante cercano al museo. Se trataba de un buffet libre de comida local que, como acostumbro a hacer, fue convenientemente amortizado.

 El momento más embarazoso del día fue la visita al poblado de las "Mujeres Jirafa". Como su nombre sugiere, se trata de unas señoras que se ponen aros metálicos en el cuello que con el tiempo se estira de forma sorprendente. El precio de entrada al poblado (nada barato) y el hecho de que lo único que se pudiera hacer en ese poblado era comprar recuerdos, dio al traste con toda ilusión de contemplar algo auténtico. Cada uno se gana la vida como puede. Y esas mujeres, que por lo visto tuvieron que salir por patas de la vecina Camboya, tienen su "modus vivendi" en vender objetos a los muchos turistas que pasan por el lugar. Muy respetable, pero este tipo de cosas son por las que huyo siempre que puedo de los viajes organizados.

Poblado trampa
   El siguiente hito de la jornada también contenía su particular "encerrona", aunque bastante más liviana. Se trataba de una plantación de té. En la demostración se nos permitió probar tres tipos de té que junto a un gran número de productos derivados de la planta, se vendían en la tienda. Las colinas en las que se habían formado unas terrazas para plantar la popular infusión formaban un paisaje de singular belleza, pero apenas se nos dio tiempo para contemplarlas.
¿Té gusta?

 Hasta ahora podía decir que la excursión me estaba dejando un sabor agridulce, añadido al amargo del té. Menos mal que nos esperaba el que, para mí, fue el plato fuerte de la excursión. Tras un buen rato de trayecto en la furgoneta, encontramos un caudaloso río a nuestra derecha. Se trataba del Mekong, y al otro lado se podía ver una ciudad con grandes rascacielos. Nos estábamos acercando al Triángulo de Oro, y la ciudad que adivinábamos en la otra orilla estaba situada en Laos. Más adelante, paramos en una localidad bastante animada (Sop Ruak) y subimos a una colina. Desde la cima, además de ver Laos, a un lado, al otro podíamos ver Myanmar. Estábamos situados en una triple frontera. Esta peculiar situación hizo que, en su día, esta zona fuese un lugar de contrabando, especialmente de sustancias estupefacientes. 

 Fue precisamente en un lugar tan exótico donde una pareja de turistas me preguntaron si era de Huesca al ver mi camiseta. Eran colombianos y vivían en España. Me comentaron que solían ir a Bierge de vez en cuando. El globo terráqueo se nos queda pequeño.

Primer plano: Tailandia; izquierda, Birmania; derecha: Laos
 Más allá de la belleza de las vistas, el lugar me pareció muy sugerente, tanto por su localización como por su nombre y también por las historias que se contaban sobre el mismo. Para meternos más en ambiente, visitamos un museo dedicado al tráfico de opio. Como contrapunto a tanto vicio, en mi visita al  pueblo pude contemplar un Buda gigante que vino a poner un poco de orden en este sindiós.
Un Buda es lo que hacía falta aquí

 La incursión en el Triángulo de Oro fue la última etapa de nuestro periplo por la zona. Dejando aparte alguna que otra trampa, tan comunes en este tipo de actividades, fue una buena experiencia. Pude ver muchos lugares a los que, yendo por mi cuenta, hubiera sido complicado acceder.

 A la vuelta en Chiang Rai me esperó una sorpresa que iba a redondear la jornada. Esa noche se organizaba una cena en el albergue. Habían comprado comida y en ese momento había gente preparándola. Todo a cuenta de la casa. Además de cenar gratis, el evento me sirvió para socializar y disfrutar de un ambiente inmejorable con personas de muy distintas procedencias. Esto no hay hotel de lujo que lo consiga.

Cena de enjundia


viernes, 7 de marzo de 2025

TOCANDO EL CIELO EN BANGKOK

 Como había decidido estar un día más en Bangkok, necesitaba reservar una noche más. Lo intenté en mi albergue, pero estaba completo. Así que hice de la necesidad una virtud y busqué alojamiento cerca de la estación de autobuses, situada unos kilómetros al norte. Antes de hacer el cambio, aproveché para visitar el templo cercano de Wat Pho, que destaca por la presencia de un Buda gigantesco tumbado de 46 metros de largo bañado en oro. Ciertamente, la escultura es impresionante, aunque el resto del templo, quizá porque ya había visto unos cuantos, no me llamó mucho la atención.

¡Peazo Buda!

 Un acto en teoría tan complejo como una mudanza, se facilita enormemente cuando todo el equipaje se limita a una mochila. Mi morada por tres días había cumplido su cometido con creces, aunque no fue un lugar que facilitara mucho la socialización. 

 Un viaje de algo más de media hora en metro me dejó en la estación de Kamphaeng Phet, en la zona de Chatuchak, conocida por albergar el mercado más grande del país y uno de los más grandes del mundo. Contuve mis ganas por visitarlo y caminé unos 15 minutos hasta mi albergue. El entorno donde se encontraba, difícilmente podría ser más inhóspito, junto a una autovía y una carretera elevada. Pero como se suele decir de las personas (sobre todo cuando son poco agraciadas físicamente), lo importante es el interior. Y en este caso, puedo decir que las instalaciones del alojamiento, muy modernas a la par que acogedoras, estaban muy por encima de su ubicación. Apenas iba a tener tiempo de aposentarme. Enseguida me dirigí al mercado Chatuchak, que solo abre los fines de semana. Afortunadamente, ese día era domingo y el mercado lucía en todo su esplendor. Más de 10.000 puestos, 27 secciones, 140.000 metros cuadrados... El Rastro de Madrid es una broma comparado con esto. 

El mercadillo de los domingos

 Tanto por comprar y tan barato...y yo limitado por una mochila que ya estaba casi al tope de su capacidad. Por ello no me detuve mucho en los puestos. Me limité a dar un paseo para palpar el ambiente, muy animado como era de esperar, y llené el único habitáculo que aún disponía de sitio: mi estómago. Y tampoco me sobraba el tiempo, así que me conformé la degustación de un par de platos mientras caminaba y observaba las marabuntas humanas entregadas al consumismo más desaforado. 

  A las 5 había quedado con mi cita del día anterior en la zona de Silom. Se trata de un área de oficinas repleta de rascacielos. La idea era subir a uno de ellos para observar las vistas desde la terraza de la cafetería de un hotel. Las primeras vistas que me llamaron la atención fueron las de mi amiga con su modelito rojo para la ocasión. No desmerecían tampoco las que ofrecía Bangkok visto desde las alturas, y más cuando la luz del atardecer dio paso a la ciudad iluminada. 

Mi amiga Biw: mucho lady y poco boy

 Así que allí estaba yo, lamentando no ser estrábico por momentos, teniendo que dividir mi atención entre la belleza natural de mi cita y la artificial que ofrecía Bangkok en el anochecer. Dejando aparte consideraciones estéticas, la conversación fue muy agradable y las horas que pasamos en el local se me pasaron volando. 

Uno no sabe a donde mirar
  Sé que ustedes, mis queridos lectores, están esperando que les desvele detalles de nuestra interacción íntima, caso de haberla habido. Siento decepcionarles. La velada acabó en una despedida a pie de calle y cada mochuelo a su olivo. Pero no pierdan la esperanza, ya que yo tenía que volver a Bangkok y por ambas partes se veía con buenos ojos continuar donde lo habíamos dejado.

 Como se suele decir, el pototeo, aunque no sea consumado como fue el caso, da hambre. Así que aproveché la presencia de un supermercado 7 Eleven cerca de mi albergue para improvisar una cena de enjundia con platos preparados a precios de risa. La cadena es omnipresente en todos los rincones del país. Todos los establecimientos cuentan con un microondas que permiten calentar los productos que se adquieren allí, lo cual es perfecto para un niunclavelista como el que escribe. Un agujero más en el cinturón en un país que ya de por sí lo  permite apretar bastante.

 A la mañana siguiente me tocaba abandonar Bangkok. Gracias a mi astuciosa idea a la hora de elegir la ubicación del hostel, pude ir andando a la estación de autobuses. Eso sí, fue un paseo un poco largo y no muy agradable, teniendo que atravesar autovías muy cargadas de tráfico.

 Me esperaba un largo viaje de más de 12 horas al norte del país, así que más me valía que el autobús fuese cómodo. Afortunadamente, los asientos eran amplios y no se había montado mucha gente. Además, al poco tiempo de arrancar, una azafata nos obsequió con una caja que contenía un bollo y una chocolatina a modo de desayuno, además de una botella de agua. 

Que tomen nota los de la Oscense

 Me hice una idea del abrumador tamaño de Bangkok comprobando que el vehículo empleó sus buenos 40 minutos en abandonar el paisaje urbano y para internarse en las interminables llanuras tailandesas. A medio camino paramos en un área de servicio para comer. El almuerzo estaba incluido en el billete. Tailandia me seguía dando sorpresas, y casi siempre positivas.

 Así, entre convites, paradas en algunas localidades para recoger y dejar viajeros y observando los paisajes tailandeses se me pasaron las 12 horas de trayecto. Todo había ido como la seda, aunque aún me faltaba un escollo que superar. El autobús nos dejó en la estación Nº 2 de Chiang Rai, muy distante del centro de la localidad, incluso para pateadores de enjundia como yo. A esas horas de la noche la estación estaba desierta y no había transporte público, por lo que me vi obligado a reservar un taxi utilizando Grab. Esta aplicación funciona bastante bien, aunque tiene el problema de que te no  recoje en el punto desde el que se reserva, sino que manda a un punto de recogida cercano. Y eso en un lugar desconocido y con letreros en un alfabeto distinto puede causar confusión.

 A los 5 minutos apareció un vehículo y me monté. El taxista no hablaba ni papa de inglés, así que mi intentos de confirmar mi destino fueron vanos. Al poco vi que llegaba un mensaje a mi móvil. El conductor de Grab reclamaba mi presencia en la estación. Con mucho esfuerzo y gracias al traductor del móvil descubrimos que ambos habíamos cometido un pequeño y craso error. Yo debía haber cogido otro taxi y él debía haber recogido otro pasajero. Se empezó a poner tenso el hombre y me dijo que me tenía que dejar allí mismo, en un centro comercial. Mientras, yo estaba intentándole explicar la situación al conductor original. Le pregunté que si me podía recoger allí. Pero no estaba para muchas historias y me dijo que anulara el pedido. 

 Así que me tocó reservar otro taxi. Esta vez me aseguré de elegir un punto de recogida reconocible y comprobé la matrícula, el modelo y hasta la marca de colonia que usaba el conductor. Esta vez las segundas partes fueron buenas y pude llegar sin más contratiempos a mi albergue. Un cálido recibimiento por parte de la anfitriona y su madre me hizo sentir enseguida como en casa. El ajetreo de Bangkok, el viaje de 12 horas y el sofocón a cuenta del taxi eran ya un recuerdo del pasado.